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¿Qué piensa usted de la ametralladora? ¿No prefiere una máquina de escribir o un aparato fotográfico?
Gentes honestas, y que se ocupan de sociología, plantean a veces, a propósito de las realidades de la revolución, preguntas de tal calibre. Hay los que reprueban con lirismo toda violencia, toda dictadura, confiados, para lograr el fin de la opresión, de la miseria, de la prostitución y de la guerra, tan sólo en la intervención, sobre todo literaria, del espíritu. Gozando en realidad de un confort considerable, en la sociedad tal cual es, se sitúan altaneramente "por encima del conflicto social". En vez de la metralleta, prefieren, muy particularmente, la máquina de escribir.
Otros sin repudiar la violencia, repudian formalmente la dictadura. La revolución les parece una liberación milagrosa. Sueñan con una humanidad que, con sólo liberarse de sus trabas se haría pacífica y buena. A despecho de la historia, de la verosimilitud, del sentido común y de sus propósitos, sueñan con una revolución total, no sólo idílica, claro, aunque sí breve, decisiva, definitiva, con futuros radiantes. "Fresca y alegre", quisieran agregar, pues en el fondo mucho se parece esta concepción de la lucha al mito oficial de la "última guerra" imaginada en 1914 por las burguesías aliadas. Nada de época de transición; nada de dictadura del proletariado ("¡Contra todas las dictaduras! "); nada de represión después de la victoria de los trabajadores; nada de tribunales revolucionarios; nada de Cheka, sobre todo, ¡por todos los dioses! , ¡nada de Cheka! ; nada de prisiones... La entrada con pie firme en la libre ciudad del comunismo; el arribo inmediato, después de la tormenta, a las Islas Afortunadas. A las metralletas, estos revolucionarios, nuestros hermanos libertarios prefieren... las guirnaldas de rosas, de rosas rojas.
Otros, en fin, creen que, por ahora, se le debe dejar el monopolio del uso de la metralleta a las clases poseedoras, y tratar de inducirlos suavemente, por persuasión, a renunciar a ellas.
Mientras tanto estos reformadores padecen penas sin cuento tratando de obtener de conferencias internacionales la reglamentación del uso de disparos en ráfaga... Parece que se dividen en dos categorías: los que al uso de la metralleta prefieren sinceramente el uso de la mesa de discusiones; y los que, más prácticos y desilusionados, prefieren in petio el uso de los gases asfixiantes.
En verdad, nadie -salvo tal vez algún fabricante de armas y municiones- tiene especial predilección por el uso de la metralleta. Pero la metralleta existe. Es una realidad. Una vez recibida la orden de movilización, hay que elegir entre estar delante de esta cosa real o estar detrás de ella, entre servirse de la simbólica máquina de matar o servirle de blanco. Nosotros preconizamos entre los trabajadores el uso de una tercera solución: tomar este instrumento de muerte y volverlo contra sus fabricantes. Los bolcheviques rusos decían desde 1915: "Transformar la guerra imperialista en guerra civil."
Todo lo que hemos dicho de la metralleta se aplica al Estado y a su aparato de dominación: prisiones, tribunales, policía, servicios policíacos. La revolución no escoge las armas. Recoge del campo ensangrentado las que la historia ha forjado, las que caen de las manos de la clase dirigente vencida. Ayer a la burguesía, para reprimir a los explotados, le era necesario un poderoso aparato coercitivo: ahora también un poderoso aparato represivo le sirve a los obreros y campesinos para vencer la extrema resistencia de los poseedores desposeídos, para impedirles retornar al poder, para mantenerlos en una constante carencia de sus privilegios. La metralleta no desaparece: cambia de manos. No es preferible el arado, por ahora...
Pero dejemos las metáforas y las analogías simplistas. La característica de la metralleta es que no se modifica, cualquiera sea la manera de usarla. Si se la instala en un museo, amordazada por un rótulo de cartón; si se la emplea inofensivamente en ejercicios de academia militar; si, agazapada en un agujero de obús, le sirve a un campesino de Beauce para perforar la carne de su hermano, el cultivador de Westfalia; si, instalada en el umbral de un palacio expropiado, mantiene en jaque a la contrarrevolución, no se le modifica ni un tornillo, ni una tuerca.
Por el contrario, una institución es modificada por los hombres, y más aún, infinitamente más por las clases que se sirven de ella. El ejército de la monarquía feudal francesa de antes de la revolución de 1789-93, aquel pequeño ejército profesional, formado por mercenarios a sueldo y por pobres diablos reclutados a la fuerza, dirigidos por nobles, se parece muy poco al ejército que se formó al día siguiente de la revolución burguesa, aquella nación en armas, constituida espontáneamente al llamado de "la patria en peligro", dirigida por viejos sargentos y por diputados. Igualmente profunda era la diferencia entre el ejército del antiguo régimen ruso imperial, llevado a la derrota por el gran duque Nicolás, con su casta de oficiales, servicio duramente impuesto, régimen del "puñetazo en el hocico", y el Ejército Rojo organizado por el partido comunista, por su gran animador Trotsky, con sus comisarios obreros, su servicio de propaganda, sus cotidianos llamados a la conciencia de clase del soldado, sus épicas victorias... Igualmente profunda, si no más, la diferencia entre el Estado burgués destruido de arriba abajo por la Revolución Rusa de octubre de 1917, y el Estado proletario edificado sobre sus escombros. Planteamos el problema de la represión. Veremos que la analogía entre el aparato represivo del Estado burgués y el del Estado proletario, es mucho más aparente que real.
A mediados de noviembre de 1917, los soviets, detentadores exclusivos del poder desde hacía pocos días, lograda en toda Rusia una completa victoria insurreccional, vieron abrirse la era de las dificultades. Continuar la revolución resulté cien veces más difícil de lo que costó tomar el poder. En las grandes ciudades no había ni servicios públicos ni administración que funcionara. La huelga de técnicos amenazaba con provocar las peores aglomeraciones y con calamidades sin cuento. El agua, la electricidad, los víveres, podían faltar a los tres días; el alcantarillado no funcionaba, y esto hacía temer epidemias; los transportes eran más precarios, problemático el avituallamiento. Los primeros comisarios del pueblo que llegaron a tomar posesión de los ministerios, hallaron las oficinas vacías, cerradas, con los estantes bajo llave y algunos ujieres hostiles y obsequiosos esperando que los nuevos jefes hicieran romper los cajones vacíos de los secretarios... Este sabotaje de la burocracia y de los técnicos, organizado por los capitalistas (los funcionarios "en huelga" recibían subsidios de un comité de plutócratas), dura algunas semanas con carácter critico, y meses e incluso años en forma más atenuada. Mientras tanto, la guerra civil se encendía lentamente. La revolución victoriosa, poco inclinada a derramar sangre, muestra hacia sus enemigos más bien una peligrosa indulgencia. Libres bajo palabra (ése fue el caso del general Krasnov) o ignorados, los oficiales zaristas se reagrupaban apresuradamente en el sur, formando los primeros núcleos de los ejércitos de Kornilov, de Alexéiev, de Krasnov, de Denikin, de Wrangel. La generosidad de la joven república soviética habría de costarle, durante años, ríos de sangre. Algún día los historiadores se preguntarán y los teóricos comunistas indudablemente harían bien anticipándose a los trabajos de los historiadores, si la Rusia roja no se hubiera ahorrado una parte de los horrores de la guerra civil y del doble terror blanco y rojo, con un mayor rigor en sus inicios, con una dictadura que se hubiera esforzado en reducir sin tregua a las clases enemigas a la impotencia mediante medidas de seguridad públicas, incluso a las clases que parecían pasivas. Este era, parece, el pensamiento de Lenin, quien se dedicó en muy buena hora a combatir las vacilaciones y las medias tintas, tanto en la represión como en otros asuntos. Esta era la concepción de Trotsky, concretada en algunas órdenes draconianas al Ejército Rojo y en Terrorismo y comunismo. Es lo que Robespierre decía ante la Convención, el 16 de enero de 1792: "La clemencia que contemporiza con los tiranos es bárbara." La conclusión teórica que nos parece se debe extraer de la experiencia rusa es que, en sus inicios, una revolución no puede ser ni clemente ni indulgente, sino más bien dura. En la guerra de clases se debe golpear duro, lograr victorias decisivas, para no tener que reconquistar constantemente, siempre con nuevos riesgos y nuevos sacrificios, el mismo terreno.
Entre octubre y noviembre de 1917, la justicia revolucionaria sólo efectuó 22 ejecuciones capitales, principalmente de enemigos públicos. La Comisión extraordinaria para la represión de la contrarrevolución y de la especulación, por abreviatura Cheka, fue fundada el 7 de diciembre, en razón de actividades cada vez más atrevidas del enemigo interior. ¿Cuál era la situación en ese momento? A grandes rasgos: las embajadas y las misiones militares de los aliados son permanentes focos de conspiración. Los contrarrevolucionarios de todo cariz encuentran en ellas aliento, subsidios, armas, dirección política. Los industriales colocados bajo control obrero o desposeídos sabotean la producción, conjuntamente con los técnicos. Todas las herramientas, las materias primas, las existencias, los secretos laborales, todo lo que se podía esconder, se escondía; todo lo que se podía volar, se volaba. El sindicato de transportes y la cooperativa dirigida por los mencheviques acentuaron con su resistencia los obstáculos para el avituallamiento. La especulación agrava la escasez, el agio agrava la inflación. Los cadetes -demócratas constitucionales- burgueses, conspiran; los socialistas-revolucionarios conspiran; los anarquistas conspiran; los intelectuales conspiran; los oficiales conspiran. Cada ciudad tiene su estado mayor secreto, su gobierno provisional, acompañados de prefectos y de habladores prestos a surgir de la penumbra después del golpe inminente. Los adheridos son sospechosos. En el frente checoslovaco, el comandante en jefe del Ejército Rojo, Muraviev, traiciona, quiere pasarse al enemigo. Los socialistas-revolucionarios preparan el asesinato de Lenin y de Trotsky. Uritsky y Volodarsky son muertos en Petrogrado. Najimsón es muerto en Jaroslaví. Sublevación de los checoslovacos; sublevaciones en Jaroslaví, Rybinsk, Mourom, Kazán... Complot de la Unión por la Patria y la Libertad, complots de los socialistas-revolucionarios de derecha; golpe de los socialistas-revolucionarios de izquierda; caso Lokhart (a este cónsul general de la Gran Bretaña le va menos bien que a Noulens). Los complots se sucederán por años. Era la labor de zapa en el interior, coordinada con la ofensiva en el exterior de los ejércitos blancos y de los intervencionistas extranjeros. Se darán el caso del Centro Táctico, en Moscú, las actividades del inglés Paul Dux y el caso Tagántsev en Petrogrado; el atentado del Leóntievsky Pereúlok en Moscú (caso de "los anarquistas clandestinos"); las traiciones del fuerte de Krásnaya-Gorka y del regimiento de Seménovsky;(1) la contrarrevolución económica y la especulación. Durante años, los directores de empresas nacionalizadas siguieron en realidad al servicio de los capitalistas expropiados; les informan, ejecutan sus órdenes, sabotean en su interés la producción; hay innumerables excesos y abusos de todas clases, infiltraciones de pescadores en río revuelto en el partido dirigente; los errores de unos, la corrupción de los otros; hay el individualismo pequeñoburgués enredado en luchas caóticas... Nada de problemas de represión. La Cheka es tan necesaria como el Ejército Rojo o como el Comisariado de Avituallamiento.
Ciento veinte años antes, la Revolución Francesa, en situaciones semejantes, había reaccionado de manera casi idéntica. Los revolucionarios de 1792 tenían el Comité de Salud Pública, el Tribunal Revolucionario, Fouquier-Tinville, la guillotina. No olvidemos tampoco a "Jourdan-corta-cabezas" ni a Carrier de Nantes.
Jornadas de septiembre, proscripción de los emigrados, ley contra los sospechosos, cacería de sacerdotes hostiles, despoblación de la Vendée, destrucción de Lyon. "Se debe matar a todos los enemigos interiores -decía simplemente Dantón a los convencionistas- para triunfar sobre los enemigos del exterior." Y frente al tribunal Revolucionario, él, el "ministro de la Revolución", acusado de las matanzas de septiembre, acusado de querer la clemencia, exclama "¿Qué me importa ser llamado bebedor de sangre? Bebamos, si es necesario, la sangre de los enemigos de la humanidad". No citaremos a Marat, al que los revolucionarios proletarios podrían considerar suyo con alguna razón, pero sí al gran orador del partido moderado de la revolución burguesa, Vergniaud. Exigiéndole a la asamblea legislativa una actitud sumaria terrorista contra los emigrados, el tribuno de la Gironda decía el 25 de octubre de 1791:
"¡Pruebas legales! ¡Entonces no tenéis en nada la sangre que os costarán! ¡Pruebas legales! ¡Ah! ¡Prevengamos más bien los desastres que podrían procurarnos tales pruebas! ¡Tomemos ya medidas drásticas!"
¿Por qué extraña aberración, los burgueses de la III República, en la que los abuelos vencieron por medio del terror a la monarquía, a la nobleza, al clero feudal, a la intervención extranjera, se habrían de indignar vehementemente contra el terror rojo?
No negaremos que el terror es terrible. Amenazada de muerte, la revolución proletaria lo utilizó en Rusia durante tres años, de 1918 a 1921. De muy buen grado suele olvidarse que la sociedad burguesa, además de las revoluciones que terminaron formándola, tuvo necesidad, para nacer y crecer, de siglos de terror. La gran propiedad capitalista se formó a lo largo de los siglos por medio de la expropiación implacable de los campesinos. El capital manufacturero y después el industrial se formaron por la explotación implacable, complementada por una legislación sanguinaria, de los campesinos desposeídos, reducidos al vagabundaje. Esta espantosa página de la historia es pasada en silencio en los manuales escolares e incluso en las obras serias. La única exposición de conjunto, concisa pero magistral, que conocemos, es la de Carlos Marx, en el capítulo XXIV de El Capital: "La acumulación originaria."
"A fines del siglo XV y durante todo el siglo XVI -escribe Marx- rigió en toda la Europa occidental una legislación sanguinaria contra el vagabundaje. Los antepasados de los obreros actuales fueron de hecho castigados por haberse dejado convertir en vagabundos y en miserables."
Uno de los fines de esta legislación muy precisa era el de proporcionar mano de obra a la industria. Pena de látigo para los vagabundos, esclavitud para quien se negara a trabajar (edicto de Eduardo VI, rey de Inglaterra, 1547), marca al rojo vivo para el que trate de evadirse, ¡muerte en caso de reincidencia! El robo se castigaba con la muerte. Según Tomás Moro, "72.000 pequeños o grandes ladrones fueron ejecutados bajo el reinado de Enrique VIII", quien reinara 24 años, de 1485 a 1509. Inglaterra tenía entonces de 3 a 4 millones de habitantes. "En tiempos de la reina Isabel, los vagabundos eran ahorcados por series, y cada año se hacia ahorcar de 300 a 400." Bajo esta gran reina, los vagabundos de más de 18 años que nadie quisiera emplear durante por lo menos dos años, eran condenados a muerte. En Francia, "bajo Luis XVI [ordenanza del 13 de julio de 1777] todo hombre apto, de 16 a 60 años, que careciera de medios de subsistencia y que no ejerciera alguna profesión, debía ser enviado a galeras". En una de sus cartas, tan apreciadas por los literatos, madame de Sevigné hablaba con una encantadora sencillez de acostumbrados "colgamientos" de campesinos.
Durante siglos, la justicia no fue más que terror, utilitariamente organizado por las clases poseedoras. Robarle a un rico ha sido siempre mayor crimen que matar a un pobre. La falsificación de la historia, hecha de acuerdo a los intereses de clase de la burguesía, es la regla en la enseñanza de los países democráticos, y todavía no existe en francés, que nosotros sepamos, una historia seria de las instituciones sociales que esté a disposición de las escuelas o del gran público. Por ello necesitaremos recurrir a una documentación referente a Rusia. El historiador marxista M.
N. Pokrovsky, le dedica a la justicia, en su destacada obra Historia de la cultura rusa, un capítulo de una veintena de páginas. Bajo Juan III, en el siglo XV, la justicia era aplicada por los boyardos, los dvorian -casta privilegiada de grandes terratenientes- y por los buenos (es decir, más exactamente, por los ricos) campesinos. La opinión de estas "honradas gentes" bastaba para justificar completamente una condena a muerte, siempre que se tratara, claro está, de un pobre.
"A fines del siglo XV -escribe M. N. Pokrovsky ya es evidente que la supresión de los elementos sospechosos es la esencia de este derecho." ¿Sospechosos para quién? Sospechosos para los ricos. Un documento que data de 1539 otorga el derecho de aplicar la justicia a los nobles (boyardos) asistidos por "personas honradas" (los campesinos ricos). El acuerdo prescribe la pena de muerte para los "ladrones sorprendidos infraganti o no". Y autoriza la pena de tormento para los "malhechores". Obtenida la confesión, el "culpable" será colgado; si no confiesa, se le puede encarcelar a perpetuidad. Las ordenanzas que establecen este derecho no admiten que un noble pueda ser juzgado. La justicia no comienza a ser efectiva sino tratándose de campesinos, de artesanos, de comerciantes y se hace de verdad rigurosa sólo con los pobres. Para convencerse de la crueldad de esta justicia, bastará con recorrer la historia de las revoluciones campesinas guerras campesinas de Alemania, jacqueries en Francia- que señalaron el surgimiento de la propiedad capitalista. Parecidas instituciones han existido en todos los países donde hubo servidumbre. Esta justicia de clase de la propiedad latifundista feudal no ha desaparecido, y sólo muy lentamente cede su puesto a la de las monarquías absolutas -más completa pero no menos feroz caracterizadas por la importancia creciente del comercio. Hasta la revolución burguesa, hasta épocas recientísimas de la historia, ninguna igualdad frente a la "justicia", ni siquiera puramente formal, ha existido entre pobres y ricos.
Es claro: las revoluciones nada innovan en materia de represión y de terror; no hacen más que resucitar, en forma de medidas extraordinarias, los principios de justicia y de derecho que durante siglos han sido los mismos de las clases poseedoras contra las clases desposeídas.
Toda vez que las crisis sociales han puesto frente a la burguesía moderna el problema de la represión, ésta no ha vacilado en recurrir a los procedimientos más sumarios de la justicia de clase, tratando a sus enemigos como trataba a los vagabundos en el siglo XV. Colgó, ametralló por millares, en 1848, a los insurgentes parisinos del barrio Saint-Antoine, que no eran más que cesantes exasperados por hábiles provocadores. Estos grandes hechos históricos no se deben olvidar. Dos veces, con la mejor sangre humana, la burguesía ha escrito en el libro de la historia la justificación anticipada del terror rojo: decapitando, para tomar el poder, a los aristócratas feudales y a dos reyes Carlos 1 de Inglaterra en 1649 y Luis XVI- y reprimiendo las sublevaciones proletarias. Dejemos por un momento que hablen las fechas y los números.
La Comuna de París, respondiendo a las ejecuciones sumarias de sus soldados hechos prisioneros por los versalleses, pasa por las armas a 60 rehenes. Los versalleses diezmaron al pueblo de París. Según estimaciones moderadas, la represión dejó en París más de 100.000 víctimas. Veinte mil comuneros, por lo menos, fueron ametrallados, y no durante la batalla sino después. Tres mil murieron en los presidios.
La revolución soviética de Finlandia, reprimida en 1918 por los guardias blancos de Mannerheim aliados a los soldados alemanes de Van der Goíz, ¿reprimió antes de caer a algunos de sus enemigos? Es posible; pero el número fue tan reducido que ni la misma burguesía los toma en cuenta. Pero por el contrario, en este país de 3.500.000 habitantes, donde el proletariado no existe en gran proporción, 11.000 obreros fueron fusilados por las fuerzas del orden y más de 70.000 internados en campos de concentración.
La República de los Soviets de Hungría (1919), se funda casi sin derramamiento de sangre, gracias a la abdicación voluntaria del gobierno burgués del conde Károlyi. Cuando los comisarios del pueblo de Budapest juzgan desesperada la situación, abdican a su vez, entregándole el poder a los socialdemócratas. Durante los tres meses que duró, la dictadura del proletariado húngaro, bien que amenazada sin cesar por las invasiones checoslovaca y rumana en sus fronteras y por los complots internos, golpeó en total 350 enemigos: están comprendidos en esta cifra los contrarrevolucionarios caídos armas en mano durante las sublevaciones locales. Las bandas de oficiales y los tribunales de Horthy hicieron perecer "en represalia" a muchos miles de personas e internaron, encarcelaron, vejaron a decenas de miles.
El Soviet de Munich (1919) hizo pasar por las armas, en respuesta a la masacre de 23 prisioneros rojos por el ejército regular, a 12 rehenes. Después de la entrada de la Reichswehr en Munich, 505 personas fueron fusiladas en la ciudad, de las cuales 321 sin el menor simulacro de justicia. De ese número, 60 eran rusos aprehendidos en la confusión.
De las víctimas del terror blanco que desoló las regiones donde la contrarrevolución triunfó, momentáneamente, en Rusia, no poseemos estadísticas. Sin embargo, se ha calculado en un millón las victimas tan sólo de los pogroms antisemitas en Ucrania, en tiempos del general Denikin. La población judía de ciudades enteras (Festov) fue degollada sistemáticamente.
Se estima en 15.000 el número de obreros que perecieron por la represión, durante las insurrecciones obreras de Alemania, de 1918 a 1921.
No mencionaremos aquí nombres de mártires ni episodios simbólicos. No tratamos más que de basar algunos principios sobre cifras. Demasiadas experiencias dolorosas debieran haber enseñado al proletariado sobre este punto, demasiados regímenes de terror blanco están todavía en acción como para que se necesiten demostraciones minuciosas.
De Gallifet a Mussolini, pasando por Noske, la represión de los movimientos revolucionarios obreros, incluso los que los socialdemócratas aceptan presidir, como ha sucedido en Alemania, se caracteriza por el designio de golpear a las clases trabajadoras en sus fuerzas vivas: en otras palabras, de exterminar físicamente, y completamente si fuera posible, a sus élites.
La represión es una de las funciones esenciales de todo poder político. El Estado revolucionario, en su primera fase de existencia por lo menos, lo necesita más que cualquiera. Pero parece que, en sus tres elementos fundamentales -policía, ejército, tribunales, prisiones- el mecanismo de la represión y de la coerción casi no varía. Acabamos de estudiar una policía secreta. Hemos descendido hasta sus más sucios y secretos reductos. Y hemos constatado su impotencia. Esta arma, en manos del antiguo régimen, dijimos, no podía salvarlo ni matar a la revolución. Admitimos, sin embargo, la decisiva eficacia de esta arma en manos de la revolución. El arma es la misma sólo en apariencia: una institución, repitámoslo, sufre profundas transformaciones según la clase a la que sirve y los fines que persigue.
La Revolución Rusa destruyó el aparato coercitivo del antiguo régimen, de abajo arriba. Sobre esas ruinas jubilosamente amontonadas creó el suyo propio.
Esforcémonos por esbozar las diferencias fundamentales entre la represión tal y como la ejerce la clase dominante y la represión tal y como la ejerce la clase revolucionaria. De los principios generales que un análisis somero nos revele, deduciremos algunos corolarios sobre el papel de la policía en uno y otro lado.
En la sociedad burguesa, el poder es ejercido por la minoría rica contra las mayorías pobres. Un gobierno no es más que el comité ejecutivo de una oligarquía de financieros apoyados por las clases privilegiadas. La legislación destinada a mantener en la obediencia al conjunto de asalariados -la mayoría de la población- debe ser forzosamente muy compleja y muy severa. Hace que todo atentado serio a la propiedad entrañe de una u otra manera la supresión del culpable. Ya no se ahorca al ladrón; y no porque los principios "humanitarios" hayan "progresado", sino porque la proporción de fuerzas entre las clases poseedoras y no poseedoras y también el desarrollo de la conciencia de clase de los pobres, ya no permite al juez lanzarle un reto semejante a la miseria. Pero nos limitamos a seguir la legislación francesa que es de una ferocidad media- el robo calificado es penado con trabajos forzados; y la pena de trabajos forzados se cumple en condiciones tales, se agrava de tal manera con penas accesorias", que la vida del culpable queda casi destruida. Toda pena de trabajos forzados significa el doble: el condenado está obligado a residir en alguna colonia un tiempo igual a la duración de su estadía en la prisión; los condenados a más de 8 años de trabajos forzados quedan obligados a residencia perpetua en la Guayana. ¡ Se trata de la más malsana de las colonias francesas! El confinamiento, pena "accesoria" perpetua, que también se cumple en la Guayana, bastante parecida de hecho a los trabajos forzados, es precisamente el destino de los reincidentes de robo no calificado. Cuatro condenas por robo, estafas, etc. -el robo sucesivo de 4 piezas de cien sous constituiría un caso ideal; he visto muchos expedientes de confinados para saber qué es de los casos de este tipo- pueden entrañar confinamiento; también siete condenas por vagabundaje: en otras palabras, hallarse siete veces seguidas sin pan ni albergue en los adoquinados de París es un crimen castigado con pena perpetua. En Inglaterra y en Bélgica, donde existen workhouses (casas de trabajos forzados) y asilos de mendicidad, la represión de la mendicidad y del vagabundaje no es menos implacable. Otro rasgo. El patronazgo tiene necesidad de mano de obra y de carne de cañón: la ley castiga implacablemente el aborto.
Con la propiedad privada y el sistema asalariado como principio, ningún remedio eficaz puede ser aplicado a las enfermedades sociales tales como la criminalidad. Una batalla permanente se libra entre el orden y el crimen; el "ejército del crimen" se dice, ejército de miserables, ejército de victimas, ejército de inocentes inútil e indefinidamente diezmado. Lo siguiente todavía no ha sido recalcado con suficiente insistencia: la lucha contra la criminalidad es un aspecto de la lucha de clases. Tres cuartas partes de los criminales de derecho común, por lo menos, pertenecen a las clases explotadas.
El código penal del Estado proletario, por regía general, no admite la pena de muerte en materia criminal (otra cosa es que la supresión física de ciertos anormales incurables y peligrosos sea a veces la única solución). Tampoco admite penas a perpetuidad. La pena más severa es de diez años de prisión. La privación de libertad, medida de seguridad social y de reeducación, que excluye la idea medieval del castigo, es la pena que se impone. En ese dominio y en la situación actual de la Unión de Soviets, las posibilidades materiales son naturalmente muy inferiores a lo apetecido. La edificación de la sociedad nueva -que será sin prisiones no comienza por la erección de prisiones ideales. El impulso existe, sin duda; ha comenzado una reforma profunda. Igual que el legislador, los tribunales tienen en cuenta, con un claro sentido de clase, las causas sociales del delito, los orígenes y las condiciones sociales del delincuente. Veíamos que el hecho de hallarse sin pan ni techo constituye un delito grave en París; en Moscú es, si está en relación con otro delito, una importante circunstancia atenuante.
Frente a la ley burguesa, ser pobre es frecuentemente un crimen, siempre una circunstancia agravante o una presunción de culpabilidad. Frente a la ley proletaria, ser rico incluso dentro de los estrictos limites en que durante la NEP se permitía el enriquecimiento es siempre una circunstancia agravante.
La gran doctrina liberal del Estado que los gobernantes capitalistas no han derogado en serio más que en tiempos de guerra entonces tienen su capitalismo de guerra, caracterizado por la estatización de la producción, el riguroso control del comercio y de la distribución de los productos (libretas de racionamiento, el estado de sitio, etc.) preconiza la no ingerencia del Estado en la vida económica. Esta doctrina se reduce en economía política al laisser-faire, al laisser-passer de la escuela manchesteriana. Considera al Estado principalmente como instrumento de defensa colectiva de los intereses de los poseedores; máquina de guerra contra los grupos nacionales competidores, máquina de reprimir a los explotados. Reduce al mínimo las funciones administrativas del Estado; es bajo la influencia del socialismo y bajo la influencia de la presión de las masas que el Estado ha asumido recientemente la dirección de la enseñanza pública. Las funciones económicas del Estado se reducen, en la medida de lo posible, al establecimiento de tarifas aduanales destinadas a proteger a los industriales contra la competencia extranjera. (La legislación laboral siempre es una conquista del movimiento obrero.) En una palabra, el respeto a la anarquía capitalista es la regla del Estado. Que produzca, venda, revenda, especule sin freno alguno, sin cuidarse del interés general: está bien. La libre concurrencia es la ley del mercado. Las crisis se convierten así en las grandes reguladoras de la vida económica; son las que reparan, a expensas de los trabajadores, de las clases medias inferiores y de los capitalistas más débiles, los errores de los jefes de la industria. Incluso cuando los grandes trusts dictan la ley a todo el país, suprimiendo de hecho la competencia en vastos sectores de la producción y del comercio, la vieja doctrina del Estado, si no choca con los intereses de los reyes del acero, del carbón, de la carne de puerco o de los transportes marítimos, continúa intacta: así sucede en los Estados Unidos.
La enumeración de estos hechos que todos debiéramos conocer se nos hace necesaria para mejor poder definir el Estado obrero y campesino tal como lo realiza la Unión de Soviets, con la nacionalización del suelo, del subsuelo, de los transportes, de la gran industria, del comercio exterior. El Estado soviético gobierna la vida económica. Influye diaria y directamente sobre los factores esenciales de la vida económica. En los mismos límites en que permite la iniciativa capitalista, la controla y la rige, ejerciendo sobre ella una doble tutela: por la ley y por la acción que llamamos directa sobre el mercado, el crédito, la producción. La previsión de las crisis es una de las más características tareas del Estado soviético. Se esfuerza por contener las crisis a los primeros síntomas; no es exagerado prever, en cierto momento del desarrollo social, su eliminación completa.
Donde el Estado capitalista se contenta por principio con combatir los últimos efectos de las causas sociales que le está vedado tocar, el Estado soviético actúa sobre esas causas. La indigencia, la prostitución, la precaria situación de la salud pública, la criminalidad, el deterioro de las poblaciones, el bajo índice de natalidad no son sino efectos de causas económicas profundas.(2) Después de cada crisis económica aumenta la criminalidad; no puede ser de otra manera. Y los tribunales capitalistas redoblan su severidad. A los trastornos provocados por el funcionamiento natural de la economía capitalista -anárquica, irracional, regida por los egoísmos individuales y por el egoísmo colectivo de las clases poseedoras- la burguesía no conoce otro remedio que la represión.(3) El Estado soviético, al concentrarse sobre las causas del mal, tiene evidentemente menos necesidad de la represión. Mientras más se desarrolle, más su acción económica será eficaz, concertada, previsora, y menos necesidad tendrá de la represión, hasta el día en que una inteligente gestión de la producción suprima, con la prosperidad, males sociales tales como la criminalidad, cuyo contagio se esfuerza en aminorar por medio de la coercion... Se robará menos cuando el hambre no exista; y menos aún se robará cuando el bienestar de todos se haya realizado.
Desde ahora -y aún estamos lejos de la meta- nuestra convicción es, contrariamente a las apariencias, que el Estado soviético usa la represión infinitamente menos que otros. Piénsese en la situación económica actual de Rusia, ¿no se vería obligado un gobierno burgués a gobernar por la fuerza infinitamente más que el listado soviético? El campesino está a menudo descontento. Los impuestos le parecen demasiado altos, los artículos industriales muy caros. Su descontento suele traducirse en actos que a menudo podrían calificarse de contrarrevolucionarios. Sin embargo, los campesinos en su conjunto le dieron a los soviets la victoria militar -el Ejército Rojo estaba compuesto principalmente de campesinos- y continúan apoyándolos. Un gobierno capitalista que le restituyera la tierra a los latifundistas tendría que contener y no podría hacerlo más que por medio de una represión continua y despiadada- la cólera de cien millones de campesinos. He aquí por qué cayeron todos los gobiernos sobornados por las fuerzas extranjeras.
En su actual penuria, después de años de guerra imperialista, de guerra civil, de bloqueo, de carestía, cercada por Estados capitalistas, objeto del bloqueo financiero, de intrigas diplomáticas, de preparativos bélicos, la Unión Soviética, semejante a un campo atrincherado sitiado por el enemigo, ocupada además con las contradicciones internas, propias de un período de transición tan difícil, tiene todavía mucha necesidad de la represión. Sería equivocarse mucho creer concluida la etapa de las tentativas contrarrevolucionarias. Pero cualesquiera que sean las dificultades actuales de la Revolución Rusa y sus formas de resolverlas, las características esenciales del Estado soviético no se modificarán y en consecuencia tampoco ck papel que la represión ha jugado.
Se olvida a menudo esta otra verdad: que la sociedad soviética, en su octavo año de vida, no puede ser comparada en justicia a la sociedad burguesa, que goza de una tradición de autoridad de varios siglos y de más de un siglo de experiencias políticas. Mucho antes de 1789, el tercer estado era, contra la vehemente afirmación de Sieyes, una fuerza respetada dentro del Estado. Los primeros cincuenta años de desarrollo económico de la burguesía no dejaron de ser años de atroz dictadura de clase. Los falsificadores oficiales de la historia voluntariamente olvidan la verdad sobre la primera mitad del siglo XIX. El capitalismo moderno, en su camino hacia la opulencia, pasó sobre los cadáveres de muchas generaciones de trabajadores que habitaban pocilgas, trabajaban del alba al oscurecer, desconocían toda libertad democrática y entregaban a la fábrica devoradora hasta los débiles músculos de chiquillos de ocho años... Sobre los huesos, la carne, la sangre y el sudor de estas generaciones sacrificadas se erigió toda la civilización moderna. La ciencia burguesa los ignora. De nuevo nos es forzoso remitir al lector a El Capital de Karl Marx. En el capítulo XXIII hallará páginas terribles sobre la Inglaterra de 1846 a 1866. No resistimos la tentación de citar algunas líneas. Un médico, encargado de una encuesta oficial, constata que "incluso entre los obreros de la ciudad, el trabajo que de ordinario apenas les permite no morirse de hambre, se prolonga más allá de toda medida... No hay derecho a decir que el trabajo da para comer a un hombre." Otro investigador constata que en Londres hay "veinte grandes barrios poblados cada uno por cerca de 10000 individuos; su miseria sobrepasa todo lo que se puede ver en Inglaterra". "Newcastle --dice el doctor Hunter ofrece el ejemplo de cómo una de las mejores castas de compatriotas ha caído en una degeneración casi salvaje por obra de circunstancias puramente exteriores: la habitación y la calle." El Standard, diario conservador inglés, escribe el 5 de abril de 1866, a propósito de los desocupados de Londres: "Recordémonos lo que padece esta población. Muere de hambre. Son 40 000. Y esto en nuestra época, en uno de los barrios de esta maravillosa metrópoli, junto a la mayor acumulación de riquezas jamás vista en el mundo." En 1846 el hambre hizo perecer en Irlanda a más de un millón de individuos... Ello no afectó en la menor medida a la riqueza del país (Marx).
Para transformar en guineas constantes y sonantes con la efigie de la reina Victoria, la sangre y el sudor de este pueblo miserable; para que los inútiles condenados por el desarrollo del maquinismo y de las crisis a morir de miseria consientan en morir sin rebelarse como bestias encadenadas, ¿qué formidable opresión no sería necesaria? Ahora percibimos con nitidez uno de los principales medios de la violencia capitalista: el hambre. Hace medio siglo que se puede hablar de terror económico. El obrero amenazado de desempleo, amenazado de morirse de hambre, trabaja entre la chusma industrial, trabaja como un bruto para no morirse de hambre más que a la larga: en quince años. (No poseemos datos sobre la duración media de la vida de esos asalariados; lo deploramos; esas cifras lo resumirían todo.) En nuestros días es igual: a la violencia económica por hambre, con todo la más importante, en definitiva la única eficaz, la represión no hace sino proporcionarle el complemento exigido por "la defensa del orden" capitalista contra determinado tipo de víctimas particularmente inquietantes (los malhechores) y contra los revolucionarios.
Repitámoslo: el terror es terrible. En la guerra civil, todo combatiente -y esta guerra no conoce neutrales- arriesga la vida. Instruida en la escuela de los reaccionarios, la clase obrera, a la que los complots mantienen amenazada de asesinato, debe golpear ella misma a sus enemigos mortales. La prisión a nadie intimida; el motín arranca fácilmente las puertas aherrojadas que también abren la corrupción o la ingeniosidad de tos conspiradores.
En el paroxismo de la lucha, otra necesidad contribuye a extender los estragos del terror. Desde los ejércitos antiguos, la eliminación es el medio clásico de mantener disciplinadas a las tropas. Fue practicada durante la Gran Guerra, especialmente en el frente francés después de los amotinamientos de abril de 1917. No se debiera olvidar. Consiste en pasar por las armas a uno de entre cada diez hombres, sin considerar la inocencia o la culpabilidad individual. A propósito, una observación de orden histórico. En 1871, los de la Comuna fueron más que diezmados por los versalleses. Ya hemos citado el cálculo medio del número de fusilados por Gallifet: 20.000; la Comuna contó con 160.000 combatientes. La burguesía francesa, la más esclarecida del mundo la misma de Taine y de Renan , nos enseña hasta con cifras la temible lógica de la guerra de clases. Una clase no se declara vencida, una clase no es vencida mientras no se le inflige una elevada cantidad de bajas. Supongamos -y Rusia conoció situaciones parecidas durante los arios heroicos de la revolución- una ciudad de 100.000 almas, dividida en 70.000 proletarios (simplificando, proletarios y elementos cercanos al proletariado) y 30.000 personas pertenecientes a la burguesía y a las clases medias, habituadas a considerarse como pertenecientes a la clase dirigente, instruida, poseedora de medios de producción. ¿No resulta evidente, sobre todo si la lucha se circunscribe a la ciudad, que la resistencia más o menos organizada de esta fuerza contrarrevolucionaria no será derrotada mientras no haya sufrido pérdidas bastante considerables? ¿No resulta menos peligroso para la revolución golpear fuerte y no débilmente?
La burguesía ha prodigado a los explotados advertencias sangrientas. Sucede que ahora los explotados se vuelven contra ella. La historia lo advierte: cuantos más sufrimientos y miserias la burguesía le haya ocasionado a las clases trabajadoras, con tanto mayor ahínco resistirá el día del arreglo de cuentas y más caro lo pagará.
Igual que el Tribunal Revolucionario, de la Revolución Francesa, sólo que con procedimientos en general un poco menos sumarios, la Cheka de la Revolución Rusa juzgaba irrecusable, implacablemente a sus enemigos de clase; igual que el Tribunal Revolucionario, juzgaba menos por cargos y acusaciones concretos que por el origen social, por la actitud política, por la mentalidad, por la capacidad de dañar del enemigo. Se trataba más bien de golpear una clase a través de sus hombres que de sopesar hechos concretos. La justicia de clase no se detiene en el examen de casos individuales sino en los períodos de calma.
Los errores, los abusos, los excesos nos parecen funestos sobre todo frente a los sectores sociales que el proletariado debe tratar de agrupar: campesinado medio, capas inferiores de las clases medias, intelectuales sin fortuna; de igual manera con respecto a los disidentes de la revolución, revolucionarios sinceros a los cuales las ideologías demasiado alejadas de la comprensión de las realidades de la revolución hacen adoptar actitudes objetivamente contrarrevolucionarias. Me acuerdo de aquellos anarquistas que cuando la flota roja defendía desesperadamente Kronstadt y Petrogrado (1920) contra una escuadra inglesa, ¡continuaban imperturbablemente, a bordo de algunos buques, su buena y vieja propaganda antimilitarista! Pienso también en los socialistas- revolucionarios de izquierda que, en 1918, se esforzaban por meter a la República de los Soviets, desprovista de ejército y de todo tipo de recursos, en una nueva guerra contra el imperialismo alemán, todavía vigoroso. Entre ésos "revolucionarios" equivocados y los hombres del antiguo régimen, la represión revolucionaria se esfuerza y deberá siempre esforzarse por distinguir; pero no siempre es posible lograrlo.
En toda batalla social, determinado porcentaje de excesos, de abusos, de errores no podrán ser evitados. El deber del partido y de todo revolucionario es trabajar por aminorarlos. Su importancia en definitiva, no depende sino de los siguientes factores:
1] La proporción de las fuerzas enfrentadas y el grado de encarnizamiento de la lucha;
2] el grado de organización de la acción; la eficacia del control del partido del proletariado sobre la acción;
3] el grado de cultura de las masas proletarias y campesinas.
Una cierta crueldad resulta de las circunstancias materiales de la lucha: repletas, las prisiones de una revolución proletaria no soportan, en lo relativo a la higiene, la comparación con las "buenas prisiones" de la burguesía... en tiempos normales. En las ciudades sitiadas, donde reinan el hambre y el tifus, en esas prisiones se muere un poco más que afuera. ¿Qué hacer? Cuando la cárcel está llena de obreros y campesinos, esta ociosa cuestión no preocupa ni siquiera a los filántropos. Cuando los communards prisioneros en el campo de Satory dormían a cielo abierto sobre el barro y las piedras, tiritando en las noches heladas, bajo la lluvia torrencial -con prohibición de incorporarse, orden a los centinelas de disparar sobre cualquiera que se incorporara un gran filósofo, Taine, escribía: "Esos miserables se pusieron fuera de la humanidad...
Al día siguiente de tomar el poder, el proletariado, solicitado por innumerables tareas, resuelve, naturalmente, las más importantes: avituallamiento, organización urbana, defensa exterior e interior, inventario de los bienes expropiados, embargo de riquezas. Consagra a esto sus mejores fuerzas. Para la represión revolucionaria no queda -y es una causa de errores y de abusos- más que un personal subalterno bajo la jefatura de hombres que deben buscarse entre los más firmes y puros (lo cual hizo la dictadura del proletariado en Rusia -Djerjinsky- y en Polonia -Otto Corvin). Los asuntos de la defensa interior de una revolución son los más delicados, los más difíciles, los más dolorosos y a veces los más espantosos. Los mejores de entre los revolucionarios con elevada conciencia, espíritu escrupuloso y carácter firme se le deben consagrar.
Por medio de ellos se ejerce el control del partido. Este control, moral y político, permanente en éste y los otros dominios, expresa al mismo tiempo la intervención de la élite más consciente - de la clase obrera, y la intervención un tanto menos directa de las masas populares bajo el control efectivo de aquellos para los que el partido está presente en todos los actos de su vida. También garantiza el espíritu de clase de la represión. Las posibilidades de errores y de abusos se reducirán en la medida en que las fuerzas de vanguardia del proletariado puedan actuar en este sector.
En el curso de nuestro estudio sobre la Ojrana, nos ocupamos largamente de la provocación. Ella no es un elemento necesario en la técnica de toda policía. La tarea de una policía es la de controlar, la de saber, la de prevenir. No la de provocar, cultivar o suscitar. En el Estado burgués, la provocación judicial policiaca, casi desconocida en las épocas de estabilidad, toma una importancia creciente a medida que el régimen declina, se debilita, resbala en el abismo. La actualidad basta para convencernos. Prácticamente insignificante en este momento en el movimiento obrero de Francia, Bélgica, Inglaterra, países con una relativa prosperidad capitalista, la provocación no tuvo en Alemania, inmediatamente después de las crisis revolucionarias de fines de 1923, una importancia menor de la que tuvo en Rusia después de la revolución derrotada de 1905. El proceso de Leipzig, llamado de la "cheka alemana", durante el cual se vio a la policía berlinesa montar, en casa de uno de los defensores del socialista Kurt Rosenfeld, un robo nocturno (abril-mayo de 1925), revela en la Seguridad General del Reich manejos muy parecidos a los de la Ojrana. En otro país, donde la reacción se enfrenta desde hace casi dos años con una revolución popular -Bulgaria-, el mismo fenómeno, pero más acentuado todavía. En Polonia, la provocación se ha convertido en el arma por excelencia de la reacción contra el movimiento obrero. Limitémonos a estos ejemplos.
La provocación policial es principalmente el arma -o el mal- de los Regímenes en descomposición. Consciente de su impotencia para prevenir o para impedir, su policía suscita iniciativas que reprime inmediatamente. La provocación también es un hecho espontáneo, elemental, resultante de la desmoralización de una policía acorralada, desbordada por los acontecimientos, que no puede con una tarea infinitamente superior a sus fuerzas y que trata al menos de justificar la atención y el favor de sus patrones.
La Ojrana no pudo impedir la caída de la autocracia.
Pero la Cheka contribuyó poderosamente a impedir el derrocamiento del poder de los soviets.
La autocracia rusa, más que ser derribada, cayó por si misma. Le bastó un empujón. Aquel viejo edificio carcomido, del cual la inmensa mayoría de la población deseaba la caída, se derrumbó. El desarrollo económico de Rusia necesitaba una revolución, ¿qué podía contra ello la Seguridad General? ¿Le incumbía remediar los conflictos de intereses enfrentados, irreconciliables, decididos a todo para salir de una situación que no ofrecía otra salida que la guerra de clases, conflicto entre la burguesía industrial y financiera, los grandes latifundistas, la nobleza, los intelectuales, los desclasados, el proletariado y las masas campesinas? Su acción no podía proporcionarle al antiguo régimen, aun a condición de contar con hábiles medidas de política general, más que recursos limitados. Aquel cordón de policías y de agentes provocadores trataba a ciegas de contener el empuje de la oleada contra el viejo farallón resquebrajado, bamboleante, que pronto los enterraría bajo sus escombros. ¡ Qué ironía!
La Cheka no cumplió funciones tan absurdas.
En un país dividido en blancos y rojos, donde los rojos eran forzosamente la mayoría, busca al enemigo, lo desarma, lo golpea. No es sino un atina en manos de la mayoría contra la minoría, un arma entre muchas otras, accesoria después de todo y que no adquiere gran importancia más que en razón del peligro de que la revolución sea herida en la cabeza por los golpes del enemigo. Se cuenta que al otro día de haber tomado el poder, Lenin pasó una noche en claro redactando el decreto de expropiación de la tierra. "Con tal que tengamos tiempo de promulgarlo", decía. "A ver quién intenta entonces derogarlo." La expropiación de los dominios señoriales proporcionó instantáneamente a los bolcheviques el apoyo de cien millones de campesinos.
La represión es eficaz cuando complementa el efecto de medidas eficaces de política general. Antes de la Revolución de Octubre, cuando el gabinete de Kerensky rechaza satisfacer las demandas de los campesinos, la detención de los agitadores revolucionarios no hacia más que aumentar la irritación y la desesperación en las aldeas. Después del desplazamiento de las fuerzas sociales operado en los campos por la expropiación de los dominios, el interés de los campesinos los lleva a defender el poder de los soviets; el arresto de los agitadores socialistas-revolucionarios o monárquicos, decididos los unos a explotar en los campos su pasada popularidad y los otros a especular con el espíritu religioso, suprimió una fuente de confusiones.
La represión es un arma eficaz en manos de una clase enérgica, consciente de lo que quiere y que sirve los intereses de la inmensa mayoría. En manos de una aristocracia degenerada, cuyos privilegios constituyen un obstáculo al desarrollo económico de la sociedad, es históricamente ineficaz. No lo disimulemos más: a una burguesía fuerte en los períodos decisivos, le puede prestar casi los mismos servicios que al proletariado durante la guerra civil.
La represión es eficaz cuando va en el sentido del desarrollo histórico; es, en fin de cuentas, impotente cuando va contra el sentido del desarrollo histórico.
En veinte ocasiones, tanto durante lo más intenso de la guerra civil como antes de la toma del poder, Lenin se dedicó a restablecer las teorías de Marx sobre la desaparición del Estado y sobre la abolición final de la violencia en la sociedad comunista. Una de las razones que invoca para preconizar la sustitución de la palabra socialdemócrata por la palabra comunista para la designación del partido bolchevique, es que "el término socialdemócrata es científicamente inexacto. La democracia es una de las formas del Estado. Pero, como marxistas, estamos contra todo Estado".(4) También recordamos un artículo que escribió en tiempos difíciles, con ocasión del primero de mayo (en 1920, nos parece). El puño de hierro del partido proletario todavía mantenía el comunismo de guerra. El terror rojo sólo estaba amodorrado. Por encima de ese presente heroico y terrible, los hombres de la revolución mantenían los ojos calmadamente fijos en la meta. Cerrado a todo utopismo, desdeñoso de los sueños, pero dedicado inquebrantablemente al logro de los objetivos esenciales de la revolución, Lenin, jefe indiscutido del primer Estado proletario, Lenin, el animador de una dictadura, evocaba un futuro en el que el trabajo v la repartición del producto estarían regidos por el principio: "De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades."
La diferencia fundamental entre el Estado capitalista y el Estado proletario es ésta: el Estado de los trabajadores trabaja por su propia desaparición. La diferencia fundamental entre la violencia-represión ejercida por la dictadura del proletariado, es que esta última constituye un arma necesaria de la clase trabajadora para la abolición de toda violencia.
No se debe olvidar jamás. La conciencia de los fines supremos también es una fuerza.
A fines del siglo anterior se podía alimentar el gran sueño de una transformación social idílica. Generosos espíritus se dedicaron a él, desdeñando o deformando la ciencia de Marx. Se imaginaban la revolución social como la expropiación casi indolora de una ínfima minoría de plutócratas. ¿Por qué el proletariado magnánimo, rompiendo las viejas espadas y los fusiles modernos, no habría de perdonar a sus desposeídos explotadores de la víspera? Los últimos ricos se extinguirían pacíficamente, ociosos, rodeados de un burlón menosprecio. La expropiación de los tesoros acumulados por el capitalismo, unida a la reorganización racional de la producción, le proporcionaría a la sociedad entera, en su momento, la seguridad y la comodidad. Todas las ideologías obreras de anteguerra estaban más o menos penetradas de esas falsas ideas. El mito radical del progreso las dominaba. Mientras tanto, los capitalistas perfeccionaban su artillería. En la II Internacional, un puñado de marxistas revolucionarios desentrañaban solos las grandes vertientes del desarrollo histórico. En Francia, en torno al problema de la violencia proletaria, algunos sindicalistas revolucionarios veían claro.
Pero el capitalismo, en otra época inicuo y cruel sin duda, pero creador de riquezas, se convirtió, en el apogeo de su historia, que comienza el 2 de agosto de 1914, en el exterminador de su propia civilización, en el exterminador de sus pueblos... Desarrollado prodigiosamente durante un siglo de descubrimientos y de labor encarnizada, con la técnica científica en manos de los grandes burgueses, de los jefes de bancos y trusts, se volvió contra el hombre. Todo lo que servia para producir, para extender el poder humano sobre la naturaleza, para enriquecer la vida, sirvió para destruir y para matar con un poderío repentinamente acrecentado. Basta una tarde de bombardeo para destruir una ciudad, obra de siglos de cultura. Basta una bala de 6 milímetros para paralizar totalmente el cerebro mejor organizado. No podemos ignorar que una nueva conflagración imperialista podría herir de muerte la civilización europea ya bastante golpeada. Es razonable prever, en razón del progreso del "arte militar" la despoblación de países enteros por una aviación provista de armas químicas, cuyo enorme peligro denunció en 1924 la Sociedad de Naciones -¡y no se la acusará de demagogia revolucionaria!- en un documento oficial. Todavía no han terminado de ser acondicionados en los monumentos patrióticos la sangre y los huesos de millones de muertos de 1914-18 cuando esta amenaza se cierne nuevamente sobre la humanidad. Teniendo presentes las duras realidades de la revolución, es necesario recordar estas cosas. Los sacrificios impuestos por la guerra civil, la implacable necesidad del terror, los rigores de la represión revolucionaria, los errores ineluctables y dolorosos aparecen entonces reducidos a sus justas proporciones. Son males ínfimos comparados con esas inmensas calamidades. Si no estuviera de más, el solo osario de Verdún los justificaría ampliamente.
"La revolución o la muerte." Esta frase de un combatiente de Verdún sigue siendo una profunda verdad. En las próximas horas terribles de la historia, ése será el dilema. Habrá llegado el momento para la clase obrera de cumplir con esta dura, aunque saludable y salvadora tarea: la revolución. _____________________ NOTAS 1. He relatado estos episodios en Pendant la guerre civil. Ed. Librairie du Travail, París, 1921.
2. El bajo índice de natalidad inquieta sensiblemente a los jefes de la burguesía francesa. Las comisiones instituidas para investigar sus causas han llegado a la conclusión, lo que es totalmente justo, de que este fenómeno es característico de un Estado de pequeños rentistas. ¿Qué puede el legislador en contra? Sólo le queda amonestar platónicamente al pequeño rentista egoísta que sólo quiere un hijo.
3. Ya hemos hecho alusión en otra parte a las jornadas de junio de 1848. Es deplorable el olvido en que ha caído esta página edificante y gloriosa de la historia del proletariado francés. La burguesía de la II República atravesaba una crisis cuya consecuencia fue la extensión del desempleo. Para el problema del desempleo sólo encontró una solución: promover la sublevación y luego reprimirla. Paul-Luis ofrece en su Histoire du socialisme francais un cuadro conciso de estos acontecimientos.
4. Véase Victor Serge, Lenín, 1917. Librairie du Travail, París, 1925.
VI. Los dos sistemas. ¿Combatir los efectos o remontarse a las causas?
VII. La violencia económica: por hambre
VIII. La eliminación. Errores y abusos.
Control
IX. Represión y provocación
X. ¿Cuándo es eficaz la represión?
XI. Conciencia del riesgo y conciencia del fin
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