Joaquín Maurín

Hacia la segunda revolución


Primera vez publicado: Barcelona, Gráficas Alfa, 1935.
Revisado por el autor para la reedición de 1966, con el título Revolución y contrarrevolución en España (Paris, Ruedo Ibérico).
Digitalización: Martin Fahlgren, 2011.
Esta edición: Marxists Internet Archive, septiembre de 2011.



Innehåll

Prólogo de la primera edición

El movimiento obrero español, España misma, vive ahora uno de los momentos más dramáticos y decisivos de su existencia. Se asiste al derrumbamiento estrepitoso de todo un sistema económico, político y social.

Según sea el desenlace final, España tomará uno u otro rumbo. O será vencida la crisis actual, superando la decadencia y dando un salto gigantesco — y esto será la revolución democráticosocialista —, o España será agarrotada por un régimen de coacción que impedirá el desarrollo de sus fuerzas productivas y se irá agotando lentamente hasta desmoronarse por completo.

Esta es la disyuntiva histórica. Socialismo libertador o putrefacción fascista.

Por toda una serie de razones que tratamos de exponer y analizar en las siguientes páginas, nuestro país se encuentra hoy en condiciones extremadamente favorables para sacudir violentamente todo un pasado de postración y decaimiento, toda su impotencia crónica, en una palabra, e iniciar un nuevo curso preñado de la mayor transcendencia nacional e internacional.

Fracasó primero la Monarquía constitucional. Fracasó después la Dictadura militar. Ha fracasado ahora la República democrática.

¿Qué hacer, pues? ¿Qué camino seguir, qué rumbo tomar?

La restauración de la Monarquía constitucional queda completamente descartada. Los defensores de la Monarquía son fascistas. Si triunfaran, se produciría una apoteosis negra, en la que se entremezclarían los cálices y las horcas, los títulos nobiliarios y los máuseres, la propiedad de la tierra y el hambre mas atroz.

La Dictadura militar-fascista, que es lo que desea y para lo cual trabaja un gran sector de la burguesía nacional, después del ensayo de Primo de Rivera-Martínez Anido-Calvo Sotelo, no puede conquistar la simpatía de la mayoría de la nación. Se vive un recuerdo que está muy lejos de ser agradable.

La República democrática, en la que fueron cifradas las mayores esperanzas de las grandes multitudes trabajadoras, de las clases medias y pequeña burguesía, en breve tiempo, en menos de cuatro años, se ha desgastado completamente.

Queda una última perspectiva por ensayar, la única históricamente progresiva: la toma del Poder político y económico por la clase trabajadora, para terminar la revolución democrática truncada, y comenzar la revolución socialista.

Esta perspectiva ha aparecido en el horizonte como una aurora anunciando mejores días, durante las jornadas de octubre. Octubre es una fecha histórica. Se llega hasta allí y se parte de allí. Octubre ha sido el prólogo luminoso de la segunda revolución.

Las páginas que siguen, escritas al resplandor del incendio de octubre, intentan ser una contribución al esfuerzo heroico que hace nuestro movimiento obrero para marchar, audazmente, hacia un mundo mejor, hacia una estructuración social más racional, más justa, más humana que la presente.

14 de abril de 1935 (IV aniversario de la proclamación de la República).

[Nota. — Los párrafos que aparecen subrayados en las citas lo han sido por el autor.]

Capítulo 1. La experiencia de la República

I. La revolución necesaria

La segunda República española constituye un fracaso, casi espectacular, más rápido aún, más fulminante que el de la misma dictadura de Primo de Rivera.

El régimen que el 14 de abril de 1931 aparecía como la suprema esperanza, como una gran liberación histórica, ha entrado en el ocaso. La República está defendida ahora en los consejos de administración, en los púlpitos, en las ligas de propietarios, en los casinos rurales, en los círculos de señoritos. Gil Robles, Cambó, Royo Villanova, Melquiades Alvarez, es decir los representantes más característicos de lo que, aparentemente, se hundía el 14 de abril son hoy día los más firmes puntales de la República. Y, al revés, los que el 14 de abril simbolizaban la nueva situación se encuentran postergados, presos, perseguidos, esto es, tratados como enemigos.

La burguesía española ha tenido un destino trágico. Colocada en una situación geográfica admirable, se ha visto obligada a contemplar cómo la burguesía de los otros paises sumaba victorias, mientras que ella vivía raquítica, pudriéndose en la inacción.

El poder de la burguesía se ha levantado en todas partes como consecuencia de una revolución triunfante. Sin revolución no hay posibilidad de abrir las puertas del porvenir. La historia es exigente. Para poner en marcha una nueva organización social, para recibir la autorización de las grandes transformaciones es condición inexcusable haber ganado una revolución. Como en los mitos clásicos, el laurel trinfador se entrega a los que han sabido vencer en la gran batalla.

La historia de la humanidad está escrita al reflejo de las grandes revoluciones. La revolución puede dejar de existir solamente allí donde no hay vida humana.

La burguesía inglesa ha ejercido la supremacía mundial durante dos siglos porque fue la primera que hizo su revolución. Si hoy existe el Imperio británico, si su bandera ondea en las cinco partes del mundo, Inglaterra se lo debe a los soldados de Cromwell que a mediados del siglo XVII derrotaron al rey y clavaron en la punta de sus picas los privilegios feudales. La burguesía inglesa para adueñarse del mundo tuvo, en primer lugar, que conquistar su país. La empresa no fue fácil; pero después de una lucha de más de medio siglo, consiguió lo que se proponía. Vencido de una manera revolucionaria el feudalismo, Inglaterra pudo hacer luego, durante el siglo su gran revolución industrial. Watt fue el corolario de Cromwell.

La Francia actual es hija de la gran Revolución. Sin los Estados Generales del 89, sin la Convención, sin la hoja buída de la guillotina, sin los Jacobinos, sin Robespierre no existiría la Tercera República. París no sería el centro de Europa. La burguesía francesa no se sentiría la primera potencia continental europea. La gran riqueza de Francia, la maravilla de un país en plena abundancia cuando todo el universo está azotado por el vendaval de la miseria, es obra de la Revolución de fines del siglo XVIII, madre fecunda de nuevas revoluciones durante el siglo XIX. Atravesar Francia desde los Pirineos a los Vosgos es viajar siempre a través de un jardín maravilloso. ¿Obra de la naturaleza? No. Obra de cinco generaciones de campesinos franceses a quienes la Revolución entregó la tierra, diciéndoles: es vuestra, cultivadla, amadla.

Si los Estados Unidos no hubiesen hecho su revolución — revolución que, por cierto, fue el prólogo de la de Francia —, los Estados Unidos no existirían. La América del Norte sería, probablemente, a semejanza de la del Sur, un mosaico de Estados independientes, enzarzados las más de las veces en guerras y disputas intestinas. Donde no hubiese Chacos se inventarían para mantener constantemente la rivalidad entre los diferentes territorios. Porque supieron hacer la revolución a tiempo, pudieron llevar a efecto la unidad federal, convirtiéndose en los Estados Unidos actuales. La revolución industrial que ha tenido lugar en Norteamérica a fines del siglo XIX y comienzos del actual se debe, en primer término, al grupo de hombres que en torno a Washington y Jefferson supieron comprender que para forjar un pueblo era condición indispensable asentarlo sobre la solera firme, sólida, indestructible de una revolución triunfante.

Esas tres revoluciones burguesas son los tres ejemplos clásicos que ofrece la Historia. Hay otras revoluciones que no se desenvuelven precisamente en iguales condiciones, pero que se realizan, sin embargo, y constituyen la base del desarrollo de la burguesía nacional. Es el caso de Italia y de Alemania en donde la revolución burguesa se produce en el siglo pasado al mismo tiempo que cristaliza la unidad nacional. El movimiento de integración en ambos países es la forma exterior de la revolución burguesa, como en Inglaterra lo fue la cuestión religiosa.

Una revolución es un punto de partida. Desgraciado el pueblo que no puede partir, que se ve obligado a piétiner sur place. Se consumirá en el marasmo, en la ociosidad. Vegetará miserablemente mientras que el mundo que le circunda marcha a todo vapor.

Ese ha sido el sino de España.

La burguesía española no ha sido capaz, por toda una serie de razones que hemos estudiado en otra parte< style='font-size:12.0pt;font-family: "Times New Roman"'>[1], de hacer su revolución. Todos los intentos de revolución democrática realizados por nuestra burguesía han fracasado siempre. Desde las Cortes de Cádiz a la segunda República se extiende un período de ciento veinte años. Cuatro generaciones que se han esforzado por arrancar a España de su retraso, de su letargo, sin conseguirlo. Fracasaron las Cortes de Cádiz, pues Fernando VII regresó a España y restableció la monarquía absoluta. Fracasó la revolución de 1868-1874. Fracasó la entente político-económica de los restos del feudalismo y la burguesía, que representó el período de la Restauración; España vivió los ”arios bobos” y perdió lo que le quedaba del imperio colonial. Fracasó la monarquía constitucional ensayada más bien por las influencias de la política europea entonces en boga. Fracasó la dictadura que era un esfuerzo para adaptar los ensayos fascistas a nuestro país.

Después de toda esta serie de desastres y ensayos malogrados quedaba un intento final: el de la verdadera revolución democrática. España que no había sabido hacer a tiempo su revolución burguesa como los otros países, podía intentar como Méjico, como Turquía, llevarla a cabo con retraso.

Si hubiera sido posible permanecer indefinidamente en la quietud, la burguesía española no hubiese hecho esfuerzo alguno. Pero al margen de la propia burguesía, se manifestaba, sobre todo desde comienzos del siglo XX, cada vez con mayor fuerza, una nueva clase social, el proletariado, que empujaba, y se disponía a saltar por encima de la propia burguesía para hacer la revolución. La clase trabajadora no estaba dispuesta a seguir el mismo camino que la burguesía. Sabía que el problema de la revolución era de vida o muerte, de vida fecunda o de muerte lenta, y cada vez más resueltamente se iba preparando para llevar a término la revolución salvadora.

Costa, uno de los raros escritores políticos de nuestra burguesía que han hecho un trabajo de análisis de la realidad histórica, había dicho: “Tenemos que abreviar los trámites de la Historia, dando un salto de cuatro siglos para alcanzar a los que nos han tomado la delantera y con los cuales nos es forzoso vivir”. Este salto en el tiempo no era otra cosa que la revolución. Si la burguesía no lo daba, lo realizaría la clase trabajadora.

Después de una serie de pruebas y cuando el proletariado avanzaba resueltamente dispuesto a entrar en acción, la burguesía se puso delante, asegurando que, por fin, iba a hacer la revolución.

Nació la segunda República, la de 1931.

II. La libertad escamoteada

La burguesía tenía miedo a la revolución. Lo tuvo antes del 14 de abril, y lo tuvo después. El pánico de la pequeña burguesía tomó una forma parlamentaria. Todo debía resolverse en el Parlamento. Los problemas eran arrancados de cuajo de la calle y del campo para ser llevados a las Cortes. Y allí eran asfixiados. Las Cortes Constituyentes se oponían a la revolución, eran antirrevolucionarias.

Las Cortes llevaron a cabo una obra legislativa de gran amplitud. Su actuación fue extensa más que intensa. Las leyes aprobadas — y en su número más que en su calidad encontraban Azaña y:os suyos la justificación de las Constituyentes — eran sucesivas puñaladas que se asestaban al cuerpo vivo de la revolución. Fue una suerte que aquel Parlamento se acabara antes de lo que sus diputados hubiesen deseado. De continuar algún tiempo más, tal vez ya hubiera sido imposible reaccionar contra los desastres que ocasionó a la revolución.

Las Constituyentes dieron a la República un basamento: la Constitución.

La Constitución de la República Española es, sin duda alguna, la más ”químicamente pura” de cuantas existen en el mundo. Los sabios de la jurisprudencia, partiendo de la entonces agónica Constitución de Weimar como guía, forjaron, literalmente hablando, un verdadero monumento. La Constitución es perfecta desde el punto de vista abstracto.

Pero dotada España de Constitución, hay que preguntarse: ¿La Constitución española es todavía una crisálida que necesita nuevas metamorfosis, o es más bien algo artificial que no ha tenido vida nunca? ¿Existe, realmente, una Constitución en España? ¿Es España una República constitucional, democrática?

Los propios fabricantes de la Constitución del año 1931, los Azaña, Jiménez Asila, Sánchez Román, Sánchez-Albornoz, Ossorio y Gallardo, etc. ¿podrían por ventura demostrar que vivimos bajo el signo de la Constitución que ellos perfilaron? Y esto no solamente durante el período de Lerroux-Gil Robles, sino antes incluso. Unicamente hubo un momento de constitucionalidad verdadera que pasó como un relámpago, y se dio, precisamente, para ayudar al triunfo de la contrarrevolución. Fue cuando, bajo la presión de las derechas, el gobierno de Azaña suprimió la Ley de Defensa de la República, situación que duró justamente el tiempo necesario para que la reacción hiciera avances decisivos hasta ganar las elecciones de noviembre de 1933. Una vez logrado el triunfo electoral, la Constitución dejó de existir nuevamente.

Una Constitución democrática ha de tener como objetivo asegurar las libertades individuales y colectivas que se reconocen en sus artículos. La Constitución deja de existir en el instante en que esa función esencial de la Constitución no se cumple. En España, durante Azaña, y menos después todavía, no ha habido un régimen democrático.

La mejor Constitución democrático-burguesa es precisamente aquella que no existe. Es decir, la de Inglaterra. Las leyes fundamentales, base del derecho constitucional inglés, datan algunas de ellas hasta de hace nueve siglos. Un pueblo empírico como el británico sabe perfectamente que la Constitución jurídica importa menos que la Constitución real, efectiva, determinada por la relación de fuerzas. El Habeas Corpus, que es alma de la Constitución inglesa, fue votado en 1679. Era el eco histórico, la concreción jurídica de la gran rebelión.

Lassalle hizo aquella distinción clásica entre Constitución real y Constitución escrita. ”Es necesario, ante todo, no una Constitución escrita, sino una Constitución real, esto es, una modificación de las relaciones reales existentes... Hacer una Constitución escrita es la cosa más fácil del mundo; puede hacerse en tres días. Es lo último que hay que hacer. Si se produce prematuramente, antes de que la revolución haya cambiado los fundamentos del viejo orden, es falsa.)

Antes que Lassalle, nuestro Flórez Estrada había expuesto la misma idea: ”Para constituir de un modo sólido y ordenado las sociedades humanas, antes de establecer las reformas políticas es indispensable fijar las bases sociales”.

Nuestra Constitución ”liberalísima” puede servir perfectamente a Gil Robles y a sus jesuitas, como ya se ha demostrado, para ir escalando el Poder, y con la Constitución en la mano, destruir la Constitución o mejor dicho: adaptar la Constitución escrita a la Constitución real.

España, prácticamente, es un país que vive fuera de la democracia. La democracia aquí no ha existido nunca. La República en este sentido no ha superado a la Monarquía.

Después de promulgarse la Constitución — Constitución de tipo pequeño burgués en un país en donde el peso especifico de la pequeña burguesía es relativamente escaso — inmediatamente se le añade un apéndice: la Ley de Defensa de la República que, en realidad, anula la Constitución en todo aquello que significa una garantía de las libertades. Se vive a merced del capricho del gobernador, del jefe de policía, del sargento de la guardia civil. Después, esta Ley de Defensa de la República se convierte en Ley orgánica, en Ley de Orden Público, verdadera antítesis de la revolución.

Una Constitución democrática si se cumple constituye en gran parte una tregua entre las fuerzas sociales que aspiran a la dirección del Estado. Pero en período revolucionario no hay tregua posible. La revolución es la efervescencia, la ebullición de las fuerzas sociales. La Constitución formulada en plena marcha revolucionaria envejece inmediatamente. En la Revolución francesa se promulgaron las constituciones de 1791, la jacobina de 1793, la thermidoriana de 1795 y la que, finalmente, dictó Bonaparte. La primera Constitución, aun cuando no fue tan prematura como la nuestra, al cabo de poco tiempo era ya vieja. Sólo una Constitución móvil como la inglesa puede tener una larga duración. Pero una Constitución “perfecta”, impuesta en los primeros tiempos de la revolución no es, en último término, más que un engaño que se hace a las masas revolucionarias. A la vuelta de la esquina, un poco más allá de la Constitución está la anti-Constitución.

Lassalle hacía remarcar, además, que cuando la Constitución real y la escrita no concuerdan, cuando son diferentes, surge un conflicto irremediable; hay un malestar permanente; chocan las formas sociales y las fórmulas jurídicas. Es un período de falso constitucionalismo, peor aún que el mismo absolutismo. Ese es el caso presente de España. La Constitución ha sido negada por las leyes posteriores. La Constitución es abstracta. Lo concreto y lo temible, por lo tanto, es su negación: la Ley de Orden Público aprobada, claro está, por el mismo Parlamento que elaboró y votó la Constitución, y que justifica la dictadura permanente. Las libertades democráticas pueden dejar de existir constitucionalmente.

En este doble juego, en esa simulación jurídica — Constitución (anverso) y Ley de Orden Público (reverso) — se ve claramente la doblez, la hipocresía de una burguesía en crisis. Siente que el oleaje popular pide libertad y le da una Constitución. Mas, solapadamente, de una manera sigilosa, por detrás, sustrae lo que había prometido.

Los republicanos de 1931-1933 no han podido comprender todavía cómo el partido jesuítico de Gil Robles ha podido aceptar la Constitución que ellos prepararon. Y, sin embargo, la explicación es bien sencilla. El jesuitismo intrínseco de la Constitución hacía inevitable que Gil Robles la aceptara. Gil Robles se ha sentido atraído más que por la tesis, por la Constitución propiamente dicha, por la antítesis, esto es, la Ley orgánica de Orden Público.

Uno de los fundamentos del régimen democrático burgués, en un país como España en donde existe una gran tradición municipal, lo constituyen los Ayuntamientos. Los Ayuntamientos tienen una base real: no son simples creaciones burocráticas. Han sobrevivido a todas las catástrofes políticas. La rebelión de los Ayuntamientos contribuyó al derrumbamiento de la Monarquia. Pues bien, ¿qué queda, al cabo de cuatro años de República, de los Municipios, elegidos democráticamente? Los más importantes, y al frente de ellos los de Madrid y Barcelona, habían sido destituidos y reemplazados por delegados directos del Gobierno cuando éste, constitucionalmente, lo había creído conveniente.

Todavía la República no se ha atrevido a dar organización democrática a las Diputaciones provinciales. Siguen regidas de una manera arbitraria, a voluntad del último rondín de mando.

Y es que a la burguesía, en período republicano como durante la Monarquía, le horroriza la democracia. Huye de ella como de la quema. La libertad, la democracia, supone la intervención creciente de las masas populares. Es decir, supone la revolución que es, precisamente, lo que la burguesía quiere evitar.

Miguel Maura, en un discurso pronunciado en el Parlamento, después de las jornadas de octubre, dirigiéndose a Gil Robles le decía:

”¿Sabe su señoría cuál es la contextura del cuerpo social español en estos instantes, como hace un año, como hace año y medio? Se ha hecho recientemente por la Dirección General de Seguridad una estadística curiosísima de las filiaciones y fuerzas respectivas de las organizaciones obreras y de los partidos de derecha. Esta estadística está hecha en los primeros meses de 1934 y arroja las siguientes cifras: socialistas, 1 444 474 afiliados cotizantes; sindicalistas o anarcosindicalistas, 1 577 547; comunistas, 133 266. Fuerzas de derecha cotizantes o no, porque en las derechas no todos cotizan, 549 946. (Rumores).”

Los rumores con que fueron acogidas estas revelaciones estadísticas hechas por un ex ministro de la Gobernación, constituían todo un poema. En ellos estaba sintetizado el terror pánico de la burguesía española ante una relación de fuerzas tan expresiva. ¡3 155 287 obreros organizados, a un lado; y 549 946 burgueses al otro lado!

Maura prosiguió luego aproximadamente así: ”Si esas fuerzas, hoy fraccionadas, se unen, ¿qué será de nosotros, señor Gil Robles?” Cada uno de los que escuchaban, sin exceptuar a los republicanos de izquierda, debió sentir interiormente una sacudida escalofriante.

Esta es la realidad. La democracia supone el contraste de esas dos fuerzas, torrencial, potencial y arrolladora la una si puede desenvolverse, y reducida, pero efectiva y en tensión la otra.

La burguesía llega empujada por la propia clase trabajadora al borde de la democracia. Mas al avizorar las perspectivas, da media vuelta y huye aterrada. Azaña y su séquito eran la burguesía llegando hasta el umbral de la democracia. Gil Robles y su banda de jenízaros es la burguesía retrocediendo despavorida. La Constitución fue la primera parte de esa escena: la acción, el avance. La Ley de Orden Público con la dictadura permanente que consiente, la segunda parte: la reacción, el retroceso.

La Ley de Orden Público permite la declaración del ”estado de alarma”. La burguesía está en estado de alarma constante. Sabe que vive sobre un volcán. Por eso ese estado de alarma constitucional es perpetuo.

Es evidente que la burguesía española no puede sustraerse, aunque quisiera, al fenómeno general de transformación que se opera en el mundo capitalista. La burguesía ha pasado por dos fases, jacobina y democrática, y ahora inicia la tercera, la fascista,

El jacobinismo revolucionario de la burguesía duró en Europa hasta la revolución francesa de 1848. Esta revolución constituyó el límite que separa dos vertientes históricas. Hasta allí llega la burguesía. Y desde allí parte el proletariado. La burguesía ha sido revolucionaria, jacobina, mientras se ha tratado de destruir los privilegios del feudalismo en beneficio suyo. Aceptó para ello de buen grado la colaboración que le prestaba la clase trabajadora, incipiente entonces. Pero cuando ésta, con un cierto desarrollo ya, ha querido desempeñar su propio papel, hacer oír su voz, la burguesía ha hecho marcha atrás, liquidando toda veleidad revolucionaria. Si ha tenido que ir por fuerza a una revolución ha procurado asaltar las primeras posiciones para disparar con furia contra las avanzadas revolucionarias. Es lo que hicieron en Francia Cavaignac, en 1848, y Thiers, en 1871.

En la segunda mitad del siglo XIX se inicia la etapa democrática de la burguesía que se extiende hasta que estalla la guerra y triunfa la Revolución rusa. Durante medio siglo, aproximadamente, existe en Europa, en unos países más pronunciadamente que en otros, una tregua tácita entre la burguesía y el proletariado. El proletariado, como se demostró en 1848 y en la Commune, no se encuentra aún suficientemente fuerte para desplazar a la burguesía. Además, ésta desempeña todavía una misión históricamente progresiva. Le sigue perteneciendo la dirección del mundo.

El proletariado exige reformas políticas y económicas. El verdadero defensor de la democracia, de la libertad es él, el movimiento obrero. La burguesía hace concesiones políticas. Mientras pueda mantener su indiscutible hegemonía, su autoridad absoluta en la fábrica, en el taller, en la oficina, el patrono no pone dificultades insuperables a conceder, políticamente, a los obreros el derecho de representación. La burguesía, disponiendo de la fuerza económica, encuentra fácilmente la manera de que la democracia no se vuelva contra ella. Monopoliza, de hecho, la dirección de la democracia. En las elecciones es ella quien triunfa. Tiene a su disposición la gran prensa, los resortes del Poder, su avasalladora influencia económica.

La guerra mundial señala el límite máximo de la madurez del capitalismo. La Revolución rusa es la confirmación práctica de que el proletariado se dispone a sustituir a la burguesía. El proletariado inicia una nueva era: la de la lucha por la conquista del Poder político y económico.

La democracia no solamente ya no sirve al capitalismo de dique, de frontera para impedir la invasión obrera, sino que precisamente la democracia favorece, ayuda a ese desbordamiento. La democracia es una brecha por la que pasa su enemigo. ¡Contra la democracia, pues! Y la burguesía liquida rápidamente todo su pasado democrático, todas sus viejas fórmulas liberales, y vuelve a la dictadura de sus comienzos con la diferencia, sin embargo, que la dictadura jacobina era revolucionaria, progresiva, y la nueva dictadura es reacccionaria, retrógrada. Pretende impedir la marcha ascendente de la historia.

La Revolución rusa indicó el comienzo de la revolución proletaria mundial. La reacción contra esa corriente obrera la inauguró el triunfo del fascismo en Italia.

La dictadura de Primo de Rivera fue la adaptación, en España, de esa contramarcha llevada a cabo por el capitalismo. La burguesía española, y menos que ella aún los restos del feudalismo, no podían sostenerse en un régimen de democracia.

Durante la Monarquía fue así. En la fase republicana no puede ser de otro modo. Democracia y burguesía son hoy términos antagónicos. La burguesía necesita la dictadura y da voces desesperadas al fascismo para que acuda a salvarla.

III. La base del régimen

El alfabeto de la revolución española empieza, naturalmente, por la letra a, y la letra a es la revolución agraria. Todo cuanto pueda intentarse de aparentemente transformador, dejando intacto el problema agrario, no será más que episódico, superficial. Hay que ir a la base. Precisa hacer la revolución en el campo. El sistema económico social encarnado por la Monarquía tenía su base firme en la ordenación agraria del país, esto es, en los latifundios, la gran propiedad, el colonato, la aparcería, etc.

Toda la historia de España, desde la invasión de los godos, hace catorce siglos, se encuentra resumida en el actual sistema agrario. Mientras no haya una tranformación radical, profunda, destruyendo el actual status quo agrario, España estará condenada a arrastrar una vida miserable. No habrá industria, no habrá pan, no habrá, en una palabra, civilización.

A fines del siglo pasado y comienzos del actual, una parte de la intelectualidad española — Ganivet, Costa, Picavea, Unamuno y otros varios — trató de averiguar las causas del estancamiento de España, de su fracaso innegable. No había intelectual medianamente culto que no se creyera en el deber de analizar, de buscar en las entrañas de la vida española. Costa fue quien más se acercó a la verdad, aunque sin encontrarla. Todo lo que aquella promoción de exploradores encontraba como justificantes del languidecimiento nacional no eran más que reflejos, superestructura. La causa de la decadencia no se encontraba arriba, en las hojas, sino abajo, en las raíces. La causa de todo era que España no había hecho su revolución agraria. El peso muerto de una estratificación histórica gravitaba como una losa de plomo. El analfabetismo, el exceso de natalidad, el porcentaje elevadísimo de mortalidad, la emigración, el banditismo, el parasitismo, la chulapería de los señoritos, la prostitución, el hambre canina, los toros, las inundaciones, el Estado policíaco, el retraso del movimiento obrero, el encanijamiento de la cultura, la falta de un renacimiento artístico y literario, todo, en fin, tenía una razón fundamental determinante: el sistema agrario. El Estado monárquico era precisamente el Estado producido por una tal organización agraria. Costa señalaba al cacique como el alma de todas las desgracias nacionales. Y, sin embargo, el cacique no era otra cosa que el agente de enlace entre la gran propiedad de la tierra y el Estado. Cacique, Estado y gran propiedad agraria eran piezas de una misma máquina.

La revolución o no sería tal revolución o tenía que dar fuertes golpes en ese dominio. Hacer tabla rasa con todo el pasado. Poner en pie una nueva estructuración.

El porvenir de la República, toda la revolución democrática, dependía de la transformación agraria.

El campesino, intuitivamente, buscaba el camino justo, el revolucionario: el reparto de la tierra, la cristalización práctica de la consigna “la tierra para el que la trabaja”.

Pero a la revolución se opuso la reforma. Las necesidades imperiosas del movimiento revolucionario fueron contrarrestadas por la Reforma agraria.

La Reforma agraria, como todo lo que hicieron las Constituyentes, era un dique legal para impedir la verdadera revolución campesina. Los hombres de la pequeña burguesía que estuvieron en el Poder en los instantes en que la efervescencia en los campos tomaba proporciones de avalancha, desempeñaron en este aspecto, como en los demás, un papel totalmente contrarrevolucionario.

No había Reforma agraria posible. Sólo cabía la revolución. Imaginar que sería posible trazar un cauce jurídico para que por él discurriera ordenadamente, sin impulsos torrenciales, todo un pasado de catorce siglos, para fundirse con las nuevas necesidades sociales, era verdaderamente absurdo. Los hombres de la República de 1873, que ya cometieron esas faltas, pudieron ser tachados, siendo benévolos con ellos, de Quijotes. Hacían una experiencia por primera vez. Mas los constituyentes de 1931 ya no eran Quijotes, sino Tartarines o Tartufos.

Por medio de la Reforma agraria, síntesis de todas las Reformas agrarias fracasadas en Europa, los gobiernos de la República y la Cámara Constituyente quisieron hacer un expediente para ganar tiempo. Primero se formuló un proyecto. Después otro menos ”atrevido”. Finalmente, se aprobó otra cosa. De lo que se trataba era de dilatar la solución, de posponerla.

El ímpetu revolucionario de los campesinos durante los años 1931 y 1932 fue contenido mediante la promesa de la Reforma agraria. Luego, cuando una vez aprobada empezó a ponerse en práctica, los campesinos quedaron decepcionados. No era aquello lo que ellos querían.

La Reforma agraria comenzaba por no referirse, de momento, más que a una parte del suelo nacional, como si el problema fuera simplemente regional o local y no general. En esta parcialización quedaba reflejado exactamente cuál era el espíritu real de los animadores de la Reforma.

La Reforma agraria iba a ser llevada a cabo, además, por un Estado basado precisamente en el sistema agrario contra quien, teóricamente, se dirigía la Reforma. Y el Estado, claro está, contribuyó al fracaso de la Reforma agraria. Las cantidades presupuestadas para hacer los ”asentamientos” se quedaron en la caja. El Instituto de Reforma agraria en enero de 1935, hizo el siguiente balance económico: “cobrado el último trimestre de 1932, 8,3 millones de pesetas; el año 1933, 50 millones; el año 1934, 50 millones. Total ingresos: 108,3 millones de pesetas. Gastos realizados durante los tres años, 32,2 millones. Saldo a favor el 1 de enero de 1935, 74,1 millones de pesetas.” Seguramente que la caja del Instituto de Reforma agraria es la única caja del Estado que liquida con superávit.

Aun presumiendo la realización de la Reforma tal como fue aprobada, los cincuenta millones de pesetas anuales a ella destinados hubiesen servido, en primer término, para pagar las expropiaciones, es decir, para comprar las tierras a los latifundistas; en segundo lugar, para mantener una burocracia en ascenso, y, últimamente, en escala menor, para ayudar a los campesinos.

Era forzoso que un tal intento fracasara, como fracasa, a la postre, todo lo que es artificial. La Reforma agraria no tiene ya defensores ni aun entre aquellos que pudieran, más o menos remotamente, ser favorecidos por ella.

La situación en el campo es hoy, a comienzos de 1935, peor que en 1930. La explotación de los campesinos es más intensa. La cifra oficial de parados es de medio millón. Las deudas de los campesinos han crecido. El reflujo de la emigración y la crisis industrial envían a las aldeas verdaderas oleadas de famélicos que regresan vencidos y van a partir con sus familiares el trozo de pan que no existe. La desesperación adquiere a veces, como en Castilblanco y en Casas Viejas, proporciones inconmensurables.

Supongamos que no es la Reforma, sino la revolución agraria la que se ha impuesto, esto es, que los campesinos han tomado la tierra como lo hicieron los de Francia a fines del siglo XVIII y los de Rusia en 1917-1918, y que quedan amortizadas todas sus deudas. ¿Qué pasa entonces? Automáticamente, se producen consecuencias de carácter político y económico. La contrarrevolución queda destrozada en su parte más vital. Se va formando en los campos una nueva clase social de tendencias radicales, ligada a la República en cuerpo y alma. La revolución democrática dispone en el campo de una trinchera protectora que difícilmente podrá ser franqueada para retroceder. El campesino con el medio de producción en las manos aumentará inmediatamente su capacidad de consumo. A la industria, que hoy vegeta en el más pronunciado de los raquitismos, se le abren perspectivas favorables. El campesino español — la mayoría de la población de España — adquiere por primera vez la posibilidad de comer. Solamente calculando que en España aumentara el consumo en cincuenta céntimos diarios por cabeza — unos gramos más de pan, de leche, de aceite, de carne, un poco más de jabón, etc. —, la producción global se elevaría en un 33 %. Las fábricas actuales serían insuficientes. Harían falta brazos en minas, fábricas, talleres, oficinas. Se iniciaría un proceso de industrialización. Habría industria. Habría comercio. Habría trabajo. Habría prosperidad general. Desaparecerían el paro forzoso, los salarios de hambre, el hambre misma. Habría menos mortalidad, menos emigración, más niños. El nivel medio de la vida crecería.

Pero esto no es más que un sueño. La burguesía, que tiene el control del poder, no ha querido nunca una revolución agraria la cual entrañaría, como consecuencia, una revolución industrial, esto es, una sacudida violenta de la vieja España para hacerla entrar en la órbita del capitalismo moderno. La burguesía española posee las contradicciones de la burguesía en general, más las específicas de una burguesía sietemesina, de invernadero, crecida parasitariamente a la sombra y bajo la protección de un Estado de características feudales.

Mucho más sólido y moderno que los diputados con espíritu de baratero de las Constituyentes de 1931-1933, en lo que al problema agrario se refiere — y no solamente en eso — fue, hace cien años, Flórez Estrada, el más grande economista que ha tenido nuestra burguesía. Flórez Estrada formulaba sus teorías basándose en la trágica situación de los campesinos explotados y pensando a la vez en una España grande. Su pensamiento no era exótico, sino profundamente nacional. Para él ”el trabajo es el origen único de toda riqueza. Los dones naturales que se producen sin intervención del hombre no pueden ser materia de propiedad legítima para nadie. La propiedad individual de la tierra, o sea el suelo, es contraria a la Naturaleza y condenada por la Ley natural y por sus resultados. Por haberse apropiado la tierra determinados individuos, la mayoría del género humano se ve en la imposibilidad de trabajar, no obtiene el trabajador la debida recompensa de su trabajo y viven en pugna los intereses de sus asociados.”

Flórez Estrada, hace un siglo, decía que la única solución posible del problema agrario era la nacionalización de la tierra dándola en usufructo a los trabajadores.

Flórez Estrada abogaba por una solución revolucionaria. Los “reformadores” de 1931 y 1932 no fueron capaces de llegar ni a Flórez Estrada que, en último término, representaba, en una evolución superior, la doctrina agraria española clásica que arranca de Luis Vives y el Padre Mariana. Lo verdaderamente nacional, en un sentido amplio, es ir a la nacionalización de la tierra. “El gobierno por medio de la contribución territorial puede absorber toda la renta de la tierra propiamente dicha”, añadía Flórez Estrada. ¿Es posible imaginar el alcance de la revolución que esta transformación producirla?

Los animadores principales de la revolución agraria debían haber sido la burguesía industrial y la pequeña burguesía.

La burguesía industrial, por dos razones poderosísimas: porque de este modo quedaría destruida la organización política de los terratenientes — ayer partidos liberal y conservador, y hoy Partido Agrario y Ceda — y porque esto abriría un gran mercado para la industria nacional. Sin embargo, el escaso desarrollo de la burguesía industrial ha hecho que sus intereses y los de la gran propiedad estuviesen tan estrechamente entrelazados que no era posible hacer una verdadera separación. Lo que, por un lado, la revolución agraria tenía de ventaja, por el otro lo presentaba de inconveniente. Y finalmente, era la posición conservadora, reaccionaria la que prevalecía.

En la pequeña burguesía, se observa la misma contradicción interna. Antes de la revolución, doctrinalmente, la pequeña burguesía reconocía sí, la necesidad de hacer una gran transformación agraria. Albornoz, el teorizante más notable del radicalsocialismo, decía en 1929: ”Un republicanismo que aspire a encarnar el anhelo de justicia del pueblo tiene que afrontar valerosamente los grandes problemas españoles. El primero, el de la tierra. El republicanismo español ha de ser ante todo agrario; ha de poner al alcance de los trabajadores las inmensas extensiones incultas del territorio nacional. Una tierra trágica puede ser fecunda en ascetas y guerreros, pero no puede ser la patria de un pueblo libre. Uno de los primeros decretos de la República tendría que ser la expropiación de los latifundios, con que se inauguraría una política agraria inspirada en las siguientes palabras de nuestro gran economista Flórez Estrada: la libertad y la civilización dependen de la distribución de la propiedad inmueble. El hombre cuya subsistencia está ligada a cultivar tierra que no le pertenece jamás tendrá medios de ilustrarse, jamás amará las instituciones de su país).”

Esos eran los buenos propósitos de los republicanos mientras se encontraban en la oposición. Cuando estuvieron en el Poder cambiaron de parecer o no se acordaron de sus posiciones de antes.

Durante la etapa más intensa de la revolución, los hombres representativos de la política fueron Azaña, Alcalá Zamora y Maciá. Tres jefes políticos vinculados por sus intereses al viejo régimen agrario. Y ésta poco más o menos era la situación de los demás directivos de la pequeña burguesía que ejercieron una mayor influencia en las Cortes Constituyentes.

Es sobre todo en Cataluña en donde la traición de la pequeña burguesía a los campesinos se ha visto más claramente, ya que la pequeña burguesía catalana tenía el poder de la Generalidad y se apoyaba, principalmente, en los trabajadores de la tierra.

El triunfo de la República parecía que había de cambiar profundamente el orden de cosas establecido. Los campesinos creyeron llegada su hora. La organización campesina (”rabassaire”) se desarrolló de una manera vertiginosa. Los decretos de la República del 11 de julio y 6 de agosto de 1931 a propósito de la revisión de los contratos de arrendamientos de fincas rústicas y desahucios produjeron, entre los campesinos catalanes, efectos fulminantes. Se iniciaron inmediatamente las demandas de revisión de contratos hasta alcanzar la cifra de 29729. El campo estaba en ebullición.

Al mismo tiempo que tenía lugar esta lluvia de demandas de revisión de contratos, los campesinos, especialmente los de la provincia de Barcelona, empezaron a hacerse la justicia por sí mismos sin aguardar un fallo hipotético, entregando al propietario solamente la mitad de las partes de frutos convenidas. La revisión de contratos la llevaban a cabo los campesinos ”rabassaires” prácticamente antes que los jueces.

Los propietarios, aterrorizados ante la magnitud de la revolución agraria que se inauguraba, actuando a través del gobernador civil de Barcelona, Anguera de Sojo — más tarde ministro de Gil Robles en el gobierno de Lerroux —, consiguieron establecer una tregua. El 21 de septiembre de 1931, los representantes de la ”Unió de Rabassaires” y los de los propietarios, con asistencia de Macia y Companys, convinieron un pacto circunstancial. Este pacto no se refería más que al año 1931.

Los propietarios se proponían frenar un movimiento irresistible y dividirlo, lo que lograron en parte. El llamado Pacto de la Generalidad, obra de Anguera de Sojo y Maciá, fue una artimaña de gran habilidad por parte de los propietarios. Después de ese Pacto, los juzgados sentenciaron en masa: ”No ha lugar a la revisión”. El 90 % de las demandas de revisión fueron falladas en contra de los demandantes. Los ”rabassaires” habían aceptado el Pacto de la Generalidad como una solución transitoria, aunque sin quedar satisfechos. Querían algo más que promesas. Deseaban que se cumplieran los anhelos de las largas generaciones de esclavos del terruño. En una palabra, querían la tierra.

El verano de 1932 se presentó mucho más movido todavía que el anterior; la rebeldía había crecido. Los campesinos se sentían más fuertes. Con objeto de canalizar el conflicto, el gobierno ordenó la creación de Tribunales Mixtos de la propiedad rústica, encargados de solucionar los problemas agrarios que pudiesen surgir. Esos tribunales fueron completamente inútiles.

El 14 de abril de 1933 — habían pasado dos años con subterfugios —, los “rabassaires” hicieron una marcha sobre Barcelona para exponer a la Generalidad que no estaban por más tiempo dispuestos a contentarse con promesas y soluciones provisionales. La Generalidad les contestó diciéndoles que antes de terminar el año sería promulgada, definitivamente, la ley que solucionara para siempre el conflicto.

A fines del año 1933, ante una perspectiva de elecciones generales y municipales en Cataluña, la Esquerra, el partido pequeño burgués dominante, no tuvo más remedio que presentar un proyecto de ley por el que se daba solución al problema campesino en sus manifestaciones más inmediatas. Este proyecto de ley, pasadas las elecciones, fue grandemente modificado y, por fin, aprobado en la primavera del año 1934 — tres años después de la proclamación de la República — cuando en Madrid ya habla una situación reaccionaria que había de impedir que prosperara. Se diría que la pequeña burguesía catalana, la Esquerra, había aguardado eso, precisamente.

Hubo entonces un período de forcejeos y chalaneos entre el gobierno presidido por Samper y la Generalidad. Esta aceptaba reducir sus pretensiones hasta lo que el gobierno de Madrid ”graciosamente” quisiera conceder.

Finalmente, no quedó ni aquello que a última hora mendigaba la Generalidad.

A los cuatro años de República, los campesinos de Cataluña se encuentran en la misma situación que en 1930. Los propietarios han triunfado.

Se ha repetido, aproximadamente, lo que ocurrió en la primera República. El 20 de agosto de 1873 se promulgó una ley que permitía la redención de la tierra, pero esa ley era anulada seis meses más tarde, y los campesinos vieron burladas todas sus esperanzas.

Si los republicanos de 1931-1935 no han superado a los de 1873 en inteligencia, lo han hecho en sagacidad y mano izquierda para hacer pasar tiempo a los campesinos — ¡tres años y medio! — aguardando la hora en que un Pavía vendría a poner fin a una larga pesadilla.

”Los campesinos prusianos — escribían Marx y Engels en La Revolución y la Contrarrevolución —, como los campesinos austríacos, pero con menos energía porque la opresión del feudalismo era menos fuerte, se aprovecharon de la revolución para libertarse en seguida de las trabas feudales. Pero inmediatamente las clases medias se volvieron contra ellos, sus aliados más antiguos y más indispensables. Los demócratas,; aterrorizados, tanto como la propia burguesía por los pretendidos ataques contra la propiedad privada, no sostuvieron tampoco a los campesinos. Después de una emancipación de tres meses, después de luchas sangrientas y de ejecuciones militares, la burguesía, ayer todavía antifeudal, restableció el feudalismo con sus propias manos. Es el acto más imperdonable que pueda reprochársele. Jamás otro partido en la historia ha cometido semejante traición con respecto de sus mejores aliados, y con respecto de sí mismo, y sean cuales fueran el castigo y la humillación reservados a ese partido de la clase media, ese acto sólo los merece plenamente.”

Este juicio formulado por Marx y Engels con motivo de la revolución de 1848, pudo hacerse en la República de 1873 y puede aplicarse exactamente a nuestros campesinos y a nuestra burguesía actuales.

Para hacer una revolución precisa una clase audaz, revolucionaria. Precisa que, según la bella imagen de Jaurés, sobre todos los privilegios de orden político, de orden social, de orden militar, caiga al mismo tiempo el rayo. Ha de ser una triple acción indivisible. Un triple relámpago torcido en látigo.

Mas para que la chispa produzca la explosión salvadora es indispensable el fulminante, que la burguesía española procuró en todo momento evitar. La pequeña burguesía utilizó para adormecer a las masas populares frases pomposas y vagas como la burguesía inglesa empleaba el opio y la burguesía de Bolivia se sirve de la coca para mantener amodorrados a los indígenas.

Las elecciones municipales de abril dé 1933 y, definitivamente, las de noviembre del mismo año señalaron la reacción producida. El cacique monárquico, el ”amo”, había aprovechado una tal situación para rehacerse. Volvía a imponerse, triunfaba. El pobre explotado del terruño, nieto del siervo de la gleba, que habla creído próximas sus nupcias amorosas con la tierra, era brutalmente convocado a la realidad trágica. El vergajo del propietario, el máuser del guardia civil, los dientes afilados del hambre más atroz, el frío de la cárcel... venían a disipar sus ilusiones. La contrarrevolución extendía sus alas negras sobre el suelo de toda la Península proyectando una sombra fatídica.

Era el fin de la Reforma agraria y de la Ley de Contratos de Cultivos. Los propietarios y explotadores cantaban victoria. Habían llegado cerca del precipicio, pero se habían salvado.

Y la fusta caía implacable sobre los torsos de los campesinos famélicos y encadenados...

IV. Estructuración del Estado

Que el Estado republicano fuese federal o unitario significaba ayudar a la revolución o conducirla a una vía muerta.

Los partidos republicanos habían hecho sus armas contra la Monarquía en nombre del federalismo. Hasta el partido radical de Lerroux se titulaba federal.

Albornoz, dos años antes de proclamarse la República, resumía el pensamiento de la mayoría de los republicanos del modo siguiente

”Reforma agraria, organización del Ejército nacional, nueva política eclesiástica, revisión de la justicia, nueva política pedagógica, revolución fiscal y nueva organización del trabajo han de tener su expresión en un nuevo Estado: un Estado de nueva planta. Un Estado que haga resurgir las posibilidades malogradas por la torpe violencia de Carlos V y Felipe II. Un Estado erigido, no sobre provincias arbitrariamente trazadas en el mapa, sino sobre regiones que tienen una historia, y un espíritu, y una sensibilidad, y algunas un hermoso idioma, cuyas glorias enaltecen a la común cultura nacional. Un Estado que substituya la unidad forzada y estéril por la variedad libre, armónica y fecunda y en el cual la autoridad, en vez de manifestarse en un imperativo rígido, se articule en voluntades múltiples y soberanas expresadas por los correspondientes órganos legales.”

Así pensaban durante la Monarquía los republicanos. Cuando la Monarquía se hubo derrumbado y precisaba estructurar la República, en la hora decisiva de la cristalización, cuando había que tomar una resolución firme, entonces hicieron marcha atrás.

Los republicanos eran federales, pero se pronunciaron por el Estado unitario, lo que es tanto como decir monárquico.

Marcelino Domingo lo ha dicho claramente:

”...28 de agosto de 1931. Están las Cortes Constituyentes en intensa actividad articulando la Ley fundamental de la República: la Constitución. No se discute todavía la justicia, ni la enseñanza, ni la economía. Se debate sobre la estructura orgánica y el nombre que ha de tener el nuevo Estado que se edifica. ¿Cómo va a llamarse la República? ¿Cómo va a ser la organización nacional? Los federales defienden una enmienda que dice: ‘España es una República liberal y democrática. Constituye un Estado federal. Todos sus órganos emanan del pueblo’. — Los diputados gallegos, entre los cuales se cuenta Basilio Alvarez, que suscribe la propuesta, presentan otra enmienda que dice: ‘España es una República federal y democrática, constituida sobre la base de regiones autónomas. Los poderes de todos los órganos emanan del pueblo’ —. Se deliberó extensamente sobre si la República debía llamarse y ser federal o si no se debía llamar y ser federal. En nombre de los radicales intervino Guerra del Río. No fueron muchas sus palabras. Pero fueron claras y categóricas: se declaró federal, ‘fundamentalmente federal’. Dirigiéndose a Hilario Ayuso, que había recordado que cuando se constituyó Alianza Republicana, todos los partidos que la integraban aceptaron, con su firma, la constitución de una República federal, Guerra del Río, dijo: ‘Los radicales hemos hecho honor a nuestra firma’. — A lo que Hilario Ayuso contestó con un asentimiento que evidenciaba que los radicales habían sido, eran y serían federales. La enmienda de los federales pidiendo que la República fuera y se llamara federal no se votó, porque antes de la votación intervino en el debate Alcalá-Zamora que pronunció un discurso... —. ‘¿Qué os aconsejaría yo? — dijo como síntesis —. Que no votáramos esta enmienda; que fiáramos para ello, como para otras cosas, en la fidelidad de la Comisión recogiendo el espíritu del debate’. — La enmienda no se votó. De haberse puesto a votación los radicales hubieran votado por ella. Y de haber tenido mayoría en la Cámara el voto de los radicales habría habido en España una República Federal y dentro de ella estaría en la plenitud de su autonomía el Estado Catalán.”

Todos eran partidarios de la República federal — los federales, los radicales, los nacionalistas vascos, los diputados gallegos, los autonomistas valencianos, la Esquerra de Cataluña, la Liga Catalana —, quizá con la sola excepción de las extremas derechas, de los socialistas y del grupo de Azaña. Y, no obstante, la República no fue federal, sino ”integral”, eufemismo de unitaria.

El enemigo capital de la República democrática lo era el Estado centralista, absorbente, montado desde comienzos del siglo XVI por la Monarquía.

La organización natural de España, elaborada empíricamente durante la Edad Media fue la descentralización: el Municipio y el Reino. Tanto el uno como el otro estaban fuertemente arraigados en la historia nacional, en la economía del país, en las costumbres, en las características generales. Su vitalidad era tan intensa que a pesar de cuatro siglos de cesarismo no han podido ser completamente destruidos todavía.

Hubo dos fuerzas que se dieron la mano para destruir las libertades de Reinos y Municipios: la Monarquía absoluta y la Iglesia. El absolutismo monárquico se agudizó todavía más con el cesarismo que importaron Austrias y Borbones, las dos dinastías extranjeras que durante más de cuatro siglos ha padecido España. Monarquía e Iglesia dieron vida a un Estado dominador, verdadero monstruo que ahogó las manifestaciones de la libertad individual y colectiva. Carlos V aniquiló las libertades castellanas. Felipe II, las de Aragón, Felipe IV intentó encadenar a Portugal y a Cataluña. Felipe V, el primer Borbón, cayó sobre Cataluña esclavizándola.

Frente a ese Estado no había más que una medida salvadora separarse. Es lo que hizo todo el imperio hispánico ”sobre el que no se ponía el sol”. El cesarismo fue el disolvente del Imperio y amputó la unidad ibérica.

La República tenía que ser la antítesis natural de la Monarquía. Su misión, por lo tanto, era romper implacablemente con el centralismo asfixiante, burocrático, de armadura mohosa, que representaba el viejo régimen. ¿La Monarquía era centralista? Pues la República debía ser federal. Esto parece que era una conclusión tan incontrovertible como un axioma. Y así, en efecto, lo habían considerado los republicanos hasta el preciso momento que había que pasar de la teoría a la acción, de las palabras a los hechos. Entonces retrocedieron.

Hasta que se hundió la Monarquía, los republicanos habían hecho dos pasos adelante y un paso atrás. Desde que triunfó la República cambiaron la marcha: hicieron un paso adelante y dos pasos atrás.

Hacer que la República fuese federal o unitaria alteraba completamente las perspectivas. La estructuración federal tenla una consecuencia saludable de gran transcendencia: rompía el viejo Estado, lo hacía trizas, obligándole a desaparecer. Constituía una medida más revolucionaria que la misma proclamación de la República. Porque lo que en último término interesaba no era tanto la personalidad del rey como el sistema. Entre una monarquía coronada y una monarquía sin rey la diferencia es insignificante.

La cristalización de España como República democrática federal, que debió haber sido la aspiración lógica de nuestros republicanos, hubiera alterado fundamentalmente el ritmo de las cosas. Las regiones, los municipios, hubiesen despertado de un largo letargo trocándose en trincheras y murallas de la revolución democrática. El peligro de un renacimiento monárquico con o sin rey habría quedado completamente desvanecido.

El argumento de que el federalismo es una reminiscencia de épocas pretéritas y que la evolución política se manifiesta cada vez más hacia un mayor centralismo es completamente falso. El país capitalista más desarrollado, aquel donde la burguesía hace los ensayos más atrevidos, es Norteamérica. Y los Estados Unidos son el ejemplo típico de estructuración federal. Y, al otro lado, allí donde el Poder se encuentra en manos de un partido que marcha hacia el socialismo, la URSS, encontramos no ya el federalismo clásico, sino algo más todavía: una unión libre de nacionalidades. Entre la unidad de Estados, representada por Norteamérica, y la unidad de naciones que es la Unión Soviética, hay toda una vasta gama de modalidades posibles.

Los teorizantes modernos de nuestra pequeña burguesía — entre ellos Azaña, opuesto al federalismo —, obsesionados por la política francesa, creyeron sin duda que lo revolucionario, lo jacobino era el unitarismo. “¡España, una e indivisible I” Sin embargo, lo cierto es que durante la Revolución francesa, desde 1792 a 1798, como hizo observar Engels y remarcó después Lenin, cada departamento, cada comuna, gozaba de una autonomía completa, según el modelo americano. ”Cómo hay que organizar la autonomía y cómo se puede prescindir de la burocracia, nos lo han demostrado Norteamérica y la primera República francesa, y nos lo demuestran ahora el Canadá, Australia y otras colonias inglesas”, decía Engels.

Napoleón bastardeó la autonomía creada por la gran Revolución. La “una e indivisible” organizada sobre la autonomía de las comunas y departamentos fue transformada mana militari en el centralismo absolutista del Imperio. El centralismo burocrático policíaco-administrativo de la Tercera República no es hijo de la época gloriosa de la Revolución, sino fruto directo del cesarismo napoleónico. Es el Imperio sin emperador.

Nuestros republicanos afrancesados, creyendo que seguían la huella de la Convención, copiaban, teóricamente, el bonapartismo y, prácticamente, no salían de los senderos trazados por cuatro siglos de monarquía absoluta.

Los ”integralistas” de 1931 trabajaron por el restablecimiento aproximado de la situación derrocada el 14 de abril. Siguieron el impulso del viejo Estado, no queriendo descubrir cuál era la necesidad histórica. La República de 1873 se hundió, entre otras razones, porque el federalismo revolucionario latente que había en el país fue ahogado por el centralismo. El cantonalismo — explosión federal contra el centralismo — era el resultado directo de la oposición que los mismos teorizantes del federalismo, Pi y Margall al frente de ellos, hacían en la práctica a la estructuración federal que España quería y la revolución necesitaba. Entonces como ahora los republicanos eran federales, pero se opusieron al federalismo. Pi y Margall se vanagloriaba de haber impedido la proclamación del Estado Catalán. El padre del federalismo enserió a Lerroux y a Gil Robles lo que debla hacerse en casos semejantes.

La República de 1931 había de pasar a las fuerzas más reaccionarias, más antidemocráticas del país, a las mismas que constituyeron los fundamentos de la Monarquía porque los republicanos, los hombres y partidos que durante más de dos años disfrutaron del fervor popular, no supieron comprender la antinomia: Nación-Estado. La ruptura del centralismo hubiera ayudado en gran manera a liquidar los restos del feudalismo y a iniciar una nueva fase en la historia de nuestro país.

Si España ha de hacer no un simulacro de revolución, sino una verdadera revolución que después de sacudirlo todo violentamente, destruyendo lo que es parasitismo y roña, abra cauces a una nueva vida, a una nueva organización, ha de hacer su unidad espiritual, unidad que la Monarquía cesarista ha alejado. España es hoy un conjunto de pueblos prisioneros de un Estado gendarme. Una cohesión forzada, coaccionada, es germen permanente de rivalidades y antagonismos. España está unida por fuerza, no por su voluntad propia. Además, España ha sido rota, precisamente a causa de la opresión de su Estado. Portugal es, como Cataluña, como Galicia y como Vasconia, una parte del edificio ibérico. Portugal rechazado hacia el Atlántico, añora, interiormente, su confraternidad con el resto de la Península. Portugal se perdió por culpa del Estado centralista. Y Portugal, voluntariamente, no se reincorporará mientras que el actual Estado se mantenga en pie.

Teófilo Braga, presidente que fue del gobierno provisional de la República de Portugal, escribía antes de proclamarse la República en su país, a propósito de una posible unión de España y Portugal:

”Si la República en la Península hispánica quiere tener un destino firme y progresivo tendrá que seguir las tendencias separatistas, que son inmortales, con la forma disciplinada de un pacto federativo, reconstituyendo la autonomía de estos pequeños Estados de la Edad Media. Cuando la República habrá dividido España en los Estados autónomos de Galicia Asturias, Vizcaya, Navarra, Cataluña, Aragón, Valencia, Murcia, Granada, Andalucía, Extremadura, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja y León, entonces solamente Portugal podrá constituir con ella una Federación, teniendo asegurada su independencia contra toda anexión ibérica; entonces solamente podrá constituir, sin obstáculos, el Pacto Federal de los Estados libres peninsulares e ibéricos. Lo contrario es un absurdo, una violencia, que no se hará sin verter sangre, y cuyo resultado se vería destruido poco tiempo después, como lo fue en 1640.”

Y dirigiéndose a los republicanos españoles, Teófilo Braga añadía:

”El régimen republicano mientras los dos países se gobiernen por sí mismos, no puede, sin viciar su esencia, atacar el principio de las autonomías nacionales. Gracias a la República, España será emancipada de este unitarismo político que la ahoga; una nueva savia circulará entre las diferentes partes que componen este país; sus energías heroicas, sus capacidades artísticas y científicas encontrarán un nuevo aliciente. Lo mismo Portugal, atrofiado por sesenta años de un liberalismo bastardo, verá surgir en el régimen republicano sus nuevos hombres que tendrán conciencia de llenar una misión social. Los dos países confederados formarán una potencia europea, verdadero punto de apoyo de la Confederación Latina u occidental, la Federación Ibérica, teniendo como propósito una acción común, tendrá una gran influencia internacional bajo el triple punto de vista científico, económico y jurídico.”

Es un hecho indiscutible que durante los últimos treinta años, el movimiento de secesión en Cataluña — el Portugal del Este — ha tomado gran incremento. Parecía que con la República, este separatismo latente quedaría desvanecido, ya que la República cabía esperar que fuera federal. Mas la no alteración de las bases del Estado ha dado, por el contrario, nuevos bríos al separatismo catalán. Sería ridículo pretender que este movimiento es artificial. No. Responde a una realidad histórica. El separatismo es la respuesta que abajo se da al Estado cesarista, al Estado unitario y gendarme. Las razones que hace tres siglos determinaron la separación de Portugal y la insurrección de Cataluña harán que mañana, si la política española no sufre una transformación radical, Cataluña se separe y después Vasconia, Galicia, las Baleares...

La nación responde a un proceso histórico necesario. Antes de que el mundo haga su unidad definitiva, antes de que desaparezcan completamente las fronteras — gran idea socialista —, la nación es un peldaño, una parte de ese grandioso movimiento de integración en el espacio y en el tiempo. Pero lo que no tiene razón de ser, lo que se hunde inevitablemente en un momento de crisis, es toda estructuración artificial opuesta al rumbo progresivo de la Historia. Se deshizo el Imperio austro-húngaro; quedó descuartizado por la guerra porque allí también, como en España, el Estado hacía imposible la libre coordinación nacional. A España que, en suma es lo que queda de un viejo imperio, le está reservado un fin zemejante, siguiendo el proceso de desmoronamiento, si no se tritura el Estado para hacer sobre sus ruinas una estructuración enfocada hacia adelante y no hacia atrás, como ocurre ahora.

La aspiración de un español revolucionario no ha de ser que un día, quizá no lejano, siguiendo su impulso actual, la Península Ibérica quede convertida en un mosaico balkánico en rivalidades y luchas armadas fomentadas por el imperialismo extranjero, sino que, por el contrario, debe tender a buscar la libre y espontánea reincorporación de Portugal a la gran unidad ibérica.

La República, en este aspecto, tampoco ha rectificado la política de la Monarquía.

La revolución, sea burguesa o proletaria, tiene entre otros el objetivo de la integración nacional. Los Estados Unidos son hijos de su revolución del siglo XVIII. Francia fue unificada por su revolución. Italia se cohesion6 a través del siglo XIX en sus luchas revolucionarias. La Revolución rusa ha hecho la Unión Soviética.

Si en España la revolución no ha ejercido un influjo de cohesión es porque la burguesía se ha demostrado asimismo impotente en este aspecto.

El caso de la pequeña burguesía catalana ha sido ejemplar. Su partido, la Esquerra, en medio de un gran caos ideológico y orgánico, representaba, no obstante, el deseo unánime del pueblo catalán, partidario de la ruptura con el Estado monárquico para pasar a una estructuración revolucionaria. Si los campesinos de Andalucía y Extremadura, los que asaltaban cortijos y dehesas, eran el exponente intuitivo de la revolución agraria, la Esquerra representaba el movimiento de liberación nacional. Pero fue sobornada con la promesa de un trato especial para Cataluña. En el instante en que la Esquerra se desinteresó del problema, aceptando una solución parcial, la revolución quedaba truncada en este dominio.

La limitación del problema nacional a Cataluña hizo perder al movimiento catalán una gran parte de su fuerza revolucionaria. Cataluña aparecía entonces no como el adalid de la liberación colectiva, sino simplemente como una región que quería obtener ventajas exclusivamente para ella. La gran simpatía que Cataluña había despertado se convirtió en menosprecio, que la reacción supo utilizar, hábil y demagógicamente, para crear un abismo entre Cataluña y el resto de la Península. Royo Villanova, el jefe reaccionario que había llevado en las Cortes Constituyentes la campaña más consecuente contra el Estatuto de Cataluña, salía elegido diputado, en noviembre de 1933, por varias circunscripciones. Era un símbolo. El éxito de las fuerzas contrarrevolucionarias en aquellas elecciones fue determinado en una cierta medida por la hostilidad contra Cataluña, que gracias a la política de corto alcance — ”pairal”, mejor ”lugareña”, como se dice en Cataluña — de la pequeña burguesía, había pasado del puesto de abanderado al del pelotón rezagado.

El Estatuto ofrecido nominalmente y a regañadientes a Cataluña fue, como la propia Constitución, como la Reforma agraria, como las reformas militares, un dique para detener la marcha de la revolución. Con la Constitución de doble cara se detuvo la marcha hacia la libertad. Con la Reforma agraria, la revolución campesina. Con el Estatuto de Cataluña — reforma regional —, el aspecto nacional de la revolución en toda la Península. Una reforma es siempre provisional. Puede deshacerse; se deshace generalmente. Lo que es indestructible es la revolución cuando, realmente, ha tenido tiempo de operar.

De la Reforma agraria, de la Constitución, en suma, no queda nada. Del Estatuto de Cataluña, tampoco.

Es el fin inevitable de todo lo que es de cartón, de todo lo que se construye como decorado para simular una solución. La verdad es siempre una cosa concreta.

V. La columna vertebral del régimen

Para establecer un nuevo régimen — y la República pretendió ser otro régimen que el de la Monarquía — precisa cambiar la armazón sobre la cual el régimen que se derrumba se ha sostenido.

Es decir, era indispensable coger el Estado monárquico y darle vuelta, airearlo — pues había en él mucho de podrido —, y no parar hasta renovarlo completamente. En una palabra, había que hacer un Estado republicano, un Estado nuevo.

Cuando Azaña recién proclamada la República, anunció sus grandes reformas militares, se vio en seguida que nuestros republicanos no habían aprendido nada en la historia de todas las revoluciones. Azaña no hizo más que repetir, en otra forma, lo que Castelar efectuó en la República de 1873. Quiso utilizar el mismo ejército que había dejado el viejo régimen.

La base de un Estado en crisis como el de España hay que ir a buscarla en su organización armada. El ejército fue la piedra angular de la Monarquía. La República tenía que haber ido, por lo tanto, a su transformación fulminante ya que el porvenir del nuevo régimen se hallaba en gran parte vinculado a esa cuestión.

Azaña pareció darse cuenta de ello. Pero los árboles no le dejaron ver el bosque. Acometió una reforma orgánica cuantitativa, cuando lo que precisaba, en primer lugar, era una transformación cualitativa, de fondo.

Es una hipocresía decir que el ejército, políticamente, ha de ser neutral, esto es, un aparato puramente técnico, sin alma. Esa fue la disparatada interpretación de Azaña.

El viejo ejército era monárquico por esencia. La oficialidad del ejército se reclutó desde que terminaron las guerras civiles en la capa social que constituía la base de la Monarquía: la gran propiedad. Los militares que no tenían raíces en la tierra carecían de peso específico. En el ejército monárquico la selección se hacía desde arriba. La Monarquía se autoprotegía. La propiedad feudal se garantizaba. Podría fracasar, hundirse todo, pero el ejército constituía un seguro de vida. El ejército, además, se había convertido en una casta cerrada. Solamente los privilegiados, en condiciones especiales, podían llegar a las alturas directivas, ligadas, claro está, a la Monarquía.

El ejército, vencido en todas las batallas de la Monarquía, burocratizado, primario, simple justificación de una pensión alimenticia, guardián de la gran propiedad, técnicamente era una simulación, un verdadero montón de ruinas. Pero la Monarquía sólo quería un ejército de parada que fuese a la vez su apoyo inquebrantable.

La revolución tenía que haber ido a pulverizar esa base monárquica, atacando no el detalle, lo accesorio, sino lo fundamental. Una de las condiciones de la táctica napoleónica que hicieron invencible a Bonaparte fue dejar de lado triunfos seguros, pero accidentales, fáciles de ganar, para ir derecho al nudo, a lo que era el eje de todo el problema. El triunfo' aquí, suponía la victoria en totalidad. Napoleón se había asimilado perfectamente las lecciones revolucionarias de la Convención.

Un ministro de la Guerra en situación revolucionaria pudo haber aprendido algo de la Revolución francesa. Mas Azaña no supo hacer esto, ya no como estratega, sino simplemente como organizador de un nuevo ejército, de un ejército popular, republicano.

El creador de un ejército revolucionario necesita tener condiciones técnicas, pero sobre todo condiciones políticas. En este caso, la técnica ocupa un lugar inferior. Lo básico es el carácter, la esencia animadora del nuevo ejército. La técnica viene después como una consecuencia.

Azaña procedió al revés. Sus reformas consistieron en disminuir aproximadamente en un cincuenta por ciento la oficialidad activa, pues el ejército estaba hipertrofiado. Era uno de los primeros ejércitos del mundo por la cifra de jefes y oficiales, aunque por su eficiencia real fuera de los últimos.

Procedía, en efecto, la disminución de la oficialidad, aunque más todavía que disminuir era necesario seleccionar.

Azaña hizo una selección administrativa. El revolucionario que se deja guiar por el lado administrativo de los problemas — en realidad, el menor esfuerzo —, está perdido él y contribuye a perder, además, la revolución.

La selección debía tener un objetivo principal: hacer un ejército republicano.

¿Cómo podía hacerse eso?

Procediendo precisamente al revés de como lo hizo Azaña.

Azaña, reformador militar en período revolucionario, debía haber estudiado lo que en este aspecto ha ocurrido en las revoluciones clásicas, si no para copiar, ya que un revolucionario no debe copiar, al menos para orientarse. Pudo haber recordado cómo Cromwell hizo un ejército, cómo lo hizo Carnot, cómo lo hizo Trotsky y hasta cómo lo hizo Pancho Villa. Y habría visto el ejemplo de los grandes ejércitos que, sacados de la nada, acabaron por identificarse con el régimen, ganando formidables batallas.

Cromwell hizo poco caso de los cuadros del viejo ejército. Formó un ejército nuevo en gran parte, desde la base a la cúspide. ”Los monárquicos — decía Guizot en su Historia de la Revolución de Inglaterra — se mofaban de aquellas turbas de labradores y artesanos predicadores, tan insensatos que rechazaban a los generales cuyo nombre y habilidad habían constituido siempre una fuerza, para dejarse mandar por oficiales tan obscuros y novicios como sus soldados.” Cromwell no creía en la neutralidad política del ejército. Quería un ejército republicano, revolucionario, que pensara y sintiera exactamente igual que su partido independiente, llamado entonces el de ”los reformadores radicales” (Root and Branch Men). Dirigiéndose a sus reclutas, salidos de las capas pequeño burguesas de la población, Cromwell decía: ”No os quiero engañar con palabras equívocas empleadas en las instrucciones, cuando es cuestión de combatir por el Rey o por el Parlamento. Si encontrara al Rey en las filas del enemigo, dispararía contra él como contra no importa quien. Si vuestra conciencia os ha de impedir hacer lo mismo, os aconsejo que no os alistéis en mi ejército.” Cromwell, como ha dicho Trotsky, no creaba un ejército, sino un partido. En efecto, su ejército, era un partido en armas, y eso es lo que hizo su fuerza. Aquellos tropeles de ”cabezas redondas”, salidos de entre los campesinos y los artesanos, sin ningún conocimiento militar, pero henchidos de pasión política, y con una oficialidad muchas veces elegida por ellos mismos, derrotaron a los generales monárquicos, y vencieron al rey.

La epopeya militar de la Revolución francesa fue superior aún a la de la Revolución inglesa. Francia tuvo que constituir catorce ejércitos para luchar en las diferentes fronteras de la nación contra toda Europa coaligada. Y aquel ejército de hambrientos, de ”sans-culottes”, inauguró sus triunfos en Valmy y Jemmapes y terminó derrotando a todos sus enemigos.

Esto fue posible, en primer lugar, fusionando al ejército con el pueblo, esto es, hacer que la Revolución tuviera su ejército propio. El ejército monárquico desapareció progresivamente en la medida en que las reformas de Carnot se iban realizando.

Las reformas de Azaña no han recordado, ni remotamente, a las de Carnot que forjaron un verdadero ejército republicano. Carnot aplicó la selección, como hizo Azaña, pero de un modo completamente distinto. Los oficiales eran elegidos primeramente por ellos mismos, que proponían a quién debía ascender, y más tarde, en la época álgida de la Revolución, en 1793, la elección fue ya más democrática y más directa. Todos los miembros de un batallón, de un grado inferior, incluso los soldados, intervenían en la elección de los oficiales. Los generales eran nombrados por la Convención.

El principio electivo, la selección hecha democráticamente, dio al ejército de la Revolución un alma republicana, convencional.

En los primeros tiempos, el ejército estaba minado por la contradicción entre soldados y oficiales, es decir, entre la Revolución y la contrarrevolución. La disciplina era difícil en esas condiciones. Los oficiales seguían siendo monárquicos, del viejo régimen, en su inmensa mayoría. Quedaba un pequeño núcleo de oficiales susceptibles de ser ganados por la Revolución, aunque, a decir verdad, los verdaderos jefes del nuevo ejército debían salir de la nueva promoción, de la que habla entrado en liza al grito de ¡La Patria en peligro!” Los generales procedentes de la Monarquía, si momentáneamente se pusieron al lado de la Revolución, era para traicionarla, como Dumouriez. Los generales de la Revolución habían de salir de la propia Revolución. A los veinticinco años, Hoche, Marceau, Bonaparte, ganaban batallas y eran generales. La juventud fue el alma de la Revolución, y del ejército, por tanto. Saint-Just, en la tribuna de la Convención, defendiendo al nuevo ejército basado en la elección, decía: ”La unidad de la República exige la unidad en el ejército; la patria sólo tiene un corazón, y vosotros no queréis que sus hijos se lo partan con la espada”. En ese ejército nuevo, los oficiales deberán su ascenso a los soldados. ¿Peligro? Ninguno, estimaba Saint-Just, que añadía: ”Sólo conozco un medio de resistir a Europa, y es oponerle el genio de su libertad”.

La selección desde abajo tenía no sólo un sentido político, sino técnico incluso la mayor parte de las veces. ”Es la igualdad de los derechos la que hace las elecciones en los batallones. Pues bien, hemos sido testigos de esas elecciones y podemos decir que si las hubiésemos hecho nosotros mismos, de acuerdo con nuestra conciencia, no lo hubiéramos hecho mejor”, decía Carnot ante la Legislativa exponiendo el resultado de las elecciones en el ejército.

El Comité de Salud Pública se dirigía a los generales y les decía: ”Os ordeno la victoria”. Y la victoria llegaba indefectiblemente.

Carnot y Dubois-Crancé habían sabido interpretar admirablemente el sentido de la Revolución y lo habían comunicado al ejército, que no sólo dejó de ser monárquico, sino que fue el brazo de la gran Revolución.

En la Revolución rusa ha tenido lugar un proceso semejante. Trotsky supo aprender las lecciones de las revoluciones pasadas. Sobre todo estudió y comprendió a Carnot, el organizador militar revolucionario mas genial que ha existido. El ejército zarista que Kerensky pretendió transformar en ejército republicano fue demolido completamente. Antes de edificar precisaba destruir. El sistema de elección existió en los primeros tiempos, exactamente igual que en el ejército de la Revolución francesa. Hasta que el Estado soviético no tuvo el ejército totalmente suyo, la selección democrática con la intervención de los soldados aseguró el ejército a la Revolución. Y como en Francia, de entre los soldados, de entre los obreros, salieron los mejores jefes. Rusia forjó un ejército revolucionario que puso en derrota a todo el mundo capitalista coaligado contra ella. La Revolución rusa, en ese aspecto, continuaba la tradición de la Revolución francesa. Y de igual modo que el ejército de Carnot, de Kleber, de Kellermann, de Hoche, de Bonaparte, de Marceau, triunfaba a fines del siglo mil contra toda la Europa feudal, en 1918-1921, el ejército de Trotsky, Budienny, Tukatchevsky, Frunce, Vorochilov, vencía en todos los frentes a la Europa burguesa.

Trotsky podía repetir lo que Robespierre el joven dijo, refiriéndose al ejército de la Convención: ”Con ese ejército, la República no puede ser vencida”.

Pero con el ejército preparado por Azaña, la República puede ser vencida y está constantemente amenazada. La espada del ejército no es defensiva, sino una espada de Damocles.

Azaña, contrariamente a lo que ha sido la regla general de las revoluciones, en vez de hacer una selección apoyándose en los soldados — los verdaderos republicanos — la hizo burocráticamente. Los monárquicos quedaron agazapados en los cuartos de banderas, aguardando el momento propicio para poder manifestarse de nuevo. El ejército, en parte, siguió en manos de los enemigos del régimen.

Una noche, la del 10 de agosto de 1932, Azaña fue sorprendido en el Ministerio de la Guerra por los disparos de los fusiles. ¡No occurría nada de particular I Era una simple insurrección militar monárquica, un intento de golpe de Estado llevado a cabo por generales que, como Sanjurjo, eran sus colaboradores en la obra militar del gobierno de la República.

Las reformas de Azaña comenzaban a dar ópimos frutos.

El ejército de la República siguió, intrínsecamente, siendo el mismo de la Monarquía. Hubo variaciones de detalle, sin llegar al fondo.

Ese ejército, modelado por Azaña, un año después de dejar él de ser ministro de la Guerra, había de encarcelar a Azaña, sometiéndolo a la Ley draconiana del estado de guerra. Azaña tuvo tiempo, como Xavier de Maistre, para hacer un viaje alrededor de su cuarto y escribir sus reflexiones, que quizá podrían ser interesantes.

Cromwell no fue encarcelado por su ejército. Carnot, tampoco. Trotsky lo fue por la GPU, pero nunca por el ejército.

Azaña ha sido, claro está, algo menos que Cromwell, que Carnot y que Trotsky. Puede aplicársela aquella frase de Giolitti: ”tiene detrás de sí un brillante porvenir”.

Azaña ha sido un girondino que ha ido a la escuela de Kerensky.

VI. El colapso de la pequeña burguesía

Una revolución históricamente democrático-socialista. Una burguesía completamente fracasada en la empresa revolucionaria, retrocediendo despavorida al ver que la revolución democrática abría, inevitablemente, las puertas al socialismo. Un fuerte movimiento campesino, en rebeldía, asestando golpes parciales y buscando un director, un guía. Un proletariado triplemente dividido y sin comprender por falta de partido conductor cuál era el verdadero camino a seguir. La revolución, en la mitad de la calle abandonada a su impulso ciego. Fuerzas revolucionarias, fuerzas históricas, perdiéndose al no ser canalizadas. Una crisis económica en ascenso. Una sed de revolución, de cambios salvadores, en aumento. La contrarrevolución, reagrupándose, dispuesta a atacar en el momento oportuno para defenderse y resucitar victoriosa...

He ahí el panorama político-social de España a comienzos de 1933.

Este año será agitado. La revolución y la contrarrevolución medirán sus fuerzas. Dos años escasos depués de la caída de la Monarquía, la reacción ha recobrado sus bríos y se muestra audaz, insolente, provocativa. Tiene a su favor tres factores que le son propicios: el fracaso aplastante de la pequeña burguesía, la impotencia de que da pruebas harto evidentes la clase trabajadora, y la situación internacional.

Los anarquistas inauguran el año con un ”putsch” de gran envergadura. Si Sanjurjo fracasó cinco meses antes, ellos quizá lograrán superar a Sanjurjo. Objetivamente, Sanjurjo y los anarquistas luchaban por motivos idénticos. El general reaccionario se había insurreccionado contra los socialistas. Los anarquistas, lo mismo. Sanjurjo deseaba un gobierno burgués sin ingerencias obreras. Los anarquistas querían la luna, y yendo detrás de ella caían dentro del pozo. Sin que se dieran cuenta de ello no hacían otra cosa que marchar pisando las huellas que había dejado el general contrarrevolucionario. Casas Viejas fue una bandera que los anarquistas entregaron a la reacción.

Quince días después del ”putsch” anarquista, Hitler asaltaba el Poder en Alemania. Se derrumbaba como un castillo de naipes el grandioso edificio de la organización obrera alemana. Aparecía una nueva estrella en la constelación fascista superando en importancia a todas las demás juntas. El desmoronamiento de los regímenes democráticos marchaba viento en popa. La revolución en España, cuando la contrarrevolución triunfaba en todas partes, ¿no era acaso navegar contra la corriente, no constituía una manifestación de sorprendente quijotismo?

Hitler, victorioso en Berlín, era el signo anunciador, la avanzada del triunfo reaccionario en Madrid. Así como el golpe de Estado de Mussolini, en octubre de 1922, y el de Tsankov en Bulgaria, en junio de 1923, fueron el prólogo del de Primo de Rivera, en septiembre de 1923, el desbordamiento apoteósico de las hordas de los SA encontraría una intensa repercusión en España.

En abril se celebraron elecciones municipales en aquellos lugares en donde dos años antes habían ganado la contienda los caciques monárquicos. Nuevamente la lucha electoral se resolvió en sentido favorable a los caciques reaccionarios. Ahora se apellidaban republicanos. Habían cambiado de etiqueta política, pero eran exactamente los mismos. Los llamados (burgos podridos” — la mayoría de las aldeas de España — continuaban a la sombra. Allí no habla entrado ni un rayo de luz de la revolución. Los campesinos, agotados por el explotador de la tierra, por el fisco, por la guardia civil, por el cura, seguían en muchos lugares ligados de pies y manos. La revolución no había ido allí a romper las cadenas de la servidumbre. ¿Qué significaba para ellos la Reforma agraria? ¿Qué cambio suponía en la vida aldeana la sustitución del rey por un presidente, si en el pueblo todo continuaba absolutamente igual que antes? El mismo analfabetismo, el mismo paro forzoso y falta de trabajo, los mismos jornales de una peseta y una peseta cincuenta céntimos diarios cuando los había, el mismo frío y miseria, las mismas hipotecas y usuras, la misma sombra fatídica del tricornio detrás del cual, protegido, se encontraba el señor de vidas y haciendas. Si una aldea perdida en la hondonada de la lejanía serrana intentaba erguirse renovando los gestos de los dramas clásicos de Fuente Ovejuna y El Alcalde de Zalamea, se producía la tragedia, y los campesinos tenían que doblegarse en nombre de la República. El dios Cronos no ha pasado por las aldeas. Se vive hoy como hace un siglo, como hace tres, como en plena Edad Media. Guerra Junqueiro, si no hubiera muerto, dirigiéndose a los campesinos españoles, podría repetir sin modificar nada sus estrofas indignadas exponiendo la miseria de los aldeanos portugueses de hace medio siglo: En nuestro hogar faltan las brasas — en nuestras arcas falta el pan.

Los campesinos españoles se encuentran en la misma situación que los de Italia pintados por Silone en su magnífica novela Fontamara: “A la cabeza de todo está Dios, patrón del cielo. Después viene el príncipe Torlonia, amo de la tierra. Después vienen los guardas armados del príncipe Torlonia... Después nada. Después, todavía nada. Después nada aún. Después vienen los cafoni (campesinos). Y se ha terminado.”

La revolución no habla representado nada para esos pueblos, para esas aldeas. Y como los esclavos, carecieron de fuerzas para manumitirse.

A comienzos de junio, el presidente de la República provocó la crisis del gobierno presidido por Azaña, aunque retrocedió comprendiendo que precisaba antes de acabar con él, gastarlo más todavía. El gobierno fue invitado al festín de Baltasar.

En la cima más alta del Estado, los republicanos y los socialistas colocaron a un buen vigía del viejo régimen. Alcalá-Zamora salió de la presidencia del gobierno provisional, en octubre de 1931, porque sus sentimientos católicos estaban en contradicción con un artículo de la Constitución votado por el Parlamento Constituyente. Dos meses después, no obstante, juraba la Constitución y era elegido presidente de la República. Monárquico hasta la víspera de proclamarse la República, había de ser el guardián fiel de la Constitución republicana.

Hasta qué grado Alcalá-Zamora ha mantenido su fidelidad a la Constitución republicana votada en diciembre de 1931, ha sido puesto de relieve posteriormente por medio del discurso pronunciado en enero de 1935, en tres Consejos de Ministros, preconizando una revisión constitucional. ¿Puede el presidente de una República que se dice democrática y constitucional ser él mismo inspirador de que precisa modificar la Constitución? ¿No representa esto una infracción constitucional? Alcalá- Zamora, en cierto sentido, ha ido más allá aún que el propio Hindenburg. El mariscal-presidente toleró que la tea de Hitler al incendiar el Reichstag convirtiera en cenizas la Constitución del 11 de agosto de 1919, pero aparentó guardar la fidelidad al pacto de Weimar. Alcalá-Zamora desde su alto sitial se ha puesto a la cabeza del movimiento derechista partidario de reformar o abolir — es simplemente una cuestión de gradaciones — la Constitución del 9 de diciembre de 1931.

Alcalá-Zamora, en junio de 1933, pensaba, como se ha evidenciado, con arreglo a un plan predeterminado. Frente a frente había dos poderes: el del presidente de la República y el del Consejo de Ministros apoyándose en las Cortes Constituyentes. ¿Cuál era el de mayor potestad? La jerga jurídica, como los sofistas griegos, tiene argumentos sobrados en pro y en contra. En último término, el nudo gordiano se desata siempre por medio de un golpe de espada, tal como demostró experimentalmente hace más de dos mil años un discípulo de Aristóteles. ¿Eran el gobierno de Azaña y el Parlamento Constituyente los que debían prevalecer o, por el contrario, la presidencia de la República, que representaba en mayor escala la tendencia retrógrada, la desmovilización revolucionaria? Las Cortes y su gobierno sólo podían triunfar marchando hacia adelante, transformándose en Convención y obligando, por lo tanto, a dimitir al presidente de la República. El caso, incluso dentro de la legalidad burguesa, no hubiera sido nuevo. En Francia, en 1924, el Cartel de izquierdas obtuvo en las elecciones celebradas en mayo un gran triunfo. Millerand, renegado del socialismo, reaccionario hasta la médula, era el presidente de la República. Entre el Palais-Bourbon y el Elíseo existía un marcado antagonismo. Uno de los dos debía ceder la plaza al otro. Y Millerand fue depuesto. Se vio obligado a abandonar la presidencia. Eso ocurría en Francia que es un país en donde la democracia posee todavía ciertas formas exteriores.

La idea de la Convención y de la correspondiente sustitución del presidente de la República por un Comité de Salud Pública hizo, seguramente, su aparición en las Cortes mientras se tramitaba la cristis de junio. Mas fue como un relámpago en una noche de verano. Aquel relámpago no podía transformarse en rayo destructor. La pequeña burguesía era híbrida, incapaz de toda fecundación revolucionaria. Pensar en la audacia le daba miedo.

El gobierno de Azaña, sin que nada se estremeciera, recibió, pues, el primer aviso de que podía prepararse para dimitir.

Cuando a Sócrates le dieron la noticia de que había que beber la cicuta, recordó a su discípulo Critón que debía un gallo a Esculapio. La última deuda de Azaña estaba representada por la Ley Electoral. Fue su canto del cisne. Hizo entrega a las fuerzas reaccionarias del instrumento electoral que había de asegurarles una victoria aplastante. Después de esta postrera labor, Azaña podía ya ser enganchado para el arrastre.

Las Cortes Constituyentes no inventaron nada. Copiaron porque calcar no requiere inteligencia y exige un esfuerzo mínimo. Y tradujeron muchas veces lo que en los demás países estaba en completa agonía. Se guiaron sobre todo, como ya hemos dicho, siguiendo el modelo germánico, cuando ya las bandas de Röhem daban las últimas puñaladas a una democracia completamente mecánica, artificiosa.

La invención del Tribunal de Garantías, imitación del Tribunal de Leipzig del sistema weimariano, constituyó el ”clou” de la mascarada constituyente. Se quiso anular el Senado y se dio vida a un organismo equívoco, hermafrodita, que a la postre sería monopolizado por la reacción. Ese mismo Tribunal de Leipzig había, oportunamente, evidenciado lo que representaba como garantía de la Constitución. El 20 de julio de 1932 Von Papen consumaba su golpe de Estado destituyendo al gobierno de Prusia, último baluarte, y no sin importancia, de la socialdemocracia. Severing y Otto Braun no supieron resistir. Respondieron a Von Papen que recurrirían ante el Tribunal del Imperio. Más tarde el Tribunal de Leipzig, naturalmente, sancionó el golpe dado por Von Papen. A nuestra pequeña burguesía le estaba reservado el constatar algo análogo en España.

La elección del Tribunal de Garantías, por lo que representaba un tal organismo y por haber sido diferida indefinidamente hasta que el gobierno de Azaña llegara a la cúspide piramidal de sus equivocaciones, dió como resultado una aparatosa victoria reaccionaria. El gobierno, desmoralizado ya, impotente, sintiendo que le iban pisando los talones, no tenía fuerzas para resistir. Se sentía asmático. La presidencia de la República, a principios de septiembre, encontró mayores facilidades que las que había tenido tres meses antes. El gobierno fue lanzado del Poder. No ofreció resistencia alguna.

La caída de Azaña sin que fuera derrotado en el Parlamento, prácticamente, respondía a un golpe de Estado gradual, a la manera de Hindenburg.

Hay dos maneras de realizar un golpe de Estado. Una violenta, brusca, inesperada, en parte. Y otra lenta, progresiva, cautelosa, jesuítica, podríamos decir.

Existe un verdadero paralelismo, debido especialmente al papel desempeñado por la socialdemocracia, entre la revolución alemana y la revolución española. Fue ese paralelismo el que hizo que la legislación germánica fuese considerada como norma, a seguir. En Alemania, en marzo de 1920, es decir, aproximadamente unos diez y seis meses después de proclamarse la República, se intentó el golpe de Estado militar de Von Kapp Lütwitz-Erhardt. El fracaso de la intentona produjo un desbordamiento rojo formándose soviets en muchos lugares; en la región del Rhur se constituyó un ejército rojo de 50 000 legionarios. La burguesía alemana comprendió que un golpe de Estado de esa índole entrañaba grandes peligros. Podía ser algo parecido a lo que representó el golpe fracasado de Kornilov, en Rusia, que determinó dos meses después la toma del Poder por los bolcheviques. Algebraicamente un golpe de Estado puede estar asegurado sobre el papel, pero hay factores subjetivos que escapan a las fórmulas y pueden cambiar completamente en unos segundos el giro de los acontecimientos. Después del ensayo fallido de Von Kapp-Lütwitz, la burguesía alemana cambió de táctica emprendiendo el camino del golpe de Estado por gradaciones sucesivas. Hindenburg fue el estratega de esa complicada y lenta operación. El primer acto tuvo lugar en 1925 al ser elegido el mariscal presidente del Reich, y el último, el 30 de enero de 1933, dando el Poder a los nazis.

En España a los diez y seis meses de República surgió, como en Alemania, un golpe de Estado de carácter militar. El ”putsch” de Von Kapp-Lütwitz-Erhardt iba dirigido contra los socialistas representados por Bauer, antiguo presidente de la Confederación de sindicatos obreros alemanes, después ministro del Trabajo y entonces presidente del Consejo. Sanjurjo se insurreccionaba especialmente contra los socialistas representados por Largo Caballero, directivo de la organización sindical y ministro de Trabajo. La semejanza entre Lütwitz, jefe militar a las órdenes del gobierno, y Sanjurjo es completa. Exactamente la misma que existe entre Bauer y Largo Caballero. Después del fracaso de Sanjurjo se inició la expropiación de la nobleza, y si la acción revolucionaria no adquirió mayor intensidad no fue porque la situación dejara de ser favorable para ello. Nuestra burguesía, como la de Alemania, hizo el aprendizaje de la gravedad extraordinaria de un golpe de Estado frustrado, y se orientó desde entonces — y esta directiva da carácter a la fase que sucede al 10 de agosto de 1932 — hacia el gradualismo en el golpe de Estado. En la presidencia de la República no había un mariscal que hubiese ganado batallas. No obstante, entre Hindenburg y Alcalá-Zamora un análisis de las relaciones de clases encontraría más de un parentesco. Uno y otro procedían del viejo régimen y por el azar de las circunstancias fueron elevados a la suprema magistratura de la nación. Hindenburg, además de militar-funcionario del Estado monárquico, era un ”junker”, un propietario de tierras, y pensaba en ”junker”. Alcalá-Zamora, además de antiguo funcionario del Estado monárquico, es un ”junker” español y piensa como un terrateniente. Hindenburg se hizo republicano para contribuir a evitar la revolución social. Alcalá-Zamora, lo mismo. Políticamente, Hindenburg era, como Alcalá-Zamora, un hombre casi inteligente. ”Por muy elevado que sea el concepto que se profese de la lealtad política — había dicho Angel Ganivet en su Idearium —, no es jamás disculpable que se sacrifique el interés de una nación, que es algo substantivo y permanente, en obsequio de un particular, cuyos servicios pueden ser privadamente recompensados.”

La caída de Azaña careció de la brusquedad que acostumbra a tener lugar cuando se derrumba, en época revolucionaria, un gobierno pequeño-burgués. La sustitución, realizada sin sacudidas violentas, fue un éxito de Alcalá-Zamora y al mismo tiempo una confirmación incontrovertible de la carencia absoluta de vigor revolucionario en la, pequeña burguesía.

El fin de Azaña como gobierno era el fin de Castelar, el de Madero, el de Kerensky.

La pequeña burguesía, llevada al gobierno por una oleada revolucionaria, tiene la particularidad de no dar satisfacción a nadie. Se apoya en el pueblo, en la clase trabajadora, pero esta clase es tratada, sin embargo, como un enemigo por el gobierno pequeño burgués. Por eso, en el momento en que la contrarrevolución se lanza al asalto, el pueblo generalmente se mantiene quieto, casi indiferente. Entre él y el gobierno que desaparece media un abismo. Robespierre no satisfizo ni a las masas populares de las ciudades ni del campo. Mathiez, el historiador de la Revolución francesa, al estudiar en su obra póstuma El Directorio las causas de Thermidor, dice con acierto: ”Se puede decir que el pueblo bajo tuvo que pagar los gastos de la Revolución tanto como el clero y los emigrados.” El pueblo bajo de Paris y provincias, que era el único que podía sostener a Robespierre-Saint Just, adoptó una actitud pasiva el 9 de Thermidor. Robespierre no había conseguido soldar la dictadura del Comité de Salud Pública y de la Convención con los ”sans-culottes”, con las masas hambrientas de los arrabales. Castelar fue arrojado del Poder el 3 de enero de 1874 por el espadón del general Pavía. Presidente de un gobierno pequeño burgués, Castelar había seguido una política de persecución violenta de las fuerzas realmente revolucionarias. ¿Quién podía acudir en su ayuda, pues? ¿Los obreros, los campesinos, la pequeña burguesía radical, que fueron tratados por la República como enemigos encarnizados? Madero, en 1910, se alzaba con la bandera de la Revolución mejicana. La pequeña burguesía triunfante se disponía a liquidar el régimen de tiranía de Porfirio Díaz que asfixió el movimiento libertador comenzado por Juárez, el de Querétaro. Pero Madero, una vez en el Poder, se olvidó de los que le habían llevado a la victoria y de los objetivos de la revolución. Cayó fusilado por la contrarrevolución de Huerta. El pueblo a quien defraudó, no le sostuvo, como no sostuvo a Robespierre, ni a Castelar, ni había de sostener a Azaña.

El gobierno de Azaña se extinguía, pues, siguiendo una trayectoria trazada de antemano por toda una serie de revoluciones anteriores.

Un gobierno pequeño burgués tiene ante sí tres perspectivas. Primera: la dictadura, destrozando las fuerzas contrarrevolucionarias, dando, en parte al menos, satisfacción a las masas populares que le sirven de sostén, que es lo que hizo Cromwell y han hecho, en la segunda etapa de la Revolución mejicana, Obregón y Calles. Segunda: la de Robespierre, la de Castelar, la de Madero. Tercera: la de Kerensky, esto es, que su deposición sea hecha no por la contrarrevolución, sino por el movimiento revolucionario ascendente.

No hay duda que la peor de todas es la segunda. Y esa fue la del gobierno Azaña.

La caída definitiva de la pequeña burguesía tuvo lugar en las elecciones generales celebradas el 19 de noviembre de 1933. No es que triunfara la reacción. Era la derrota absoluta de la pequeña burguesía lo que determinaba de retruque, como una oscilación de péndulo, un ascenso derechista.

Lassalle hubiese podido repetir, refiriéndose a nuestra pequeña burguesía: ”Todo hombre reflexivo puede ver ahora cómo esos impotentes no podían en modo alguno trazar un camino a la Libertad”.

Capitulo 2. El movimiento obrero ante la revolución

I. El proletariado busca su camino

El proletariado español por varias razones que no hemos de examinar ahora, pero que la principal de las cuales era el lento desarrollo de nuestro capitalismo, ha estado durante largo tiempo moviéndose al azar, buscando empíricamente su ruta histórica. La relativa debilidad del movimiento obrero en nuestro país y su división crónica en dos sectores opuestos, en constante discordia, han hecho que el proletariado fuera por espacio de largas décadas una presa fácil para los gobiernos de la burguesía que conseguían dominarlo recurriendo ora al terror y a la persecución, ora a la demagogia de la pequeña burguesía.

La revolución rusa de 1905 fue para el proletariado de toda Europa el comienzo de una nueva etapa. Desaparecía el marasmo obrero que había sobrevenido después de la caída de la Commune y de la época de desenvolvimiento rápido que vivió el capitalismo desde 1875 hasta comienzos del siglo actual.

La guerra hispanoamericana a fines de siglo inauguraba las luchas imperialistas. La segunda explosión se produjo con el choque entre Rusia y el Japón. La guerra rusojaponesa originó la revolución en Rusia. Y esta primera revolución, en la que el proletariado, mucho más maduro orgánica y doctrinalmente que el de París en 1871, desempeñó el papel más importante, abrió un ciclo de revoluciones.

Si en la revolución de Francia en 1870-1871 y en la de España de 1868-1874 se puso de relieve que no era posible intentar un movimiento revolucionario sin que, automáticamente, la clase trabajadora pasara a ocupar un lugar en el primer plano, treinta y cinco años más tarde, la importancia del proletariado había crecido grandemente.

Es esta constatación que llevaba a Kautsky, en 1908, a decir con fundamento de causa: ”Aparece cada día de un modo más evidente que una revolución ya no es posible más que en tanto que revolución proletaria”. Y Kautsky concluía: ”Sin embargo, esta revolución es imposible mientras que el proletariado organizado no sea una fuerza bastante considerable y bastante compacta para poder arrastrar consigo, en circunstancias favorables, al conjunto de la nación.”

El movimiento revolucionario mundial que viene desarroliándose desde hace treinta años — 1905-1935 — está marcado, en efecto, por el contraste señalado por Kautsky. En la serie de revoluciones que han tenido lugar, citando entre las más importantes: la de Rusia (1905-1906), la de Méjico (1910-1930), la de China (1911), la de Rusia (1917), la de Alemania (1918-1933), la de Austria (1918-1934), la de Hungría (1918-1919), la de China (1924-1927) y la de España (1930-1935), se manifiesta el carácter eminentemente obrero de la acción revolucionaria. La revolución triunfa o es derrotada, según la organización, la fuerza y la capacidad política dirigente del proletariado.

España no permanece al margen de este fenómeno histórico general.

La necesidad de que se llevara a término la revolución burguesa, ahogada en flor en 1873, existía como en Rusia, como en Méjico, como en China. Pero puesto que la revolución no era posible sin la participación preeminente de las clases trabajadoras, la burguesía en vez de estimular la preparación revolucionaria constituía el freno que evitaba su aparición y su triunfo. El proletariado, no obstante, aguijado por el flujo histórico, intuitivamente, buscaba el punto flaco del frente reaccionario para romperlo violentamente haciendo estallar la revolución.

Este esfuerzo heroico de nuestro proletariado comienza en 1909 y tiene varios actos: 1909, 1917 y 1930-1935.

En 1909 convergen una serie de factores para crear una situación objetivamente revolucionaria: crisis general del régimen, el eco de la primera revolución rusa, el movimiento catalanista de 1906-1907, y sobre todo, la guerra de Marruecos. El proletariado de la provincia de Barcelona, cuyo peso especifico es casi tanto como el de todo el resto de España, se lanza a la acción. Quiere ayudar a la burguesía a tomar el Poder. Pero la pequeña burguesía retrocede amedrentada. Además, el proletariado de España no ha hecho una acción de conjunto, quedando, la insurrección limitada a Cataluña. La acción del proletariado de Barcelona es vencida. Mas el movimiento revolucionario queda, corriendo como un río subterráneo y buscando salida.

El año 1917 es otro momento de ascenso revolucionario. Esta vez la preparación y la misma acción del movimiento son superiores en amplitud, aunque no en intensidad, al de 1909. Coincide toda la clase trabajadora. Sindicalistas, anarquistas y socialistas marchan de común acuerdo. Pequeña burguesía y burguesía industrial se mueven paralelamente al proletariado. Pero en la hora decisiva la burguesía sufre un síncope. Se desmaya y desaparece dejando a los obreros frente a las bocas de los cañones y al fuego de las ametralladoras.

En 1909, el proletariado ha recibido una gran lección. En 1917, otra más importante todavía. Comienza a comprender que solo é1 podrá hacer la revolución. La burguesía teme la revolución y la huye. Comprende muy bien que la revolución adquiriría, si triunfa, un carácter marcadamente obrero. Se estremecerán los fundamentos de la propiedad, los intereses.

La clase trabajadora va rompiendo las amarras que la atan a la pequeña burguesía; se va independizando. Y en las entrañas de la historia de nuestro país se fecunda una revolución democrático-socialista. En 1909, el proletariado español, después de dar el Poder a la burguesía hubiera disputado con ella la herencia, sucediendo algo semejante a lo de la revolución mejicana. En 1917, las exigencias de la clase trabajadora hubiesen sido mayores todavía. Y a medida que transcurre el tiempo, crecen progresivamente las aspiraciones del proletariado.

La crisis definitiva de la Monarquía española arranca, en realidad, de 1917. Su situación fue inestable desde entonces.

En las grandes masas, con frecuencia, la compresión es más lenta, va más despacio, que la intuición. Si nuestro proletariado comprendía, después de las dos experiencias de 1909 y 1917, que únicamente poniéndose el al frente de la acción revolucionaria la revolución triunfaría, en la práctica, la preparación para proceder en consecuencia iba con retraso. Las masas estaban por encima de los jefes. Y cuando en un movimiento los jefes no tienen la talla necesaria, el movimiento fracasa. El proletariado español ha tenido buenos organizadores, pero pésimos dirigentes revolucionarios. En 1919, nuestro proletariado, como el de la mayor parte de los países de Europa, pudo haber tornado el Poder. Sobró, sin embargo, el reformismo socialista, el anarcosindicalismo terrorista, y faltó una doctrina revolucionaria moviendo a un partido revolucionario. Sin esa premisa fundamental, el movimiento obrero se gastó, dispersándose en una acción caótica.

La burguesía se dio cuenta de que en 1917 y 1919 había estado bordeando el abismo. Tan pronto como pudo, se agarró como un náufrago a la única tabla de salvación que le quedaba, la dictadura militar.

La dictadura militar era una inyección de morfina para calmar al paciente. La enfermedad quedaba allí sin ser curada. Pasados los efectos de la morfina, el problema volvió a plantear- se con mayor acritud todavía. La dictadura podía amordazar, pero no destruir al proletariado. El movimiento obrero resurgiría brioso, con impulso desbordante, cuando la dictadura chocase con los inevitables escollos.

Efectivamente, en 1930 la dictadura empezó a zozobrar. El proletariado apareció en escena como una enorme avalancha que iba creciendo sin parar, amenazando con sepultarlo todo.

La burguesía comprendió que esta vez no sería posible, al igual que en 1909 y 1917, hacer marcha atrás para provocar el fracaso. El movimiento obrero, rompiendo vallas y diques, seguirla su curso. No se detendría ante nada. La caída de la Monarquía, inevitable, sería el comienzo de una República socialista. La revolución había ya empezado. La burguesía no vio otra salvación posible que asaltar la dirección revolucionaria, ponerse delante para contener los ímpetus de la clase trabajadora. Existía un gran peligro: que el movimiento obrero superara su división histórica. Esto hubiese sido el comienzo del fin. Había que evitarlo. La burguesía, clase que ha pasado por el Poder, que tiene la costumbre del mando, que sabe ver la gravedad de los problemas que le afectan de una manera directa, es cauta y dispone de mil recursos para desorientar a un proletariado carente de educación teórica y de un fuerte partido revolucionario que le sirva de eje.

Todos los esfuerzos de la burguesía consistieron en evitar que el proletariado marchara por sí solo. Hizo lo indecible por atraérselo, para atarlo. Lo consiguió tal como se lo proponía, ligándolo completamente a ella sin que los sectores obreros más importantes — socialistas y anarcosindicalistas — pudieran encontrarse. Alcalá-Zamora, a un lado, fue el centro de atracción del Comité republicano-socialista. Y, al otro lado, Maciá, el aglutinante de republicanismo y sindicalismo. La estrategia de la burguesía española, en 1930, fue algo verdaderamente maravilloso. Una burguesía que sabe proceder así en momentos graves en que todo está en peligro es un adversario temible. El proletariado español tendrá que aventajarla para vencerla. En 1909 y 1917, el movimiento obrero buscaba a la burguesía para que le precediera.

En 1930, la burguesía buscaba al proletariado para que no le precediera.

Las cosas habían cambiado fundamentalmente. Los papeles respectivos eran diferentes.

El proletariado no supo comprender, no tuvo la conciencia exacta de cuál era su fuerza avasalladora. Pesaba sobre él enormemente la inercia de su división y de sus posiciones doctrinales falsas. Aceptó ir siguiendo a la burguesía.

Iba a experimentar la prueba más transcendental de toda su existencia. La revolución dejaría de ser una palabra. Se convertiría en un hecho, en una lucha encarnizada, en victorias y descalabros, en convulsiones sangrientas, en crímenes monstruosos y heroismos sublimes.

Lenin había dicho refiriéndose a la revolución de 1848: ”En estos tres años de 1848-1851, Francia ha demostrado bajo una forma neta y concentrada, en su sucesión rápida, todos los procesos característicos del mundo capitalista.” La revolución española de 1930-1935 sería también para nuestro proletariado una sucesión rápida, concentrada, que le permitiría ver los movimientos de la burguesía y darse cuenta exacta, además, de la fuerza y valor de las doctrinas, organización y tácticas que hasta entonces él había mantenido en vigor.

II. El Partido Socialista

Si en 1930-1931, en España hubiera habido un Partido Socialista revolucionario dotado de una doctrina revolucionaria justa, el proletariado sin grandes dificultades — como pudo hacerlo en 1919 —, hubiese tomado el Poder, iniciando un ensayo histórico de la mayor transcendencia nacional e internacional. En 1919 fue el sindicalismo el que quebró. En 1930 fue la socialdemocracia la que fracasó.

El Partido Socialista español, como los demás partidos socialistas de Europa, no era revolucionario. Se había formado en la escuela del reformismo clásico. Doctrinalmente, venía más que de Kautsky y otros teorizantes alemanes, de Guesde y Lafargue que representaban, en Francia, a fines del siglo XIX y comienzos del actual, un socialismo esquemático, hecho de fórmulas, sin la flexibilidad dialéctica que solamente Lenin ha sabido imprimir al socialismo. El marxismo de Guesde, que fue el de Pablo Iglesias, era teóricamente rígido, escolástico casi. Rendía culto a la frase, pero la realidad se le escapaba. Guesde, que en Francia fue el gran adversario de Jaurés, el reformista, el idealista, acabó, durante la guerra, formando ”l'union sacrée” al lado de Poincaré, Clemenceau, Hervé y Maurras.

Para un partido marxista revolucionario se presentaba, en 1930, aproximadamente el siguiente panorama:

La dictadura, que era el último recurso de la Monarquía, se hunde. Con la dictadura se desmorona la Monarquía. Y con la dictadura y la Monarquía cae todo el régimen político social basado sobre la entente forzada de los restos del feudalismo y la burguesía. No hay más que una solución justa: la revolución democrático-socialista. Quien tome el Poder en el momento de la caída de la Monarquía, tendrá la llave para abrir la puerta del porvenir. Si es la burguesía, fracasará la revolución y será necesario reñir nuevas batallas para imponer la segunda revolución. Si es la clase trabajadora, el proletariado hará la revolución democrática y sin solución de continuidad, puesto que ambas están unidas, pasará a la revolución socialista. Hay que tomar el Poder, pues. Mas para tomar el Poder no basta sólo con el proletariado. El proletariado ha de atraerse otras fuerzas revolucionarias, que son los campesinos y el movimiento de liberación nacional. Una parte de la pequeña burguesía será asimismo atraída, y la otra, neutralizada y puesta fuera de combate. Haremos la revolución democrática, esto es: aboliremos la Monarquía, destruiremos el viejo Estado, nacionalizaremos la tierra distribuyéndola entre los que la trabajan, aplastaremos el poder de la Iglesia, daremos la libertad a Cataluña, Vasconia, es decir, haremos un cambio político y social profundo: la estructuración federal de la Península, mejoraremos la situación económica de las clases trabajadoras, daremos libertades políticas...

El proletariado unido, formando bloque con los campesinos y la pequeña burguesía autonomista, hubiera obtenido el triunfo. Al caer la dictadura y la Monarquía, revolucionariamente, — en 1930 el torrente revolucionario era invencible —, hubiera venido un gobierno de mayoría obrera, con la participación de la pequeña burguesía campesina y autonomista. La revolución hubiese sido puesta sobre los carriles que correspondían a una revolución democrático-socialista.

Un tal partido no existía y, claro está, no es posible hacer una revolución con hipótesis. Los acontecimientos siguieron el curso que inevitablemente debían seguir dada la contextura y la mentalidad del movimiento obrero.

La revolución sorprendía al Partido Socialista precisamente cuando terminaba de hacer el ensayo de adaptarse con habilidad a la dictadura para que ésta no le destrozara su organización. Reformista por tradición, no había de cambiar en breves momentos. Su actuación contemporizadora durante la dictadura pesaba. La división hondísima entre socialistas y anarcosindicalistas y comunistas era otro obstáculo poderoso.

El Partido Socialista se dejó llevar por la burguesía convertida al republicanismo. Con la proclamación de la República creyó que España daba comienzo a un nuevo tipo de revolución, de revolución pacífica e incruenta. La influencia de la forma aparentemente electoral como se hizo el paso de la Monarquía a la República fue para el socialismo reformista un verdadero espejismo. ”Todo era posible sin violencias, legalmente, electoralmente, parlamentariamente.” Y el Partido Socialista sin romper con su pasado, se puso a actuar siguiendo las huellas de los partidos socialistas de Bélgica, de Suecia, de Holanda, de Dinamarca. Los directivos socialistas españoles, en 1931, tenían como modelo a Mac Donald y al laborismo inglés. Ese era el camino que ellos pensaban seguir. Más que marxistas eran fabianos. No querían ver lo que les había ocurrido a sus camaradas de Alemania y Austria, que estaban ya sitiados por el fascismo. Con esa audacia paradójica que a veces comunica la timidez, se empeñaron en hacer reformismo en plena revolución, algo así como aventarse con un abanico en medio de un incendio. El reformismo, que tiene hasta cierto punto justificación en un período de estabilidad política y económica, constituye una contradicción, un anacronismo, en fase revolucionaria. Los socialistas navegaron contra la corriente.

Al Partido Socialista se le presentaba el problema siguiente ”Se inicia una revolución burguesa. Cuál ha de ser ante ella la posición de la clase trabajadora?” Su razonamiento fue éste: ”Puesto que se trata de una revolución burguesa, lo que hay que hacer es ayudar a la burguesía para que la lleve felizmente a término, sacando el proletariado la mayor ventaja posible del triunfo de la democracia.”

Esta argumentación hubiese sido justa en el transcurso del siglo pasado y quizás todavía en 1909, pero no lo era, no podía serio, después de la guerra mundial y de la serie de revoluciones proletarias fracasadas unas y triunfante otra.

Cierto que la revolución era burguesa, democrática, aunque sólo en su primera fase. Hoy la revolución ,democrática no puede hacerla más que la clase trabajadora y por esa misma razón, la revolución democrática se convierte ”ipso facto” en socialista.

La solución marxista no era, pues, ayudar a la burguesía, sino servirse de sus contradicciones y aun del apoyo y neutralidad de la pequeña burguesía para que la clase trabajadora tomara el Poder.

Tal como estaba estructurado el mapa político de nuestro proletariado, tal como estaban las cosas — y no es fácil cambiarlas por un golpe de varita mágica — la experiencia reformista era inevitable.

Al proclamarse la República, el Partido Socialista reformista tenía ante sí dos caminos: formar parte de los gobiernos de la burguesía o mantenerse en la oposición.

El Partido Socialista optó por la primera posición.

Pensaba así: Dentro del gobierno, apoyándonos en la fuerza organizada de que disponemos, pasaremos a ser la minoría más importante del Parlamento. La Constitución, las leyes. fundamentales de la República, todo recibirá el sello de nuestro Partido. Cuando la mayoría republicana en el gobierno se oponga a 'nuestros propósitos, nuestra fuerza en la calle y en el Parlamento se impondrán. Nuestra organización política y sindical crecerá extraordinariamente; absorberemos a casi todo el movimiento obrero. Y así, progresivamente, iremos a la toma del Poder sin necesidad de luchas duras. España, por condiciones especiales, puede ahorrarse la sangre y los trastornos de una revolución violenta.

La suposición no podía ser más simplista.

Un partido marxista o que se reclama del marxismo no tenía necesidad de esperar a 1933 para saber cuáles serían los resultados de la colaboración. Podía saberlo perfectamente en 1930 y 1931. La teoría marxista y la experiencia de otros partidos debían haberle aprovechado. Se es marxista no por formulismo, sino porque se acepta como base la teoría del socialismo científico y las lecciones experimentales del movimiento obrero internacional.

Doctrinalmente, el Partido Socialista debió haber rechazado la colaboración. El Partido Socialista pertenece a la II Internacional. El teorizante representativo de la II Internacional ha sido Kautsky, quien entre sus cuarenta y sesenta años ha producido páginas que serán clásicas en la historia del pensamiento socialista. Kautsky escribió en el período de su mayor vigor mental y socialista un libro titulado El Camino del Poder. Si nuestros socialistas lo hubiesen leído cuando se disponían a entrar en el gobierno, hubieran encontrado las advertencias siguientes

”Creen algunos que es posible que el proletariado llegue al Poder sin revolución, esto es, sin un desplazamiento sensible de las fuerzas del Estado, sino simplemente por medio de una colaboración hábil con los partidos burgueses más próximos, constituyendo con ellos un gobierno de coalición que cada uno de los interesados no podría formar solo. De este modo se evitaría, maniobrando con tino, la revolución, procedimiento anticuado y bárbaro que no corresponde al siglo actual de las luces, de la ética y de la filantropía...

Si esas concepciones triunfaran, destruirían completamente la táctica socialista tal como fue establecida por Marx y Engels. Son totalmente inconciliables con esa táctica.

El poder político es siempre un órgano de la dominación de clase. Ahora bien, el antagonismo entre proletariado y las clases poseedoras es tan formidable que el proletariado no podrá nunca ejercer el Poder junto con una de esas clases; la clase poseedora exigirá siempre y según su interés que el Poder político continúe reprimiendo al proletariado. El proletariado, por el contrario, exigirá constantemente de un gobierno en el que su partido está representado que los órganos del Estado le ayuden en sus luchas contra el capital. Y esto ocasionará el fracaso de todo gobierno de coalición entre el partido proletario y los partidos burgueses.

Un partido obrero, en un gobierno de coalición burguesa, apareceré siempre como cómplice de los actos de represión dirigidos contra la clase obrera; se atraerá de este modo el desprecio del proletariado, mientras que los obstáculos surgidos de la desconfianza de sus colegas burgueses le impedirán siempre ejercer una actividad fructuosa. Un tal régimen no puede aumentar las fuerzas del proletariado — a lo que no se prestaría ningún partido burgués. No puede hacer más que comprometer al partido obrero, derrotarlo y dividir a la clase trabajadora.

Este último párrafo, subrayado por nosotros, era la profecía exacta de lo que había de ocurrirle a nuestro Partido Socialista.

Cuando Kautsky, antes de la guerra, escribía El Camino del Poder, no había existido aún ningún gobierno de coalición burguesa-socialista. Los casos individuales de Millerand, Briand, Viviani habían sido tratados expulsando a dichos señores de la socialdemocracia. Las afirmaciones de Kautsky, que resumían el pensamiento general del socialismo en esa época, eran atisbos fundados en la doctrina del marxismo, pero que no salían de la conjetura.

Los socialistas españoles, en 1930, sabían que la predicción de Kautsky se había realizado plenamente. Tenían a su disposición lecciones practicas de la colaboración socialista en una serie de países, especialmente en Alemania, con la demostración contundente de los resultados obtenidos.

Sin embargo, la no colaboración, teniendo como objetivo la toma violenta del Poder, sólo era posible en el caso que el Partido Socialista fuera un partido revolucionario, lo que no era así.

Planteado de ese modo el problema, partiendo de que se trataba de un partido reformista, ¿cuál era la posición que un marxista revolucionario debía haber apoyado: colaboración u oposición?

La revolución planteaba al Partido Socialista una cuestión gravísima. Su posición era la misma, aproximadamente, que la que conocieron en circunstancias parecidas los socialistas reformistas de Rusia, Alemania y Austria.

La solución peor para el movimiento obrero hubiera sido aquella que contribuyera a mantener durante largo tiempo las ilusiones reformistas. Y la mejor o menos mala aquella que permitiera hacer rápidamente la experiencia reformista.

Fue juzgado como paradójico que la derecha del Partido Socialista, titulándose ”izquierda”, dirigida por Besteiro, Saborit y Trif6n Gómez, propugnara la retirada de los socialistas del gobierno después de haber triunfado la República. Esta actitud, aparecía como la más avanzada. ” ¡Fuera contactos con la burguesía!, y, no obstante, era la posición más temible. En el caso de que el Partido Socialista hubiese sucumbido a ella, hoy Gil Robles no tendría la influencia que ejerce en la política del país, pero el proletariado se encontraría mucho más lejos que ahora de una solución final satisfactoria.

Manteniéndose en la oposición, el Partido Socialista hubiera practicado igualmente, aunque de una manera más diplomática, la política de colaboración. La hubiese ejercido parlamentariamente, como hizo durante diez años la socialdemocracia alemana. Era la perspectiva más peligrosa porque de ese modo el reformismo hubiera podrido al movimiento obrero, y el fascismo hubiese tenido tiempo para arraigar y formar sus organizaciones.

Rusia y Alemania son dos ejemplos valiosísimos. En Rusia, el reformismo se gastó en breve tiempo, y las masas que antes lo seguían evolucionaron hacia el socialismo revolucionario; de ahí el triunfo de los bolcheviques. En Alemania, el desgaste de la socialdemocracia fue más despacio porque los socialistas fueron alternando la coalición con la oposición aparente. Los gobiernos de Fehrenbach, Wirth, Marx, Luther, Bränning que se fueron sucediendo en el Poder eran sostenidos por la socialdemocracia en el Reichstag y por medio del gobierno de Prusia, usufructuado por ella. De este modo la evolución del socialismo reformista al comunismo se hizo con gran lentitud, y el fascismo hitleriano pudo organizarse y triunfar. Si el paso del socialismo reformista al socialismo revolucionario, que en España se inició aproximadamente al cabo de tres años y medio de proclamarse la República, en Alemania hubiera tenido lugar de igual manera, el proletariado alemán, en 1923, cuando Poincaré ocupó el Rhur, hubiese tomado el Poder de una manera revolucionaria.

De prevalecer, pues, en España, la tesis de Besteiro, los republicanos hubieran gozado de libertad para actuar, encontrándose ayudados, además, por la oposición benévola de los socialistas. Besteiro quería que el socialismo hiciera una desmovilización general siguiendo los consejos de la propia burguesía que deseaba paz, orden y serenidad... El parlamentarismo del Partido Socialista que se agotó, de hecho, con las Constituyentes, se hubiera dilatado. Hubiese, seguramente, arraigado la esperanza de que en las elecciones venideras, el Partido Socialista, obteniendo más votos y mas diputados, hubiera podido seguir la ruta del Labour Party. Es muy probable que actualmente, el “deus ex machina” de la política no fuera Gil Robles, sino Besteiro. Mas, en tanto que el Partido Socialista permaneciera absorbido por el cretinismo parlamentario, la división obrera se hubiera acentuado y la burguesía hubiese tenido ocasión para organizar el fascismo.

Un marxista revolucionario, en el seno del Partido Socialista ante La alternativa: colaboración o no colaboración, tenía que haber defendido la colaboración.

El parecer de Lenin no podrá ser considerado, es de suponer, sospechoso a este propósito. Pues bien, en el libro más formidable que se haya escrito de estrategia socialista, en El comunismo de irquierda, enfermedad infantil del comunismo, Lenin, en 1920, ocupándose de Inglaterra, exponía opiniones que, en líneas generales, diez años más tarde, eran aplicables a España.

Decía Lenin: “Es indudable que los Henderson, Clynes, Mac Donald, Snowden son reaccionarios incurables. Pero no es menos cierto que quieren conquistar el Poder (prefiriendo por otra parte, la coalición con la burguesía) que quieren administrar conforme a las reglas burguesas del buen tiempo viejo y que, una vez en el Poder, se conducirán inevitablemente como Scheidemann y Noske. Todo esto es verdad. Mas lo que de ello se deduce no es en modo alguno que sostenerles equivalga a traicionar a la revolución, sino que, en interés de la revolución, los revolucionarios deben conceder a estos señores un cierto apoyo parlamentario... Los comunistas ingleses deben prestarse al parlamentarismo, deben desde dentro del Parlamento ayudar a la masa obrera a ver en actos los resultados del gobierno de los Henderson y Snowden, deben ayudar a los Henderson y Snowden a triunfar de la coalición Lloyd George y Churchill. Proceder de otro modo es obstaculizar la obra de la revolución, pues sin que la mayoría de la clase trabajadora cambie de modo de ver, la revolución es imposible, y ese cambio es un producto de la experiencia política de las masas, nunca de la propaganda sola.

El Partido Socialista tenía una justificación ante el proletariado y ante la Historia: servirse de la colaboración como de caballo de Troya para ir, en la medida en que iba comprendiendo a la luz de los hechos el fracaso del reformismo, a la toma del Poder.

Durante dos años largos, la sucesión de acontecimientos fue produciéndose de tal modo que todo abocaba a una solución final: el asalto del Poder por los socialistas.

El gobierno provisional de la República experimentó un “krash” en octubre de 1931, siendo apartados del Ministerio los dos elementos más conservadores: Alcalá-Zamora y Maura. Dos meses después, aprobada ya la Constitución, se producía una nueva crisis, saliendo entonces del gobierno los representantes del republicanismo centrista: Lerroux y Martínez Barrio. Por la presión de abajo y el propio engranaje de la revolución se iba acentuando cada vez más el carácter radical del gobierno. Un nuevo paso adelante, y los socialistas, convencidos ya de la polarización de fuerzas en los dos extremos, de que si se querían asegurar los avances hechos era preciso ir más allá, de que, en una palabra, la revolución democrática y la revolución socialista eran inseparables, cabía esperar que hubiesen expulsado a los republicanos iniciando otra fase de la revolución. Este era, al menos, el sentido de la revolución, la ruta progresiva. No hacerlo así, era retroceder y permitir un avance de la contrarrevolución.

El Partido Socialista fue víctima de su reformismo genérico y de su republicanismo inveterado. Araquistáin decía, acertadamente, en 1920, en su libro España en el crisol: ”La escasez de intelectuales en el socialismo español ha contribuido, probablemente, a su endeble desarrollo, porque han faltado hombres capaces de atraerse y asimilarse, por la vía del pensamiento, las masas anarquistas y republicanas de España. También ha contribuido, tal vez, a que el socialismo español no sólo no haya absorbido el republicanismo, sino que en cierto modo se haya republicanizado, a que haya sido el republicanismo el que le ha absorbido. La conjunción republicano-socialista fue, para el socialismo español, un avance de táctica; en determinadas circunstancias, la alianza de un partido con otro afín es una táctica siempre recomendable. Pero desde el punto de vista teórico, la alianza con el republicanismo acaso haya sido funesta para el socialismo. Los socialistas se han olvidado no poco de su ciudad ideal para pensar demasiado en la ciudad republicana — un presidente en lugar de un rey — de sus aliados. El socialismo español, disgregado en sus orígenes de una ideología republicana demasiado simplista, parece haberse impregnado de un exceso de republicanismo puro.”

Este republicanismo atornilló en vida y muerte los socialistas a los republicanos. La justa política hubiera sido aventar las cenizas. Azaña, Domingo, Casares Quiroga y demás republicanos eran muertos que, en 1932 y 1933, llevaban sobre sus espaldas los socialistas.

Marx, en su Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, ha hecho observar la contradicción que existe entre la Revolución francesa de 1789-1794 y la de 1848-1851. La primera se desarrolló siguiendo un ritmo ascendente, y la segunda describiendo una trayectoria en descenso

“En la gran Revolución la dominación de los constitucionales es sustituida por la dominación de los girondinos, y ésta por la de los jacobinos. Cada uno de los partidos se apoya sobre el más avanzado. Cuando cada cual ha empujado la Revolución suficientemente lejos para no poderla seguir y menos, por lo tanto, precederla, es apartado por su aliado más atrevido que le sigue, y enviado a la guillotina. La Revolución se desarrolla así en línea ascendente. En la revolución de 1848 ocurre al revés. El partido proletario aparece como un simple anexo del partido pequeño burgués demócrata. Es traicionado y abandonado por este último el 16 de abril, el 15 de mayo, y durante las jornadas de junio. El partido proletario, por su parte, se apoya sobre las espaldas del partido republicano burgués. Apenas este último cree tener una base sólida, que se desembaraza de su compañero inoportuno y se apoya entonces sobre el partido del Orden. Este último se esquiva, hace el salto a los republicanos burgueses y se apoya a su vez sobre las espaldas de la fuerza armada. Cree estar bien así cuando se da cuenta de que esas espaldas se han transformado en bayonetas. Cada partido golpea por detrás al que quiere empujarle adelante, y se apoya sobre aquel que le empuja hacia atrás. Nada de extraño, pues, que colocado en esta posición ridícula, pierda el equilibrio y después de haber hecho aspavientos inevitables, se estrelle completamente. La revolución sigue así una línea descendente.”

En nuestra revolución ha habido un ascenso y un descenso. El 10 de agosto de 1932 constituye la divisoria. En ese momento los socialistas tuvieron una oportunidad única para asaltar el Poder, si la experiencia hubiese ya hecho mella en su reformismo. Era llegada la hora de destruir una ficción que duraba demasiado. El gobierno tal como estaba constituido con una mayoría republicana y una minoría socialista era un escamoteo de la realidad. Los socialistas se dejaron engañar por la relación de fuerzas en el Parlamento. Sus 115 diputados frente a los 350 de la burguesía, ciertamente no constituían más que un tercio. En ese sentido, su representación en el gobierno era aproximadamente justa. Pero el Parlamento no era, ni remotamente, la expresión real de las fuerzas existentes. Durante los trece meses que transcurrieron entre las elecciones para las Cortes Constituyentes y el intento de golpe de Estado de Sanjurjo, se produjo una nueva correlación de fuerzas de la que los socialistas no supieron darse cuenta y comprender el alcance.

En una revolución de tipo democrático-socialista como la nuestra, hay tres etapas que se siguen escalonadamente. Durante la primera, la revolución busca la destrucción del absolutismo y, en la acción revolucionaria, forman un frente único: movimiento obrero, pequeña burguesía, y una parte importante de la misma burguesía propiamente dicha. Ese período, en España, se extendió desde la caída de Primo de Rivera, en 1930, hasta unos meses después de proclamarse la República, esto es, verano de 1931. La segunda etapa supone la conquista de las libertades democráticas fundamentales que desea la gran masa popular. En este segundo período, la burguesía, inquieta, se esquiva. La situación es sostenida por los obreros, campesinos y la pequeña burguesía. Fue la fase que medió entre la caída de Alcalá-Zamora, Maura y Lerroux y la formación del gobierno presidido por Azaña, octubre-diciembre de 1931, y el verano de 1932, con las grandes revueltas campesinas en España, la inquietud de Cataluña y el general malestar obrero. Entonces debía, históricamente, empezar la tercera fase, es decir, la marcha hacia el socialismo. Se llegaba a la conclusión palmaria de que los grandes problemas de la revolución no podían ser resueltos por la democracia burguesa. ¿Qué hacer, pues?

La inteligencia de un partido consiste en saber comprender las variaciones históricas en que se producen bruscas oscilaciones de péndulo, para orientarse debidamente. Lenin, en julio de 1917, frenó lo indecible para evitar una insurrección que consideraba y era prematura, ya que el partido bolchevique no contaba todavía con la adhesión de la mayoría de las masas populares rusas. Sin embargo, tres meses después, la polarización de fuerzas había variado extraordinariamente y llegaba la hora de la insurrección. Esperar más era un crimen, decía Lenin. Lo que fue relativamente fácil el 7 de noviembre hubiera sido difícil, si no imposible, unas semanas antes o unas semanas más tarde.

Existe, en los procesos revolucionarios, una hora única que no puede perderse, o se marcha hacia el fracaso.

Los socialistas españoles, al cabo de cerca de año y medio de estar en el Poder, después de haber recibido amonestaciones bien contundentes por parte de los representantes políticos de la gran burguesía, después de las chispas de Castilblanco y Arnedo, cuando el movimiento de ofensiva burguesa se iba perfilando hasta adquirir la manifestación explosiva del 10 de agosto, no podían dudar ni un momento. ”Empalmar con la cola de un movimiento ya en marcha — decía Mehring — para empujarlo hacia adelante era precisamente la táctica que Marx había aconsejado siempre y la que él mismo siguiera en el año 1848.”

El 10 de agosto de 1932 pudo haber sido, en la revolución española, lo que fue el 10 de agosto en la Revolución francesa: el desmoronamiento definitivo de lo que quedaba en pie del viejo régimen, que no era poco, y la entrada en una época de avances audaces y de hecatombes salvadoras.

La formación de un gobierno obrero hubiese producido una oleada popular irresistible. Es probable que los socialistas, alguna vez, vagamente, se acercaron a esa idea, se sintieron paralizados por el inconveniente del anarcosindicalismo, azuzado, conscientemente, por la burguesía reaccionaria. Pero la acción revolucionaria hubiera destruido las fronteras en el movimiento obrero. Las divergencias hubiesen sido ahogadas por los remolinos de la misma revolución.

Durante cerca de dos años y medio los socialistas estuvieron en el gobierno siendo el factor decisivo sin que, al parecer, tuvieran conciencia de ello. Se vieron obligados a contemplar cómo las fuerzas represivas del Estado perseguían a los obreros y campesinos cazándolos a tiros o quemándolos vivos, como no se había visto en los tiempos de la Monarquía. Tuvieron que aprobar la creación de cuerpos especiales de seguridad y el aumento de guardia civil y policía, que a no tardar habían de apuntar sus pistolas contra ellos mismos. Votaron leyes contrarrevolucionarias y tomaron posiciones que lejos de ayudar a la unidad del movimiento obrero la rechazaban, ahondando cada vez más el abismo existente en medio de la clase trabajadora. En una palabra, los ministros socialistas fueron tres rehenes que la burguesía utilizó para aplicar al Partido Socialista un verdadero suplicio de Tántalo.

El Partido Socialista fue el pararrayos de la burguesía española.

Mas la experiencia no fue inútil. “La revolución — decía Lenin, en 1905, en su opúsculo Dos tácticas —, enseña indudablemente de un modo tan rápido y fundamental que parece increíble en los períodos pacíficos de desarrollo político. Y lo que es particularmente importante, enseña no sólo a los directores, sino también a las masas.”

Las masas obreras que siguen al Partido Socialista han llegado, después del experimento hecho, a la conclusión de que únicamente por medio de la revolución violenta la clase trabajadora conseguirá emanciparse definitivamente.

Y en el Partido Socialista se ha iniciado una rectificación transcendental.

III. Los anarquistas

El proletariado español no tenía que sufrir solamente las consecuencias del socialismo reformista. A su lado estaba, por si fuera poco todavía, el anarcosindicalismo.

Rosa Luxemburg, en Reformas o Revolución, señaló que los dos escollos que se oponen a la marcha triunfante del socialismo revolucionario son ”el del abandono de su carácter de masa y del olvido de su objetivo final, el de la recaída en la secta y el del naufragio en el reformismo burgués, el del anarquismo y el del oportunismo”.

El movimiento obrero tuvo que navegar, en España, entre Scila y Caribdis. Los dos poderosos obstáculos, y no uno sólo como en la mayor parte de los países, se encontraban aquí.

El Partido Socialista era la primera vez que tomaba una participación activa en un movimiento revolucionario de gran envergadura. El anarcosindicalismo, la segunda.

Lenin, en su vasta labor de hombre de doctrina, se ha referido muy raramente a España. Marx y Engels siguieron con un especial interés el desarrollo político y social de nuestro país. En cambio, Lenin, absorbido por el gran problema ruso y por la lucha contra el ala derecha de la socialdemocracia, consagró escasa atención a las cosas españolas. No obstante, la actuación de los anarquistas en 1873, igualmente que a Engels, le inquietó, y durante la revolución rusa de 1905, escribió, glosando los comentarios de Engels en su estudio Die Bakuninisten an der Arbeit, sugerencias interesantísimas.

En 1873, nuestros anarquistas, igualmente que sus nietos ahora, desempeñaron un papel antirrevolucionario por la contradicción que existía, de un lado, entre sus propósitos y la realidad, y entre aquellos y la práctica, del otro. Aspiraban a la emancipación absoluta de la clase trabajadora, y en la acción cotidiana eran dóciles y ciegos instrumentos de los republicanos burgueses, lo mismo que durante la segunda República.

¿Era posible la revolución socialista en 1873? Acababa de fracasar la Commune que había sido el primer ensayo hecho de dictadura democrática de la clase trabajadora en Francia, en donde se había pasado por el fuego de tres revoluciones burguesas y en donde el proletariado tenia un desarrollo y una preparación superiores al de España.

Aquí la Historia planteaba el problema de la revolución burguesa. Engels escribía, refiriéndose a ese movimiento y a esa época: ”España es un país industrialmente tan atrasado que allí no puede hablarse de una inmediata emancipación de la clase trabajadora. Precisa antes que España haga un serio progreso y venza, en el camino de su desarrollo, una multitud de obstáculos. La República ofrecía la ocasión de llevar a cabo ese progreso en el menos tiempo posible y triunfar de esos obstáculos, rápidamente. Pero esa oportunidad podía solamente ser aprovechada mediante una activa intervención política de la clase obrera española. La masa obrera lo sentía así y aspiraba sobre todo a participar en los acontecimientos para aprovecharse de la buena oportunidad sin dejar, como hasta entonces, el campo libre a la acción y a las intrigas de la clase dominante.”

Lenin, comentando lo dicho por Engels, escribía: ”Se trataba, pues, de una lucha por la República, de una revolución democrática y no socialista. El problema de la intervención de los obreros en los acontecimientos se presentaba entonces bajo un doble aspecto: de una parte, los bakuninistas repudiaban la actividad política, la participación en las elecciones, etc. De otra parte, estaban en contra de la participación en una revolución que no tuviera por fin la emancipación total, inmediata de la clase obrera.”

Los anarquistas pretendían volar por encima de sí mismos. Primera equivocación, que no podía producir más que desastres. Y luego, obligados a descender a ras de tierra, se trocaban en apéndices de la pequeña burguesía. Segundo error que contribuyó al fracaso de la República.

En la revolución de 1873, el movimiento obrero dirigido en casi su totalidad por los anarquistas, debía haber aspirado a la consolidación de una república democrática, en la que la clase trabajadora tuviera un gran margen de libertad para organizarse y obtener reformas generales de carácter democrático. Querer ir a la ”anarquía” era marchar no hacia adelante sino soñar, y, en realidad, inutilizar una fuerza que podía haber sido uno de los puntales de la revolución.

Cuando surgió, durante el verano de 1873 el movimiento cantonalista, los anarquistas, a pesar de sus anteriores aparatosas declaraciones anárquicas, formaban parte, al lado de los republicanos ”intransigentes” (los ”jabalíes” de la primera República), de los Comités Revolucionarios en los que iban a remolque de los pequeños burgueses. ”No supieron qué hacer del Poder”, decía Engels.

Tuvieron una idea infantil, o más que infantil, calamitosa, de cómo debía efectuarse la insurrección. Erigieron en principio, en vez de llevar a cabo una acción de conjunto, según Engels, ”lo que había sido un mal inevitable en la época de la guerra de los campesinos en Alemania y durante la insurrección alemana de mayo de 1849, es decir la atomización y el particularismo local de las fuerzas revolucionarias, lo que permitió a una sola fuerza gubernamental aplastar separadamente las insurrecciones, una después de la otra”.

La actuación de los anarquistas mereció a Lenin, subrayando lo dicho por Engels, la siguiente conclusión: ”No sabiendo dirigir la insurrección, diseminando las fuerzas revolucionarias en lugar de centralizarlas, cediendo la iniciativa revolucionaria a los señores burgueses, disolviendo la organización sólida y firme de la Internacional, los bakuninistas nos han dado en España el ejemplo inimitable de la manera cómo no debe hacerse la revolución.”

La República de 1873, y con ella la revolución democrática iniciada en 1868, cayó por la incapacidad de los republicanos, pero los anarquistas fueron asimismo grandemente responsables de la catástrofe experimentada. Un movimiento obrero bien dirigido, sabiendo cuáles debían ser sus exigencias y actuando acertadamente pudo haber impuesto el triunfo de la República burguesa-democrática. España se hubiese evitado un retraso de más de medio siglo.

Durante la primera República, los anarquistas marchaban de acuerdo con los republicanos ”intransigentes”, pero declararon una guerra a muerte a los representantes del marxismo. La disputa entre Marx y Bakunin adquirió en España proporciones gigantescas. La superioridad numérica y orgánica de los bakuninistas les hacía ser más duros, más implacables.

Al cabo de sesenta años, esta pugna, en otra escala, claro está, había de resurgir de igual modo. En 1931-1934, los anarquistas han tenido un enemigo contra el cual han dirigido sus tiros principales: los socialistas. Podían entenderse con los republicanos, se han entendido más de una vez con ellos, y lo que es más sorprendente con la derecha del republicanismo, pero entre anarquistas y socialistas, existía un abismo infranqueable.

Y, sin embargo, socialismo reformista y anarquismo son hermanos gemelos.

Los dos hombres históricamente representativos de los dos sectores adversarios del movimiento obrero español han sido Pablo Iglesias y Anselmo Lorenzo. Ambos se encontraron en Madrid en los comienzos de la Primera Internacional formando parte del mismo núcleo de ”pionniers”. Después, se separaron. Lorenzo se fue a Barcelona a hacer anarquismo e Iglesias se quedó en Madrid luchando por el socialismo. Confederación Nacional del Trabajo y Unión General de Trabajadores. Anarquistas, y Partido Socialista. Entre uno y otro bando, con ligeras intermitencias, desde 1873 y aun antes, ha habido una guerra despiadada, casi sin cuartel. Odio de hermanos enemigos. Antagonismo de Caín y Abel.

El socialismo reformista y el anarquismo ofrecen una sorprendente paradoja. El anarquismo es, en gran parte, el autor del socialismo reformista. Y el socialismo reformista, el causante, en cierta medida, del anarquismo.

Lenin ha dicho que el anarquismo ha sido muchas veces una especie de expiación del movimiento obrero por sus pecados oportunistas. ”Estas dos monstruosidades se completan una a otra. Y si el anarquismo — proseguía Lenin — no ha ejercido en Rusia, a pesar del predominio de la población pequeño burguesa en este país con relación a las naciones occidentales, sino una influencia relativamente insignificante en las dos revoluciones de 1905 y 1917 y durante su preparación, obedece, en parte, sin duda alguna, al bolchevismo que ha sostenido siempre la lucha más despiadada e irreconciliable con el oportunismo.”

Si nuestro Partido Socialista hubiera sido un partido revolucionario, el anarquismo, tan fuerte y tan vivaz en España, no existiría. Habría sido completamente anulado por el marxismo, como en los demás países de Europa. El anarquism6 es, por decirlo así, un hijo bastardo del oportunismo socialista,. El anarquismo, en cambio, de rechazo, ha contribuido a la existencia y prolongación del oportunismo socialista apartando de la influencia marxista el sector proletario más importante de España. El alejamiento de la gran masa proletaria española del Partido Socialista, debido en gran parte al anarquismo, ha hecho posible que se impusiera, finalmente, una concepción oportunista que la presencia de las grandes masas proletarias hubiese impedido.

Este entrecruzamiento de Causas y efectos dando, además, como resultado la división orgánica de la clase trabajadora ha sido para la burguesía española una garantía de seguridad antes de la revolución y sobre todo durante la revolución.

El anarquismo no es permeable. La lógica rebota al chocar, como una bola de marfil. La evolución natural del anarquismo es desaparecer, extinguirse. Ya no queda anarquismo más que en España y en algún país atrasado de América. Las causas de que sea así son bastante complejas y no es éste el momento ni el lugar para señalarlas. Sin embargo, en nuestro anarquismo se ha dado el caso de su pronunciado descenso para resurgir luego con ímpetu.

Después de la experiencia anarquista de 1873 y del largo período que siguió a la caída de la primera República, el anarquismo fue desapareciendo progresivamente. Una parte cayó bajo el influjo del radicalismo burgués, y otra fue orientándose con arreglo a las normas del sindicalismo revolucionario que iniciara Pelloutier en Francia y del cual Sorel fue el verdadero teorizante.

El sindicalismo era el esfuerzo que el movimiento obrero, hasta entonces influenciado por el anarquismo y el radicalismo burgués, hacía por encontrar la ruta del socialismo científico. Anarquismo y sindicalismo, en el fondo, eran antitéticos, se repelían. La evolución del sindicalismo, siguiendo la gradación natural, era ir a parar al marxismo revolucionario. Los teorizantes del sindicalismo, Sorel, Leone, Lagardelle y otros eran marxistas.

Los días 30 de octubre y 1 de noviembre de 1911 tuvo lugar en Barcelona, en un Congreso nacional obrero, la constitución de la Confederación Nacional del Trabajo. El acuerdo más importante tomado por dicho Congreso, en el que se daba estado orgánico nacional al sindicalismo revolucionario, fue el siguiente

“El Congreso acuerda constituir una Confederación Nacional del Trabajo española, que se compondrá provisionalmente de todas las sociedades no adheridas a la Unión General de Trabajadores, con la condición de que una vez constituida la CNT española, se procurará establecer un acuerdo entre las dos federaciones a fin de unir a toda la clase obrera en una sola organización.”

El Congreso constitutivo de la CNT se verificaba poco tiempo después de la insurrección de julio de 1909. Era una consecuencia. El proletariado, en la acción revolucionaria, había adquirido conciencia que se ponía claramente de manifiesto en la declaración de principios de la CNT al señalar que su objetivo era buscar la fusión con la Unión General de Trabajadores o lo que es tanto: la unidad de la clase trabajadora.

Después de la acción revolucionaria de 1917, se celebró, en Barcelona, en junio-julio de 1918, el Congreso de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña — que de hecho era el segundo Congreso de la CNT, ya que ésta tenía pocas fuerzas fuera de Cataluña entonces. En ese Congreso, nuevamente, el anarcosindicalismo acordaba ir a la unidad con la Unión General de Trabajadores para lo cual se proponía a la organización obrera de Zaragoza, situada al margen de las dos centrales, para que sirviera de intermediario.

Este vasto movimiento sindicalista acuerda, en diciembre de 1919, adherirse a la III Internacional y se pronuncia por la dictadura del proletariado. ¿Qué queda, pues, del anarquismo? Nuestro movimiento sindicalista está llevando a cabo una verdadera transformación. El anarquismo va siendo vencido. Le falta poco para desaparecer.

Mas el anarquismo se da cuenta de ello e inicia una contraofensiva furiosa. El anarquismo, apoderándose de la CNT, trata de deshacer lo que ha sido el objetivo principal del primer Congreso, la unidad de la clase trabajadora.

En esta lucha, sorda, intestina, pero implacable que se libra, durante los años 1920-1923 en el seno del anarcosindicalismo entre las dos tendencias, la que responde a la necesidad proletaria y la de secta, triunfa esta última, conduciendo al movimiento obrero por senderos completamente equivocados que contribuyeron al golpe de Estado de Primo de Rivera, en 1923.

Durante la dictadura, el anarcosindicalismo fue duramente perseguido por la represión, desapareciendo casi.

Al iniciarse el período revolucionario en 1930, las masas obreras estuvieron en la incertidumbre por espacio de algún tiempo, buscando su guía. El Partido Socialista no podía borrar tan fácil y rápidamente su pasividad reciente. El Partido Comunista, por razones que veremos luego, fue inferior a su tarea histórica. Las masas y el vacío no concuerdan. Se orientaron, porque no había un partido revolucionario, hacia la Confederación Nacional del Trabajo. El alud tomó proporciones torrenciales. El anarcosindicalismo resucitó inesperadamente.

Los anarquistas, organizados políticamente — apolíticamente, como creen ellos — en la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y sindicalmente en la Confederación Nacional del Trabajo, gozaron durante los años 1930-1932, de una gran simpatía por parte de las masas obreras y campesinas. La necesidad de la revolución socialista encontraba en ellos más que en los socialistas un exponente efectivo. De ahí el flujo de masas que acudía a sus organizaciones. Pero los anarquistas ahora, como en 1873, no supieron comprender el carácter de la revolución que tenía lugar en España. Si en 1873 quisieron volar por encima de si mismos ahora pretendieron saltar por encima de su sombra. Si en 1873 la Revolución era exclusivamente burguesa, democrática, en 1931, era democraticosocialista, y ellos pretendían ignorar la primera fase, la fase burguesa de la revolución.

Su objetivo final resume el deseo general de una gran masa obrera y campesina de obtener la libertad y de llegar al socialismo. El ”comunismo libertario”, que es su inveterada consigna, analizado, no quiere decir otra cosa que Socialismo y Libertad. El ”comunismo libertario” de nuestros anarquistas que ha sido capaz de engendrar una muchedumbre de héroes, de provocar los mayores sacrificios, es el grito instintivo de inmensas multitudes carentes totalmente de educación socialista. El socialismo, que es una doctrina, necesita sus laboratorios, sus doctrinarios, sus interpretadores. Dejadas las masas a la intemperie, sin el hilo conductor de la doctrina, a su impulso natural, se agarran con fe mística a un signo, a una frase, que para ellas sintetiza vagamente sus anhelos, hijos de los deseos de largas generaciones de explotados. El anarco-sindicalismo español es una fuerza natural inaprovechada hasta ahora, dejada a su libre antojo y de la cual se ha servido más de una vez el enemigo secular del movimiento obrero.

Objetivamente, en 1931, la FAI y la CNT ocupaban, sin darse cuenta, un lugar histórico semejante al del partido bolchevique en 1917, en Rusia. Había caído la Monarquía y había sido proclamada la República. Los socialistas reformistas colaboraban en el gobierno con los republicanos. Alcalá-Zamora era una sombra del príncipe Lvov. Azaña, un remedo de Kerensky. El descontento popular crecía. Las masas obreras querían la revolución, su revolución. E iban en busca del partido, de la organización que encarnara realmente el momento histórico. Se aproximaban a los anarquistas. El partido anarquista era audaz, con una fuerte autodisciplina interior, y sabía aprovecharse del descrédito de los socialistas en el Poder. Prieto, Largo Caballero y Fernando de los Ríos trabajaban para la burguesía y para la FAI. Hacían que los obreros que les seguían se consumieran esperando, pero los impacientes, los inquietos, esos sin poder aguantar más, se enrolaban en las huestes anarquistas.

Si objetivamente, la FAI se encontraba en una situación parecida a la de los bolcheviques en 1917, subjetivamente era la antítesis del partido bolchevique ruso. La FAI carecía de doctrina, de táctica, de estrategia, de jefes. Era simplemente una fuerza ciega, que, forzosamente, había de estrellarse. Las masas que en 1930, 1931 y 1932 siguieron a los anarquistas eran la materia prima de un verdadero partido bolchevique. Estas masas fueron puestas en fermentación por la levadura anarquista que se sigue manteniendo sin interrupción desde 1873.

Sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario posible, ha dicho Lenin. El anarquismo, aunque aparentemente revolucionario, no lo es en realidad porque se propone objetivos irrealizables. Por eso fracasó, a pesar de las circunstancias favorables, en 1873. Y por eso fracasó asimismo en 1931-1934.

Los anarquistas no han comprendido que la revolución social libertadora no ha de hacerse solamente en favor propio, sino de la mayoría de la población. El individualismo anarquista se sobrepone en ellos al concepto de clase.. Triunfa, y es inevitable puesto que son anarquistas, la idea de secta.

La FAI ha intentado durante la segunda República tres ”putsch”: el de enero de 1932, la llamada insurrección del Alto Llobregat, provincia de Barcelona; el de enero de 1933, cuyo episodio más sobresaliente fue Casas Viejas; y el de diciembre del mismo año, localizado en Aragón y la Rioja. Las insurrecciones anarquistas durante la segunda República han sido en número e intensidad inferiores a las de 1873, a pesar de que la fuerza de los anarquistas esta vez era muy superior.

El exclusivismo anarquista ha hecho que sus dirigentes enfocaran los movimientos subversivos hacia el triunfo fulminante del anarquismo. Naturalmente, las masas de la población (fue no son anarquistas no se sentían atraídas, y aun las mismas que seguían a los anarquistas, se retraían delante de una acción insurreccional completamente sectaria.

Los anarquistas españoles, en la práctica insurreccional, se han asimilado en gran parte el blanquismo. Blanquismo y bakuninismo unidos, forzosamente hablan de producir un resultado desastroso.

Del bakuninismo, esto es, del anarquismo tradicional, nuestros anarquistas han recibido la concepción estrecha de la secta, y de que puede irse en breves momentos, saltando etapas históricas, como en un cuento de hadas, a la anarquía. Esto les hace creer que el mundo gira alrededor de ellos, ya que se consideran el eje. La sociedad no se divide en clases antagónicas, sino en anarquistas y no anarquistas. Los primeros son los buenos; los segundos, los malos. Las influencias de las doctrinas filosóficas burguesas y aun del propio cristianismo se encuentran reflejadas en la mente de los anarquistas. La revolución salvadora — piensan ellos — la harán los buenos, los anarquistas. Y tendrán que llevarla a cabo no solamente sin el concurso de los demás, sino a pesar de ellos e incluso contra ellos. La revolución será, pues, anarquista.

Este modo de entender las cosas, conduce, claro está, a las conclusiones más absurdas: los socialistas y comunistas son sus enemigos, puesto que no son anarquistas; los campesinos que luchan por la conquista de la tierra son burgueses, y no se puede, por tanto, mantener contacto alguno con ellos; el movimiento de la liberación nacional es reaccionario, ya que el ideal ha de ser la Humanidad, una patria única...

El sectarismo lleva a los anarquistas a no querer ver la realidad. Son dogmáticos, cerrados a toda experiencia. Su revolucionarismo es especulativo. Ha habido una insurrección obrera triunfante, la de Rusia, que puede ser tomada como modelo, o al menos servir de lección. Pues no. Los anarquistas consideran todo lo de Rusia colocado al otro lado de su meridiano. No es ésa ni su insurrección, ni su revolución. Ellos piensan de un modo muy diferente. Son anarquistas. Y además, sin saberlo, sin darse cuenta de ello, son blanquistas en gran parte. La insurrección, colocada para ellos al margen del movimiento revolucionario cuya mutua relación ni tan siquiera han imaginado, es una operación sencillísima. Se trata de un golpe de mano audaz, realizado por unos cuantos grupos de militantes. Cuentan con el factor sorpresa elevado al cubo. Preparan el asalto de un cuartel desde fuera con bombas de mano sin contar previamente con la voluntad de los soldados que son los que, en definitiva, han de decidir. Como es de suponer, la operación bélica fracasa. ¿Qué hacer entonces? Preparar nuevamente otro golpe de mano, y cuando también se ha fracasado, otro, y así sucesivamente. La obstinación anarquista no tiene límites.

El anarquismo, moviendo masas de importancia, durante los años 1931-1933 ha sido, paralelamente al socialismo oportunista, una fuerza no revolucionaria. Y en época revolucionaria cuando no se es revolucionario, se trabaja contra la revolución.

Mientras que, por su lado, los socialistas apoyaban a la pequeña burguesía, los anarquistas, por el otro, inconscientemente, servían a la gran burguesía contrarrevolucionaria. Su lucha contra los socialistas, no teniendo una conclusión revolucionaria, era reaccionaria.

Los anarquistas españoles, si en 1873, al decir de Engeis corroborado por Lenin, enseñaron cómo no hay que hacer la revolución, en 1931-1933, volvieron nuevamente a demostrarlo. Su actuación fue asimismo ”un ejemplo inimitable”.

Los anarquistas y la pequeña burguesía no hablan aprendido nada de lo ocurrido en España en 1873. Anarquistas y pequeña burguesía, hermanos gemelos, al fin y al cabo, se parecían. Los errores de Pi y Margall, Salmerón y Castelar fueron repetidos, con escasa variación por Maciá, Azaña y Companys. Si dentro de sesenta años, en España se proclamara la tercera República, los héroes de la pequeña burguesía seguirían entonces exactamente las huellas de Macia, Azaña y Albornoz. Y Ascaso, Durruti y García Oliver, los jefes anarquistas de tanda en 1931-1934, han descubierto el Mediterráneo con su actuación. Han hecho aproximadamente lo que sus abuelos del 73. Y en la tercera República, los anarquistas copiarían sin variaciones importantes a Durruti, Asca so y García Oliver.

El anarquismo evoluciona, pero sólo aparentemente. Describe una circunferencia, da vueltas, volviendo, al cabo de cierto tiempo, al punto de partida. Es la consagración del círculo vicioso del que los anarquistas se empeñan en hacer la cuadratura. Las revoluciones enseñan a las masas y a los jefes, sí. Pero a la pequeña burguesía y a los anarquistas no les enseñan nada. Si individualmente un anarquista logra ver, superarse, aprender, automáticamente deja de ser anarquista.

IV. Los comunistas

Ha fracasado el oportunismo socialista. Ha fracasado el anarco-sindicalismo. Y ha fracasado también la organización comunista montada con arreglo al modelo y a las indicaciones de Moscú.

El fracaso comunista no es menos aleccionador que el del socialismo reformista y el del anarquismo. Pone de relieve que no basta en manera alguna usufructuar una etiqueta, no es suficiente disponer de un nombre. Se pueden citar frases de Marx y no ser socialista. Se pueden repetir de memoria párrafos enteros de Lenin y, en la práctica, proceder de modo completamente opuesto a la verdadera acción revolucionaria.

Precisamente el mal de los marxistas oficiales de la Segunda Internacional ha sido su fidelidad a la fórmula, su incapacidad para ser marxistas prácticos. Nada más opuesto al marxismo que el canon establecido-, que el rito estático. Lenin es el mejor discípulo de Marx porque Lenin ha sabido aplicar, en un momento dado, en circunstancias especiales y en un país determinado, la conclusión formulada por el pensamiento marxista. Los epígonos de Lenin han sido con respecto de éste lo que los epígonos de Marx con respecto del autor de El Capital. Han ergotizado. Del pensamiento de Lenin han hecho una Biblia o un Corán. Lenin, que era la oposición viviente a la rigidez y al esquematismo formularios, ha quedado disecado. Su pensamiento ha sido momificado, como su cuerpo, por sus discípulos oficiales. Lenin, al entender de sus monopolizadores, es la verdad absoluta de la cual sólo hay un interpretador exacto. El leninismo de los epígonos se transforma en una secta casi religiosa. Como el mahometano, mirando hacia dónde sale el sol, parece repetir ”No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta”.

Después de la muerte de Lenin, debido en gran parte al fracaso de la revolución en Europa, los rusos han ido transformándose, progresivamente, en ardientes nacionalistas. El problema de la revolución mundial pasa a segundo término. El triunfo de Stalin sobre Trotsky es la victoria del socialismo ruso sobre el socialismo internacionalista. Rusia, que desde 1917 a 1924, había gravitado alrededor de la cuestión revolucionaria en los demás países, al ver fracasados los intentos de revolución obrera en Hungría, Austria, Alemania, Bulgaria, fue perdiendo la confianza en el proletariado europeo y se concentró en sí misma. Forjó el plan quinquenal. Stalin erigió en mito: ”el socialismo en un solo país”. Los internacionalistas de ayer se transformaron en fervientes nacionalistas. Un pueblo de 160 millones de habitantes, realizando el esfuerzo colectivo más gigantesco que recuerda la Historia, se lanzaba lleno de optimismo a hacer una patria.

Las consecuencias, forzosamente, habían de repercutir en el movimiento obrero internacional. La Internacional Comunista fue cambiándose de centro revolucionario mundial en instrumento al servicio del Estado soviético.

El nacionalismo tiene su lógica. El razonamiento de los comunistas rusos, de Stalin, era el siguiente: El proletariado europeo no ha conseguido no ya aventajarnos precediéndonos, sino que ni siquiera ir detrás de nosotros a una prudente distancia. Hemos aguardado en vano. Ha llegado la hora de que pensemos en nosotros. Haremos de la URSS una fortaleza del proletariado, ascenderemos en tanto que el mundo capitalista se derrumba. Nuestra patria, la patria del proletariado, en la medida en que crezca interiormente y que se fortalezca, se convertirá en una cuña irresistible que, clavada sobre el capitalismo, precipitará su descomposición, aproximando, por tanto, la hora del triunfo final de la clase trabajadora en todo el universo. Lo que interesa ahora es, pues, la URSS. El deber del proletariado internacional durante un período más o menos largo no es otro que sostener a la URSS esperando la hora de su victoria, que será la hora del triunfo internacional del socialismo.

Este pensamiento ha sido proyectado sobre los Partidos Comunistas de los diferentes países. Y, sin darse cuenta, han dejado de ser, objetivamente, revolucionarios. ¿Qué podía hacer, por ejemplo, el Partido Comunista italiano contra Mussolini, cuando entre el Estado soviético y el Estado fascista existía desde el 30 de noviembre de 1923 un mutuo reconocimiento con los compromisos comerciales subsiguientes? ¿Qué ayuda podía contar el pequeño grupo de comunistas turcos en su lucha contra Mustafa Kemal cuando el Estado ruso, según declaración de Karaján hecha al periodista americano Luis Fischer (Los soviets en la cuestión mundial), ”no hay que mantener por más tiempo en secreto que nosotros hemos ayudado a Kemal dándole dinero, artillería, armas y consejos”? ¿Qué pueden hacer los comunistas franceses contra su gobierno burgués, cuando el Estado soviético y el de Francia han reanudado, bajo Stalin y Laval, la misma política que existió entre Nicolás II y Poincaré? Un tratado de comercio entre Inglaterra y Rusia pone sordina a la actividad comunista en el Afganistan, en la Persia y en la India. Un pacto de ”no agresión”, a los que tan aficionado es Litvinov, con no importa qué país, obliga, es forzoso, a un cambio de la política hecha por el canal del Comintern (Internacional Comunista). Es únicamente comprendiendo así las cosas que puede explicarse la desastrosa política seguida por la Internacional Comunista en Alemania durante los años que precedieron al triunfo de Hitler y el descenso general del movimiento comunista ortodoxo en todas partes en el preciso momento en que la crisis del capitalismo es más aguda que nunca, y el problema de la revolución obrera se presenta con caracteres apremiantes.

La escasa o nula importancia que en la Revolución española ha tenido el Partido Comunista se debe a eso.

Toda una serie de circunstancias contribuían a que en España se desarrollara vertiginosamente un gran partido socialista revolucionario, es decir, un Partido Comunista. Estábamos en época revolucionaria, cuando las masas se encuentran en estado plástico y los acontecimientos se desarrollan rápidamente.

La imposibilidad de que la pequeña burguesía hiciera la revolución democrática, el fracaso del socialismo colaboracionista, la actuación caótica y disparatada del anarquismo, todo parecía crear un terreno favorable para que ese partido, históricamente necesario, se formase. En medio de la conmoción general, Rusia aparecía como un faro. Las tinieblas eran disipadas por la luz que venía de Oriente. El capitalismo pertenecía al pasado. El comunismo, en cambio, era la garantía del porvenir.

Moscú, sin embargo, lo malogró todo. Empezó por no darse cuenta de la revolución española, ni concederle importancia alguna en los primeros momentos. Manuilsky, uno de los directivos de la Internacional Comunista, dijo en 1930, que ”una pequeña huelga en Alemania tenía más importancia que todo cuanto sucedía en España”. Luego, orgánicamente trituró el germen de Partido Comunista que existía, partiéndolo por la mitad y expulsando a diestro y siniestro, cuando lo que precisaba era presentarse como el centro de atracción del proletariado español. El sectarismo de Moscú fue funesto para el movimiento comunista y para la revolución.

Moscú, absorbido por los problemas rusos, es sorprendido por los acontecimientos la mayor parte de las veces. Todos los golpes de Estado contrarrevolucionarios ocurridos desde hace diez años y la propia revolución española le han cogido desprevenido. Se ha encontrado de súbito ante ellos, sin esperarlos. Y al decir Moscú, nos referimos también a sus adictos en cada país.

Moscú, precisamente a causa de su política rusa, teme, rehuye la revolución obrera en otro país de Europa, por dos razones. Primera: Porque una revolución obrera pudiera destruir el ”statu quo” actual precipitando la guerra, lo que Rusia necesita evitar a toda costa. Rusia primero; lo demás es secundario. Segunda: Porque la revolución proletaria en otro país de Europa fatalmente haría perder a Rusia la influencia que hasta ahora ha ejercido sobre el proletariado. La sentencia fue oportunamente formulada por Lenin, en 1920: ”Sería erróneo olvidar que después del triunfo de la revolución proletaria en un país adelantado — aunque no fuese más que uno solo —, Rusia, según todas las probabilidades, se convertirá muy pronto por un cambio brusco, en un país, ya no ejemplar, sino otra vez retardatario desde el punto de vista soviético y socialista.” Lenin se hubiese alegrado que Rusia pasara a ocupar un lugar secundario porque en Alemania, en Inglaterra, en Italia triunfara la revolución socialista. Lenin enlazaba la Revolución rusa con la revolución internacional. Pero cuando se es nacionalista en primer lugar — un nacionalismo socialista, claro está, que no deja de ser paradójico —, cuando el problema de la revolución mundial queda supeditado al desarrollo de la URSS, es fatal que lo que Lenin aseguraba sea considerado, caso de ocurrir, como una verdadera catástrofe. Rusia estaría dispuesta a tolerar — digámoslo así — una revolución en Alemania, en Francia, en /España, si además de tener la seguridad de que no había de determinar la guerra, le ofrecía asimismo otra garantía: la de que esa revolución se haría siguiendo las órdenes de Moscú y con los hombres que por Moscú fueran considerados ”persona gratas”. De otro modo, no.

El movimiento obrero, aun siendo internacionalista, y precisamente por serio, rechaza en absuluto el espíritu gregario, colonial que ha pretendido enfeudar Moscú en la clase trabajadora. El proletariado cree en sí mismo, en su fuerza creadora, en el valor de su iniciativa. Por eso ha ido alejándose de Moscú tan pronto como desde allí se ha pretendido imponer un socialismo ruso, en oposición muchas veces al marxismo y leninismo internacionalistas.

Moscú hubiese querido tener en todos los países, España entre ellos, fuertes secciones de la Internacional Comunista capaces de monopolizar plenamente la dirección del movimiento obrero. Mas en la política de Moscú hay una contradicción fundamental. Pretende formar partidos aparentemente revolucionarios por su fraseología y por su parentesco con la Revolución rusa, pero, en la práctica, completamente demagógicos, electoralistas, sin consistencia y objetivo revolucionario alguno, como fue el caso del Partido Comunista de Alemania. Moscú combatía a la socialdemocracia por su reformismo. Sin embargo, en el fondo del pensamiento rector de la Internacional Comunista no existía una trayectoria revolucionaria. Los golpes asestados a la socialdemocracia carecían de consistencia. En Alemania, los comunistas de Moscú acusaban a la socialdemocracia de ser la antesala del fascismo. Y después que Thaelmann o Remmelé habían recitado este disco, formaban bloque con las bandas de Hitler y Göering yendo juntos, en el verano de 1931, al plebiscito contra el gobierno du Prusia que era la última fortaleza que quedaba a la socialdemocracia. La posición revolucionaria no era hacer caer a Severing y Otto Braun, como querían los nazis, y llevó a cabo Von Papen el 20 de julio de 1932, sino, por el contrario, fortificar el gobierno de Prusia y obligarle a radicalizarse bajo la presión de la masa obrera.

En España, en otra proporción, ya que aquí el partido de Moscú tenía un peso específico inferior al de Alemania, se ha reproducido el mismo fenómeno. Los comunistas ortodoxos se pasaron los años 1931, 1932, 1933 y parte de 1934, en lucha implacable, sin cuartel, contra los demás sectores del movimiento obrero y de un modo especial contra los socialistas y contra los comunistas disidentes: Federación Comunista Ibérica (Bloque Obrero y Campesino). El Partido Comunista de España, desde la proclamación de la República, no vio más que un adversario: el movimiento obrero. El noventa por ciento de su actividad fue consagrado a combatir a los socialistas, a los comunistas independientes, a los sindicalistas y a los anarquistas. Los anarquistas han sido muchas veces instrumentos de la contrarrevolución. Los comunistas de Moscú, en su furia sectaria, han avivado la escisión obrera, favoreciendo con frecuencia por la lógica de su política, a la reacción.

Marx, en su Critica del Programa de Gotha, se alzó indignado contra el resabio de las doctrinas de Lassalle que había en aquella frase del Programa que decía que frente a la clase obrera “todas las demás clases no forman más que una masa reaccionaria”. La Internacional Comunista ha llevado este principio más allá aún de lo que Lassalle hubiese pensado. Marx criticó la idea de que la sociedad se dividía, matemáticamente, en dos campos: a un lado, la clase trabajadora, y al otro lado, todas las demás clases formando un bloque reaccionario. Lassalle, si bien era dialéctico — era un discípulo de Hegel — no habla logrado dar a la dialéctica el sentido materialista que Marx aplicó a toda su doctrina. La burguesía ha sido una fuerza revolucionaria con relación al feudalismo. La pequeña burguesía, en determinados momentos, puede ser un factor revolucionario que ayude a la clase trabajadora. Si Lenin no hubiera tenido en cuenta esta crítica de Marx, si él hubiera creído también que frente al proletariado las demás clases no forman más que una masa reaccionaria, la Revolución de octubre no hubiese triunfado nunca. A la victoria del proletariado ruso contribuyeron dos importantes fuerzas burguesas: los campesinos y el movimiento de liberación nacional. Sin estos dos apoyos, la Revolución rusa no existiría.

Lenin dijo en 1915 — y porque lo creyó así pudo triunfar en 1917 —, que “la revolución socialista en Europa no puede ser otra cosa que una explosión de la lucha de masas de todos aquellos que están oprimidos y descontentos, sean quienes fueren. Sectores de la pequeña burguesía y de los obreros atrasados tomarán parte fatalmente. Sin su participación la lucha de masas es imposible, ninguna revolución es posible.”

Pues bien, la Internacional Comunista — y por lo tanto su filial en España — ha llevado este error lassalleano a las últimas consecuencias. Desde 1928 a 1934, para el comunismo oficial, no sólo toda la burguesía se hallaba en el campo de la contrarrevolución, sino también un gran sector del proletariado. Una tesis tal, antimarxista, antileninista, conduce a las conclusiones más absurdas ya que la socialdemocracia controla la dirección de una parte del movimiento obrero mucho más numerosa que los comunistas. Suponía aceptar que la mayoría de la clase trabajadora era reaccionaria y, lógicamente, que la revolución era imposible. De ahí, el espíritu de Moscú hasta 1934: ”para vencer al fascismo primeramente hay que destrozar a la socialdemocracia”. Y como la socialdemocracia sólo podía, en el seno del movimiento obrero, ser vencida por un partido real que, efectivamente, fuera revolucionario por su doctrina, por su táctica y estrategia, y los partidos comunistas, por las razones que hemos señalados antes, no lo eran, la socialdemocracia se mantenía en todas partes aproximadamente intacta. El comunismo de los epígonos de Lenin estaba en pleno círculo vicioso.

España ha sufrido en este aspecto las mismas consecuencias que los demás países en donde hoy Moscú tiene un núcleo más o menos importante del movimiento obrero bajo su influencia. Es el esfuerzo, forzosamente nacionalista, que hace un país para imponer al proletariado mundial sus particularidades. ”No conviene al movimiento obrero que los trabajadores de una sola nación, no importa cual, marchen a la cabeza”, decía Engels, en La guerra de los campesinos.

Hace ya cinco años que existe la Revolución española, y el Partido Comunista no se ha formado, sin embargo. El partido jacobino nació, se desarrolló y triunfó en plena acción revolucionaria. El partido bolchevique ruso, en marzo de 1917, era, con relación, a la importancia de los demás partidos obreros, una pequeña minoría. Al cabo de tres meses, en junio, al celebrarse el primer Congreso Panruso de los Soviets, de 790 diputados, sólo 103, esto es el 13 %, eran bolcheviques. Medio año más tarde, el 7 de noviembre que se reunió el segundo Congreso de los Soviets, de 675 diputados, 343 es decir, el 51 % eran bolcheviques. Los comunistas tenían mayoría. En nueve meses habían logrado conquistar la adhesión de las grandes masas obreras y campesinas.

El partido bolchevique, nacido, de hecho, en 1903, al producirse la escisión en el segundo congreso de la socialdemocracia rusa, en Bruselas y Londres, contaba catorce años de vida al asaltar el Poder. El Partido Comunista de España, nacido en 1920, aventaja ya en edad al partido de Lenin cuando hizo la Revolución. No es de suponer que ni sus mismos adictos piensen que en España las cosas se desenvuelven de igual modo que en Rusia. Siguiendo la política de la Internacional Comunista como hasta ahora, no solamente en España, sino en todo el mundo, los partidos comunistas doblarían la edad, la triplicarían y llegarían a la senectud sin haber triunfado en ninguna parte.

Y es que un partido no puede ser una copia, un remedo, una adaptación. Ha de tener vida propia. Y para tenerla, sus raíces han de ahondar la tierra del país en donde existe. Ha de estar unido al pasado, al presente y al porvenir del pueblo que quiera transformar. Una cosa es el internacionalismo y otra muy diferente y opuesta, la refracción nacional, la transposición mecánica de las influencias y experiencias de otro país. Lenin triunfó porque a la vez que internacionalista supo adaptar el marxismo a las condiciones especiales de Rusia. El mismo decía: ”todo el que espere una revolución social pura no la verá llegar jamás. Ese es un revolucionario verbal que no comprende la verdadera revolución”. Lenin fue marxista y fue ruso. Su inteligencia consistió en saber ver la realidad rusa sin dejar de ser internacionalista. Es muy posible que Lenin hubiese fracasado en Alemania. Difícilmente hubiera logrado poseer el sentido nacional, la comprensión intuitiva del lado interno, subjetivo, de los problemas, que sólo se alcanza fundiendo su existencia con la vida de todo el país.

Los rusos, olvidando a este propósito una vez más el verdadero pensamiento de Lenin, han querido colonizar el movimiento obrero de los demás países. El esfuerzo ha sido más que estéril, contraproducente. El movimiento obrero se ha fraccionado y ha perdido, en luchas internas, un tiempo precioso. El triunfo del fascismo, sobre todo en Alemania, no se puede imputar solamente al socialismo reformista. Recae asimismo una gran responsabilidad sobre el comunismo oficial de los exégetas leninistas.

Stalin, en un discurso pronunciado en el XVII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, decía: ”Algunos camaradas piensan que, desde el momento que hay una crisis revolucionaria, la burguesía debe caer en un callejón sin salida; que su fin está, por lo tanto, predeterminado, que la victoria de la Revolución, por eso mismo, está asegurada, y que no precisa más que aguardar la caída de la burguesía y escribir resoluciones triunfales. Es un error profundo. La victoria de la Revolución no viene jamás de ella misma. Hay que prepararla, hay que conquistarla. Ahora bien, sólo un fuerte partido proletario revolucionario puede prepararla y conquistarla.”

Pero Moscú, y al decir Moscú implícitamente se indica a Stalin, ha hecho una política completamente opuesta a la creación de un tal partido, en España como en todo el mundo, que sea capaz de preparar y conquistar la revolución.

Los comunistas que siguen las orientaciones de Moscú carecen de la facultad de pensar. Se piensa oficialmente arriba y hay que seguir al pie de la letra, sin chistar, los acuerdos elaborados a tres mil kilómetros de distancia por especialistas, técnicos de la política internacional, especie de Santo Sínodo de una nueva Iglesia. El marxismo es crítica y examen constantes. El pensamiento dialéctico niega la uniformidad, el estancamiento, lo absoluto, el automatismo. Cuando no hay derecho a pensar libremente, a criticar, a investigar; cuando triunfa el aforismo, el dogma, se deja de ser marxista, y, fatalmente, se cae en ese misticismo de la revolución catastrófica que Stalin se vio obligado a constatar. La falta de pensamiento crítico engendra la ilusión. ”Y no hay nada más desastroso para la revolución que la ilusión, no hay nada que le sea más aprovechable que la verdad”, decía Rosa Luxemburg a los espartakistas alemanes, en diciembre de 1918, al fundar con Liebknecht el Partido Comunista alemán.

Moscú — la prueba está hecha de una manera asaz concluyente — no ha ayudado al proletariado internacional, por toda la serie de razones apuntadas, a la formación del partido obrero revolucionario que el movimiento obrero y la revolución proletaria necesitan.

España ha sido a este propósito, creemos, un campo de experimentos de gran valor y ofrece una experiencia que no deja lugar a dudas.

Al margen del Partido Comunista, sección española de la Internacional Comunista, ha nacido y se ha desarrollado adquiriendo un gran incremento sobre todo en Cataluña, el partido comunista independiente, la Federación Comunista Ibérica (Bloque Obrero y Campesino). Este partido comunista independiente ha actuado siguiendo una línea política marxista-leninista justa, contribuyendo en gran manera a corregir los errores del movimiento obrero y a impulsar la unidad de la clase trabajadora. La aparición de la Alianza Obrera se debe en gran parte a este partido.

V. La rectificación del movimiento obrero

Aunque triplemente dividido y combatiéndose internamente, el movimiento obrero converge, sin embargo, por desgracia, en un aspecto: en el de favorecer la situación de la burguesía. A causa de su división y de sus luchas intestinas, la clase trabajadora deja de ser una fuerza y no logra tampoco convertirse en el caudillo de los campesinos. Por su posición doctrinal, por su falsa interpretación del proceso revolucionario, cae sin darse cuenta a los pies de la burguesía y se trueca en su sostén indiscutible.

La socialdemocracia cree que, puesto que estamos ante una revolución burguesa, hay que sostener a la burguesía. Procede exactamente igual que los mencheviques rusos en 1905 y 1917. No ve que solamente el proletariado puede hoy hacer la revolución burguesa para pasar insensiblemente a la revolución socialista. El anarquismo por su posición totalitaria de ”comunismo libertario” ignorando la etapa burguesa, democrática, de la revolución, es un factor antirrevolucionario y sirve, algunas veces abiertamente, a la luz del día, como en las elecciones del 19 de noviembre de 1933, a la contrarrevolución. El comunismo staliniano, reproduciendo aquí, doctrinalmente, la concepción de la ”dictadura democrática” se coloca al margen de la realidad. La idea de la ”dictadura democrática” que Lenin expusiera en 1905 fue rectificada por el propio Lenin, en 1917, cambiándola, de hecho, por la concepción de la revolución permanente señalada por Trotsky. Empeñarse en sostener una teoría que no triunfó en 1905, que Lenin abandonó después y que fracasó completamente en la revolución china, era, sencillamente, conducir las aguas a la misma turbina a donde iban a parar las de la socialdemocracia y el anarquismo.

El movimiento obrero se equivocó durante los primeros años de la Revolución. El ramalazo de la victoria reaccionaria a fines de 1933, contribuyó a sacarle de la modorra en que se encontraba sumido. La clase trabajadora tiene ante sí un dilema inexorable: rectificar combatiendo o seguir como antes y ser aplastada.

Una clase no se suicida jamás, dijo Lassalle. Nuestro movimiento obrero inicia un cambio de rumbo. No es que el proletariado español sea distinto del de los demás países. Teóricamente — y el frente teórico es, como hicieron remarcar Engels y Lenin, uno de los tres frentes de lucha —, su preparación es relativamente baja. Pero nuestro proletariado ha pasado por la etapa de una dictadura fascistizante y tiene, ademas, ante sí, la prueba contundente de cual es el desenlace inevitable a que conduce la incapacidad obrera para asaltar el Poder. Italia, Austria y Alemania son ejemplos vivos. El cuerpo martirizado y sangrante del proletariado de esos países enseña cómo no debía haberse procedido.

El Partido Socialista, bajo la presión de las masas obreras y de la nueva promoción socialista — las Juventudes Socialistas han jugado en este sentido un papel muy importante — comienza, en el otoño de 1933, a hacer marcha atrás, o mejor dicho, a marchar hacia adelante. El Partido Socialista ha hecho la experiencia reformista constatando al final de ella que la prueba ha estado a punto de producir la catástrofe en el Partido. Si las masas no han desertado, como se fueron del partido menchevique en 1917, ha sido porque no existía otro partido obrero revolucionario responsable. Las masas han obligado al Partido a cambiar de rumbo.

El viraje empieza después de la caída del gobierno republicano-socialista y la disolución de las Cortes, adquiriendo mayor importancia durante el transcurso del año 1934. Largo Caballero, que hasta entonces habla sido el hombre representativo del oportunismo reformista, da un salto, colocándose, doctrinalmente, sobre la plataforma del programa socialista, basado en los principios fundamentales del marxismo clásico. Largo Caballero se convierte en el exponente de las masas obreras socialistas. Logra sintetizar, reflejar, sus deseos e inquietudes. No obstante, treinta años de reformismo pesan. Es difícil cambiar en un momento el pensamiento, la constitución orgánica y la acción de un partido que se ha edificado en gran parte sobre sillares oportunistas. Pero la masa se mueve, la masa actúa, la masa presiona cada vez más en el sentido de que la rotación se vaya acercando en lo posible a los 180 grados.

En la historia de los partidos socialdemócratas, el Partido Socialista español ha sido sin duda el que en período revolucionario ha sabido darse cuenta con mayor rapidez de la falsedad de su posición, rectificando en parte, al menos. El Partido Socialista italiano no supo comprender la situación política y murió indigestado de aceite de ricino. El Partido Socialista alemán, cuyas masas junto con las comunistas hicieron prodigios de esfuerzo para evitar el avance hitleriano, no fue capaz, no ya de vencer que ni siquiera de luchar y tener una muerte digna. El Partido Socialista austríaco se dio cuenta de la gravedad de la situación demasiado tarde. El Partido Socialista español, en cambio, ha sabido reaccionar a tiempo y ponerse parcialmente en condiciones de poder combatir.

La rectificación comunista y anarquista se han hecho esperar más.

Paralelamente al cambio de táctica del Partido Socialista, primero, y convergiendo con él después, va desarrollándose un vasto movimiento de unidad de acción de la clase trabajadora, conocido con el nombre de Alianza Obrera.

La Alianza Obrera nació en Barcelona durante la primavera de 1933.

Las razones en que se fundamenta la constitución y desenvolvimiento de la Alianza Obrera son las siguientes:

Las organizaciones clásicas de la clase trabajadora si bien son en gran parte insustituibles, no satisfacen, con todo, plenamente las necesidades de la moderna lucha social. A la guerrilla de Blanqui, que después han heredado adoptándola nuestros anarquistas, sucedió más tarde la ampliación orgánica de la lucha en forma de sindicatos de los cuales luego salieron los partidos. Los sindicatos y los partidos, sobre todo estos últimos, en período revolucionario han desempeñado un papel importantísimo. La evolución del capitalismo, el capitalismo moderno, ha hecho necesario un tipo de organización más amplia en la que quepan los representantes de la mayoría de la población obrera. Un partido es el eje alrededor del cual debe dar vueltas el gran movimiento organizado. En las batallas sociales actuales, tanto por parte de la clase trabajadora como por la de la contrarrevolución, se tiende a que la batalla se entable en todo el frente. El soviet ruso fue un frente. El fascismo ha sido otro frente, el opuesto. La clase obrera ha de sacar, pues, de sus propias entrañas una nueva forma de organización que sin destrozar las existentes devenga el frente necesario.

La teoría del Frente único propagada durante muchos años por unos y por otros, pero especialmente por los comunistas, es, como teoría, justa en España como en China, en Noruega como en los Estados Unidos. Lo que interesa es encontrar la cristalización, la modalidad mediante la cual la teoría procrea, transformándose en un hecho real. En Rusia esa plasmación del Frente único adquirió la forma de soviet. En 1905, cuando espontáneamente hizo su aparición el soviet, en Rusia apenas existían las formas de organización que en Europa llevaban largo tiempo de vida: partidos, sindicatos, cooperativas. Sólo estaban en embrión. El soviet venia a llenar el vacío existente. La combinación del soviet y del partido que tan estratégicamente supieron hacer, en 1917, Lenin y Trotsky condujo a las jornadas victoriosas de octubre.

Ahora bien, por el hecho de haberse dado en Rusia y haber contribuido al triunfo revolucionario allí, ¿hay que concluir, necesariamente, que el soviet ha de ser transplantado mecánicamente al movimiento de los demás países? Eso es lo que ha pretendido hacer la Internacional Comunista, fracasando totalmente. Cada país, sobre todo aquellos en donde el movimiento político y económico de la clase trabajadora cuenta con una historia de más de medio siglo, posee tradiciones de organización que no pueden ser borradas en un momento. Hay que contar con ellas; no es posible prescindir de ellas.

La Alianza Obrera, orgánicamente, es sencillísima. Todas las secciones de los partidos y sindicatos obreros que hay en una localidad forman un haz, un bloque. Constituyen un Comité con representantes de cada organización adherida, Comité que centraliza la dirección de todos los movimientos que se llevan a cabo. De ese modo la Alianza Obrera no desplaza, no pospone, no destruye ninguna de las organizaciones existentes. La Alianza Obrera asciende en fuerza en la proporción en que crece la de los organismos que la componen. Y viceversa, en la medida en que la Alianza Obrera, que no es una organización sino una superorganización, se extiende y gana en intensidad, automáticamente, las repercusiones favorables se manifiestan en los sindicatos, partidos y demás organizaciones que forman su base.

La Alianza Obrera no es el soviet, puesto que sus características son distintas, pero desempeña las funciones del soviet, al que sustituye ventajosamente dadas las particularidades de la organización obrera española. Lo que el soviet fue para la Revolución rusa, la Alianza Obrera lo es para Revolución española.

La ventaja del movimiento obrero español sobre el de los demás países capitalistas que hemos constatado en la rectificación iniciada por el Partido Socialista, se manifiesta especialmente con la aparición de una nueva forma de organización, la Alianza Obrera.

Por medio de la Alianza Obrera, el proletariado, disperso y zarandeado, empieza a cobrar la confianza en sí mismo. El Frente único no es una simple suma de fuerzas, sino que constituye una progresión geométrica. Los trabajadores se sienten más fuertes en conjunto e individualmente. El proletariado comienza una carrera de grandes luchas al final de la cual sabe que encontrará la victoria. Se crea el mito del triunfo. El optimismo se desarrolla al mismo tiempo que la organización.

La Alianza Obrera ha surgido en Barcelona. Esto que parece anecdótico no carece de importancia. Barcelona que políticamente es una provincia, en el juego de la lucha de clases, en el proceso del movimiento obrero, es un centro inspirador. El primer Congreso del movimiento obrero español se celebró en Barcelona, en junio de 1870, decidiéndose entonces la constitución de la sección española de la Primera Internacional. La organización obrera en España arranca de ese Congreso. La Unión General de Trabajadores, aunque esto ahora parezca extraño, nació en Barcelona en 1888. La Confederación Nacional del Trabajo se constituyó en Barcelona en 1911.

El proletariado de la provincia de Barcelona, de mayor densidad que en el resto de la Península, aunque desorientado por el anarquismo, en los momentos históricamente decisivos, se sobrepone y evidencia su fuerza creadora. La Alianza Obrera no era un engendro artificial. Respondía a una necesidad revolucionaria.

En el curso del año 1934 van formándose Alianzas Obreras en una parte importante de España, resaltando, de todos modos, por su cohesión y objetivos las de Cataluña y Asturias.

El proletariado se dispone a entrar en acción respondiendo a la ofensiva de la contrarrevolución.

El movimiento de contrataque de la clase trabajadora española no es puramente nacional, autóctono. Forma parte de la reacción general que se constata en el proletariado de toda Europa.

En Austria, la avanzada obrera, provocada, ha presentado batalla luchando heroicamente en las calles de Viena. Los trabajadores socialistas, tomando las armas que el reformismo de frases revolucionarias había hecho enmohecer, rompen con un pasado lamentable y se pronuncian, subrayando su decisión con el crepitar de las ametralladoras y los disparos del fusil, por la lucha a muerte contra el fascismo. Koloman Wallisch y los demás héroes de la Commune vienesa han salvado el honor del socialismo europeo grandemente comprometido a causa de la capitulación alemana. La insurrécción de Viena de febrero de 1934 tiene para el futuro del movimiento obrero internacional una importancia extraordinaria. La socialdemocracia se ve obligada a reconocer sus errores. Son los obreros que constituyen la base del partido los que se ponen delante y señalan con las armas en la mano una nueva dirección. El socialismo y la acción revolucionaria, el socialismo y la violencia creadora, el socialismo y la insurrección armada, vuelven a quedar unidos. El proletariado austríaco levanta en alto la bandera roja dispuesto a no arriarla jamás.

Simultáneamente, el proletariado de Francia que el 6 de febrero ha visto aparecer de súbito la avalancha fascista, se moviliza rápidamente lanzándose a una huelga general que es el primer paso hacia la unidad de acción.

Austria es la insurrección, y Francia la marcha hacia el Frente ilnico. Esas dos rutas, que señala el proletariado europeo en los primeros meses del año 1934, se manifiestan en el movimiento obrero español: esfuerzo hacia la convergencia y acción progresiva. Nuestro proletariado, intuitivamente, sabrá sintetizar las lecciones que en sus derrotas y en sus triunfos le ha suministrado el de los otros países. Los acontecimientos de Austria y de Francia, de un modo especial los primeros, ejercerán una influencia considerable en su trayectoria.

En marzo, los trabajadores de Madrid riñen enconadamente con la burguesía y defienden con tenacidad sus conquistas sindicales. El Madrid obrero que el 19 noviembre y el 3 de diciembre precedentes había batido, políticamente, el record de la tensión y vigilancia, recibía ahora el bautismo de fuego en las grandes luchas de esta nueva etapa.

Madrid se agita, se estremece. Cataluña contesta.

La Alianza Obrera de Cataluña, el 13 de marzo, declara la huelga general como movimiento de solidaridad con los trabajadores de Madrid. Se establece entre las dos grandes ciudades un lazo de compenetración proletaria. Queda superada la separación que hasta entonces había existido. Madrid y Barcelona obreras marchan al unísono. La huelga de marzo tiene esa significación. Es el saludo que las masas trabajadoras de Cataluña hacen, levantando el puño y la hoz, a las de Madrid. Y cosa no menos importante: la huelga de Cataluña, una de las huelgas políticas más amplias realizadas allí, desde hace mucho tiempo, se lleva a cabo al margen de la CNT y contra la propia voluntad de los anarquistas dirigentes. El proletariado de Cataluña, monopolizado por el anarcosindicalismo, por primera vez se manifiesta separadamente y a pesar de la voz de mando anarquista. Se constata una variación fundamental en toda la línea del frente obrero.

La huelga general de la Alianza Obrera de Cataluña es como un cañonazo en mitad de la noche. El proletariado de toda España despierta. Se abre un abanico de huelgas generales. Parece que hemos vuelto al año 1930. La clase trabajadora se bate y quiere seguir peleando. Lucha por el pan y por la libertad al mismo tiempo.

El internacionalismo es una realidad en el seno del movimiento obrero. Y en las filas de la contrarrevolución también, a veces. Los trabajadores ven el espectáculo de Alemania y Austria. El fascismo español incipiente observa a Austria y Alemania. Gil Robles ha asistido, en septiembre de 1933, de regreso de Austria a donde había ido a estudiar las tácticas de Dollfuss, al Congreso nazi de Nürenberg. Y se ha sentido conquistado por la fanfarria hitleriana. El aspirante a “Führer”, al volver a España, sobre todo después de su triunfo electoral de noviembre, piensa copiar el método nazi de las grandes paradas, prólogo de una futura marcha sobre la capital, a imitación de la, de Mussolini.

El 22 de abril, las juventudes de Acción Popular — de pensamiento más que de práctica, fascistas — se proponen iniciar en El Escorial sus concentraciones. Primero, el Escorial; después, Covadonga, San Juan de la Peña, Montserrat. El naciente fascismo, que pone de relieve su carácter eminentemente agreste, proyecta conquistar el país llevando en una mano un cirio y en la otra un puñal. Partirá de los lugares simbólicos, de las cavernas de la tradición religiosa, reencarnando la fiebre bélica y católica de Pelayo y de Felipe II. Luchará sin descanso, teniendo como lábaro la cruz y la propiedad de la tierra, contra los invasores, contra los modernos moros... De todos modos, más tarde no tendrá inconveniente alguno en prodigar bendiciones a los moros auténticos con tal de que le ayuden a acabar con su enemigo...

La parada de El Escorial es contestada con la huelga general unánime de los trabajadores de Madrid. Los obreros de la capital evidencian una vez más su vibración política y su firme organización. Madrid queda paralizado en unos instantes. No funciona nada. El gran motor ha cesado su funcionamiento voluntariamente.

En estas maniobras las masas se van templando y adquieren conciencia de su fuerza real.

El movimiento de huelgas generales se extiende por toda España. Es un huracán irresistible. Los obreros conjugan el verbo actuar. Huelga general en Valencia decretada por la Alianza Obrera. Huelga general en Zaragoza que dura treinta y seis días. Huelgas generales. Huelgas parciales. Huelgas que se interrumpen y que se reproducen luego. Las masas, inquietas, se mueven y zumban como un enjambre que se dispone a partir. Estas huelgas responden a una acción convergente de la clase trabajadora. Son el anuncio de una formidable explosión revolucionaria. La tempestad se acerca. Todo se conmueve, todo está inseguro. La burguesía desde las alturas contempla tan magnífico panorama...

Los resultados de las elecciones del 19 de noviembre hablan hecho creer a no pocos que la revolución ya había terminado. Mas las elecciones no son nunca un índice definitivo. En las elecciones de 1933 había sido derrotado el equivoco pequeño burgués, el falso constitucionalismo. El movimiento obrero, no. Y la prueba evidente de ello es que durante el año 1934 adquiere una impetuosidad jamás igualada, atestiguada por una acción huelguística de carácter político, por la concentración progresiva en torno a la Alianza Obrera y, en una palabra, por la impresión Intima que tiene el proletariado de que su fuerza crece ilimitadamente.

El movimiento de concentración, Alianza Obrera, sólo tiene, a mediados de 1939, en el campo obrero, dos adversarios: los anarquistas y los comunistas. Pero el impulso popular hacia el Frente único es tan intenso que el frente de oposición se va resquebrajando. En Asturias la Alianza Obrera cuenta con la adhesión firme de la Confederación Regional del Trabajo, y en las demás regiones, la tendencia favorable a la unidad de acción crece entre los anarcosindicalistas. La CNT celebra plenos nacionales y se discute acaloradamente la cuestión del Frente único.

Los comunistas aun cuando se sientan presionados por las masas para ir a la Alianza Obrera, carecen de libertad de movimientos. Dependen de las órdenes de Moscú. Y Moscú valora las situaciones con arreglo a los intereses particulares de la URSS y no a los generales del movimiento obrero. No obstante, durante el verano de 1934 se produce en la política exterior de la Unión Soviética una variación importante. El peligro del bloque bélico formado por Alemania y el Japón dirigido contra la URSS hace que ésta busque contacto con Francia. Stalin se da cuenta de que el ataque puede surgir inesperadamente y rectifica rápidamente su política con respecto a la socialdemocracia. De la teoría del ”social-fascismo” pasa, sin solución de continuidad, a la alianza estrecha no sólo con la socialdemocracia, sino incluso con la democracia burguesa. Este cambio repentino en los dominios de la Tercera Internacional se verifica, como es natural, en España también. El Partido Comunista, en veinticuatro horas, se convierte de enemigo encarnizado que era de la Alianza Obrera, en su más ardiente y entusiasta partidario.

El frente obrero se agranda adquiriendo cada día más vastas proporciones.

Paralelamente, se intensifica el antagonismo entre el gobierno y los autonomistas de Cataluña y Vasconia. La contrarrevolución choca con otro enemigo: el movimiento de liberación Partido Comunista, en veinticuatro horas, se convierte de gobierno de la Generalidad, la burguesía reaccionaria le exige acatamiento. La burguesía autonomista, obligada por el impulso de las masas obreras que han constituido su soporte principal, y por la contraofensiva general del proletariado, aparenta firmeza ante los ataques que la contrarrevolución lleva a efecto por intermedio del gobierno Samper.

El oleaje obrero adquiere, a primeros de septiembre, proporciones de desbordamiento.


Capítulo 3. Las jornadas de octubre

I. La batalla se prepara

Cuando un régimen atraviesa una crisis profunda y está en vísperas de experimentar un serio colapso es frecuente que a la cabeza del gobierno que ha de presidir los funerales se encuentre un representante típico de la impotencia. García Prieto, ”el cadáver viviente”, presidía el gobierno que fue derrocado por el golpe de Estado de Primo de Rivera. El almirante Aznar, ”almirante de agua dulce”, daba tono, sobre todo acuático, al gabinete de la liquidación monárquica.

El gobierno de la República, durante los meses que precedieron a las jornadas de octubre, estaba presidido por el señor Samper.

El gabinette de Samper fue un divertido entremés político. Encarnaba un nuevo tipo de gobierno: el gobierno rigolo. Gobierno débil, careciendo de fuerza para emplear la palanca del Poder, usaba la palanqueta.

El Estado, dirigido por las señoras Samper y Salazar Alonso rodeadas de las otras damas de su corte de honor — la frase fue aplicada por Marx al gobierno de Thiers-Jules Favre — adquirió un color subido de sainete. Las mejores obras de Muñoz Seca y Arniches son anteriores al gobierno Samper.

El gobierno Samper, a pesar de su carácter sandunguero, era sin embargo un gobierno representativo. Representaba el final de una fase política. La república democrática terminaba en forma de ”cola de pescado”. El Estado era impotente delante del desarrollo que iban adquiriendo las fuerzas revolucionarias. Samper no podía hacer otra cosa que tomar nota de cuanto ocurría. El ministro de la Gobernación, Salazar Alonso que, jactanciosamente, se creía un domador de potros, vio surgir, con la natural extrañeza, huelgas generales, movimientos subversivos en toda España, inesperadamente, sin que previamente se le hubiese avisado con arreglo a la Ley para que él tuviera tiempo de preparar sus escopeteros. ”Los gobernadores de provincias son unos imbéciles”, gritaba, enfurecido, en su despacho de Gobernación, Salazar Alonso. Pero he aquí que la huelga general hace también su aparición en Madrid precisamente unos minutos después de que el ministro de la Gobernación ha anunciado con toda solemnidad que ”la tranquilidad en España es absoluta”, esto es, que el paciente está sosegado...

La huelga general estalla en Madrid, el día 8 de septiembre, como protesta por la concentración de los propietarios de Cataluña. Los trabajadores de Madrid defienden los intereses de los campesinos catalanes y los de Cataluña. En Asturias, surge asimismo la huelga general para oponerse a la parada fascistoide que Gil Robles quiere efectuar en Covadonga. Los mineros asturianos desbaratan los proyectos de los ”cedistas”. En Barcelona, la Alianza Obrera celebra una manifestación imponente. La CNT en Asturias, ratifica en Asamblea pública su adhesión firme a la Alianza Obrera. En Madrid, socialistas y comunistas juntos llevan a cabo el mitin del Stadium al que acuden cien mil personas.

La tirantez entre el gobierno de Madrid y el de la Generalidad de Cataluña se acentúa.

Cada jornada que transcurre constituye un formidable paso adelante. El proletariado marcha con rapidez hacia posiciones seguras, avanzando a paso de carga. Se va enterrando un pasado de equivocaciones y desaciertos. La concentración obrera crece. Las masas superan a sus propios partidos y organizaciones.

¿Tendrá tiempo el movimiento obrero para concentrarse formando un compacto bloque y poder atacar con empuje irresistible? He ahí el problema.

La burguesía siente que le va faltando tierra firme sobre la que apoyarse. En un año las cosas han variado fundamentalmente. Antes era el Partido Socialista el que le servía de muleta. Ahora el Partido Socialista ha rectificado y la burguesía ve que su aliado de ayer se ha transformado en temible enemigo.

Los acontecimientos se precipitan. Depende todo de unas semanas, de unos días quizá. La burguesía decide yugular el movimiento obrero, cueste lo que cueste, sin perder un momento. Ponerle fuera de combate. Impedir su marcha ascendente. Interrumpir el ritmo de su concentración.

Samper se inclina y obedece. El gobierno Samper se trueca en gobierno provocador. Sancho Panza mira de reojo y pide al doctor Recio un uniforme de gendarme y una pistola ametralladora.

La red de policías y confidentes trabaja noche y día. Precisa encontrar las armas ocultas de que disponen las organizaciones obreras. Una pistola en manos de los trabajadores da fiebre a la burguesía. Un fusil, le produce insomnio. Una pistola, un fusil y una ametralladora le hacen imposible la vida y ve a dos pasos ”el hundimiento de la civilización”. Inmediatamente, surge el periodista reaccionario que exclama: ”Goethe dijo que es preferible la injusticia al desordena. Y la burguesía, atemorizada, cree que Goethe debió ser un gran jefe de policía cuyos consejos conviene seguir.

Se descubre en aguas de Asturias el ”Turquesa” que se disponía a practicar un desembarco de armas. El terror haces estremecer a la gente de orden cuando la noticia de que los obreros van armándose se difunde por todo el país. La gran prensa se agita. ¿A dónde vamos a parar? ¿No es preferible la injusticia al desorden?

Empiezan las detenciones en masa. Se clausura la Casa del Pueblo de Madrid. Funcionan, rápidos y expeditivos como una guillotina, los Tribunales de Urgencia — creación de Fernando de los Ríos, por cierto — dictando sentencias. Se esparcen años de prisión a voleo. Funcionan las jefaturas de policía a todo vapor. Funcionan los telégrafos, los teléfonos oficiales dando órdenes y recibiendo informaciones confidenciales. ¡De prisa! ¡De prisa!

Se llevan a cabo maniobras militares. Es necesario conocer la elasticidad del ejército. Ver si los muelles son suficientemente resistentes, si la máquina está bastante engrasada, si se obedece a la voz de mando, si los fusiles disparan, si los cañones hacen blanco, si las bombas arrojadas desde los aeroplanos matan debidamente...

Detrás, en la periferia, a media luz, celebran reuniones los generales, los coroneles, los consejos de administración, los clubs aristocráticos, los obispos, los jesuitas vestidos de paisano. ¡La hora es inquietante y hay que estar preparados! Esa es su consigna.

Se declara el estado de alarma. ¡Alarma! Todos en guardia. Todos en pie de guerra para resistir. Todos fuertemente apiñados para ganar la gran batalla civil que va a librarse. Hay que vencer al adversario antes de que sea él quien venza. Esperar sería exponerse a perderlo todo. Unos meses, unas semanas más, y la invasión roja lo destruiría todo, todo. ¡Estado de alarma! ¡Primero la injusticia que el desorden!

Es así cómo piensa la burguesía.

El presidente de la República — el de las gradaciones a la Hindenburg — pronuncia en Valladolid un discurso aparentemente enigmático, que da satisfacción a la contrarrevolución y calma a la pequeña burguesía. Algunos socialistas se sienten también atraídos por el canto de sirena. El presidente de la República no piensa interrumpir su política gradual... Primer acto, decapitación del gobierno de Azaña sin contar con las Cortes. Segundo, disolución de las Cortes. Tercero... ¡Silencio! Se levanta el telón.

El lunes 1 de octubre, Samper se presenta a las Cortes. Pronuncia el discurso de ritual. ¿Quién quiere hacer uso de la palabra? Todo el mundo calla. Se habla con los ojos. El conde de Romanones, el Samper malicioso del viejo régimen, afirma que se trata de ”una tomadura de pelo”. En efecto. ¿Para qué hablar, para qué contestar a Samper? Entre los conjurados no ha de haber indiscreciones. Además, ¿no existe ya un acuerdo, un plan trazado? ¿Es que Samper ignora que la regla fundamental de toda conjuración es el silencio?

Después de un momento de incertidumbre, Samper comprende. No hay que extrañarse. A veces las orejas no se han desarrollado lo que debían, y no se oye bien. Samper abandona el Congreso dirigiéndose a la presidencia de la República en donde se le está aguardando con impaciencia.

El gobierno es dimitido el mismo lunes por la tarde. Hace justamente un año caía el primer gobierno Lerroux. Ahora se va a formar el tercer gobierno Lerroux. Extrañas combinaciones de la política de un régimen moribundo.

El martes 2, comienzan las consultas protocolarias. ¿Para qué? ¿Acaso no está todo urdido y preparado? Pero hay que dar una apariencia constitucional; conviene guardar las formas. Desfilan por el Palacio de Oriente los casi hombres ilustres. Todos van a ”aconsejar”, todos exponen con gran énfasis ante lo$ periodistas las fórmulas salvadoras. España puede estar satisfecha. El tropel de sus médicos de cabecera es una garantía de que las tradiciones no se borran fácilmente. Siguen las crisis orientales.

Consultas por la mañana. Consultas por la tarde. Más consultas, el miércoles 3. Acuden los viejos políticos republicanos a quienes no consultaba, públicamente al menos, Alfonso XIII. Son llamados también los políticos monárquicos. El 14 de abril huyó el rey del Palacio de Oriente, pero la ficción se quedó escondida detrás de una cortina.

Lerroux es quien tiene más probabilidades de ser el jefe del nuevo gobierno. Lerroux es el Fouché de la República. Del Fouché de la Convención, de Thermidor, del Imperio, de la Restauración se dijo que “no le faltaba nada en habilidad, poco en sentido común, todo en virtud”.

¿Se disolverá el Parlamento? Los escasos que lo proponen no lo desean.

Mas, ¿para qué disolverlo? ¿No hay por ventura una mayoría parlamentaria dispuesta a formar un gobierno fuertes de puño duro que meta en cintura a todos los elementos de subversión? ¿Que los de Gil Robles son monárquicos, católicos y filo-fascistas? ¡Y eso que importa! Los tiempos cambian. ¿Acaso el presidente de la República no sigue siendo católico ferviente? ¿Acaso el presidente de las Cortes, señor Alba, la segunda autoridad de la República, no fue el de la entrevista con Alfonso en el Hotel Meurice y sólo se pronunció por la República cuando, a pesar suyo, la Monarquía ya había sido desterrada? ¿Es que el Tribunal de Garantías Constitucionales no está constituido por una mayoría de reaccionarios de extracción monárquica? ¿Es que el ministro de la Gobernación del gabinete Samper no era un antiguo romanonista? ¿Es que el partido monárquico de Martínez de Velasco no había ya entrado en el ministerio republicano?

¿Por qué escandalizarse, pues?, — pensaba el presidente de la República.

Las hordas vaticanistas y agrarias de Gil Robles — estaba convenido-- iban a entrar a formar parte del nuevo gobierno. Se constituiría un gobierno semejante al de Von Papen, en la Alemania de 1932, que trataría de abrir la puerta al fascismo.

Mientras arriba se están dando los últimos retoques, abajo la clase trabajadora de toda España se pone en pie y permanece atenta. El proletariado no consentirá, sin reñir un combate encarnizado, este tercer acto en la gradación hacia el golpe de Estado. Durante los últimos tiempos la clase trabajadora ha sacudido la inercia que la había mantenido en la pasividad durante los primeros años de la República.

Lunes, martes, miércoles, días 1, 2, 3, en todo el país, las organizaciones políticas y económicas obreras siguen sin perder detalle la evolución de la crisis y la marcha de los acontecimientos políticos.

Los dos ejércitos enemigos se observan fijamente. Cada soldado tiene la pistola con el dedo en el gatillo.

El miércoles 3, se cierra con la decisión arriba de dar entrada en el gobierno a los elementos pro-fascistas. Mas para ganar tiempo y poner con seguridad la mano en todas las palancas de mando, la decisión, no se hace pública hasta el día siguiente por la tarde.

El jueves 4, silenciosamente, se procede, en todas partes, a una movilización de las fuerzas revolucionarias.

Durante la tarde y la noche del jueves, los trabajadores con una rapidez pasmosa, ocupan los lugares estratégicos, colocan las tropas en orden de batalla, y con el puño en alto saludan cl nacimiento del nuevo día.

II. La insurrección en Cataluña

El punto más importante del movimiento de protesta es Cataluña. Por una doble razón. Porque allí hay una mayor masa obrera. Y porque — y en estas circunstancias ocupa el primer lugar — el gobierno de la región autónoma, la Generalidad, se encuentra atacado al mismo tiempo que la clase trabajadora. El gobierno Lerroux-Gil Robles que acaba de formarse tiene como objetivo inmediato aplastar a los obreros y liquidar las libertades de Cataluña. La ofensiva reaccionaria se dirige contra el movimiento obrero y contra la pequeña burguesía catalana.

La Generalidad ha visto durante la etapa del gobierno Samper cómo se iba estrechando el círculo de hierro, cómo iba siendo asfixiada. La nueva situación acabará con ella. Lo que Primo de Rivera fue para la Mancomunidad de Prat de la Riba, Gil Robles lo será para la Generalidad de Maciá. La Generalidad ha sido condenada a morir violentamente o a una agonía lenta y deshonrosa.

La clase trabajadora de Cataluña está constantemente en estado de alerta. Sabe que la situación es grave.

El martes 2, la Alianza Obrera publica en la prensa un manifiesto poniendo en guardia a todos los trabajadores e intenta celebrar por la tarde una manifestación, en Barcelona. Dencás la disuelve por medio de los guardias de asalto y se incauta como trofeo de las banderas de los manifestantes.

El jueves 4, la Alianza Obrera invita a la CNT para ir juntos al movimiento. La CNT rehusa. Por la noche, Alianza Obrera celebra una reunión a la que asisten delegados de toda Cataluña. Se manifiesta la firme decisión de resistir y de atacar. Hay optimismo, sin que se pierda la serenidad. La Alianza Obrera examina la situación fríamente, objetivamente, razonando así:

 — El gobierno de Lerroux-Gil Robles es un desafío a la clase trabajadora y una provocación evidente a Cataluña. La simultaneidad de este doble ataque hace que el movimiento obrero y la Generalidad se encuentren, accidentalmente, situados en un mismo plano. Si la Generalidad quiere existir tiene que defenderse, o mejor dicho: atacar. Y al realizarlo, coincide con los obreros y campesinos no sólo de Cataluña, sino de toda España. Por la lógica de los acontecimientos, clase trabajadora y Generalidad-pequeña burguesa se encuentran impulsadas a una misma acción. Si bien es cierto que un movimiento insurreccional exclusivo de la clase trabajadora no podría triunfar, en Cataluña, porque no están cumplidas las premisas fundamentales, si se produce, transitoriamente, un bloque revolucionario de obreros, campesinos y pequeña burguesía con su gobierno de la Generalidad, la insurrección tiene la seguridad casi absoluta de triunfar porque la Generalidad cuenta con una organización militar: tres mil policías armados, en Barcelona y, además, las milicias de la Esquerra, los ”escamots”, cuyo número, en Barcelona, es de unos siete mil, abundantemente provistos de material. La parte técnica está asegurada. Es la dualidad de poderes la que determina la ventaja revolucionaria del momento actual. El movimiento insurreccional en Cataluña tendrá un triple aspecto: obrero, campesino y de liberación nacional. Las masas obreras, campesinos y pequeña burguesía coincidirán en un esfuerzo común y serán invencibles. La insurrección, triunfante en Cataluña, no apare- cera ante las masas populares de la Península como un movimiento separatista, sino como una sublevación libertadora con la que simpatizarán en seguida todos los obreros y campesinos de las ciudades y de las aldeas. El levantamiento irá produciéndose al mismo tiempo fuera de Cataluña, iniciándose una nueva fase en nuestra revolución. La Generalidad tiene en sus manos, pues, la posibilidad de hacer que la contrarrevolución quede derrotada. El éxito o el fracaso dependen de la Generalidad a quién se le presenta el siguiente dilema: rebelarse y luchar hasta vencer, o someterse y ser triturada en unas horas o en unos días. La Generalidad pequeño burguesa y con ella el Estatuto de Cataluña sólo tienen una perspectiva de salvación: ponerse a marchar hacia adelante con todas las consecuencias. Es muy probable que la Generalidad tema las derivaciones que pueda adquirir el movimiento insurreccional, que la pequeña burguesía desconfíe de las masas trabajadoras. Hay que procurar, en lo posible, que este temor no surja para lo cual el movimiento obrero se colocará al lado de la Generalidad para presionarla y prometerle ayuda sin ponerse delante de ella, sin aventajarla, en los primeros momentos. Lo que interesa es que la insurrección comience y que la pequeña burguesía con sus fuerzas armadas no tenga tiempo para retroceder. Después ya veremos.

Es así cómo discurrían los órganos directivos de la Alianza Obrera, la noche del lunes, 4 de octubre.

La Alianza Obrera se entrevista con la Generalidad. El Consejo del gobierno de Cataluña interrumpe momentáneamente sus deliberaciones para recibir la delegación obrera.

Alianza Obrera dice, sin rodeos:

 — La formación del gobierno reaccionario de Lerroux-Gil Robles constituye un ataque a fondo a Cataluña, al movimiento obrero y los campesinos. Nuestras organizaciones, reunidas en Asamblea deliberante, han acordado ir mañana — o mejor dicho, hoy viernes — a la huelga general que, seguramente, no quedará limitada a Cataluña, sino que se extenderá a todo el país. La huelga que la Alianza Obrera de Cataluña declara no debe, no puede ser considerada como una acción contra la

Generalidad. Va dirigida contra el gobierno de Madrid y a favor de Cataluña, como consecuencia. Ahora los intereses políticos y morales de la Generalidad y los de la Alianza Obrera de Cataluña coinciden. Este es nuestro pensamiento y estos nuestros propósitos. ¿Qué es lo que piensa la Generalidad?

La Generalidad no piensa de una manera resuelta, segura. La Generalidad duda, vacila. No sabe lo que ocurre ni lo que sucederá fuera de Cataluña. Hay que obrar con mucho tacto, con gran cautela, puesto que nos lo jugamos todo a una carta. Es innegable que el gobierno que acaba de formarse constituye no sólo una ofensa, sino el propósito deliberado de destruir las libertades de Cataluña. Sin embargo, precisa una extremada prudencia. ¿Qué hacen las izquierdas españolas? ¿Por qué no se mueven? ¿Qué hacen los nacionalistas vascos? ¿Por qué reculan? ¿Qué hacen los socialistas? ¿Por qué no nos han comunicado sus intenciones? Mañana probablemente será posible ver más claro. No nos opondremos a la huelga. Los obreros tienen perfecto derecho a protestar. Es justo, además. Mañana nos veremos de nuevo y quizá sepamos ya a qué atenernos.

En el Salón de San Jorge hay pequeños grupos que olfatean un ascenso posible. En el Patio de los Naranjos, más grupos que husmean. El mozo de Escuadra que abre la puerta, mira con ojos que destellan inquietud. Sobre el Palacio de la Generalidad la madrugada del viernes 5 se alza, simbólicamente, la hoz de los ”Segadors” como un enorme signo de interrogación.

Una huelga general en Barcelona es una cosa imponente. Cuando es completa afluyendo de Sans, Pueblo Nuevo, Clot, Gracia, San Andrés al centro, a las Ramblas, al Paseo de Gracia, a la Plaza de Cataluña, a la Plaza de la Universidad, a las Rondas, constituye un espectáculo impresionante. En medio del silencio, los hilos invisibles aportan el rumor de las grandes masas puestas en acción. Es siempre el preludio de una explosión formidable. Se recuerdan las huelgas generales de 1903, 1909, 1917, la de 1919, conocida por la de la ”Canadiense”, las de octubre y diciembre de 1930. Paralizar totalmente la ciudad tiene que ser respondiendo a un estado de emoción colectiva.

Hasta el 5 de octubre de 1934 — el 13 de marzo hubo huelga general en Cataluña, con la excepción de Barcelona —, sólo los anarquistas habían podido detener, en las horas decisivas, la vida en la gran urbe mediterránea. El 5 de octubre, estalla la huelga general sin el permiso y aun contra la voluntad de los anarquistas. Conviene guardar en la memoria esta fecha y este acontecimiento.

La huelga se generaliza durante el curso de la mañana. Tranvías, comercios, fábricas, talleres, taxis, bancos, oficinas, todo va siendo absorbido por el remolino que provoca una orden terminante de la Alianza Obrera. ¡Huelga general!

Los anarquistas que hasta entonces se habían creído los poseedores únicos de la patente para declarar la huelga general se indignan y se empeñan en querer seguir trabajando. Imposible. La huelga corre y lo devora todo. Es irresistible. Para el volante, para la correa de transmisión, para la máquina. Para la ciudad.

El burgués, aterrado, entra en casa, corre el cerrojo de la puerta, baja los visillos de la ventanas y da vuelta al botón de la radio, aguardando, impaciente, la emisión de noticias. El anarquista, enfurecido, se dispone a ir al bar para discutir con sus camaradas. El bar está cerrado. ¡Huelga general!

La huelga, como una mancha de aceite, se extiende por las comarcas de Cataluña. Surge en todas partes de una manera inesperada, casi espontáneamente. Por doquier los obreros abandonan el trabajo y, raudos, se preparan para trabajar de otro modo. La huelga no es más que la periferia de la acción. Más adentro hay algo nuevo que exigirá derroches de energía. Los campesinos hacen un alto y detienen el impulso de sus arados y de sus guadañas. También ellos se sienten convocados. Es el grito de la tierra. ¡Arriba! a ¡Bon cop de falç!”

La política de la burguesía catalana, apoyada sobre una base falsa, va a ser puesta a prueba. Lo que no tenga fundamentos sólidos, se derrumbará, puesto que va a producirse un terremoto político-social.

La urdimbre política era, hasta el 5 de octubre, en Cataluña más que en el resto del paf s, provisional e insegura. Ninguno de los partidos con amplia influencia popular existentes descansaba sobre el terreno que le pertenecía. La Liga, el partido de la burguesía industrial y financiera, tenía como clientela una gran masa de la pequeña burguesía. La Esquerra, partido de la pequeña burguesía, se apoyaba sobre los obreros. La FAI, partido obrero, en su lucha contra la Esquerra, sostenía indirectamente a la Liga. Todo esto daba origen a una situación inextricable que únicamente se podía clarificar produciendo revolucionariamente un orden de densidad, un orden de clases.

Los tres ejes de la política catalana — el de la Liga, el de la Esquerra y el de la FAI — van a torcerse.

La Liga, al servicio de la industria y de la banca, no puede ser el defensor real de los intereses de la pequeña burguesía que ha captado demagógicamente y por falta de un verdadero partido pequeño burgués. La Esquerra, al servicio de la pequeña burguesía, no puede en manera alguna encarnar las inquietudes y los intereses de las masas proletarias que ha conquistado demagógicamente y por falta de un verdadero partido obrero. La FAI, partido sectario de una parte del proletariado, al llevar a cabo una acción, en el fondo, antiproletaria, y, en la práctica, favorable a la Liga, no representa la voluntad de las masas trabajadoras.

El nudo de todo este complicado problema político reside en la no existencia de un fuerte partido de la clase trabajadora. La aparición de la Alianza Obrera, aunque no era el partido, pero desempeñando de hecho funciones de partido, venía a hacer esta corrección transcendental en la política catalana. Se esfumaba repentinamente lo que hasta entonces había sido la piedra angular del edificio político. La Liga había formado un partido con masas pequeño burguesas atemorizadas por los anarquistas. La Esquerra hizo un partido con masas obreras desorientadas gracias a los anarquistas.

Al faltar los anarquistas, siendo sustituidos por otra fuerza obrera, se hundía la clave de bóveda de todo un sistema político. Y caía la Esquerra, caía la Liga y caía la FAI.

Este fue el drama político transcendental que vivió Cataluña los días 5 y 6 de octubre.

Por primera vez en la Historia, la clase trabajadora de Cataluña sabía a dónde iba y cómo debía ir. En 1909 y 1917, la burguesía empujó y luego se retiró dejando a los obreros abandonados. Ahora, el movimiento obrero empujaba a los partidos pequeño-burgueses, y de un modo particular a la Esquerra, a cumplir sus compromisos. El, momentáneamente, ocupaba un lugar en la retaguardia para evitar el retroceso, en lo posible.

La Esquerra, para mantener el fervor en las masas que le había dado el anarquismo y evitar la cristalización de un movimiento político independiente de la clase trabajadora, había hecho promesas. Y ahora le era presentada la cuenta. La Esquerra llegaba al punto culminante de sus contradicciones interiores.

La Esquerra más que un verdadero partido era un conglomerado de partidos y núcleos diversos más o menos ligados orgánicamente.

La componían: a) los republicanos pequeño burgueses, restos de los antiguos partidos republicanos de Cataluña; b) el grupo separatista de Maciá, ”Estat Catalá”, integrado por jóvenes patriotas, sinceramente revolucionarios, obreros en su mayoría, y por aventureros de toda especie, sobre todo en los puestos directivos; c) un grupo de aristocracia obrera, la ”Unió Socialista de Catalunya” que ha leído un extracto del Manifiesto Comunista y cree que es posible un socialismo paternalista, como el que predicaba Maciá, conocido, en Cataluña, humorísticamente, por el socialismo de la ”caseta i l'hortet” (la casita y el huertecito); d) los ”rabassaires”, movimiento de ,reivindicaciones agrarias. En cada uno de estos grupos había nuevos subgrupos de primero, segundo y tercer grado.

Esta composición social amplia, compleja, fue la fuerza de la Esquerra y también su debilidad.

Mientras que la Esquerra tuvo que mantenerse en el terreno de la agitación, era un centro general de convergencia. Pequeña burguesía, obreros y campesinos se sentían atraídos y eran absorbidos.

El traspaso de servicios del Estado a la Generalidad hizo que progresivamente la Esquerra tuviera que pasar de la agitación a la práctica. Y, claro está, sobrevino el desencanto. Una parte de la pequeña burguesía se fue a la Liga de los Gambó y Ventosa. Le quedaron los obreros y campesinos, no todos, sin embargo, aunque condicionalmente tan sólo, a resultas de su actuación definitiva.

La Esquerra que había pasado, como el resto de la pequeña burguesía española, los primeros años de la República, declamando histriónicamente, haciendo la exposición de la figura de Maciá, dedicándose al ”gangsterismo” al por menor y dando pruebas de inteligencia parva y arrivismo elevado, se encontró cogida entre dos fuegos. De un lado, la contrarrevolución, asaltando el Poder central, y apretando cada día un poco más los tornillos. Del otro lado, la clase trabajadora de la ciudad y del campo que había sostenido a la Esquerra y que ahora le exige una garantía de Poder, en Cataluña.

Esta demanda apremiante de las masas populares se manifiesta exteriormente y, además, internamente, dentro de la propia Esquerra. Los ”rabassaires” y el ”Estat Catalá”, cada uno por su parte, estiran. Los ”rabassaires” piden las reformas tantas veces aseguradas en mítines y en campañas electorales. £l ”Estat Catalá” desempeña, en cierta medida, el papel de exponente de los deseos nacionales sentidos por la clase trabajadora.

La Esquerra durante los meses que precedieron al 6 de octubre fue un verdadero pandemonium de luchas internas. Se conspiraba. Se planeaban incluso atentados. Había un forcejeo, una rivalidad con sonrisa en los labios y el puñal en la espalda. El combate, finalmente, quedó polarizado en Companys y Dencás, alrededor de cada uno de los cuales se produjo una concentración de fuerzas, de reservistas y de generales más o menos honorarios, efectivos o aspirantes. Companys era el viejo republicano para quien la República y la Generalidad constituían todo su ideal de pequeño-burgués. Dencás era el aventurero, el ”parvenu” que, maquiavélicamente, buscaba ser el centro de un movimiento que partiendo de la democracia y de la clase trabajadora fuera a parar a un nacionalsocialismo. Dencás, el jefe de la fracción de ”Estat Catalá”, turbio en sus propósitos, no podía ocultar sus intenciones deliberadamente fascistas. Todo su trabajo de organización y toda su actividad política tendían hacia un objetivo final: un fascismo catalán. Su declaración de guerra a los anarcosindicalistas, sus ”escamots” de camisas verdes regimentados, todo esto tenía un común denominador: el nacionalsocialismo catalán.

Dencás dirigía sus acciones en un tal sentido. Si en Madrid, Gil Robles se sentía atraído por la actuación de Dollfuss, Dencás, en Barcelona, estaba sugestionado por Hitler. Dos fascismos nacientes. Aquí y allá. Y como los de Austria y Alemania, rivales, en disputa abierta. Hitler contra Dollfuss. Y Gil Robles contra Dencás.

Dencás, sin personalidad, no tenía más remedio que imitar. El duo Hitler-Göering soñaba con que, proyectado en Cataluña, daba como resultado: Dencás-Badía. Dencás, el cerebro; Badía, el brazo de hierro.

Marx dijo oportunamente que, en efecto, la historia se repite, pero lo que la primera vez es tragedia o drama, la segunda se convierte en sainete, en ópera bufa.

El 5 y 6 de octubre se plantean en Cataluña los siguientes problemas políticos: Primero, la lucha de la clase trabajadora contra la reacción cuyo mascarón de proa era Lerroux al frente de un gobierno de tendencias fascistas. Segundo, la contraofensiva de los campesinos catalanes, atacados por los propietarios de la tierra. Tercero, la defensa de las libertades de Cataluña amenazadas por el centralismo contrarrevolucionario. Estos tres aspectos coincidentes se colocaban en el primer plano. Luego venían otros: Cuarto, la rebelión de las masas obreras y campesinas contra la pequeña burguesía dirigente a la que trataban de desbordar. Quinto, la batalla, dentro de la Esquerra, entre el grupo de Dencás y et de Companys, es decir, entre la tendencia ”dinámica” de un nacional-socialismo en ciernes que no había prendido aún en la masa pero que llevaban en la cabeza los directivos, y el republicanismo democrático.

El 5 y 6 de octubre existen en Cataluña cuatro concentraciones de fuerza. Primera, la que se mantiene al lado del Estado. Segunda, la de la Generalidad que está dividida en dos porque se disputan la hegemonía: Companys y Dencás. Tercera, la de la Alianza Obrera. Cuarta, la de los anarquistas que, dada su actitud, se colocan al lado de la primera. Los campesinos se encuentran situados entre la segunda y la tercera.

El panorama no puede ser más interesante. Si la batalla de Waterlóo fue el resumen de todas las guerras napoleónicas, y allí, en aquella llanura de Bélgica, iba a decidirse el curso inmediato de la Historia, la batalla del 5 y 6 de octubre era en igual sentido una conclusión y un punto de partida. La transcendencia no tenía límites. Veamos las perspectivas posibles.

De triunfar el gobierno de Madrid, las consecuencias las tenemos a la vista y no necesitan más amplia explicación, pues son, creemos, suficientemente convincentes.

La Generalidad tenía, sin embargo, a favor suyo más probabilidades de éxito que el gobierno Lerroux-Gil Robles. Si la victoria hubiera sido de los insurrectos, podía ocurrir — y es lo más probable — que la Generalidad hubiese quedado sumergida en medio del oleaje del movimiento obrero que representaba la Alianza Obrera sobre todo si, como consecuencia del triunfo de Cataluña y de la insurrección victoriosa en Asturias, se hubiera producido, como es lógico, una sublevación obrera en toda España. Un gobierno obrero y campesino en Madrid, forzosamente hubiera determinado la sustitución de la Generalidad por un gobierno obrero y campesino de la República Socialista de Cataluña, parte integrante de la Unión Ibérica de Repúblicas Socialistas. No es inverosímil, no obstante, que si la presidencia de la República para dominar el movimiento, ahogándolo, hubiera despedido al gobierno formado el día 4, reemplazándolo por otro de izquierda, la Generalidad hubiese monopolizado el éxito, figurando al frente de él Companys o Dencás, los republicanos liberales o los republicanos fascistizantes.

He aquí toda la gama de variaciones políticas posibles.

¿Quién ganará? ¿Y después?

En cada elemento directivo de la pequeña burguesía tenía lugar una tempestad bajo el cráneo.

Cuando del presente al porvenir hay una solución de continuidad, cuando todo un pasado queda concentrado; y, en unas horas, en unos minutos, precisa tomar una decisión transcendental, se oyen los martillazos de la duda que golpean fuertemente, implacablemente. Napoleón, antes de entablar una batalla dudaba veinte veces, mas así que la resolución había sido tomada, se lanzaba con todas sus fuerzas. La duda era justa, porque Napoleón poseía una relativa libertad de presentar o no presentar batalla. Pero cuando él era atacado no podía existir incertidumbre. Habla que responder de manera que la contraofensiva se transformara en ofensiva arrolladora.

La Generalidad se veía atacada, amenazada, y seguía dudando. Y dudando no porque se sintiera en condiciones de inferioridad con respecto del Gobierno de Madrid, sino porque temía, de un lado, al movimiento obrero y, del otro lado, Companys desconfiaba de Dencás, y Dencás recelaba de Companys. Ambos presentían que en el momento agudo, el adversario asestaría, sin duda alguna, una puñalada trapera. El más decidido, quien iba completamente dispuesto a aprovecharse era Dencás. Su propósito manifiesto era deponer a Companys, asaltando la presidencia del ”Estado Catalán dentro de la República Federal Española”.

La tarde del viernes desfila por las Ramblas una grandiosa manifestación organizada por la Alianza Obrera. La huelga es ya completa. Los obreros no se recluyen en sus casas, ni se dedican a pasear. Quieren algo. Se manifiestan.

Veinte mil personas pasan por delante de la Generalidad y piden: la proclamación de la República Catalana y armas para defenderla.

Companys, al ver esta manifestación y oír sus demandas, se estremece. Dencás, en Gobernación, palidece, da orden de que refuercen la guardia de protección y pasa por su mente, fugazmente, el plano del alcantarillado.

La ola obrera crece. Crece sin parar. Se hincha. De toda Cataluña van llegando noticias que electrizan. El movimiento es unánime y va aumentando la temperatura. En todas partes la Esquerra pasa a segundo término. Los obreros dirigen. Los obreros mandan. Los obreros ganan la confianza de la población. No se habla de la Generalidad. Se habla de la Alianza Obrera.

La Generalidad envía al Comité de la Alianza Obrera una delegación para negociar la salida de la prensa al día siguiente. ”Como los diarios no podrán comunicar más informaciones que las que sean favorables a la huelga — dicen los emisarios –, la aparición de los periódicos, por lo menos los de izquierda, es conveniente”.

La Alianza Obrera contesta a la Generalidad que la huelga es general y que, por lo tanto, no habrá periódicos. Queda incluso prohibida la aparición de Solidaridad Obrera. Solamente se editará un Boletín de la Alianza Obrera que será fijado, a modo de Bando, en las paredes.

De hora en hora la Generalidad ve decrecer sus fuerzas y aumentar las de la Alianza Obrera.

Se celebra una nueva entrevista de la Alianza Obrera con la Generalidad. Viernes por la noche.

 — ¿Qué van a hacer ustedes? — requiere la delegación obrera —. En Asturias ha comenzado la insurrección. La huelga se generaliza en toda España. En Cataluña es completa. La Alianza Obrera no se ha salido del cauce que se ha trazado...

La Generalidad responde:

 — Nuestra impresión es que la cosa va para largo. Puede durar varios días. No conviene precipitarse. Lerroux ha hecho declaraciones diciendo que el gobierno de la Generalidad es leal. Es posible que el gobierno de Madrid sea transigente con nosotros. Hay que ser prudentes puesto que se ventila nado menos que el porvenir de Cataluña.

La Alianza Obrera replica:

 — No opinamos que esto pueda prolongarse. Mañana será el día decisivo, no hay duda. Hay que manifestarse claramente. No es posible, ni conveniente, mantener esta ambigüedad. Sí o no.

La Generalidad reflexiona un momento y dice:

 — Sí, mañana será el día decisivo.

La delegación de la Alianza Obrera es conducida por una escalera interior. El acompañante fue el hombre de confianza del jefe de policía durante la dictadura, y ahora, por lo que se ve, lo es de la Generalidad.

Alborea. Sábado 6.

La Alianza Obrera ha hecho oír su voz. Ha fijado profusamente un pasquín señalando sus objetivos inmediatos. A medida que se ensancha el día la gente sale a la calle a leer el Boletín de la Alianza Obrera. Barcelona aumenta de volumen. Las multitudes, rumorosas, densas, desfilan y presionan.

La Alianza Obrera durante el día de hoy irá colocándose a la cabeza.

Empieza la requisa de automóviles para enviar delegados y órdenes a todas partes. Los ”Cadillac”, los ”Buick”, los ”Rolls” de los señores se muestran dóciles con el volante puesto en manos de improvisados chófers revolucionarios. Vuelan los autos por todo el país llevando las consignas. La llegada de las delegaciones del Comité Central de la Alianza Obrera es recibida en provincias con entusiasmo. Los Comités locales preguntan ansiosos: ”¿Qué? ¿Seguimos adelante?” Y siguen avanzando, efectivamente.

La inquietud de la Generalidad llega al paroxismo. Ya no es Madrid quien origina el pánico. Es el movimiento obrero.

Dencás comienza a provocar, diciendo que se prepara contra los anarquistas. Y conmina a la Alianza Obrera para que interrumpa en seguida las requisas de autos y de armas, exigiendo, además, que sean disueltas las milicias que la Alianza Obrera va formando. ”Aquí no puede haber más que un Poder”, dice.

La Alianza Obrera responde que las requisas empezadas, así como el encuadramiento de las milicias obreras no van contra la Generalidad. La Alianza Obrera está al lado de la Generalidad para ir adelante. ”Necesitamos armas”. Y Dencás, fatuo y engreído insiste: ”Aquí no puede haber más que un Poder”.

La Alianza Obrera asalta el Palacio del Fomento del Trabajo Nacional, instalando allí su cuartel general. Y sigue requisando los autos que le son necesarios y las armas que puede encontrar en manos de reaccionarios.

Dencás ha movilizado toda su policía y sus ”escamots”, que pertrechados de fusiles, ametralladoras y bombas de mano, ocupan los lugares estratégicos.

Y se inicia la persecución de la Alianza Obrera. Dencás ha comunicado a todos los puestos que dos automóviles, números tal y cual, son autos fascistas. No circulan más automóviles que los de la Alianza Obrera y los de los ”escamots” y policía de la Generalidad. Los coches obreros son detenidos y cacheados incesantemente. El Comité Ejecutivo de la Alianza Obrera se ve forzado a salir del coche. ”¡Manos arriba!”. Para Dencás y Badía: ” ¡He ahí el enemigo!”.

La Alianza Obrera no se detiene. Sigue imperturbable su marcha. El teléfono y los emisarios le informan que el movimiento en toda Cataluña adquiere cada vez de una manera más pronunciada un carácter ”aliancista”.

Es Barcelona la que ahora precisa decidir. Es la Generalidad la que ha de pronunciarse.

A las seis de la tarde, en la plaza de Cataluña, se forma una nueva manifestación de Alianza Obrera. Dencás la prohibe. La manifestación se hace. Es un desfile militar. Han sido regimentados en breve tiempo diez mil obreros. Es el Ejército Rojo preparado. Sólo falta una cosa, lo más importante: las armas. ¿Cómo tomarlas? Las armas están en poder de la policía de la Generalidad y de los ”escamots” de la Esquema. ¿Qué hacer? ¿Asaltarlas? Sería el hundimiento de la insurrección en unos segundos, la guerra civil, el pretexto para hacer una degollina obrera y retroceder. No. Precisa evitar la provocación. Los policías de la Generalidad son saludados con aplausos por parte de los trabajadores.

La manifestación militar-obrera atraviesa las Ramblas. Es ya de noche. El ambiente está saturado. Se palpa la proximidad del estallido.

¿Qué ocurre mientras tanto dentro de la Generalidad?

Nada mejor para saberlo que acudir a las fuentes de una documentación incontrovertible. Es una hoja volante, en catalán, titulada: Documento núm. 1. El 6 de octubre en Cataluña, en la que el Consejo de la Generalidad trata de justificar su actitud. Este documento, que busca ser una vindicación de Companys y probablemente escrito por él mismo, dice:

En Cataluña se alzó en masa todo el país, contenido hasta ese momento por la autoridad y la confianza en el gobierno de la Generalidad y en las declaraciones que éste había reiterado y solemnemente formulado. Se recibían constantemente peticiones de ayuntamientos, entidades, partidos políticos, organizaciones obreras, organismos, en fin de todas clases y por todas partes surgían manifestaciones de protesta y de rebeldía. En este estado de cosas transcurrieron el jueves y viernes, días 4 y 5 de octubre, con la amenaza inminente y evidente del estado de guerra. La huelga persistía, absoluta, por doquier. El alzamiento justificado de Cataluña desbordaba las posibilidades del gobierno de la Generalidad. Y éste o tenía que abandonar el Poder, o reprimir por la violencia una protesta que respondía a los propios sentimientos del gobierno repetidamente manifestados, o, en fin, podía intentar canalizar el movimiento y evitar que un oleaje caótico y desordenado se apoderase de Cataluña. No hay que olvidar que algunos ayuntamientos se había proclamado la República Catalana, pero en otros se había proclamado el socialismo e incluso el comunismo libertario, etc., creándose así una situación difícil y anárquica, imposible de encauzar más tarde dentro de una fórmula democrática viable.

Se afirma claramente que sólo existían tres caminos: capitular, reprimir la insurrección obrera iniciada o ponerse al frente para evitar que adquiriera proporciones graves, que ya empezaban a matizarse. Es decir, las tres perspectivas que Companys ve, las tres son negativas, forzadas. Y, sin embargo, habla otra, la única, la verdadera: defender las libertades de Cataluña, poniéndose al lado del país que, según declaración propia, ”se ha alzado en masa”. Pero esta eventualidad, que era la que solamente podía conducir al triunfo porque era revolucionaria, no fue examinada por la Esquerra.

Las declaraciones de la dirección de la Esquerra — no firmadas, pero auténticas — tienen un complemento interesante en las que hizo Azaña ante la Comisión de Suplicatorios, que publicó ”in extenso” la prensa, los días 28 y 29 de noviembre. Azaña decía:

”El sábado se presentó en el Hotel el señor Lluhí para decirle que no podían resistir más la presión de los elementos populares que querían asaltar la Generalidad. El señor Lluhí le dio cuenta de que se pensaba proclamar el Estado Catalán dentro de la República Federal Española y que el movimiento no tendría carácter separatista. Estos señores creían que todo iría como el 14 de abril. Además, creían que el gobierno de Madrid transigiría y que llegarían a negociaciones.”

Se va haciendo la luz. Primeramente, la Generalidad se ve forzada a ir a la insurrección porque no puede resistir más la presión popular que la desborda — declaración hecha por Lluhí a Azaña que concuerda exactamente con la de Companys en el Documento núm. 1. Segundo, la Generalidad piensa que la declaración del Estado Catalán a que las masas le obligan, determinará, sin duda, negociaciones entre Madrid y Barcelona y todo terminará mediante un arreglo amistoso. La Generalidad partía, pues, del supuesto táctico que su sublevación por fuerza acabaría pactando con el gobierno de Lerroux-Gil Robles. De este modo se conseguirían dos cosas: no ponerse contra la corriente popular y obtener, seguramente, nuevos y más importantes ”traspasos de servicios”...

Fíe aquí todo el plan revolucionario, henchido, como se ve, del alto idealismo de la pequeña burguesía catalana, la misma que tres años antes había abandonado la estructuración federal de España a cambio de una promesa de autonomía, la misma que habla cedido su proyecto de Estatuto por el que buenamente quisieron dar los adversarios de la autonomía, la misma que había mantenido engañados a los campesinos con promesas que simuló querer cumplir cuando ya era demasiado tarde, la misma que... ¿para qué continuar?

Cuando ya la Generalidad ”no podía resistir más la presión de los elementos populares, que querían asaltarla” — según las manifestaciones de Lluhí a Azaña —, el Consejo de la Generalidad delibera. Preside Companys. Sentados alrededor de la mesa, Lluhí Vallescá, Ventura Gassol, Esteve, Mestres, Barrera v Comorera. Dencás no asiste. Dencás, como Batet, prepara febrilmente el asalto de la Generalidad.

El Consejo habla en voz baja. Ha desaparecido la euforia. Parece que se asiste a un entierro. No hay salida posible. O intentar un fin heroico o quedar completamente destrozados. Algunos Consejeros tratan de agarrarse al vacío. Es inútil. El barco se hunde. No se puede evitar el naufragio.

A las ocho de la noche, desde el balcón de la Generalidad, Companys proclama el ”Estado Catalán dentro de la República Federal Española”. La Generalidad asiste a un nacimiento como si fuera un funeral. Está de luto. Cumplida la ceremonia, el Consejo se retira a esperar. Es la noche del sábado. Aquelarre.

Se declara el estado de guerra.

Dencás, en funciones de generalísimo, y su lugarteniente Badía, ”dirigen” la insurrección. Dencás actúa sintiéndose ya el indiscutible ”Führer” de Cataluña. No obedece a nadie. No obstante, ha acatado por primera vez una orden del presidente: ”¡No disparar!” Esperar como Bayardos...

¿Fuerzas en presencia?

La Generalidad, en Barcelona, tiene tres mil policías armados, y unos siete mil ”escamots” también pertrechados.

El Estado dispone de unos cinco mil soldados.

La relación es de 2 a 1, extremadamente favorable, por lo tanto.

Además, el ejército es dudoso. Si bien los jefes son, en su mayoría, contrarios a la insurrección, ¿quién sabe cuál es el pensamiento de los soldados? Los soldados pertenecen al pueblo, y el pueblo puede cambiarlos en un momento. Los cinco mil soldados de que dispone el Estado son susceptibles de convertirse en breve tiempo en cinco mil soldados de la revolución.

Como reserva forzada, porque la Generalidad se ha negado a entregarles armas, se encuentran los diez mil hombres regimentados de la Alianza Obrera que, al ser armados, pueden entrar en acción inmediatamente.

Más. La gran masa popular está al lado de los insurrectos.

Los cuarteles en donde se encuentran concentradas las fuerzas gubernativas se hallan situados dentro de la ciudad y es fácil rodearlos, sitiarlos, hacer realmente imposible la salida. Todas las comunicaciones — y la más importante por lo que se refiere a Barcelona, teléfonos —, están bajo el control de la Generalidad. El centro director del ejército, la Cuarta División Orgánica o Capitanía, está enclavado, topográficamente, en un sitio que, en cinco minutos, puede quedar aislado de todo contacto con los cuarteles.

Nunca una batalla insurreccional se planteó en condiciones tan favorables. Esta fue la repetición de aquella batalla clásica de la Historia, la batalla de Lérida, que no podía perderse y se perdió.

Hacia las nueve de la noche los soldados van saliendo de los cuarteles. Son unos quinientos en total. Quinientos contra diez mil hombres armados. Uno contra veinte. Se extienden por la ciudad sin encontrar resistencia. Sacan los cañones que, a través de calles estrechas y tortuosas, son arrastrados hasta delante de la Generalidad. Los diez mil hombres de la Generalidad permanecen herméticos. Vigilan atentamente...

Los soldados de Batet sólo encuentran a su paso una resistencia seria, que no es de la Esquerra, precisamente: el Centro de Dependientes, en donde muere Compte, combatiendo heroicamente.

Dencás, mientras tanto, desde Gobernación hace llamamientos desesperados a los trabajadores y ”rabassaires” de los pueblos vecinos para que se trasladen a Barcelona para defenderla. Y en Barcelona, diez mil hombres siguen montando la guardia esperando. ¿Esperando qué?

Marx y Engels señalaron ya aquella regla clásica: ”La defensiva es la muerte de la insurrección”. En Cataluña, la Generalidad no sólo no tomó la ofensiva, sino que ni siquiera practicó la defensiva, se puede decir. La Generalidad cerró sus puertas después de haber dejado llegar hasta allí los cañones, que, por cierto, permanecieron abandonados unos momentos cuando los mozos de escuadra hicieron una descarga. Pero la Generalidad no tenía el propósito de impedir que los cañones dispararan. Dejó que volvieran nuevamente a bombardear. Esto justificaría una capitulación ”honrosa”.

¿Es esto y nada más que esto lo que buscaba la Generalidad la noche del sábado después, de constatar con enorme extrañeza que el gobierno de Madrid no proponía negociaciones?

El Documento núm. 1 sigue siendo, realmente, un documento número uno por su diáfana claridad.

Dice: ”La Generalidad ha salvado el honor de la protesta y posiblemente el honor de las izquierdas. Si la Generalidad se hubiera puesto al lado del gobierno Lerroux-Gil Robles y hubiese ametrallado a los manifestantes e impuesto la fuerza, como podía haber hecho, habría producido una decepción tan grande que las fuerzas de la izquierda estaban vencidas para largos años. Además, los jefes de ‘Estat Catalá’ — nos referimos a quéllos que pretendían tener la responsabilidad del movimiento — se hubieran apresurado a calificar de cobardes y de traidores a los miembros del gobierno de la Generalidad y estos elementos serían hoy delante de la opinión pública engañada, los hombres del futuro de Cataluña.”

Para la Generalidad, sólo había, pues, según confesión propia, dos salidas: ametrallar al movimiento popular desbordante con lo cual las ”izquierdas hubiesen quedado vencidas para muchos años” o hacer un gesto y ”salvar el honor de la protesta”. La idea de atacar e incluso la de defenderse no existe.

Sigamos transcribiendo el Documento núm. 1:

”Pérez Farrás había suplicado al Gobierno que marchara, puesto que podía hacerlo ya que tenía el paso libre por una puerta posterior del edificio, fuera de la zona de fuego. Además Pérez Farrás podía defenderse todavía con sus fuerzas, y lo hubiera hecho seguramente hasta caer allí mismo. Companys se negó.”

Pérez Farrás resistirá indefinidamente. El gobierno de Cataluña puede salir de la Generalidad y trasladarse a un lugar seguro. ¡Ah! Pero esto significaría que la insurrección continúa, y al frente de ella, inevitablemente se colocaría la clase trabajadora. El día 7 sería un día de fuego graneado, de guerra civil, de batallas encarnizadas. Y no es de esto de lo que se trata. Las cosas han llegado hasta allí, ¡y basta ya! Ha sonado la hora de la liquidación final. El gesto ya está hecho. Dencás sigue pronunciando discursos por la radio, gritando histéricamente ”¡A las armas!” ”¡A las armas!” Los policías se desmoralizan porque se les mantiene en la incertidumbre y porque el jefe de policía, Coll Llac, prohombre de la Esquerra, hace solapadamente lo posible con objeto de que el movimiento fracase. Los ”escamots” siguen acuartelados esperando órdenes. En Gobernación hay bombas, un arsenal de fusiles. y un auto blindado, mientras que a los obreros de la Alianza Obrera se les han negado las armas.

A los dirigentes pequeño-burgueses les da vuelta la cabeza. Dencás y Badía que se habían preparado para ser generalísimos empiezan a verlo todo obscuro. Companys tiene el vértigo. Se marea. No puede pasearse por las cornisas salientes de la política revolucionaria. Unos y otros, al ver la revolución, se han desvanecido.

 — ”¡Nos han vendido!”, dice Companys cuando el general Batet empieza a mandarle granadas, que caen como manzanas de Newton sobre la mesa de su despacho presidencial. Es posible, que en esa hora, suprema, Companys reflexionara sobre el intrincado problema de la gravitación universal. ¿Pero quién ha vendido a quién? Batet no ha vendido a nadie. Es el militar profesional. Ha habido, sí, una venta. La pequeña burguesía de la Generalidad ha vendido las libertades de Cataluña, y con ellas al movimiento obrero.

El general Batet con quinientos soldados y unos cañones de salvas acaba con la insurrección.

Dencás, mientras que los que le rodeaban salen libremente por las puertas abiertas de Gobernación, desciende a las moradas de Plutón y a través de la alcantarilla, con lo que le resta de heroísmo, grita al pequeño grupo de bravos que le sigue, como aquel soldado de Le Feu de Barbusse: ”En avant dans la m...!”

Los otros, en la Generalidad, cogen una toalla y, atada al mango de una escoba, la sacan por una ventana entreabierta. Es la bandera casi blanca. ¡Bandera de paz!

Batet, por radio, desde la Cuarta División Orgánica del Ejército, anuncia que todo ha terminado.

La insurrección, triunfante en varios lugares de Cataluña, se hunde en un instante cuando la Radio comunica la rendición de la Generalidad.

”En una revolución — dijeron Marx y Engels — el que dirige una posición decisiva y la, entrega, en vez de forzar al enemigo a ensayar su fuerza atacándola, merece siempre ser tratado como un traidor.”

”Hemos visto — seguían diciendo Marx y Engels, refiriéndose a la burguesía alemana de 1848 — cómo fracasó, menos que en razón de circunstancias desfavorables, a causa de su cobardía manifiesta e incesante que evidenció en todos los momentos críticos que se produjeron desde el comienzo de la revolución, ya que demostró en política el mismo corto alcance, la misma pusilanimidad, el mismo espíritu vacilante que caracteriza sus operaciones comerciales.”

Los obreros revolucionarios de Barcelona intentan reaccionar. Se arman con los fusiles que abandonan las tropas de Dencás. Asaltan la Jefatura de Policía. Presentan batalla en la Plaza Lesseps, en otros lugares. Es tarde ya. La insurrección no es que haya sido vencida. Ha sido entregada. Los ”rabassaires”, que después de haber oído las llamadas apremiantes de Dencás partieron con dirección a Barcelona, caen en poder de las fuerzas del gobierno que, apostadas, los estaban aguardando.

Octubre 7. Sol de domingo. Tiroteos intermitentes. Silencio en Barcelona y silencio en toda Cataluña. ¿Qué ha ocurrido?

Por la radio, desde la Cuarta División Orgánica del Ejército, que sólo se utiliza ahora para comunicar los partes policíacos y militares, los anarquistas de la CNT y de la FAI anuncian que hay que reemprender el trabajo. Es lo mismo que ha aconsejado Batet, representante único en Cataluña del gobierno Lerroux-Gil Robles.

La huelga general continúa, sin embargo.

El martes, los obreros reanudan el trabajo.

Se ha hundido toda la política catalana.

Empieza una nueva época.

III. La ”Commune” asturiana

Lissagaray, el historiador de la Commune, que participó como simple soldado en las batallas de aquella gesta histórica de la que Lavrov dijo que ”era la primera luz del amanecer, muy pálida todavía de la República del proletariado”, terminaba de este modo su Historia de la Commune:

”¿Qué hace falta para dispersar a los zánganos y atravesar victoriosos los rojos horizontes que se levantan? Atreverse. Como antaño, esta palabra encierra toda la política del momento. Atreverse y ”labrar hondo”. La audacia es el esplendor de la fe. Por haberse atrevido, domina el pueblo de 1789 las cimas de la Historia. Por no haber temblado, la Historia reservará un puesto al pueblo de 1870 y 1871 que tuvo fe hasta morir por ella.”

Este último párrafo de la historia de la insurrección de París, escrita por el ”communard” Lissagaray, merece ser el primero del estudio que un día puede hacerse a fondo de la Commune de Asturias.

Porque el movimiento insurreccional asturiano ha sido la segunda parte de la Commune de Delescluze, Varlin y Dombrowski. El mismo origen elevado de noble protesta, igual proceso heroico e idéntico fin sangriento. La Commune asturiana fue más breve que la de París, pero su intensidad dramática y su lección histórica están hermanadas.

Si la insurrección de Cataluña fue ahogada apenas nacida por los mismos que habían de contribuir a su triunfo, la de Asturias apareció victoriosa desde el primer momento, dejando de existir al cabo de dos semanas a causa del fracaso del movimiento en el resto de España.

La clase trabajadora asturiana no se siente atraída por el diletantismo. Corre por sus venas la sangre del proletariado que pisa tierra firme, que sabe lo que quiere. Hay una diferencia notable entre los trabajadores de Asturias y los de Madrid y Barcelona, por ejemplo.

El movimiento obrero de Madrid posee altas condiciones para la defensiva. Para la ofensiva le hace falta un proletariado numeroso de fábrica, el proletariado propiamente dicho. El de Barcelona, debido a las fluctuaciones que determina una inmigración constante de elementos campesinos, de obreros no calificados, es explosivo, torrencial, careciendo de la elasticidad acerada del proletariado fijo, invariable, que nace, se desarrolla, se educa y muere en los lugares permanentes de trabajo, como es el caso de Asturias.

La clase trabajadora asturiana representa la madurez del proletariado ibérico. No es aficionada a la dispersión, a las acciones esporádicas. Se concentra, se fortalece en sus organizaciones. Antes de moverse, reflexiona una y otra vez, vuelve a reflexionar y cuando, bien pesadas todas las circunstancias, toma una resolución, se lanza en bloque como una cuña gigantesca. En los valles de Mieres y Langreo están clavadas las verdaderas raíces del proletariado español. Cuando los mineros abandonan los pozos y las galerías, no es simplemente para hacer acto de presencia, para cumplir una formalidad. Intuitivamente saben que está en su posibilidad sacudir, estremeciéndolas, las bases del régimen. Los trabajadores de Asturias, en tiempo de paz, se dedican con fe, con entusiasmo, a un trabajo creador. Desde que en 1910, hace vienticinco años, fue fundado el Sindicato Minero Asturiano, los trabajadores de aquella región han sido una escuela constante de socialismo. Casas del pueblo, cooperativas, ateneos populares, orfeones, periódicos obreros, organización sindical y política, los obreros asturianos han sabido realizarlo pacientemente a través de una serie de esfuerzos moleculares.

Esta labor constructiva no ha sido, con todo, un motivo para que en los momentos álgidos de la lucha social se sintieran agarrotados por el miedo de perderlo todo. Cuando las Casas del Pueblo han sido profanadas convirtiéndolas en caballerizas, los mineros no se han sentido abatidos. Sabían que era un paréntesis, un incidente de la lucha. Nada ni nadie podría detener el empuje del coloso, que un día rompería las cadenas que le ataban.

Así, los trabajadores de Asturias fueron los que, en el movimiento revolucionario de 1917, estuvieron a la cabeza de la clase obrera española. Fueron asimismo los primeros que presentaron batalla a la dictadura militar. La huelga minera asturiana del otoño de 1927 despertó a los obreros españoles que vivían aletargados desde hacía cuatro años.

En los congresos del movimiento obrero español, las delegaciones de Asturias han sido casi siempre las que han dado la medida, el tono justo. En el segundo Congreso de la CNT celebrado en Madrid a fines de 1919, la delegación asturiana trató, aunque en vano, pues fue arrollada por la superioridad numérica del anarcosindicalismo catalán, de imponer la solución acertada a propósito de la unidad obrera. La voz de Asturias resonaba en aquel Congreso como la única que obedecía, no a un estímulo pasional, sino a un pensamiento claro. Dentro de la CNT, Asturias ha sido siempre la ponderación, el criterio razonable. Por eso la Regional asturiana adhirió a la Alianza Obrera.

La literatura reaccionaria ha hecho esfuerzos para presentar a los mineros de Asturias como verdaderos monstruos. La leyenda negra empieza en La aldea perdida de Palacio Valdés Y llega a la cúspide a raíz de las jornadas de octubre. Y sin embargo, cada uno de aquellos trabajadores anónimos esconde un héroe de Germinal.

Porque se trata de un proletariado profundamente reflexivo que detesta la aventura, los obreros asturianos fueron los que con más firmeza, con mayor seriedad se prepararon para la lucha que se avecinaba.

La Alianza Obrera se impuso allí totalmente. No quedó fuera de ella ningún sector obrero revolucionario. En el mismo Comité dirigente se encontraban, marchando juntos por primera vez, socialistas, anarquistas y comunistas,

Los obreros se sentían fuertes porque estaban unidos.

Anteriormente, Asturias igual que el resto del país habla sido tremendamente castigada por las discordias obreras, Durante los años de auge del movimiento obrero, en la postguerra, los anarquistas y sindicalistas de Gijón y La Felguera hicieron una guerra a muerte a los socialistas de Oviedo y de la zona minera. Gijón contra Oviedo. La Felguera contra Sama. El eterno y trágico drama de nuestro movimiento obrero. Cuando la marea sindicalista comenzó a descender, entonces la escisión se produjo dentro de las filas socialistas. No era suficiente, al parecer, la pugna entre anarcosindicalistas y marxistas que aun debía producirse un nuevo fraccionamiento. Los que antes resistieron al ataque anarcosindicalista, luego se buscaron para entredevorarse. A un lado, el Partido Socialista; al otro, el Partido Comunista. De tina parte, el Sindicato Minero; de la otra, el Sindicato Unico. Aquí,, Llaneza, González Peña, Belarmino Tomás, Amador Fernández; allá, Benjamín Escobar, Loredo Aparicio, Jesús Rodriguez, Marcelino Magdalena. La guerra civil entre comunistas y socialistas fue implacable desde 1922 hasta 1934.

La Alianza Obrera pasa de Cataluña a .Asturias, en la primavera de 1934. El Frente único lo imponen los obreros socialistas, como los anarcosindicalistas. La dirección comunista se muestra reacia. A la postre no le queda más remedio que acceder a lo que es el deseo general de las masas. El proletariado siente que se preparan acontecimientos trascendentales y quiere estar unido.

José María Martínez, atacado por los anarquistas de Zaragoza y Barcelona e incluso por algunos, pocos, de Asturias, ante un Pleno Regional de la CNT celebrado en julio, defiende y sostiene el principio de la Alianza Obrera y lo hace con vehemencia, diciendo: ”Se ha afirmado en el Pleno de Regionales que 2 UGT en sentido autoritario y 2 CNT en sentido libertario, no podían resultar igual a 4 libertad. Yo entiendo, en cambio, que 2 UGT-Revolución y 2 CNT-Revolución dan 4 Revolución. Lo que ha de salir de la Revolución, el proletariado lo dirá cuando esté en la calle. España, por sus características tiene la posibilidad de establecer un régimen opuesto al centralismo. Las revoluciones se sabe cuándo empiezan; pero se ignora cuándo terminan y dónde se detienen. La Alianza Obrera es, pues, indispensable.” Y este criterio triunfa. Los anarcosindicalistas asturianos se identifican con el sentimiento general de las masas.

La sensación de fuerza que experimenta aquel proletariado al saberse completamente unido es enorme. No se ha producido una suma. Ha tenido lugar una verdadera multiplicación. Los trabajadores desbordan de energía y sienten que pueden atreverse.

Los primeros días de octubre son de expectativa y de movilización. Los obreros de Asturias cumplirán con su deber. Forzados, como todo el proletariado español, a aceptar una batalla, sin duda alguna prematura, tratarán de combatir sin mirar hacia atrás. ”Evidentemente sería l muy cómodo hacer la historia si no hubiera que emprender la lucha más que en circunstancias infaliblemente favorables”, escribía Marx a Kuguelmann el 17 de abril de 1871, a propósito de la Commune.

Frente al movimiento revolucionario que surge en condiciones no del todo propicias, hay dos posiciones posibles. La una es la de la retirada, la de inhibirse; y la otra es la de tomar parte activa para sacar el mejor provecho posible. La primera es la que adoptó Luis Blanc delante de la Commune. La segunda, la de Marx que, desde Londres, con anterioridad, había puesto en guardia a los trabajadores de París frente a una acción insurreccional que, dada la situación, necesariamente surgiría prematuramente. Mas cuando a despecho de las advertencias, la Commune apareció el 18 de marzo, entonces Marx fue el más ardiente y entusiasta defensor de la sublevación parisiense.

El proletariado asturiano toma no la primera, sino la segunda posición. El no ha señalado el momento, no lo ha escogido, pero puesto que se ve obligado, no vacilará, se atreverá.

El jueves 4, Asturias está al rojo vivo. La lucha es inevitable; no puede ser diferida. El proletariado de toda España está en tensión. El de Asturias no queda atrás. Aquellos cíclopes saldrán, esta noche y mañana, de las entrañas de la tierra, y con sus barrenos, con sus picos, con sus cartuchos de dinamita, intentarán hacer saltar la Historia.

Durante la noche del jueves, y sobre todo en las primeras horas de la madrugada del viernes, los trabajadores conquistan, escalonadamente, posiciones y van preparando la huelga general.

El paro adquiere desde el primer momento una amplitud e intensidad jamás igualadas. En la medida en que la huelga se agranda y evoluciona, se tranforma insensiblemente en una insurrección.

El grito de ”¡Arriba!” resuena desde el Puerto de Pajares hasta los Picos de Europa. Es Asturias en masa, sobre todo en la zona minera, lo que hace explosión. Asturias va a arder por los cuatro costados. Y el fulgor de sus llamaradas iluminará toda la Península.

”Locamente temerarios — como decía Marx de los trabajadores parisienses de 1871 — se disponen a emprender el asalto del cielo.”

La Commune de París, desde el 18 de marzo hasta el 21 de mayo, que las tropas versallesas entraron en la ciudad por la puerta de Saint-Cloud, tuvo dos meses de tiempo para prepararse. La Commune asturiana no podrá disponer ni de un día, ni de un minuto. Desde que nace el viernes 5, hasta el viernes 19, durante estas dos semanas, la lucha no se interrumpe.

Son quince días de oleadas de energías, de heroísmo sin límites; dos semanas en las que cada día, cada hora, cada minuto, constituyen un instante decisivo.

Los acontecimientos se suceden con la rapidez del vértigo, como un torbellino, entrecruzándose sin que sea posible discernir dónde terminan y dónde empiezan.

El nervio del movimiento obrero asturiano lo constituyen los mineros. Y el centro de la organización de los trabajadores de la mina es Mieres.

Mieres pasa a ser el eje del movimiento insurreccional. Es de allí de donde dimanan las órdenes, salen las iniciativas, y parte la columna que ha de ir a tomar Oviedo.

Al amanecer del viernes 5, Mieres está ya en poder de los revolucionarios. Tomando Mieres, se piensa en seguida en Oviedo, en la capital.

Se forma rápidamente el Ejército Rojo. El Cuartel General queda instalado en la Casa del Pueblo. Lo constituyen grupos de 30 revolucionarios y al frente de ellos, un jefe, al que hay que obedecer totalmente. Los jefes son responsables ante el Comité Revolucionario. Cada jefe debe pasar lista al llegar al frente y al terminar el combate. La disciplina es severa. Las armas, de primer momento, son escasas. Es la dinamita la que juega el papel principal.

Apenas iniciada la organización del Ejército Rojo, los soldados bisoños de la revolución tienen que reñir una formidable batalla.

Llega a Mieres la noticia de que se acercan, procedentes de Oviedo, tropas del gobierno.

Inmediatamente salen en camionetas siete grupos de soldados rojos para batir al enemigo. Se tropieza con él en la Manzaneda, cerca de Olloniego.

Los soldados de la revolución son unos doscientos. Los siete jefes de grupo tienen un jefe superior, un miembro del Comité Revolucionario.

El corneta del primer Ejército Rojo que en España entra en acción, desde las proximidades de un viejo castillo, da la señal de ataque. Las fuerzas del gobierno, dos compañías de guardias de asalto y una del ejército, disponen de toda clase de armas modernas, incluso de ametralladoras. Los revolucionarios utilizan principalmente la pistola, que resulta casi completamente inútil. El combate dura horas y horas.

Los mineros insurrectos saben que esta batalla es decisiva. Es la primera. Si se pierde, la sublevación quedará truncada en sus comienzos. Hay que ganar, cueste lo que cueste. Y los bravos soldados de la revolución triunfan, con su dinamita. ¡Hurra! ¡UHP!

Cuando los revolucionarios llegan triunfantes a Mieres, sale todo el pueblo, ébrio de entusiasmo, a abrazar a los vencedores.

Después de esta primera victoria cuyo eco resuena inmediatamente por toda la zona minera, van cayendo uno después del otro, los cuarteles de la guardia civil y guardias de asalto, en poder de los revolucionarios, en unos lugares sin grandes esfuerzos, en otros, como en Sama, después de una lucha implacable.

El número de armas aumenta. Pero crece más el de soldados rojos. Hay sed de armas. Van llegando a Mieres, en vastos tropeles, mineros de toda la cuenca pidiendo un puesto en el Ejército revolucionario.

Ahora hay que tomar Oviedo.

Durante la noche del viernes circulan órdenes por toda la región para formar la columna expedicionaria, la Columna de Honor. El proyecto es parapetarse en las inmediaciones de Oviedo, el viernes por la noche, para caer sobre la ciudad el sábado 6, a primeras horas.

Los lugares estratégicos que los revolucionarios consideran indispensables son las carreteras de Sama, Trubia, Mieres.

Empieza la batalla por la conquista de Oviedo hacia las seis de la mañana. El combate es encarnizado en la carretera de San Lázaro. Su intensidad es superior aún a la de la batalla de Olloniego del día anterior. Caen los enemigos, pero también los revolucionarios. El fuego no cesa.

Al cabo de tres horas, por fin, la batalla se decide a favor de los insurrectos.

Los mineros entran en Oviedo. El pueblo aplaude. Los trabajadores de la ciudad se suman al movimiento revolucionario. Es tomado el Ayuntamiento, en donde se instala provisionalmente el Comité Revolucionario.

Mientras se conquistaba Oviedo, se asaltaba también la Fábrica de dinamita de Mongaya y la de cañones de Trubia.

Veintisiete cañones y doce ametralladoras pasan a ponerse al servicio de los insurrectos. Los cañones, arrastrados por los camiones, son trasladados durante la noche del sábado al domingo de Trubia a Oviedo.

Al amanecer del domingo 7, retumba el cañón proletario. emplazado en monte Naranco. El estampido rompe los tímpanos a toda la burguesía de Asturias.

Dos ejércitos frente a frente. Es la guerra civil. Las fuerzas del Estado,: soldados, guardias civiles, guardias de asalto, policías. ¿Qué podrán ante la avalancha, ante todo un pueblo que se yergue? Los dos mil hombres armados de que dispone el Estado en la región son mucho, una fuerza real frente a cien mil obreros desarmados. Un fusil es más contundente que cincuenta hombres. Sin embargo, en unas horas, la proporción puede quedar invertida.

”¿Quéreis pan? Coged el fusil”, había dicho Blanqui, aquel insurrecto permanente. El fusil, si está en manos de los obreros, proporciona el pan y la libertad.

Los mineros se lanzan sin perder un minuto a la conquista de la Fábrica de fusiles de la Vega.

La Fábrica de la Vega hace ya meses que fluctúa. La inseguridad política la hace inestable. En julio ”se fugó” de la Fábrica una ametralladora. El portero no la vio salir. Pasó inadvertida. Se inició un expediente. Desde el Ministerio de la Guerra se ordenó la busca y captura del fugitivo. Todo fue en vano. La ametralladora se había evadido sin dejar rastro, como el fantasma de Canterville del cuento de Oscar Wilde.

Esa ametralladora era todo un símbolo.

El sábado, la Fábrica empieza a sentirse amenazada. El domingo 7 queda definitivamente sitiada. Dentro hay un oficial y 30 soldados. Se consideran incapaces para poder resistir el ataque. Piden refuerzos. Se les manda dos nuevos oficiales y 72 soldados. 105 hombres tratan de impedir el asalto. Un Ejército Rojo de unos mil revolucionarios estrecha el cerco.

Los defensores flaquean. No pueden más. Van desmoralizándose. Piden nuevos refuerzos al cuartel de Pelayo, centro de las fuerzas del Estado.

Entre los sitiados en la Fábrica y el cuartel de Pelayo se mantiene durante el domingo y lunes un diálogo apremiante y contradictorio.

 — Manden más refuerzos

 — Imposible. ¡Resistan!

 — Desmoralización general. Necesario abandonar posiciones. — Quiten los cerrojos.

La operación de quitar los cerrojos de los fusiles requiere doce días, y el tiempo cuenta por segundos.

El lunes por la tarde la Fábrica se está tambaleando. Es cuestión de poco tiempo. Los sitiados carecen de agua y alimentos. Y comunican al cuartel de Pelayo:

 — Imposible resistir más.

 — Incendien el material y retírense.

Los defensores de la Fábrica buscan gasolina para pegar fuego a ,los fusiles y ametralladoras. En la Fábrica hay gasolina. No la encuentran. Reina el pánico. Triunfa el desconcierto.

Los revolucionarios han entrado ya en la Fábrica por el frente sud. No puede perderse ni un segundo. Hay que incendiar las armas inmediatamente. Tal es la orden. Pero toda la Fábrica es ya hostil a los soldados del gobierno. No se encuentra nada allí donde se busca. Por fin se descubren dos garrafones de aguardiente y con ellos se pretende incendiar el material. Fracasa el intento. Algunos soldados se retiran sin ser hostilizados. Otros caen prisioneros. Uno de ellos relata el fin de esta batalla, brevemente, así:

 — El día 8 me destinaron con otros dos a guardar una puerta de la Fábrica. Sin saber cómo me encontré solo. Al cabo de unos instantes fui desarmado por los revolucionarios y me llevaron a presencia del sargento Vázquez.

Dentro de la Fábrica hay un verdadero tesoro: 21 115 fusiles, 198 ametralladoras y 281 fusiles ametralladoras. Una gran parte de las municiones ha sido retirada antes de la insurrección al cuartel de Pelayo, aunque no en totalidad. Precisa tomar el cuartel ahora.

Los fusiles y ametralladoras, que se han manifestado invulnerables al baño de aguardiente, salen, veloces, del depósito y en unas horas se extienden por todo Asturias. Los obreros se han transformado en soldados de la revolución.

Los revolucionarios han tomado dos fortalezas importantísimas: Trubia y la Fábrica de la Vega.

Hay otra que los insurrectos se disponen a asaltar. Es el Banco de España.

Nuestros revolucionarios no incurrirán en el grave error de la Commune que respetó, cándidamente, el Banco de Francia. ”Fue una enorme falta política — escribió Engels —. La Banca en manos de la Commune hubiese valido tanto como diez mil rehenes.” El Comité revolucionario de Asturias ha aprendido esta importante lección marxista.

La dinamita hace saltar hecha trizas la Cámara acorazada del Banco de España. Y, sucesivamente, saltan otras Cajas en las sucursales de los Bancos que hay en las poblaciones de la zona minera.

”La violencia es una categoría económica”, dijo Marx en El Capital. El dinero, en último término, no es más que un signo de Poder. El Banco es un auxiliar puesto al servicio de quien manda. Y los que ahora mandan son los obreros revolucionarios.

La Commune asturiana lucha y se organiza. No existe el caos.

Las milicias obreras se agrupan, combaten, se movilizan, obedeciendo a una disciplina. Primeramente, han tenido que utilizar armas deficientes y escasas hasta conquistar las Fábricas de la Vega y Trubia. Luego la situación ha mejorado. Hay armas en abundancia.

Todo Asturias es un frente de guerra, de guerra civil, la más interesante de todas. Se combate en Campomanes, en El Grado, en Trubia, en Avilés, en Oviedo, en Gijón, en las ciudades y en los pueblos.

La defensa y el ataque se llevan a cabo con arreglo a un plan. Los insurrectos creen en la espontaneidad de las masas, pero saben también el valor y la eficacia de la organización. Ambas cosas, la espontaneidad y la organización inteligente, se combinan y dan excelentes resultados.

Si Oviedo es el teatro principal de la guerra, Mieres es el centro estructurador de la ordenación socialista.

El Comité Revolucionario de Mieres — la Alianza Obrera — ordena la fijación de aquel Bando que pasará a la Historia como una de las páginas más hermosas de la lucha del proletariado español por la toma del Poder:

”Hacemos saber:

”1.° Que el Comité Revolucionario como intérprete de la voluntad popular y velando por los intereses de la Revolución, se dispone a tomar con energía todas las medidas conducentes a encauzar el curso del movimiento. A tal efecto disponemos:

2.° Ordenamos que todos los que se encuentren en condiciones de marchar al frente, pasen a alistarse en las oficinas de reclutamiento que a tal efecto tenemos instaladas en los locales ”Salón Novedades” y ”Grupo Escolar”, que servirán de Cuartel General de las tropas que operarán en este sector.

3.° Cese radical de todo acto de pillaje, previniendo que todo individuo que sea cogido en un acto de esta naturaleza será pasado por las armas.

4.° Todo individuo que tenga armas en su poder debe presentarse ante el Comité Revolucionario a identificar su personalidad. A quien se coja con armas en su domicilio o en la calle, sin la correspondiente declaración, será juzgado severísimamente.

5.° A todo el que tenga en su poder artículos producto de pillaje o cantidades de los mismos que sean también producto de ocultaciones, se le conmina a hacer entrega de los mismos inmediatamente. El que así no lo haga, se atendrá a las consecuencias naturales como enemigo de la Revolución.

6.° Todos los víveres existentes así como los artículos de vestir quedan confiscados.

7.° Se ruega la presentación inmediata ante este Comité de todos los miembros pertenecientes a los Comités directivos de las organizaciones obreras de la localidad para normalizar la distribución y consumo de víveres y artículos de vestir.

8.° Los miembros de los Partidos y Juventudes obreras de la localidad deben presentarse inmediatamente con su correspondiente carnet para constituir la milicia obrera que ha de velar por el orden y la buena marcha de la Revolución.

Artículo adicional. Queda severísimamente prohibido hacer disparo alguno de fusil, pistola y escopeta contra la aviación hasta tanto no lo ordene este Comité. — El Comité Revolucionario.”

Este documento es aproximadamente el mismo que dictan los otros comités revolucionarios de todas las poblaciones sublevadas.

En Oviedo, la batalla adquiere proporciones épicas. Los sargentos Vázquez y Dutor intervienen, a veces, en el aspecto técnico de las operaciones militares. Estos dos soldados del ejército republicano, cuando ha sonado la hora de la Revolución obrera, se han puesto al lado de los trabajadores.

Las tropas del gobierno se hacen fuertes en el cuartel de Pelayo. Los soldados de la revolución marchan contra el cuartel. Los disparos hechos desde dentro hacen blanco fácilmente. Los que se llevan a cabo desde fuera sólo logran arañar la piedra.

Frente al cuartel se levanta un poste. Un miliciano dice: — Hay que poner una bandera roja en lo alto para que vean que estamos a dos pasos.

Y sin terminar, se encarama al poste con el fusil al hombro y la bandera entre los dientes.

¡Pam!

El miliciano se desploma.

Inmediatamente otro muchacho coge la bandera y trepa poste arriba.

¡Pam! ¡Pam!, desde el cuartel.

El miliciano rueda al suelo. La bala le ha atravesado la cabeza.

Aun no ha llegado a tierra que un tercero coge la bandera y sube.

¡Pim! ¡Pam!

Pero el joven prosigue su ascenso.

¡Paf! La bala ha dado en el poste.

El miliciano llega a la cima y clava la bandera.

El cuartel está amenazado. La bandera roja ante él augura su próximo fin.

En el cuartel de Pelayo van escaseando las provisiones. El asedio se eterniza. No es posible proseguir así mucho tiempo. La desmoralización va cundiendo. Se habla de rendirse, de capitular. ¿Por qué seguir resistiendo si los revolucionarios son ya dueños de todo?, dicen entre sí las fuerzas del gobierno.

La columna del general Bosch, enviada por el gobierno, por el Puerto de Pajares, ha quedado detenida en Campomanes. Imposible ir adelante. Le ha sido cerrado el paso. Su ejército ha quedado deshecho. Los revolucionarios se han mostrado victoriosos en la ofensiva y en la defensiva.

Hay fusiles, hay cañones, hay automóviles. Más todavía. Los socialistas y comunistas de Mieres y los anarquistas de La Felguera, trabajando noche y día, han tranformado los camiones en autos blindados y carros de asalto. Sobre las planchas de acero figuran, en algunos de ellos, las letras CNT, FAI.

La FAI en Asturias lucha revolucionariamente. Está en la acción al lado de la Alianza Obrera.

En Mieres, lejos del fuego, se fabrican bombas de mano. Disponen de hierro, de acero, de dinamita, de maquinaria, de brazos, de deseos ardientes de ser útiles a la revolución.

Es la huelga general, y sin embargo, no hay ni un obrero que no trabaje quince o veinte horas diarias. No queda tiempo para descansar.

El orden revolucionario aparece en todos los terrenos. Queda abolida la moneda. Cada familia podrá adquirir determinada cantidad de alimentos, según el número de individuos que la componen. Racionalización absoluta. Comunismo de guerra. La distribución es reglamentaria, dirigida y controlada por los Comités de Abastos. Los comercios expenderán de acuerdo con las instrucciones revolucionarias. ”Vale por medio kilo de pan.” ”Vale por un par de zapatos.” ”El ladrón será pasado por las armas.”

A los tres o cuatro días, la organización de suministros en muchos lugares es casi perfecta. Se llevan incluso los vales a domicilio para evitar molestias y ganar tiempo.

En el Llano de Gijón se hace el aprovisionamiento gratuito del vecindario y barriadas limítrofes. Se fabrica pan. Mediante la presentación de un carnet sindical, se entrega por cada tres personas un pan y una lata de conservas de un cuarto de kilo.

Raramente se manifiestan, entre los revolucionarios, casos de apropiación individual. Si esto ocurre alguna vez, como sucede en Gijón al verificarse la incautación del comercio Forcen, basta una orden enérgica para que inmediatamente se haga la devolución.

Es el lumpen-proletariat el que hace en la retaguardia verdaderos estragos.

Aparecen las formas socialistas. Se organizan hospitales y en algunos sitios, cocinas colectivas. Se come poco, lo indispensable para mantenerse de pie y seguir luchando. Se raciona el pan, la leche. Prohibido beber licores. La Revolución es sobria, espartana.

Los niños y los enfermos constituyen una categoría aparte.

Una señora da a luz, en la madrugada del miércoles 10. Fuera se oye sin parar el fuego graneado de la fusileria. El marido, intranquilo, desasosegado, se decide, después de mil cavilaciones, a hablar a los revolucionarios.

 — No se apure, no se apure, buen hombre. Iremos a buscar un médico.

Luego le llevan una gallina y abundantes galletas para los niños.

En plena lucha, detrás de una barricada. Los milicianos rojos combaten desde hace horas. Están rendidos de fatiga. Tienen hambre, sed, sueño. Y siguen firmes en su puesto.

De pronto se acerca el dependiente de una lechería que lleva consigo unos litros de leche. Imposible seguir adelante ya que no puede probar que aquella leche es para los niños o los enfermos.

Un miliciano dice

 — Bebámosla nosotros. Será mejor.

Aun no ha terminado de exponer su deseo que ya protestan los demás camaradas.

 — ¡De ninguna manera!

El jefe de la barricada ordena al lechero que dé la vuelta. Y los milicianos, extenuados, siguen defendiendo la posición que les ha sido encomendada. ”¡No pasarán!”

Retumba el cañón proletario en monte Naranco. Crepitan las ametralladoras apostadas contra el cuartel de Pelayo, último reducto de las tropas gubernamentales. Salta la Caja del Banco de España. Desfilan los camiones blindados. Corren veloces los automóviles cargados de fusiles y de bombas de mano. Funcionan los comités revolucionarios. Hay una nueva justicia. Los enfermos abandonan el Hospital porque necesitan luchar. Las madres abrazan a sus hijos y las mujeres a sus maridos con entusiasmo, con emoción, con fe. Las mujeres trabajan en los hospitales, en los abastos y a veces en la línea de fuego. Los niños quieren ser hombres y se colocan delante. Se levantan penachos imponentes de humo. La revolución deja una estela de heroísmo. Flota al viento la bandera roja.

En Asturias se va gestando la República Socialista.

Caen diez, veinte, cien soldados rojos con las armas en la mano. Dan su vida valientemente para que la revolución triunfe. Su sangre asegura la victoria. Son los precursores, la avanzada.

“La pérdida de un jefe del proletariado — decía Lenin —, la pérdida de millares de proletarios combatiendo por una república verdaderamente democrática, pérdida física, lejos de ser un desastre político es, por el contrario, una grandiosa conquista política del proletariado, una realización de su hegemonía en la lucha por la libertad.”

Sí. El proletariado asturiano conquista con sus héroes y sus mártires la hegemonía en la lucha por la verdadera libertad, la libertad proletaria.

Pero mientras los trabajadores de Asturias se baten así, de ese modo, mientras ”se lanzan al asalto del cielo”, ¿qué piensan, que hacen los demás trabajadores españoles?

En Cataluña, la capitulación vergonzosa y sospechosa de la Generalidad ha proporcionado al gobierno un triunfo rápido y fulminante que en manera alguna podía esperar. En Madrid hay huelga general con choques violentos entre los obreros y las fuerzas de policía, aunque sin adquirir un carácter insurreccional. En algunos lugares de León y Palencia, próximos a Asturias, y en otros de Guipúzcoa y Vizcaya han surgido chispazos revolucionarios, pero que no pasan de chispazos. La huelga general va decayendo. Los anarquistas se jactan, incluso utilizando la radio oficial, de que ellos no han participado en el movimiento.

Asturias está sola, abandonada, corno estuvo sola y abandonada la Commune de París.

El gobierno, después de haber bordeado el abismo, seguro ya en Cataluña, y viendo, de otra parte, la defección anarquista y el progresivo descenso de la huelga general en España, respira y se dispone a estrangular la insurrección asturiana. Se hacen preparativos bélicos como si se •tratara de repetir las batallas del Somme y de Verdún juntas. Se movilizan fuerzas de tierra, de aire y de mar. Funcionan el teléfono, el cable, la radio, el telégrafo, el correo aéreo. ¡S. O. S.! Sale una columna mandada por el general Bosch que debe entrar por el Puerto de Pajares. Otra, a las órdenes de López Ochoa que pasando por Galicia ha de marchar hacia Oviedo. El regimiento 18 de infantería de El Ferrol queda movilizado y sale con dirección a Asturias.

En Marruecos se ponen en pie de guerra tropas peninsulares, el Tercio extranjero y los moros Regulares.

Se preparan barcos, escuadrillas de aviación, autogiros. Ha empezado la guerra. La orden es terminante, expeditiva. Sin perder un momento, en marcha. A la conquista de Asturias.

Arriba reina el mayor desconcierto en los primeros instantes. Se dan órdenes, contraórdenes. Se desempolvan expedientes, fichas. No se encuentra lo que se busca. La suspicacia hace estragos. Reina el pánico. Se tiene la sensación de que todo se hunde.

La columna del general Bosch queda destruida al primer encuentro con los revolucionarios. López Ochoa se extravía, varía de ruta, se aleja de Oviedo, y el gobierno pierde el contacto con él. En el Ministerio de la Guerra se recibe la confidencia de que el teniente coronel López Bravo, que ha salido de Ceuta al frente de un batallón de soldados con dirección a Asturias, ha dicho, antes de embarcar, ante un grupo de amigos: ”Estos no dispararán contra sus hermanos”.

¡Cielos! ¡Un batallón de Africa que se pasará a los rebeldes! Inmediatamente el ministro de la Guerra ordena que la radio se ponga en relación con el vapor ”Segarra”. Mas no hay manera de dar con el crucero insurrecto, el nuevo ”Potemkin”. Se le busca a la salida de Ceuta, en aguas de Tánger, en aguas de Huelva, en aguas de PortugaL Nada. El ”Segarra” no responde. Confusión y miedo indescriptibles en el ministerio de la Guerra y en el gobierno. No cabe duda. El ”Segarra” ha izado la bandera roja y marcha a todo vapor a sumarse a la revolución. Este barco se fuga corno aquella ametralladora de la Fábrica de la Vega. Por fin, después de unas horas de inquietud y de terror, se descubre que no ha habido tal embarque en el ”Segarra”, sino en el ”Miguel de Cervantes”.

El caos contrarrevolucionario contrasta con el orden revolucionario.

La insurrección asturiana puede resistir si los trabajadores, en España, combaten, si piensan seguir su camino. Ahora bien, luchar solamente en Asturias no puede prolongarse indefinidamente. Asturias no es un lugar estratégico desde el punto de vista político. La Commune de Asturias se irá consumiendo poco a poco.

Queda una salida única. Es formar un ejército expedicionario y marchar hacia León, hacia Galicia y Santander. Expansionarse. Los Comités directivos estudian esa perspectiva. No es posible. Si el resto de la clase trabajadora española no se subleva, ¿qué puede hacer el proletariado asturiano solo? Llevar a cabo ese avance es enormemente difícil. Se dispone, cierto, de abundancia de camiones y automóviles, pero faltan conductores. Eso por un lado. Y por el otro, es más que seguro que un ejército a base de milicias, bisoño, sin conocimiento, militares elementales, será inmediatamente destrozado por las tropas gubernamentales que, parapetadas, esperarán la salida de Asturias del Ejército Rojo.

De otra parte, el aislamiento en que se deja a Asturias empieza a hacer cambiar el entusiasmo y optimismo de los primeros días en incertidumbre. La radio anuncia la capitulación de la Generalidad.

Los primeros aviones que vuelan sobre Asturias son recibidos con aplausos. ”Son los aeroplanos de nuestros camaradas”, piensan los revolucionarios. El avión deja caer luego proclamas, que no son rojas. Invitan a rendirse.

Poco después ya no son octavillas lo que siembran los aeroplanos, sinos bombas mortíferas. El avión observa, y cuando ve un tropel de hombres o de mujeres y niños, que esperan el reparto del pan, saluda, a la manera gubernamental, dejando caer una bomba que produce una verdadera carnicería.

Escasean las municiones. No ha sido posible conquistar todavía el cuartel de Pelayo que es donde se encuentra el depósito. Se dispone de 21000 fusiles, pero faltan cartuchos. Se fabrican diariamente, aunque sin poder satisfacer, ni remotamente, las necesidades de la guerra.

Los revolucionarios manejan mal los cañones. Uno de ellos ha hecho explosión y ha muerto uno de los pocos artilleros de que se dispone. Los cañones disparan, mas los obuses no estallan. Carecen de espoleta.

La batalla hace ya una semana que dura.

¿Qué hacer?

El jueves 11, por la noche, el Comité de la Alianza Obrera, reunido permanentemente en los locales del Banco de España, estudia detenidamente la situación. Se acuerda, dada la pasividad que se observa en el resto de España, proceder a la retirada estratégica.

Es un momento emocionante. José María Martínez pronuncia al terminar las deliberaciones las siguientes palabras finales:

”Camaradas, hemos sido derrotados, pero no vencidos. Se nos ha dejado solos, abandonados. En todas partes, excepto Asturias, se ha reemprendido el trabajo. Es indispensable poner fin a la batalla y organizar el repliegue de las fuerzas revolucionarias para evitar el sacrificio inútil de los camaradas. Podemos tener la satisfacción intima de haber honradamente cumplido con nuestro deber. Que la clase trabajadora de España y de todo el mundo vea en nosotros lo que puede ser la unión de los trabajadores. Nosotros la hemos realizado y hemos vencido. Si los resultados no han sido enteramente satisfactorios es porque las otras regiones de España no han comprendido la necesidad de las Alianzas Obreras. Ahora sólo nos queda separarnos para vivir o para morir. ¡Quién sabe! Debemos separarnos, pero no sin haber firmado, abrazándonos, el pacto de Unidad que nos ha conducido a los días gloriosos que acabamos de vivir.”

Los jefes revolucionarios se abrazan. El abrazo es más efusivo, sobre todo, entre el viejo militante socialista Bonifacio Martín y José María Martínez. ¿Presienten tal vez que no volverán a verse más, que ambos morirán en el campo de batalla?

Los versalleses entraron en París el domingo 21 de mayo. La batalla duró hasta el domingo siguiente, día 28. Durante ocho días la guerra cuerpo a cuerpo fue encarnizada.

En la Commune asturiana, la defensiva, el repliegue, dura aproximadamente un tiempo igual.

Los trabajadores luchan palmo a palmo, retrocediendo escalonadamente. Las fuerzas enemigas entran en Asturias con mil dificultades, avanzando lentamente.

El regimiento de infantería de El Ferrol desembarca en el puerto de Musel y tarda seis horas en recorrer los cinco o seis kilómetros que hay entre Musel y Gijón. Llega a la ciudad tomando mil precauciones. Antes de entrar hace una serie de movimientos tácticos. Por fin, se decide a seguir hacia dentro. No se encuentra un alma. Todo está desierto. Aún no ha atravesado una manzana de casas que se oye un disparo. En un cuarto de segundo, el regimiento se echa cuerpo a tierra, excepto aquellos soldados que han podido ganar el quicio de una puerta. Silencio. Ningún disparo más. No se ve a nadie. Los soldados siguen en su posición. Al cabo de un buen rato, un capitán observa que su nerviosismo le ha hecho disparar la pistola. Es esa detonación la que ha producido la alarma.

Hay que tomar el Llano. Se ponen en pie de guerra unos 5000 hombres. Lo defienden solamente unos 60 revoluciona nos con bombas y con escasos fusiles, pues faltan las municiones. Sólo al cabo de seis horas y media de combate, el Llano es abandonado.

Ahora es la conquista de Cimadevilla. Desde el barco ”Libertad”, situado a una milla de distancia, se bombardea cl barrio. Los obuses van muchos de ellos a parar a otros sitios. Algunos caen en Cimadevilla. Los vecinos abandonan el barrio Las barricadas, sin embargo, dan fe de vida. Durante horas y horas, los revolucionarios resisten el cañoneo y el fuego de la fusilería. Los insurrectos cesan finalmente el fuego. ¿Qué ocurre?

Han muerto todos.

 — ¿Cuántos había?

 — Contad los cadáveres.

Gijón está ya en poder del gobierno.

Fuera de Gijón, en Sotiello, es encontrado el cadáver de José María Martínez. Lleva un fusil y dos pistolas. Una bala le ha atravesado el corazón. José María, como Delescluze, muere cuando la batalla está ya terminada. Ha luchado hasta el último momento.

”El sol — dice Lissagaray — se ponía detrás de la plaza. Delescluze, sin mirar si le seguía o no alguien, avanza con paso uniforme, único ser vivo en la calzada del bulevard Voltaire. Al llegar a la barricada sesga hacia la izquierda y trepa por los adoquines. Por última vez, esta faz austera, encuadrada por su barba blanca recortada, se nos aparece vuelta hacia la muerte. Súbitamente, Delescluze desaparece. Acaba de caer fulminantemente.”

De una manera parecida ha caído José María Martínez. Es el crepúsculo de los héroes.

Ahora, Oviedo.

En el siglo VIII, según la leyenda histórica, godos y españoles hacen en Asturias el frente único cristiano y se lanzan, los primeros, a la reconquista de España invadida por los moros. Han transcurrido doce siglos y, en 1934, los moros vienen a hacer la ”reconquista” cristiana de Asturias. La Historia es una fuente inagotable de extrañas paradojas.

Oviedo es atacado por el norte y por el oeste. La empresa, con todo, no es fácil, puesto que muchos revolucionarios, enardecidos, se niegan a obedecer la orden de retirada.

El regimiento de infantería de El Ferrol sale de Gijón con dirección a Oviedo. Hay unos treinta kilómetros de distancia. Permanece en el camino 36 horas y no puede llegar. Los soldados están hambrientos. No encuentran nada que comer. ,E1 regimiento hace marcha atrás y regresa a Gijón.

La columna de López Ochoa, que ha entrado por la carretera de Lugo, ha tocado Castropol, llegando a El Grado. De El Grado a Oviedo hay media jornada de marcha. Se da cuenta de que la resistencia será enorme, y en vez de ir a Oviedo, se dirige hacia San Esteban de Pravia, es decir, hacia el mar. Se pierde durante la noche y no encuentra el camino. Por fin llega a San Esteban y se embarca. Llega a Avilés por casualidad. De Avilés marcha a Oviedo por Lugones. Se ve obligado a retroceder dos veces seguidas. El viernes 12, López Ochoa, al anochecer, llega a Oviedo, metiéndose, como un fugitivo, en el cuartel de Pelayo, contribuyendo a aumentar más la situación difícil en que se encuentran los sitiados, por falta de provisiones.

Los revolucionarios van replegándose y desmovilizando a pesar de la resistencia de muchos que quieren morir detrás de las barricadas.

Llegan a Oviedo nuevas tropas.

El Tercio y los Regulares atacan según sus costumbres. Las barricadas y posiciones son tomadas la una después de la otra, tras combates encarnizados. Se baten los milicianos y luchan también heroicamente las mujeres.

El Tercio va a tomar una de las últimas barricadas. Hay allí una ametralladora que dispara sin parar, despejando el área de su radio de acción. La maneja una muchacha. Moros y Tercio disparan con furia y van acercándose. La muchacha sigue, impertérrita, haciendo funcionar la máquina de guerra. Se acaban las municiones. Entonces, la heroína, sola, de pie sobre la barricada, arrancándose el corpiño y ofreciendo su pecho a las balas, grita:

 — ¡Tirad, canallas! ¡Viva la revolución!

Y su sangre es la bandera roja que cubre aquella barricada.

”Las mujeres — decía Marx — dieron alegremente su vida en las barricadas o ante el pelotón de ejecución. ¿Qué prueba eso? Que el demonio de la Commune las había transformado en Megueras y Hecates.”

Las barricadas van enmudeciendo.

Belarmino Tomás y López Ochoa, el viernes 19, parlamentan. Los dos ejércitos discuten las condiciones. El representante obrero promete levantar la bandera blanca en toda la zona minera a condición de que el avance de las tropas se efectúe yendo a la retaguardia los moros y los legionarios del Tercio y que la entrada no tenga lugar hasta el día siguiente. El general en jefe de las fuerzas del gobierno acepta porque sabe que los mineros, si quieren, pueden resistir indefinidamente.

El ejército revolucionario vuelve a sus cuarteles.

Los soldados del gobierno entran en la cuenca minera sin que, aparentemente, allí haya pasado nada

En las montañas, aparecen guerrillas de fugitivos que no se avienen todavía a abandonar el fusil.

Ha sido difícil convencer a los revolucionarios que no había más remedio que la retirada. Esta obstinación ha sido la causa de que el ejército revolucionario haya tenido un gran número de pérdidas. La retirada a tiempo forma parte de las reglas clásicas del arte militar y del arte revolucionario.

La insurrección ha terminado.

¡Germinal!

Después de la epopeya, la tragedia.

”No hubo más )que un gobierno: el ejército que asesinaba.” (Lissagaray: Historia de la Commune).

”En las fosas se desarrollan combates al arma blanca. Los enemigos ruedan y mueren en las mismas tumbas. La obscuridad no detiene la desesperación.” (idm. id.).

”Acabada la lucha, el ejército se transformó en un inmenso pelotón de ejecución.” idm. id.).

”Un jefe de batallón que estaba a la puerta miraba de arriba a abajo a los prisioneros, y según le parecía, gritaba ”¡A la derecha!” ”¡A la izquierda!” Los de la izquierda eran para ser fusilados. Después de vaciarles los bolsillos se les alineaba frente al muro y se les mataba.” (idm. id.)

”Los soldados destrozan los muebles, se llevan los objetos preciosos. Alhajas, vinos, licores, comestibles, ropa blanca, artículos de perfumería. Todo desaparece en sus mochilas.” (idm. id.)

”Ya no son soldados en el cumplimiento de sus deberes — escribía, espantado, un periódico conservador —, son seres que han vuelto a la condición de fieras.” (idm. id.)

”Imposible ir en busca de provisiones sin exponerse seriamente a la muerte. Destrozan a culatazos el cráneo de los heridos. Registran los cadáveres, cosa que los periódicos extranjeros llaman la ”última requisa.” (idm. id.)

”Toda mujer mal vestida o que lleva un cacharro para leche, una botella vacía, puede ser arrastrada, despedazada, y la matan a tiros de revólver contra la pared más próxima.” (idm. id.)

”En esta lucha de calles, los niños se mostraron, lo mismo que en campo raso, tan grandes como los hombres. En una barricada, el tirador más impertérrito fue un niño. Cuando la barricada cayó, sus defensores fueron arrimados contra la pared para ser fusilados. El niño pide tres minutos de tregua. ”Su madre vive en frente; que le dejen llevar su reloj de plata, para que al menos no lo pierda todo. El oficial, involuntariamente conmovido, ]e deja partir, creyendo que ya no lo volverá a ver. Tres minutos depués se oye un ”¡Aquí estoy!” Es el niño que salta a la acera y ligero se adosa a la pared cerca de los cadáveres de sus camaradas fusilados. ¡Pueblo inmortal mientras nazcan hombres de estos!” (idm. id.)

”Allí a puerta cerrada, los gendarmes disparaban sin agrupar a sus víctimas. Algunos, mal heridos, corrían a lo largo de las paredes. Los gendarmes los cazaban, los tiroteaban, hasta que se les acabada la vida.” (idm. id.)

”Las víctimas morían silenciosamente, sin fanfarronadas. Muchos se cruzaban de brazos, otros mandaban el fuego. Algunas mujeres y niños seguían a su marido, a su padre, gritando:  ”¡Fusiladnos con ellos!” Se vio a algunas mujeres, ajenas a la lucha, pero a quienes estas carnicerías enloquecían, disparar contra los oficiales, y luego arrojarse contra una pared esperando la muerte. (idm. id.)

”Desde la época de las grandes pestes no se habían visto tales carretadas de carne humana. Por las contorsiones de la violenta agonía era fácil reconocer que muchos de aquellos hombres, enterrados en vida, hablan luchado contra la tierra. Había cadáveres tan putrefactos, que fue preciso conducirlos a gran velocidad en carros cerrados, depositándolos en fosas llenas de cal.” (idm. id.)

”Sólo las hecatombes asiáticas pueden dar una idea de esta carnicería de proletarios.” (idm. id.)

”La sangre corría por los arroyos de la prisión.” (idm. id.) ”El muro chorreaba masa encefálica, y los soldados chapoteaban en la sangre.” (idm. id.)

”En las puertas, las mujeres de los obreros, sentadas, con la cabeza entre las manos, miraban fijamente a lo lejos, esperando a un hijo o a un marido que jamás habrían de volver...” (idm. id.)

IV. La experiencia de una insurrección fracasada

La insurrección de octubre fue vencida. A que esto fuera así contribuyeron varios factores, objetivos los unos, subjetivos los otros, que conviene estudiar.

Lenin ha señalado varias veces las condiciones que podríamos llamar clásicas para que triunfe una revolución. ”La ley fundamental de las revoluciones rusas del siglo XX, consiste en esto: Para que estalle la revolución, no basta que la masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de vivir como antes y reclamen cambios. Para que la revolución sobrevenga es preciso que los explotadores no puedan vivir y gobernar como antes. Sólo cuando las ‘capas bajas’ no quieren el antiguo régimen y las ‘capas altas’ no puedan sostenerlo, sólo entonces puede triunfar la revolución. En otros términos, esta verdad se expresa por la proposición siguiente: la revolución es imposible sin una crisis nacional general, tanto de los explotados como de los explotadores. Por consiguiente para hacer la revolución hay que conseguir, primero: que la mayoría de los trabajadores (o, en todo caso, la mayoría de los obreros conscientes, reflexivos, activos políticamente) comprenda la necesidad de la revolución y esté dispuesta a sacrificar su vida por ella; es preciso, además, que las clases directoras atraviesen una crisis gubernamental que arrastre a la política hasta a las masas más retardatarias (el criterio de toda revolución verdadera es la rápida duplicación o centuplicación del número de hombres aptos para la lucha en el seno de la masa trabajadora y oprimida, hasta el presente apática), que debilite al gobierno y haga posible que los revolucionarios lo derriben.”

Estas son las condiciones objetivas indispensables. Pero no bastan. Puede darse una situación revolucionaria francamente favorable en que esas condiciones se presenten y, sin embargo, que no triunfe la revolución. Eso ocurrió en Rusia en 1905 y en varios países de Europa, en 1918-1920.

“Toda situación revolucionaria — sigue Lenin — no engendra necesariamente una revolución; porque ésta no se realiza sino cuando se añade a los factores enumerados anteriormente el factor subjetivo, es decir, la aptitud de la clase revolucionaria para la acción revolucionaria, la aptitud de las masas suficientemente fuertes, para romper o quebrantar el antiguo gobierno, que, aun en el apogeo de la crisis, no ”caerá si no se le hace caer.”

Cuando existen las condiciones objetivas, entonces ”para que sea coronada por el éxito — continúa Lenin — la insurrección debe apoyarse no en un complot, ni en un partido, sino en la clase avanzada. Este es el primer punto. La insurrección debe apoyarse en el empuje revolucionario del pueblo. He ahí el segundo punto. La insurrección debe estallar en el apogeo de la revolución ascendente, es decir, en el momento en que la actividad de la vanguardia del pueblo es mayor, cuando son más fuertes las vacilaciones de los enemigos y de los amigos débiles, equívocos e indecisos de la revolución. Este es el tercer punto. Por el establecimiento de estas tres condiciones a propósito de la insurrección, el marxismo se distingue del blanquismo,.

¿Existían en España esas tres condiciones fundamentales, en octubre de 1934?

Veamos.

La situación de las masas trabajadoras no era, económicamente, peor entonces que un año y que tres años antes Durante la República, el proletariado ha hecho algunas pequeñas conquistas, pocas, que todavía, a pesar de la contrarrevolución, no habían sido desvirtuadas plenamente al llegar a octubre. Situación más mala era la de los campesinos, y los campesinos habían sido derrotados en la huelga que en junio, con falta de acierto, se planteó al margen del resto del movimiento obrero. Las masas populares y pequeño burguesas no se encontraban en trance desesperado. La mayoría de la población deseaba, es cierto, un cambio de situación, pero este deseo no se había concretado aún en la esperanza puesta en una revolución obrera. Existía un gran descontento. No obstante, este descontento era diluido, vago, lo que hacía difícil una cristalización rápida.

Eso por un lado. Y por el otro, la crisis de la burguesía dirigente estaba muy lejos de ser tan honda que la situación fuera inextricable. El Estado vivía arrastrándose como un enfermo, aunque sin creerse desahuciado. En las cimas gubernamentales quedaban varias cartas por jugar: Primera, la que fue utilizada, la del gobierno Lerroux-Gil Robles; segunda, la disolución del Parlamento, y tercera, un golpe de Estado militar republicano.

Si objetivamente, las cosas no estaban maduras para la insurrección, subjetivamente tampoco la eran del todo.

El movimiento obrero es verdad que había iniciado su rectificación. Mas faltaba recorrer mucho camino aún. El Partido Socialista estaba lejos de haber superado plenamente su pasado reformista. Algunas veces vacilaba. El sector derechista, subterráneamente, no interrumpía su labor. El anarcosindicalismo empezaba tan sólo a darse cuenta de sus posiciones erróneas. La Alianza Obrera, aun cuando se iba extendiento por toda la Península, en realidad, únicamente se había formado íntegramente en Asturias. El movimiento aliancista estaba en marcha, sin que se hubiera afianzado en absoluto. La clase trabajadora continuaba dividida, aunque con tendencia a unirse, en la mayor parte de España. Faltaba la sensación general de fuerza que comunica la unidad y que sólo tuvieron los trabajadores de Asturias.

Además, la perspectiva de una insurrección obrera triunfante no había llegado a las grandes masas. Y no había llegado porque no estaba vencido del todo el fraccionamiento obrero y porque faltaba al frente, gozando de la simpatía indiscutible de la mayoría de la masa trabajadora activa, un partido que sin fluctuaciones, resueltamente, convertido en guía del proletariado revolucionario, tuviera un objetivo revolucionario firme y la táctica y estrategia adecuadas.

La insurrección no era planteada directamente, voluntariamente, por el proletariado. El movimiento obrero se veía obligado a aceptar una batalla que la burguesía, disponiendo aún de la iniciativa, le presentaba antes de que hubiese llegado a la unidad revolucionaria a la que ascendía por la espiral de la propia experiencia.

Las jornadas de octubre de la Revolución española las encontramos en todas las revoluciones importantes. En la Revolución francesa, tienen lugar en julio de 1791, en el Campo de Marte. El general del orden fue La Fayette. En la Revolución de 1848, las jornadas sangrientas de junio, provocadas por el gobierno, decapitaron al movimiento obrero cuyas proporciones empezaban a inquietar a la burguesía. El general Cavaignac con la sangre de miles de revolucionarios curó el insomnio de las clases dominantes. En 1871, surgió la Commune. ¿Resultado? 30 000 muertos, 13 700 condenados. Gallifet, el 28 de mayo, ante un grupo de prisioneros grita: ” ¡Que rompan filas todos los que tengan el pelo gris!” Avanzan ciento once prisioneros. ”Vosotros, continúa Gallifet, habéis sido testigos de junio de 1848, por lo tanto sois más culpables que los demás.” Y los ciento once caen acribillados a balazos. Gallifet, en mayo y junio de 1871, es la sombra de La Fayette y de Cavaignac. Las matanzas de la Commune calman los nervios a la burguesía francesa. En la Revolución alemana de 1918-1919, las jornadas clásicas suceden en enero. Los espartakistas rojos contestan a la provocación tomando las armas. Berlín queda teñido de sangre. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg mueren en la pelea. El ”socialista” Noske desempeña las funciones de Gallifet.

Cuando las masas obreras disponen de un partido acerado capaz de domar la tempestad, estas jornadas provocadas por el enemigo suceden sin que sean una catástrofe irreparable. Es lo que ocurrió en Rusia, en julio de 1917. El Partido bolchevique se sintió empujado doblemente por la impaciencia creciente de las masas y por el deseo del gobierno de Kerensky que se daba cuenta que unos meses después sería ya demasiado tarde. Los bolcheviques maniobraron hábilmente y con una rapidez maravillosa para evitar los dos escollos que se presentaban: una insurrección prematura, por un lado, y por el otro, un retroceso que les separara de la masa. Lenin y Trotsky supieron encontrar la posición justa: ni insurrección, ni reculada. La batalla que tuvo lugar en las calles de Petrogrado fue una derrota para los bolcheviques, pero sin que alcanzara proporciones de desastre. Lenin le dijo a Trotsky después de las jornadas de julio: ”¿Usted no cree que nos van a fusilar ahora?” Trotsky fue encarcelado y Lenin tuvo que refugiarse en Finlandia. ”Las cárceles rebosaban de presos y soldados revolucionarios”, dice Trotsky en su Historia de la Revolución rusa. Pero por haber sabido proceder debidamente, en julio, los bolcheviques conquistaban unos meses después el Poder de una manera definitiva.

Este ha sido el carácter histórico real de nuestras jornadas de octubre.

Ahora bien, no obstante todo esto existían grandes posibilidades para haber podido triunfar.

La situación era mucho más favorable para una victoria de la clase trabajadora, en España, que en Austria, ocho meses antes.

Deutsch, en su libro sobre la insurrección de Viena, explica las causas que contribuyeron al triunfo de Dollfuss: ”No fue sólo la superioridad de las armas del gobierno la que determinó la derrota — dice —. Hay otras razones. Desde el primer momento hasta el final, el gobierno, pudo disponer de la radio y de la prensa burguesa. Los obreros no lograron impedir el funcionamiento de esas dos armas tan importantes de la burguesía y así el gobierno Dollfuss pudo esparcir las noticias falsas acerca de la situación militar y de la ”fuga” de los jefes del Partido Socialista. Es evidente que tales armas fueron utilizadas para llevar el desaliento a la clase trabajadora. Pero la causa principal de la derrota fue el fracaso de la huelga generaL El arma política y económica más importante del proletariado no ayudó a los obreros austríacos en su combate contra la burguesía. Los ferroviarios no abandonaron el trabajo; se trabajó en muchas fábricas y en las imprentas de los diarios burgueses. Por los ferrocarriles el gobierno pudo transportar rápidamente las tropas disponibles de un extremo al otro de Austria. Los defensores de la libertad intentaron varias veces hacer saltar los carriles, pero no lograron interrumpir los movimientos de las tropas. Aparte algunas tentativas de rebelión fuera de la capital, casi todas las demás provincias austríacas permanecieron tranquilas y no intervinieron eficazmente para ayudar a los obreros vieneses. De este modo el gobierno Dollfuss pudo utilizar la mayor parte de las tropas austríacas en la capital y, debido a esa superioridad, consiguió al fin ahogar en sangre la resistencia heroica de los trabajadores de Viena.”

En España, la huelga general, no obstante la defección de los anarquistas, fue de gran amplitud en la mayor parte de los lugares estratégicos: Cataluña, Madrid, Asturias, Vizcaya, Valencia. No hubo prensa burguesa hasta que el movimiento revolucionario empezó a decrecer. Hasta que el gobierno de la Generalidad capituló, la radio más potente de España, Radio-Barcelona, estuvo en funciones contra el gobierno de Madrid. Los ferrocarriles, aunque no pararon del todo, quedaron suficientemente paralizados para dificultar en gran manera los movimientos de tropas.

De modo que lo que Deutsch señalaba como causas generadoras de desastre en Austria, aquí no existieron en los primeros momentos.

Hay más todavía. En Austria la situación era de descenso. contrarrevolucionaria. Aquí, en cambio, era de ascenso, revolucionaria. En Austria sólo una ciudad, Viena, o dos o tres menos importantes a lo más, tenían un proletariado en condiciones de poder insurreccionarse. Viena estaba aislada casi. En España, la insurrección podía partir a un mismo tiempo de diferentes lugares. En Austria, los campesinos eran contrarrevolucionarios y estaban contra Viena la Roja. En España, al revés, los campesinos sienten quizá más que el propio proletariado la necesidad de un cambio de situación; el campesinado es aquí una gran reserva revolucionaria, como lo fue en Rusia en 1917. En Austria, las masas pequeño-burguesas no siguen a los obreros, sino que se han pasado al fascismo, al de los Heimwehren y al de los nazis. En España, la pequeña burguesía todavía no es fascista. En Austria, las fuerzas de que podía disponer el gobierno Dollfuss era un ejército voluntario, de 25 000 hombres, una gendarmería compuesta de 8 000 individuos y la policía vienesa en número de 10 000. En total, 43 000 hombres bien organizados y equipados perfectamente para una guerra civil sin contar con las formaciones militares fascistas de Stahremberg. En España, una buena parte de las fuerzas del gobierno, las de Cataluña, pudieron pasar íntegramente al lado de la revolución; las de Asturias quedaron sumergidas en breves momentos y el resto era extremadamente dudoso porque el ejército podía cambiar de frente en poco tiempo. Los casos individuales, y entre ellos el del teniente coronel López Bravo que tanto pánico ocasionó al gobierno, eran significativos. El ejército estaba muy lejos de ser invulnerable.

Aun cuando el movimiento empezaba como contraofensiva, y era, de hecho, provocado por la burguesía reaccionaria, constituía como toda acción insurreccional, un cálculo indeterminado que podía aportar resultados imprevistos.

El gobierno Lerroux-Gil Robles, en el informe oficial que publicó para explicar los acontecimientos de octubre, a la vez que decía claramente que la explosión obrera fue provocada, exponía también el pánico que tuvo una vez empezada la insurrección.

”El gobierno — dice el informe —, seguro ya de que su sola constitución iba a desencadenar el estallido revolucionario, se da cuenta en el acto de la gravedad de los momentos. No se sabe dónde la rebelión va adquirir mayores proporciones. En Asturias, 30 000 mineros, armados, frente a una fuerza de 722 hombres distribuidos por toda Asturias, se preparaban al ataque violento. Disponían de armas abundantes y modernas. Un grave peligro de consecuencias inesperadas podía, por otra parte, surgir: la rebelión en el Protectorado español de Marruecos. Meses antes del estallido revolucionario se venía realizando una intensa propaganda entre los nacionalistas musulmanes, con artículos publicados en El Socialista y con propagandas personales cerca de los líderes nacionalistas de Marruecos.”

El gobierno, sobre todo la noche del 6 al 7, estuvo en una situación crítica. Después de haber disparado, no sabía exactamente el rumbo inesperado que podían tomar los acontecimientos.

Hidalgo, ministro de la Guerra entonces, en su libro ¿Por qué fui lanzado del Ministerio de la Guerra? dice: ”A las dos de la madrugada fuí requerido por las llamadas insistentes del teléfono. Era de Gobernación. Un ministro, alarmado, me decía: ¿No oye usted la radio de Barcelona? ¿No teme que esas enardecidas palabras de rebeldía levanten en armas a Cataluña y produzcan el desasosiego y la tensión de todos los pueblos de España? Llame, por Dios, a Batet, y, si le parece, ordénele que tome por la fuerza la radio de Barcelona. Llamé al general y le expuse esos temores y peticiones apremiantes.”

Quien desde el Ministerio de Gobernación se dirigía a Hidalgo para que ordenara a Batet la toma de la radio, debía ser Lerroux, el presidente del Consejo, el único que podía mandar al ministro de la Guerra. Las cosas se complicaban. El miedo que tenía Lerroux y con él los ministros que desde Gobernación dirigían los movimientos contrarrevolucionarios, era el pánico que en esos instantes hacía tiritar a toda la burguesía.

ABC, el diario más específicamente órgano de la vieja España explotadora y parasitaria, en su número del primero de enero de 1935, hacía comentar a su redactor, Salaverria, aquellas horas inquietantes de octubre: ”¿Pero qué había de distinto en la atmósfera moral de la ciudades? No era como otras veces. Era un conjunto de diversas sensaciones que se traducía en una mortificación insuperable e inaguantable para terminar en una rabia incontenible colectiva. Nunca se ha conocido tanta gente de mal humor como en la semana revolucionaria de octubre. Personas que hasta entonces habían vivido en una especie de temperamental inhibición política sentíanse de pronto arrebatadas por un gran furor polémico y reñían con el primero que encontraban. Reñir, esa es la palabra exacta. No era la discusión de otras veces, sino la disputa encarnizada que no se detiene ni ante las exigencias primarias de la buena educación. Todo el mundo se hallaba fuera de sí, como en un trance de exaltación que lindaba con la locura... No valía la pena de pensar en nada, de trabajar, de confiar en nada, puesto que la existencia de una nación se hallaba, como entonces se veía, en poder de cualquier viraje del espíritu del crimen y de la tontería.”

La burguesía estaba realmente aterrorizada, ”lindaba con la locura”. Todo se estremecía, todo se tambaleaba... ¿No se habría jugado con fuego?

El nudo del problema estaba en Cataluña y en Madrid.

Ha dicho Trotsky, en su Historia de la Revolución rusa, que la revolución de marzo fue paradójica por el hecho de que siendo llevada a efecto por las masas trabajadoras, daba, no obstante, el Poder a la burguesía: ”La contradicción entre el carácter de la revolución y el del Poder que surgió de ella se explica por las peculiaridades contradictorias del nuevo sector burgués, situado entre las masas revolucionarias y la burguesía capitalista. Aproximadamente igual que en España, en 1931.

Aquel que crea que la Historia y las revoluciones, que son la culminación de la Historia, marchan con arreglo a pautas trazadas de antemano, no podrá comprender jamás el secreto de los grandes movimientos transformadores. La paradoja de la revolución rusa de marzo y de la revolución española de abril constituye uno de esos giros aparentemente sorprendentes que no conviene pasar por alto. El complejo de las contradicciones y el zig-zag de fuerzas es más frecuente que la línea recta.

En octubre de 1934, se presentaba en nuestro país una situación revolucionaria paradójica, para emplear la expresión de Trotsky.

El desarrollo de la revolución, el crecimiento de las fuerzas obreras, la aparición de la Alianza Obrera, como nueva forma de organización, el desplazamiento progresivo de los anarquistas, el problema nacional planteado en Cataluña y Vasconia, la cuestión agraria, las contradicciones y antagonismos en el seno de la propia burguesia, las oscilaciones de la pequeña burguesía acosada por la reacción, la dualidad de poderes en Cataluña, todo esto originaba una situación enormemente interesante.

La paradoja estribaba en que la pequeña burguesía catalana, puesta ante el dilema inexorable de perecer si triunfaba la contrarrevolución o luchar en defensa de las libertades de Cataluña ligadas a la victoria del movimiento obrero en toda España, optara por este último.

Surgida la insurrección, por la provocación de arriba, su éxito dependía, dadas las circunstancias político-históricas, de dos factores: la Generalidad de Cataluña y el Madrid obrero.

Si la Generalidad no hubiese querido morir manu militari, el movimiento insurreccional tenía grandes probabilidades de imponerse.

La Generalidad disponía en Barcelona, como ya hemos indicado, entre policías y milicianos (”escamots”), suficientemente pertrechados, de unos 10 000 hombres armados. La clase trabajadora movilizada por la Alianza Obrera se sumaba al movimiento insurreccional. El número de hombres en pie de guerra hubiese podido ampliarse tanto como de armas se dispusiera.

De la guarnición de Barcelona, que se componía de 5 000 plazas, Batet sacó a la calle, con gran temor, unos 500 hombres. En los cuarteles se había preguntado a los soldados, para pulsar su estado de espíritu, cuáles eran los que deseaban salir y cuáles los que preferían quedarse. No todos dieron un paso al frente, dispuestos a ”defender la patria”. Los soldados, y es natural, estaban muy lejos de sentirse fuertemente animados por el deseo de ir a disparar contra las masas populares.

Los 500 soldados pudieron haber sido puestos en derrota por los 10 000 hombres de la Generalidad en pocos minutos. Al cabo de unas horas de lucha hubiesen tenido que refugiarse en los cuarteles de los que ya, tal vez, no hubiesen salido, si la Generalidad hubiera hecho frente a la situación.

La relación de fuerzas era más favorable aún en el resto de Cataluña que en Barcelona. En Sabadell, en Lérida, en Gerona, en Manresa, en Villanueva, en Mataró, en Sitges, en Badalona, en Villafranca, en Reus, en Balaguer, en Tarragona, en Palafrugell, en Igualada, en Tarrasa, en Granollers, en Vich, es decir, en todas las poblaciones importantes, la insurrección estaba ya en marcha y sin la defección de la Generalidad la victoria allí ya era un hecho. Los campesinos, sublevados, se sumaban con fe a la revolución. No hubiese quedado aldea sin alzarse. El ”somatén” tradicional de Cataluña estaba en manos de las clases populares. Había armas y deseos de combatir. Los problemas nacional, campesino y proletario quedaban fundidos formando un todo en el campo de batalla.

La radio de Barcelona, la radio que los ministros, desde Madrid, ordenaban que enmudeciera porque sus estridencias hacían estragos en toda España, la radio cuya importancia señalaba Deutsch como uno de los motivos del fracaso de la insurrección austríaca, estaba en poder de los insurrectos. Era un cañón super-Bertha que desde Barcelona llegaba a las más grandes ciudades y a los más pequeños caseríos de la Península.

La sublevación de la Generalidad conocida por medio de la radio inmediatamente en toda España, hizo que las masas trabajadoras se prepararan por doquier a entrar en acción. La insurrección se hubiera extendido domingo y lunes como un reguero de pólvora.

El gobierno reaccionario se hubiera encontrado sitiado, viendo como el fuego se iba intensificando y ensanchándose.

¿Que Barcelona podía ser fácilmente bombardeada por medio de la aviación?

Es muy difícil decir qué camino hubiese tomado la aviación ante un movimiento de tal importancia. No es inverosímil suponer que el aeródromo del Prat (el aeródromo de Barcelona) hiciera causa común con todo un pueblo insurreccionado. La Generalidad disponía de algún aparato. Supongamos, no obstante, que desde el Prat o desde Logroño o desde Carabanchel llegan escuadrillas con objeto de bombardear. ¿Bombardear, qué? Porque Barcelona no es una unidad homogénea. Fl gobierno reaccionario de Madrid no hubiera querido por nada del mundo hacer mal alguno a la burguesía. ¿Y qué hubiese podido bombardearse? ¿Casas? ¿Edificios públicos? ¿Hospitales? Además, unas cuantas docenas de rehenes bien seleccionados y la incautación de la Banca es de suponer que hubieran paralizado sin tardar la labor destructora de los aviones, caso de existir.

¿La escuadra?

España carece de escuadra eficiente, en primer lugar. Y en segundo, antes de que llegasen los barcos de guerra, ¿no es posible que la artillería y la aviación hubiesen estado en situación de rechazar un ataque por mar, puesto que la Generalidad disponía de oficiales de artillería y aviación?

El movimiento insurreccional en Cataluña no hubiera podido ser presentado por el gobierno de Madrid como separatista con objeto de hacerlo impopular. Tenía de antemano asegurada la simpatía de las masas trabajadoras españolas.

Pero todo el movimiento, las perspectivas, el éxito, en una palabra, descansaba sobre un punto extremadamente dudoso, lo que podríamos llamar la paradoja: el firme propósito de la Generalidad de mantener, aunque sólo fuera un día, la insurrección iniciada. He ahí la clave de bóveda. ¿Retrocedería amedrentada, capitulando atropelladamente, por miedo más que otra cosa al movimiento obrero, demostrando, en suma, que únicamente había intentado un ”chantaje” político?

La Generalidad dio orden de no disparar, de estarse quietos. Los ”escamots” fueron mantenidos toda la noche con la consigna de no hacer fuego, de permanecer inmóviles. Pérez Farrás pudo haberse apoderado de los cañones emplazados ante la Generalidad, pero tuvo que obedecer el mandato superior: cerrar las puertas y ¡esperar!

Es evidente que si la Generalidad resiste ya no un día, sino tan sólo unas horas, la dirección del movimiento hubiese pasado a la Alianza Obrera, como ya ocurría en un gran número de poblaciones importantes en donde, para terror de Companys y Dencás, ¡había sido proclamada la República Socialista Catalana!

Los partidos de la pequeña burguesía repitieron, en Cataluña, en 1934 lo que hicieron en 1909 y 1917. Se aproximaron al borde del movimiento revolucionario y, al verlo, se asustaron huyendo a la desbandada. Companys y Dencás no fueron superiores a Emiliano Iglesias y demás jefes lerrouxistas del año 1909.

La defección de la pequeña burguesía ha quedado de tal modo demostrada, es tan palmaria, que el proletariado de Cataluña, que no había conseguido nunca sacudirse la influencia que sobre él ejercía el republicanismo demagógico — lerrouxista antes, de Esquerra ayer —, se encuentra ahora en una situación favorabilísima para tomar la triple dirección del movimiento obrero, campesino y nacional.

¿Cómo es que, en Cataluña, en donde el proletariado tiene una importancia decisiva, políticamente, era la pequeña burguesía quien en las coyunturas históricas se servía de la masa trabajadora para tomar el Poder unas veces y para entregarlo otras?

Este problema transcendental, y más aún después de octubre, al plantearlo hay que resolverlo. Todo el porvenir de la revolución obrera en España depende de su solución efectiva.

El proletariado de Cataluña no ha conquistado la hegemonía en la política catalana por las razones siguientes: Primera, porque no se ha emprendido hasta hace poco la labor ardua, en sus comienzos, de dar a los trabajadores de Cataluña una conciencia de clase, una educación marxista. Segunda, porque el proletariado ha dejado que, demagógicamente, los partidos pequeño-burgueses usufructuaran como palanqueta — exactamente igual que hizo antes la Liga — la cuestión nacional, que existe y que, por lo tanto, hay que contar con ella. Tercera, porque el proletariado no ha sabido enfocar debidamente el problema agrario en un país en donde la mayoría de los campesinos están explotados no como jornaleros, sino como pequeños burgueses.

El fracaso de octubre en Cataluña lleva lógicamente a la conclusión que para no fracasar de nuevo es condición indispensable proceder a una corrección fundamental de la línea política seguida por el movimiento obrero. Se requiere que las masas trabajadoras en vez de ir, en condiciones de inferioridad, detrás, dependiendo de un gesto — el ”gesto” — de Emiliano Iglesias (1909), Domingo (1917) y Companys (1934), dispongan de suficiente fuerza — puesto que pueden tenerla — para recorrer el camino que ellas se hayan trazado.

Si el proletariado de Cataluña es capaz de realizar esa rectificación, si sabe ponerse al frente del movimiento obrero, nacional y campesino, ligando, claro está, su acción a la de sus compañeros del resto del país, Cataluña dejará de ser un terreno movedizo propio para las trapisondas políticas de los partidos pequeño-burgueses, y se convertirá, no hay duda, en una fortaleza inexpugnable edificada sobre la roca firme del movimiento obrero en marcha.

El otro lado débil de la insurrección de octubre que hay que examinar es el caso de Madrid.

El Madrid obrero, desde noviembre de 1933, se había superado. La batalla electoral de noviembre-diciembre de 1933, con el triunfo socialista y la consiguiente derrota del bloque reaccionario, las huelgas de metalúrgicos y de artes gráficas, en marzo de 1934, la huelga general, el 22 de abril, desbaratando la concentración fascista en El Escorial, la huelga del 8 de septiembre contra los terratenientes de Cataluña, fueron manifestaciones evidentes del espíritu combativo y del sentido clasista y de organización de los trabajadores de Madrid.

Ahora bien, en las jornadas de octubre, los obreros madrileños no se lanzaron a la insurrección como los de Asturias y Cataluña. Se circunscribieron a una huelga general que duró del viernes 5, al sábado 13. Y al no sublevarse, fue posible que el gobierno dispusiera, precisamente en el lugar más importante, de una libertad de movimientos que junto con la defección de la Generalidad le permitió aplastar la acción revolucionaria.

En diciembre de 1930, Madrid faltó a la huelga general que se produjo en toda España, como eco activo de la insurrección de Jaca. La dirección del Partido Socialista, reformista entonces, impidió la movilización.

Es del mayor interés para la segunda revolución el estudio del papel que juega o pueda jugar Madrid en una sublevación obrera.

Madrid es un lugar estratégico de primer orden, puesto que allí reside el centro del Estado. Un golpe bien asestado en Madrid puede ser decisivo.

La burguesía ha comprendido suficientemente bien la enorme importancia que tiene Madrid a este respecto. Y ha montado las defensas que considera necesarias.

Existe ya una larga experiencia de lo difícil que es tomar Madrid desde dentro. Prim lo ensayó y fracasó. Prim, en su tiempo, fue un gran estratega revolucionario que elaboró la conquista de Madrid empíricamente, a través de una serie de fracasos, hasta que triunfó, en septiembre de 1868. Madrid fue tomado desde la periferia, apuntando contra él. Primo de Rivera hizo lo mismo, en 1923, aunque en sentido reaccionario. La República del 14 de abril, cuando fue proclamada en Madrid, a primeras horas de la noche, hacía ya tiempo que lo había sido en Barcelona y en otros lugares de España.

Madrid carece de proletariado propiamente dicho. No es una ciudad industrial. Los trabajadores de Madrid, dotados, quizá los que más en España, de un gran sentido político, se encuentran en presencia de una relación de fuerzas desventajosa. El Estado ha edificado a su alrededor una verdadera muralla china para protegerse. Técnicamente, Madrid es una población prisionera. Así como en las demás ciudades, por lo general, los cuarteles se encuentran enclavados en barrios de calles estrechas y entrecruzadas, lo que permite sitiarlos, como ocurrió con el de Pelayo, en Oviedo, Madrid está rodeado de un cinturón de hierro. Carabanchel, El Pardo, Jetafe, Leganés, Alcalá, Guadalajara, Toledo, etc., son puestos militares de vigilancia permanente sobre Madrid.

El triunfo de la insurrección obrera en Madrid ha de ser a base de contar con la sublevación en masa de la tropa, lo que virtualmente es imposible si la revolución no surge como consecuencia de una guerra. En la revolución rusa de marzo, la guarnición de Petrogrado se puso al lado de los obreros al quinto día de la insurrección. En octubre, la cosa era diferente. La guarnición estaba ganada a causa del cansancio de la guerra.

La mayor parte de las revoluciones modernas en las que ha intervenido el proletariado desde la Commune de París, han surgido después de los desastres de una guerra.

Es esta constatación la que ha dado origen a la teoría que sin guerra no hay revolución posible, teoría sofística, naturalmente.

Sin sublevación militar-obrera, cosa improbable faltando el acelerador de la guerra, Madrid, revolucionariamente, ha de ser tomado mediante un movimiento convergente que parta de la periferia, tal como hizo Prim.

Lo que da fuerza al Madrid burgués — la falta de una gran masa proletaria y su alejamiento estratégico de las grandes aglomeraciones de trabajo — constituye, de rechazo, su debilidad. Los focos obreros situados en diferentes lugares de la Península apoyándose en las masas campesinas, pueden en una acción de conjunto, provocar el derrumbamiento de la fortaleza reaccionaria asentada en Madrid. Madrid se hunde como un castillo de naipes si la insurrección estalla, simultáneamente, en Cataluña, Asturias, Bilbao, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Coruña, Vigo, Málaga.

Tomar Madrid es tomar el Poder. Y para conquistar el Poder precisa que la revolución obrera sea una empresa nacional, en el amplio sentido de la palabra, es decir, que intervengan en ella, además de los obreros, las masas campesinas e incluso una parte de la pequeña burguesía movilizada alrededor de la cuestión nacional.

La revolución socialista ha de ser obra de una clase llevando consigo a la mayoría de la nación.

En los acontecimientos de octubre no han tenido, excepto en Cataluña, ninguna intervención las masas campesinas, las cuales se encontraron colocadas en situación de simples espectadores. Ha ocurrido algo análogo a lo que sucedió en 1905, en Rusia.

Sin embargo, lo extraordinariamente grave, que ha de dar motivo a reflexionar, es que durante los años 1931-1933, los campesinos se agitaron en gran manera, yendo muchas veces por encima del mismo proletariado a la cabeza de la protesta y de la acción revolucionaria.

La burguesía española ha encontrado en época revolucionaria la posibilidad de mantenerse en un equilibrio más o menos inestable, gracias a las equivocaciones y división del movimiento obrero y gracias asimismo a la falta de coordinación del proletariado y de los campesinos. En otro lugar (La revolución española, 1932) hemos estudiado con amplitud esta grave cuestión:

”Hasta ahora, la Historia ha probado que una insurrección campesina sin insurrección proletaria es, inevitablemente, destrozada. Y una revolución proletaria, sin revolución agraria al mismo tiempo, particularmente en países como España, en donde el campo tiene un peso específico tan importante, no puede triunfar. La Commune de París y la Hungría soviética son una prueba contundente.

”En España, el movimiento campesino andaluz adquirió su mayor intensidad en 1918-1919. Durante este tiempo, el proletariado no hacía más que empezar a moverse. Cuando la clase obrera se puso en acción, a mediados de 1919, comenzaba ya el descenso del oleaje campesino. Movimiento obrero y campesino fueron vencidos por una falta histórica de articulación. Los dos frentes actuaron de una manera dispar. El régimen feudal-burgués pudo, gracias a eso, ganar la batalla entonces.

”No es imposible que actualmente ocurra lo mismo. No hay convergencia revolucionaria entre campesinos y obreros. Esto puede ser causa de un reflujo revolucionario.

”En nuestra revolución hay dos factores capitales, dos fuerzas motrices: el proletariado y los campesinos. Si no existe una unidad de esfuerzos, si aparacen dos frentes de lucha sin cohesión, la burguesía puede, por cierto tiempo, mantenerse en el Poder.

”Los dos centros de la revolución están en Andalucía y en Cataluña. Una ofensiva de los campesinos andaluces y de los obreros catalanes estremecería las bases del régimen burgués, derrumbándolo sin remedio. Todos los esfuerzos tácticos de la burguesía española han consistido, desde hace más de medio siglo, en evitar esa conjunción.

”Empíricamente, el movimiento campesino y el movimiento proletario, el de Andalucía y el de Cataluña, se buscan; pero históricamente no se ha llegado aún al encuentro.

”La insurrección campesina, que ha revestido caracteres muy serios durante el verano y otoño últimos (1931), ha ido pulverizándose en luchas aisladas. ”Los campesinos — decía Engels en La guerra de los campesinos de Alemania — son muy difíciles de sublevar. La dispersión hace casi imposible una acción común. La costumbre de generaciones sucesivas a la sumisión, la pérdida del hábito del uso de armas en un gran número de comarcas, la duración de la explotación, ya agravándose, ya atenuándose, según los señores, contribuye a mantener los campesinos en calma.”

”La insurrección campesina carece de unidad, unidad que solamente podría darle un alzamiento general del proletariado. Los campesinos no pueden jugar un papel director en la revolución. Pudieron triunfar en Francia, en 1789, porque la burguesía urbana era revolucionaria. Mas ahora es muy distinto el caso. La burguesía es opuesta a la revolución agraria.

El empuje de la agitación campesina es mucho más arrollador que el dei proletariado. La clase trabajadora industrial no ha logrado soldarse con los campesinos insurrectos.

Todo el porvenir de nuestra revolución estriba en eso. Todo el peligro está ahí.

¿Se llegará a una convergencia de la acción campesina y la proletaria? ¿Sabrá el proletariado trocarse en el director de la insurrección?

No seria de extrañar que ahora, como en 1919, la gran oleada proletaria se diera cuando empiece a iniciarse el reflujo campesino. Entonces, el proletariado quedarla destrozado asimismo.”

Desgraciadamente, esta profecía última, que subrayamos, se ha cumplido al pie de la letra. La insurrección de octubre ha tenido lugar sin los campesinos. Y la insurrección ha sido aplastada.

Había un sector del movimiento campesino íntimamente enlazado con la insurrección; los ”rabassaires” y demás trabajadores del campo de Cataluña, que hubiesen sido el fulminante con respecto de los demás campesinos españoles, si la Generalidad no se hubiese entregado en seguida.

La constatación que precisa hacer, pues, es que no era el proletariado quien formaba un bloque con los campesinos, sino que éstos, por lo menos allí donde habla más posibilidades de insurrección agraria, estaban ligados a los partidos burgueses cuya capitulación los dejó fuera de combate. El valor revolucionario de los campesinos era condicional. Dependía de la pequeña burguesía.

En España, excepto Cataluña en donde la tensión revolucionaria no se interrumpió hasta octubre, los campesinos estuvieron en posición insurreccional en 1931 y más aún en 1932. En 1933 ya había empezado el descenso que fue más profundo todavía en 1934, como se constató, en junio, con motivo del fracaso de la huelga campesina.

Podríamos decir que el secreto del movimiento revolucionario en nuestro país consiste en un movimiento de tijera cuyas hojas son: proletariado y campesinos. En el momento en que ambas hojas se separan, las perspectivas de la revolución se alejan. Cuando se aproximan, la revolución se acerca. Las tijeras no harán jamás el corte definitivo, si no se acercan hasta cruzarse. La burguesía, en el extremo de esta tijera, hace esfuerzos desesperados para abrirla, para impedir que los dos brazos se encuentren porque sabe que en el momento en que esto se produzca la tijera romperá la cuerda que sostiene la situación actual. El eje que una las dos hojas de la tijera revolucionaria ha de ser un fuerte partido marxista, que sepa hacer la unidad revolucionaria del movimiento proletario y del movimiento campesino, tal como llevó a cabo el partido de Lenin.

Exponer la relación que debe existir entre el proletariado y los campesinos significa plantear el problema de la pequeña burguesía.

En el movimiento campesino hay dos sectores interesantes para la revolución: los braceros, los jornaleros y, además, los aparceros, arrendatarios, foreros, ”rabassaires” y pequeños propietarios. Los primeros constituyen el proletariado agrícola. Los segundos son, específicamente, pequeño-burgueses.

El proletariado español hasta ahora ha carecido de una política agraria consecuente. El Partido Socialista ha buscado por medio de una Federación de Trabajadores de la Tierra atraerse, principalmente, al proletariado agrícola. Los anarquistas se han dirigido hacia el mismo estamento agrario.

Ahora bien, hay una zona de trabajadores del campo, el segundo sector, que por sus condiciones especiales no puede entrar en una organización sindical cuyo objetivo básico sea la defensa del salario y la jornada, puesto que no es esa cuestión lo que constituye el alma de sus preocupaciones e inquietudes.

Los aparceros, arrendatarios, ”rabassaires”, foreros y pequeños propietarios, quieren la tierra, quieren que desaparezca el explotador, que los impuestos no sean tan gravosos, que los frutos se vendan de modo que paguen el trabajo, que no haya usura y tengan crédito fácil y barato, que desaparezcan las hipotecas, que se construyan canales y carreteras, que en los pueblos haya escuelas buenas e higiene, que los productos industriales sean más asequibles, más baratos; quieren, en una palabra, una política agraria, cuyo vértice no es otro que la revolución.

Esas masas campesinas explotadas más aún que el mismo proletariado, aterrorizadas por el fisco, por una mala o — lo que es paradójico — por una demasiado buena cosecha, son una fuerza potencialmente revolucionaria que puede ser conquistada por el proletariado, si éste sabe convertirse en el defensor de sus intereses, que no están en manera alguna en contradicción con los suyos propios y los del proletariado agrícola.

Hoy, la pequeña burguesía agraria, después de haber confiado en los partidos republicanos pequeño-burgueses de los que se va decepcionada, se encuentra en la encrucijada. Si el proletariado no logra hacérsela suya, para lo cual ella ha de ver en el proletariado un guía, un conductor seguro, esa gran masa pequeño-burguesa puede ir al campo del fascismo trocándose en un enemigo a muerte del movimiento obrero. Es lo que trata de realizar la banda de Gil Robles, llevando a cabo una política demagógica con objeto de producir un desplazamiento de la pequeña burguesía agraria hacia el fascismo, del que Acción Popular es una especie de escuela preparatoria. En la ferocidad de la represión en Casas Viejas y en Asturias hay que distinguir síntomas evidentes de fascismo naciente determinado a causa de la crisis agraria.

Los guardias de asalto, guardias civiles, soldados del Tercio, en su mayoría, son campesinos que, sin tierra que cultivar, sin posibilidades de encontrar trabajo, atenazados por el hambre, se han enrolado en las fuerzas represivas del Estado. Cuando se pasa cl Rubicón, el enemigo no se ve detrás, sino delante. El trabajador descastado se convierte en un enemigo feroz del proletariado. En el fondo, sin que se dé cuenta de ello, es eco intuitivo de la protesta brutal que hace una clase explotada contra otra porque no ha sabido conducirla a la libertad.

El problema, que los acontecimientos de octubre han agudizado, está lleno de gravedad. El proletariado ha de enfocarlo y solucionarlo satisfactoriamente. De lo contrario, el campesino, hoy posible aliado, se transformará en su adversario implacable, como ha ocurrido en Austria en donde, formando parte de las organizaciones de Dollfuss y de Stahremberg, estaba aguardando el momento en que caería Viena, fortaleza del proletariado.

El movimiento de octubre ha puesto de relieve que la cuestión nacional es un factor revolucionario de gran transcendencia. La Generalidad de Cataluña formando bloque con el movimiento obrero constituía el eje de la insurrección. Pero si la cuestión nacional fue un factor revolucionario, los partidos pequeño-burgueses que monopolizaban este problema, hicieron marcha atrás.

Esta contradicción, que salta a la vista, y que no puede prolongarse, da al proletariado la ocasión de apartar a los partidos pequeño-burgueses de la dirección del movimiento nacional y ser él quien lo haga suyo en interés al propio tiempo de la liberación nacional y de la revolución socialista.

Los movimientos nacionales — que existen a pesar de la voluntad de los que se empeñan en negarlos —, por lo general, son utilizados por la gran burguesía para arrancar al gobierno central concesiones de carácter político y económico. Después, en la medida en que el movimiento se populariza y evoluciona, la pequeña burguesía lo arrebata a la gran burguesía. Esta situación no se prolonga. O bien el movimiento nacional pasa entonces a ser una base del fascismo con lo cual pierde su sentido progresivo, libertador, o es el movimiento obrero quien lo hace suyo, lo que proporciona un arma de gran valor a la causa de la revolución, neutralizando una parte de la pequeña burguesía nacionalista y atrayéndose otro sector importante.

El problema nacional, tratado por Lenin, contribuye al afianzamiento de la Revolución de octubre. Aprovechado por Hitler, por Mussolini, convertido en chovinismo, da como resultado el fascismo.

Dencás, en la política catalana, era el exponente peligrosisimo de una evolución en sentido francamente fascista.

Los acontecimientos de octubre hicieron que se estrellaran tanto Dencás como Companys, de igual modo el catalanismo ”pairal” del republicanismo viejo que el catalanismo fascistizante.

¿Cómo se matizará el problema nacional después de la experiencia de octubre?

Hay tres perspectivas posibles:

La resurrección de la Esquerra, es decir, del republicanismo pequeño-burgués liberal; la transformación del catalanismo en sentido fascista favorecida por la Liga de Cambó y Ventosa apoyándose, indirectamente, en aventureros dentro del movimiento nacionalista; que el movimiento nacional sea representado por la clase trabajadora.

La primera sería puramente transitoria, provisional. Si la Esquerra ha demostrado su incapacidad e impotencia para dar una solución mínima a una parte de las cuestiones que entraña la existencia del problema nacional, en un período de ”euforia” pequeño-burguesa, no es fácil que se vuelva a situaciones completamente sobrepasadas.

Hubiera sido falso, en 1930, presentar como reivindicación de Cataluña la restauración de la Mancomunidad suprimida por la dictadura. Había que ir más allá. Ese más allá fue la Generalidad. De la misma manera, ante un movimiento revolucionario ascendente, la Generalidad entregada, destruida y humillada, no podrá ser una consigna revolucionaria. Habrá que ir más allá. ¿Y podrá hacer esto el republicanismo apolillado del siglo XIX?

Los hombres y los partidos que dieron a Primo de Rivera la Mancomunidad de Prat de la Riba, los Puig y Cadafalchs y Cambós, no pudieron ser, en 1930 y 1931, los representantes del movimiento de liberación nacional. ¿Podrán serlo ahora, con igual motivo, los que el 6 de octubre entregaron la Generalidad de Maciá a Lerroux-Gil Robles?

La respuesta depende de la clase trabajadora.

La segunda perspectiva sería la consecuencia lógica, la continuación natural de la primera.

Las masas pequeño-burguesas que tanto en el campo como en el terreno de la cuestión nacional se encuentran actualmente desorientadas y buscan al gran libertador, si éste no aparece, si no surge, caerán en las garras del fascismo.

Los gérmenes fascistas, en el aspecto nacional, existen. La gran burguesía catalana cuya ganzúa era la cuestión nacional, se encuentra inerme ahora. Hace esfuerzos por reconquistar lo que ha perdido, cosa imposible, si no es por medio de una evolución fascista del nacionalismo.

La característica del fascismo en todas partes es su comienzo como movimiento de la pequeña burguesía que, finalmente, se convierte en instrumento de la gran burguesía industrial y financiera. Es ese proceso el que aguarda la Liga, en,Cataluña. El Bloque Dencás-Cambó — como tendencia, las personalidades pueden ser otras — es la cristalización natural después de la ruptura Companys-Dencás.

La tercera perspectiva, que es la revolucionaria, si se realiza, excluye tanto la primera, de transición, como la segunda, fascista.

La clase trabajadora debe tomar la dirección del movimiento de liberación nacional. Después de la experiencia de la pequeña burguesía, las circunstancias son extremadamente propicias para que sea así. Se ha demostrado que las libertades de Cataluña, en el momento crítico, eran defendidas no por los partidos de la pequeña burguesía catalana, sino por todo proletario español consciente. En septiembre de 1934, la Generalidad dejaba que los grandes propietarios de Cataluña de acuerdo con Gil Robles se concentraran en Madrid. Y eran los trabajadores de la capital los que se oponían a la concentración. Los obreros de Cataluña, el 6 de octubre, luchaban por la libertad de Cataluña mientras que la Generalidad se entregaba sin resistencia. Los trabajadores de Asturias, al combatir, lo hacían por la libertad del movimiento obrero y por las libertades de Cataluña.

El movimiento nacional ha comenzado a desplazarse del campo de la pequeña burguesía al de la clase trabajadora.

Conviene acentuar este proceso para evitar el nacimiento del nacional-fascismo y para hacer del movimiento nacional un fuerza revolucionaria.

La convergencia de los tres movimientos: proletario, campesino y nacional, que se ha encontrado a faltar en la insurrección de octubre, es la condición sine qua non para la victoria de la segunda revolución.

Este auxiliar poderoso del proletariado revolucionario no existe solamente en Cataluña. Se encuentra asimismo en Vasconia y puede hacerse brotar, golpeando en el pedernal de las libertades ahogadas, en Galicia y aun en Valencia y Andalucía. Marruecos, en este sentido, es de una fuerza potencial incalculable. El gobierno, el 5 de octubre, temió, como se desprende de la parte del informe oficial que hemos copiado más arriba, una conjunción revolucionaria del proletariado, Cataluña y Marruecos. No hay que olvidar que Marruecos ha sido junto con el movimiento obrero y la cuestión catalana lo que puso en derrota a la Monarquía.

Llegamos, finalmente, a la conclusión que las dos ideas clásicas que la burguesía nacional ha defendido en su tiempo la de la liberación de la tierra, nacionalizándola, y la de las libertades nacionales, dando a la Península una estructuración federal, ideas libertadoras que la burguesía ha abandonado al llegar al siglo XX, ha de hacerlas suyas el proletariado, remozándolas y adaptándolas a los momentos presentes.

Hay ideas-fuerza que, apoyadas en un punto sólido — el proletariado, en este caso —, pueden cambiar el curso de la Historia.

Los acontecimientos de octubre se caracterizan — y he aquí otra de las causas del fracaso - por la no existencia de una coordinación general del movimiento. Fue una insurrección intuitiva en gran parte.

La insurrección es la culminación, el paroxismo de la guerra. Una guerra, y menos su forma concentrada, la insurrección, no puede dejarse al azar. La iniciativa de las masas desempeña un papel importantísimo, pero esta libertad ha de estar ligada a la decisión definitiva.

En las dos grandes revoluciones clásicas, la de Francia y la de Rusia, se encuentran, en el aspecto militar e insurreccional, enlazadas la iniciativa de abajo y la dirección de arriba. Es esto lo que las hace irresistibles. Es esto lo que determina su triunfo.

El asalto de las Tullerías fue preparado meticulosamente por Dantón quien, una vez que el movimiento hubo empezado, se fue a dormir. La dirección había cumplido la primera parte del programa. La segunda correspondía a las masas.

Pero donde esta coordinación se ve mejor aún es en las guerras de la Revolución. ”Es la Revolución — ha dicho Jaurésen su forma completamente popular e instintiva, la que ha imaginado los libres y atrevidos movimientos de masa y, en esos movimientos de masa, rápidos e impetuosos, la marcha libre de los batallones y de los mismos individuos. La Revolución ha creado en conjunto los efectos de masa y los efectos de iniciativa. Ha concentrado y ha dado libertad a las fuerzas, a un mismo tiempo.” El éxito de Napoleón consistió en haber sabido recoger esta fórmula revolucionaria y aplicarla militarmente.

La Revolución rusa ofrece, igualmente, el ejemplo de la coordinación de la dirección y la iniciativa de las masas.

Lenin y Trotsky por medio del Partido, apoyándose en los soviets, pudieron movilizar a la mayoría de la población trabajadora. Cuando la noche del 6 al 7 de noviembre, Trotsky, el táctico de la insurrección, dirigió, procediendo de una manera científica, militar, la toma del Poder en Petrogrado, muchos soviets locales, en los lugares más apartados de Rusia, habían ya hecho lo propio. Cuando Lenin hizo la proposición de paz, los soldados votaban por la paz en las trincheras, fraternizando con los alemanes o desertando. Cuando fue firmado el decreto dando la tierra a los campesinos, éstos se encontraban en plena ofensiva para conquistarla.

Saber sintetizar los movimientos y la libertad de acción de las masas revolucionarias dentro del marco general de los objetivos de la batalla, he ahí el secreto de la estrategia y táctica revolucionarias.

Esta unidad de la espontaneidad de las masas con la línea trazada por el Estado Mayor directivo, que nos ofrecen las dos grandes Revoluciones, no existió en nuestra insurrección de octubre.

La insurrección surgió allí donde había Alianza Obrera: Asturias y Cataluña.

Es muy posible — todo induce a creer que fue así — que el Partido Socialista, en Madrid, confiara excesivamente en sí mismo, olvidando la importancia que pudiera tener la organización de masas, la Alianza Obrera.

Y la verdad es que el papel recíproco de Partido y soviet o Alianza Obrera ha de tenerse presente en todo momento si, como hicieron Marx y Engels, Lenin y Trotsky, la insurrección debe ser considerada como un arte.

La insurrección, puesto que su finalidad es hacer caer un régimen para sustituirlo por otro nuevo, en manera alguna puede tener un carácter regional y caótico. Es indispensable que esté articulada, vertebrada. La simple espontaneidad, la falta de una conjunción central, conduce irremisiblemente al fracaso.

Para vencer a un Estado viejo, armado hasta los dientes, cuya única preocupación es crear constantemente nuevas murallas, nuevas trincheras para defenderse contra un posible ataque, la insurrección ha de presentar en el instante oportuno una táctica y una estrategia que desconcierten, una táctica y una estrategia nuevas en el arte de la insurrección contra las cuales el Estado no esté preparado. Las reglas de Engels, Marx, Lenin y Trotsky son fórmulas clásicas que han de procrear otras fórmulas, según los países y según los tiempos. Desde 1852 y aun desde 1917 ha transcurrido mucho tiempo.

Sin dirección eficiente, sin centralización directiva, no hay posibilidad real de insurrección. Sin Estado Mayor capaz, la explosión revolucionaria toma la forma de ”putsch”, como ocurre con los anarquistas o se malogra, como sucedió en octubre.

En Asturias incluso se observó esta falta de centralización directiva, que de existir plenamente, hubiera dado otro giro a las cosas.

A medida en que se van estudiando las jornadas de octubre se constata que las posibilidades de éxito, dadas las circunstancias entonces existentes, eran extremadamente condicionales, mínimas, por lo tanto, puesto que quedaban ligadas a la resistencia y voluntad de lucha de la pequeña burguesía autonomista de Cataluña, y a una hipotética insurrección victoriosa en Madrid.

La conclusión simplista natural parece que debiera ser la que formulaba Plejanov a raíz de la insurrección de diciembre de 1905, en Rusia: ”¡No había que haber tomado las armas!”, conclusión que hacen suya en España, nuestros políticos de la pequeña burguesía — se comprende —, y seguramente más de un jefe socialista de la II Internacional.

Si los trabajadores españoles, en octubre de 1934, ante una provocación clara — lo ha dicho abiertamente Gil Robles y lo ha indicado el gobierno en el informe oficial sobre los sucesos de octubre —, no hubiesen contestado debidamente, su derrota se hubiese producido igualmente y las consecuencias finales hubieran sido políticamente catastróficas.

Marx decía refiriéndose a la Commune: ”Los canallas burgueses de Versalles han colocado a los parisienses en la alternativa de aceptar el reto o sucumbir sin combate. En este último caso, la desmoralización de la clase obrera sería una desdicha mayor que la pérdida de un número cualquiera de jefes.”

Esa era, exactamente igual, la situación de los trabajadores españoles, en octubre de 1934.

En la historia del movimiento obrero internacional durante los últimos años hay tres ejemplos que pueden ser considerados como clásicos: el de Alemania, el de Austria y el de España.

En Alemania, las masas trabajadoras, mal dirigidas, forzadas a seguir la política llamada del ”mal menor”, fueron reculando progresivamente sin presentar ni aceptar batalla. El resultado fue la toma del Poder por Hitler-Göering y el aplastamiento total del movimiento obrero cuya resurrección se efectuará, sí, aunque con grandes dificultades.

En Austria, los trabajadores, aleccionados, si bien demasiado tarde, por lo ocurrido en Alemania, antes que morir sin resistencia, prefirieron caer batallando, vendiendo caras sus vidas. El movimiento obrero austríaco ha sido salvado por haber luchado valientemente en la gloriosa semana de febrero de 1934. El proletariado de Viena, de Linz, de Styria, no ha sido vencido como el de Alemania. Ha permanecido vivo, trabajando, subterráneamente, la preparación de nuevos combates que le llevarán, finalmente, al triunfo.

En España, el proletariado supo recoger la doble experiencia de Alemania y Austria y aceptó la batalla no en período de repliegue, como fue el caso de Austria, sino en un momento de ascenso, aun cuando las condiciones, por los motivos que hemos analizado, no le eran favorables. Luchó y fue vencido momentáneamente. ”Una derrota bien reñida — dijeron Marx y Engels — constituye un hecho cuya importancia revolucionaria es tan grande como una victoria fácilmente ganada.”

La insurrección de octubre en nuestro país representa un punto de partida tanto para el movimiento hispánico como para el de todo el mundo.

Nuestros trabajadores han hecho, prácticamente, el aprendizaje de la insurrección. ”Los ejércitos derrotados están en buena escuelas (Engels).

Las jornadas de octobre por sus luchas, por sus éxitos, por sus fracasos, por su fuerza, por sus debilidades, constituyen para el proletariado internacional y especialmente para el de nuestro país un material vivo de estudio y experiencias de una riqueza incomparable.

Todo movimiento revolucionario justo, aunque sea vencido, comunica a la clase trabajadora energías nuevas y la empuja hacia adelante.

En 1909, el proletariado de Cataluña se insurreccionó. Fue derrotado. Pero aquella insurrección vencida cambió el giro de los acontecimientos políticos. Cayó el gobierno reaccionario de Maura-Lacierva (Lerroux-Gil Robles de hace veinticinco años), inaugurándose una etapa de liberalismo. Lerroux, después de la llamarada fugaz de su éxito electoral en Barcelona, en 1910 — que ahora, por las mismas razones sentimentales pudiera repetirse con la Esquerra, nueva edición, en cierto sentido, del lerrouxismo —, empezó a decrecer. El verdadero desenvolvimiento del movimiento obrero en Cataluña arranca de entonces.

La acción revolucionaria de 1917 fue también vencida. Los directivos socialistas fueron condenados a cadena perpetua. Sin embargo, el ascenso del Partido Socialista parte precisamente de esa fecha y de esa acción. El movimiento obrero, como consecuencia, entre otras razones, de su participación en las jornadas de agosto de 1917, se desarrolló durante los años 1918-1919 de una manera impetuosa, desbordante.

Las jornadas de octubre han sido de siembra revolucionaria.

Para la marcha política general de España, octubre es un punto de separación. En octubre acaba la primera revolución. Y comienza la segunda.

En adelante la lucha no queda entablada entre República y Monarquía, entre democracia y dictadura, entre pequeña burguesía y gran burguesía, sino más concretamente entre revolución y contrarrevolución.

La disyuntiva es ahora: socialismo o fascismo.

Capítulo 4. Socialismo o fascismo

I. La España burguesa en ruinas

El rasgo fundamental de la España monárquica fue éste: un país dotado por la naturaleza de grandes posibilidades, con una situación geográfica magnífica, pudriéndose en la miseria a causa del régimen que padecía. Europa había atravesado la fase histórica de su esplendor capitalista, y España se encontraba todavía encadenada por las supervivencias del feudalismo. Había un contraste brusco entre España y el resto del mundo. Gráficamente se dijo que Africa empezaba en los Pirineos.

La crisis mundial del capitalismo que comienza con la guerra de 1914-1918 y que, económicamente, adquiere a fines de 1929 un carácter agudo, ha tenido una gran repercusión en España. Nuestro capitalismo, en gran parte parasitario, desarrollado a la sombra de un régimen semi-feudal, ha experimentado durante los últimos años un golpe de muerte.

España, que no intervino en la guerra, que no se arruinó entonces, se encuentra hoy en una situación peor aún que los países que fueron beligerantes. Francia, Bélgica, Italia, Inglaterra, Estados Unidos, Rusia, Polonia e incluso la misma Alemania, han superado en gran parte la hecatombe producida por la guerra. España, que no se gastó en la contienda bélica del imperialismo, se encuentra ahora, no obstante, en condiciones de inferioridad, proporcionalmente, con respecto de los demás países de Europa.

En España se entrecruzan actualmente dos crisis. Una, la crisis mundial del sistema capitalista que hace llegar hasta aquí sus consecuencias. Y otra, endémica ya, es la catástrofe específica del sistema económico-social de España.

El mismo Servicio de Estudios Técnicos del Banco de España, estudiando las relaciones de la crisis económica española con la del resto del mundo, se ha visto obligado a constatar que España padece una crisis particular, interna.

El espectáculo que hoy ofrece España es el de una empresa económica en-liquidación.

La economía de un país, para darse cuenta de su vitalidad, debe ser comparada a ella misma con relación al tiempo, y al ritmo que sigue la de los otros países.

Esta doble comparación, como veremos luego, evidencia que, en ambos sentidos, la economía nacional está en completa fase de descenso.

La República no ha alterado el cauce de la economía española trazado durante el período de la Monarquía. Es exactamente el mismo.

La base de un sistema económico nacional la constituyen: la gran industria, los transportes y la banca.

Veamos, pues, cuál es la situación presente de la economía española comparada, con los años pasados y en relación con la actual de los países capitalistas más importantes de Europa.

La producción española de mineral de hierro ha sido (en miles de toneladas) la siguiente en los últimos años:

Años    Toneladas
1912 9 554
1924 4 612
1925 4 442
1926 3 181
1927 4 960
1928 5 771
1929 6 546
1930 5 517
1931 3 190
1932 1760
1933 1815
1934 2 000

Es decir, ha disminuido en diez años en un 56 %.

De todos modos, si el mineral producido durante los últimos cuatro años, un promedio de 2 191 000 toneladas, se consumiera en España, nuestra siderurgia sería tres veces mayor que actualmente. Mas no. La mayor parte del mineral de hierro producido se exporta. España sólo industrializa aproximadamente una cuarta parte.

El consumo nacional de mineral de hierro durante los últimos diez años ha sido el siguiente (en miles de toneladas):

Años Toneladas
1924 994
1925 1080
1926 965
1927 1 145
1928 1 090
1929 1 413
1930 1 199
1931 945
1932 592
1933 680
1934 700

Menos consumo ahora que hace diez años. En Vizcaya, centro siderúrgico, de 6 500 mineros sólo trabajan 1 500, estando en paro forzoso total o parcial, 5 000; y de 29 000 obreros metalúrgicos, hay 19 000 parados.

La producción de lingote de hierro con respecto del tiempo es grave, pero lo es más todavía en relación con los otros países (en miles de toneladas):

Países 1934
Alemania 8 720
Francia 6 180
Inglaterra 6 060
Bélgica 2 420
Sarre 1 840
Luxemburgo 1 450
Italia 580
España (en 1918, 386) 350
Europa 41 510
Mundo 62 250
PAISES 1934

En la fundición de hierro, España es mucho menos que Bélgica, Luxemburgo e Italia.

La producción de carbón es otro indicio del raquitismo de nuestra industria. Ha sido la siguiente (en miles de toneladas)

Años Toneladas
1913 9 000
1924 6 539
1925 6 520
1926 6 936
1927 6 992
1928 6 793
1929 7 547
1930 7 508
1931 7 432
1932 7 190
1933 6 300
1934 5 800

En 1913, se produjeron nueve millones de toneladas de carbón. España puede producir anualmente nueve millones de toneladas, doblar y aun triplicar esa cifra. Un Congreso de Geología celebrado en 1913 en el Canadá, estimó en 5 500 millones de toneladas la reserva de hulla existente en nuestro país, cifra probablemente inferior a la realidad.

Y, sin embargo, España importa carbón en la proporción siguiente (en miles de toneladas):

Años Toneladas
1918 465
1924 1 467
1925 1 597
1926 946
1927 2 212
1928 1 840
1929 2 058
1930 1 658
1931 1 182
1932 901
1933 785
1934 780

Escasa producción de carbón y escaso consumo de hierro dan una producción de acero reducidísima (en miles de toneladas):

Años Toneladas
1924 545
1925 630
1926 613
1927 675
1928 782
1929 1007
1930 928
1931 647
1932 533
1933 408
1934 540

En la producción de acero, que es el alma de la gran industria, España, en relación con los demás países, se encuentra, en 1934, representada en la proporción siguiente (en miles de toneladas):

Países Toneladas
Alemania 11800
Inglaterra 9 280
Francia 6 170
Bélgica 2 920
Sarre 1960
Luxemburgo 1920
Italia 1790
España 540
Europa 49 420
Mundo 80 880

En el acero, nuestro país representa la tercera parte de Italia, a pesar de que este país no posee minas de hierro.

España carece de industria pesada, no obstante ser un centro minero de los más importantes de Europa.

Si bien es cierto que la riqueza hullera de nuestro país no es ni por su cantidad ni calidad comparable a la de Inglaterra, Rusia, Alemania y Francia, la hulla blanca ocupa un lugar importantísimo. La energía hidroeléctrica disponible, según cálculos ajustados, es de unos cinco millones de caballos de fuerza. España ocupa en Europa, por sus posibilidades de hulla blanca, el quinto lugar. Viene después de Noruega, Suecia, Francia e Italia.

Industria raquítica quiere decir transportes deficientes.

La red ferroviaria de España, comparada con la de los principales países capitalistas de Europa, es un índice revelador de la economía nacional:

Países km en explotación km por 100 km< style='font-size:7.0pt'>2
Alemania 58 660 12,6
Francia 42 200 9,2
Inglaterra    34 416 14,2
Italia 21 000 6,8
Bélgica 11 000 36,5
Suiza 6 038 14,6
España 16 733 3,3

La proporción de 3,3 km de vía férrea por 100 km2, al lado de 36,5 Bélgica y 6,8, más del doble, Italia, no puede ser más elocuente. ¿Que España es un país montañoso en donde la explanación ferroviaria es difícil? Más montañoso es Suiza y la proporción, 14,6 al lado de 3,3, es 480 % superior a España. Inglaterra, en 1850, tenía ya unos 10 000 km de ferrovía, proporcionalmente más que ahora España. ¡Hace 85 años!

España posee un ferrocarril burocrático cuyo centro es Madrid, que no es un núcleo industrial. Los ferrocarriles se han construido más con la vista puesta en el Estado centralizado que en la economía del país. Por eso son caros, deficientes, inservibles.

El transporte de un automóvil de lujo de Vigo a Madrid paga 439 pesetas, y el de un vagón de pescado, 2 000 pesetas. Lo que en España cuesta de transporte por ferrocarril 62 pesetas, en Francia, 38 francos (18 pesetas), es decir 3,5 veces menos.

La Cámara del Comercio de Salamanca se dirigió al gobierno hace poco diciéndole: ”Se da el caso de que una mercancía consignada de Salamanca a Barcelona tiene más plazo para el transporte que una mercancía destinada a Buenos Aires. Para el transporte de diez mil kilos de bacalao de Bilbao a Salamanca emplea el ferrocarril alrededor de 15 días, y una Compañía de transportes sólo un día.”

Las mismas Compañías de Ferrocarriles, después de haber explotado a la nación durante más de medio siglo, ahora creen que no hay que cambiar nada, porque, como existe una crisis del ferrocarril, todo debe continuar igual, elevando de tanto en tanto las tarifas, claro está. La Asociación General de Transportes por Vía Férrea, en una asamblea celebrada en diciembre de 1934, acordó declarar que ”la construcción de nuevos ferrocarriles de nula rentabilidad, precisamente cuando las actuales redes ferroviarias apenas son rentables y muchas líneas se encuentran en trance de suspensión, supone un desastre económico de que el Estado debe arrepentirse prontamente”. En efecto, se han construido ferrocarriles que luego no han servido de nada porque fueron razones burocráticas, de especulación financiera y de cacicazgo las que los determinaron. Pero de ahí a decir que España con su red ferroviaria actual, 3,3 km por cada 100 km2, vía sencilla, velocidad de tortuga, material pésimo, lentitud en el tráfico y tarifas inabordables, puede darse por satisfecha, media un abismo.

“Toda la zona de ensanche de la economía nacional está azotada por los soberanos del ferrocarril”, decía el economista Bernis.

La crisis del transporte no queda limitada al ferrocarril. Se da asimismo en la marina mercante.

En 1928, antes de empezar la crisis, la marina mercante de los principales países, era la siguiente:

Países

Toneladas

Inglaterra

19 812 000

Estados Unidos

14 613 000

Japón

4 344 000

Italia

3 428 800

Francia

3 344 000

Noruega

2 968 000

Holanda

2 816 700

Suecia

1 447 000

Grecia

1 188 000

España

1 164 000

Dinamarca

1 068 000

España, país esencialmente marítimo (8 000 kilómetros de litoral), ocupa un lugar después de Grecia.

Desde 1929 a 1933 la marina mercante ha experimentado una gran baja permaneciendo amarrado una parte del tonelaje. En 1934, sin embargo, ha habido una ligera mejoría en el transporte marítimo, disminuyendo el tanto por ciento de tonelaje amarrado, al comenzar el mes de septiembre, comparación hecha con igual mes del año anterior (Datos de la Asociación de Navieros de Bilbao):

Países   1933   1934   Disminución
E. Unidos (Flota privada)    26 14  –12
Gran Bretaña 26 10  –16
Japón 4 4  –  0
Noruega 14 9  –  5
Dinamarca 6 3  –  3
Suecia 7 6  –  1
Alemania 17 8  –  9
Francia 28 22  –  6
Italia 16 11  –  5
Holanda 27 19  –  8
Grecia 29 12  –17
España 29 35 +  6

Es decir, que en todos esos países, los principales en la marina mercante, el tonelaje activo ha aumentado en 1934 con relación a 1933, en todos menos en uno, España, en donde el tonelaje amarrado se ha elevado en un 20 %.

El tonelaje mundial ha aumentado desde 1931 en 40 %. En 1934 había un tonelaje en construcción superior en un 65 % al año precedente. En 1934, la disminución mundial del tonelaje amarrado ha sido de 44 % y el tráfico marítimo ha aumentado en 6,7 %.

La marina mercante española está hundiéndose precipitadamente, a juzgar por la depreciación que sus cotizaciones han experimentado en junio de 1934 con respecto de las de diciembre de 1929:

Compañías Depreciación %
Naviera Amaya 58,63
Naviera Euzkera 64,71
Naviera Guipuzcoana 79,05
Idem Mundaca 84,22
Idem Marítima del Nervión 46,76
Naviera Soto y Aznar 78,13
Idem Marítima Unión 52,00
Idem Elanchoe 60,00

Cinco buques que hacían en 1933 el servicio del Golfo de Méjico, por un valor de 16,8 millones de pesetas, tuvieron una pérdida de 1 269 000 en su explotación. En la línea Cantábrica-Argentina se señalan 711 000 pesetas de pérdida y en la de Levante-Inglaterra, 669 000 pesetas.

El tonelaje de la marina mercante española, en 1934, era de 1 124 000 toneladas, menos que en 1929. De ese tonelaje, 300 000 toneladas están amarradas y 351 511 toneladas, el 31,3 %, corresponden a los buques de más de veinticinco años.

Vejez de la flota y amarre forzoso. He ahí el panorama.

La solución que se da a esa crisis general de la marina mercante es la elevación del tonelaje amarrado. Exactamente la misma que indican las compañías ferroviarias: paralizar la construcción de nuevas vías. En una palabra, ir muriendo económicamente de una manera lenta.

El sistema nervioso de la economía es la banca. Y la banca, en España, más aún que la misma industria y los transportes, no está al servicio de la economía nacional, sino al revés, la nación al servicio de la banca.

El descuento oficial que en la banca inglesa es el 2 %, en la de Alemania, el 4 % y en la de Francia, el 2,5 %, en España, oficialmente, es el 6 % que incluidos gastos de timbre, impuestos, etc. es, en realidad, el 8 %. Descuento que representa una verdadera muralla.

El centro de la banca española, el que da el tono a nuestras finanzas, es el Banco de España.

Pues bien, el Banco de España constituye un cáncer que roe las entrañas de nuestra economía. El actual embajador de España en Londres, antes de ser un personaje importante del Estado, hizo un retrato bastante ajustado de lo que es el Banco de España. ”El Banco de España — decía — se creó a imitación de otros Bancos nacionales extranjeros, pero en nada se les parece y es más bien todo lo contrario. Un Banco nacional tiene por fin favorecer y ayudar el conjunto de la economía patria. El Banco de España entorpece, cuando no anula, la economía española. Un Banco nacional, como su nombre indica, es para la nación. En España, la nación es para el Banco de España. Un Banco nacional debe ser como un respiradero o ventilador que socorra y evite los ahogos de la economía nacional. El Banco de España, contrariamente, es una campana pneumática que corta el aliento, roba el aire y asfixia toda iniciativa económica. Un Banco nacional debe llevar alas en el casco y en los tobillos como Mercurio, Dios de las finanzas. Un Banco nacional es a la manera de un enorme reserva- torio o embalse, de donde, concentrada transitoriamente la riqueza líquida de la nación, difluye luego en innúmeros conductos de riego, esto es, de crédito, pues vale tanto esperanza, o mejor certidumbre en los frutos del trabajo potencial, con lo que se fecundiza y multiplica el cultivo de la riqueza latente. A la inversa, el Banco de España es cavernoso algibe, a donde fluyen y se empantanan las fuentes de la riqueza colectiva, sin otro provecho, sino que en él se abreven ciertos pajarracos, los accionistas y ¡vaya pájaros feas, ociosas e inútiles urracas.” El 31 de diciembre de 1934, el balance del Banco de España daba estas cifras: 354 000 acciones a favor de 15 888 interesados. Menos de 16 000 personas agarrotan la economía nacional. España entera está en sus garras voraces.

Hizo ya observar Olariaga, hace veinte años, que el Banco de España, en los momentos de crisis nacional era cuando obtenía beneficios más fabulosos. Así ocurrió a fines del siglo XIX al producirse el desastre. En 1920, repartía un dividendo de 16 %. Pero en 1921, que fue el año de la hecatombe en Marruecos, el dividendo fue de 54 %.

El Banco de España es, sin duda alguna, uno de los “affaires” más escandalosos de la finanza internacional. Con un capital de 150 millones de pesetas, que en 1921 elevó a 177 millones sin que tuvieran que verificar desembolso alguno los tenedores de acciones, ha logrado beneficios verdaderamente fantásticos.

Desde 1924 a 1934 el Banco de España ha obtenido los siguientes beneficios:

Años    Beneficios pesetas
1924 92 300 000
1925 97 055 000
1926 103 490 000
1927 88 470 000
1928 83 530 000
1929 96 680 000
1930 100 250 000
1931 120 000 000
1932 131 600 000
1933 115 000 000

En diez años, el Banco de España ha conseguido, por beneficios líquidos, una ganancia global de 1028 millones de pesetas, esto es, más de seis veces su capital verdadero.

Durante los años 1931, 1932 y 1933, el Banco de España con un capital real de 150 millones de pesetas ha alcanzado 366 millones de ganancias. En tres años, los beneficios han doblado al capital.

La República es para el Banco más fructífera aún que la Monarquía. El año 1934, que fue de gran crisis, para el Banco no pudo ser más espléndido. Se repartió un dividendo de 130 %, exactamente lo mismo que en 1933.

Un humorista ha dicho que cuando la gran burguesía española, en los momentos de efusión patriotera, grita ”¡Viva España!” entre el ”Viva” y el ”España” hay un breve paréntesis. Lo que en realidad vocifera es: ”¡Viva (el Banco de) España!”

Gran industria parasitaria, transportes parasitarios y banca parasitaria dan como resultado la asfixia de la economía. Las emisiones de valores durante los últimos ocho años son de una claridad meridiana:

Años    Total emitido
(en millones de ptas.)
Tesoro y Corpora-
ciones oficiales
Industriales
    % %
1927 932 39,2 60,1
1928 1 604 13,1 89,9
1929 2 497 26,5 73,4
1930 908 17,9 82,1
1931 797 25,6 74,4
1932 950 70,2 29,8
1933 992 76,9 23,0
1934 1 67,8 32,2

Si el promedio anual de las emisiones, alrededor de mil millones, es siempre el mismo, decrece progresivamente desde 1928-1930 el tanto por ciento de las emisiones industriales para aumentar las del Tesoro y Corporaciones, esto es: la Deuda- El crecimiento del parasitismo y la decadencia económica, que es lo que caracteriza a la España actual, se encuentran clavados en las anteriores cifras.

El “índex” de los precios, calculado por la Secretaría del Consejo Superior de Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, es también un dato significativo.

El precio de los productos industriales ha experimentado el siguiente descenso:

1922-1926 (base) 100  
1930 86,0
1933 80,0
1934 80,4

Los artículos industriales de consumo han descendido en esta proporción:

1922-1926 (base)  100   
1930 94,9
1933 87,7
1934 89,0

De modo que el valor de los productos y artículos industriales ha disminuido, término medio, de un 11 a un 20 %. En cambio, el precio de los alimentos ha aumentado:

1922-1926 (base)    100
1930 103,9
1934 104,1

Este descenso de los precios de la producción industrial y elevación contraria de los alimentos es otra manifestación evidente de la crisis económica y del parasitismo capitalista.

Podría argüirse que esto es un fenómeno natural en el mundo como consecuencia de la crisis del capitalismo en general. En parte es debido a eso, en efecto; pero el parasitismo de la economía española es el factor preponderante, como puede verse por los precios de los artículos de exportación e importación.

Precio de los artículos de importación:

1922-1926 (base)   100   
1930 95,4
1933 97   
1934 96,9

Precio de los artículos de exportación:

1922-1926 (base) 100
1930 104,4
1933 88,3
1934 91,8

Mientras que en los artículos de producción extranjera el descenso, en 1933 y 1934, con relación a 1922-1926 es de un 3 %, en los de producción nacional es de un 8,2 %.

Los precios oscilan en Francia e Inglaterra entre 130 y 140 %, con relación a 1913, y en España entre 170 y 200 %.

La suma del comercio exterior (exportación e importación) es otro índi interesante de la vida económica de un país. El comercio exterior fue el siguiente en 1930:

  Pesetas oro/habitante
Dinamarcanbsp;nbsp;nbsp;nbsp; 1 308
Suiza 1 099
Holanda 1 095
Bélgica 1 018
Inglaterra 958
Noruega 870
Francia 467
Alemania 435
EE. UU. 360
Italia 197
España 130

Desde 1930 la proporción se ha agravado todavía en perjuicio de España. Nuestro comercio exterior, cada vez más reducido, que en 1933 tuvo un déficit de 167 millones de pesetas oro, en 1934 ha elevado el déficit a 250 millones. Ha habido un aumento de importación por valor de 25 millones de pesetas oro, y un descenso de exportación de 58 millones.

Esta es, expuesta con la brevedad obligada, la situación catastrófica de la economía nacional.

La característica es la ruina general y que las grandes empresas – banca, compañías de transporte, gran industria - tienen al Estado como instrumento para llevar a cabo sus expoliaciones. El Estado es prisionero de las grandes empresas y la nación es prisionera del Estado.

L evolución del Presupuesto del Estado ofrece, de otra parte, en la misma medida, la explicación del cambio que se está produciendo en España, de la marcha acelerada hacia una solución brusca: fascismo o socialismo.

En 1900, el presupuesto ascendía a 878 millones de pesetas y en 1934 a 4 477 millones. A comienzo de siglo se pagaba por habitante 47 pesetas; ahora, 186 pesetas.

Desde 1900 el capital y la renta han aumentado en el 55 %. ni presupuesto, en el 513 %.

En 1900, la burocracia del Estado absorbía 164 millones; ahora, 1350. La burocracia se ha multiplicado por 8.

La renta media de la nación es de unos 17 000 millones de pesetas. El Presupuesto del Estado consume casi la tercera parte. Si al Presupuesto del Estado se añaden aún los presupuestos municipales, provinciales y demás cargas, la proporción será todavía mucho mayor. Se ha calculado que el ciudadano español está sometido a unos 250 impuestos y gabelas diferentes. El Estado es un monstruoso vampiro.

El crecimiento de gastos del Estado es progresivo. En millones de pesetas ha sido el siguiente:

1924      2 941
1931 3 855
1932 4 297
1933 4 426
1934 4 477

En diez años, los gastos se han elevado en 154 %, esto es, en 153 millones cada año.

Los ingresos ordinarios, aun acentuando las cargas hasta hacer insoportable los impuestos, no se equilibran con los gastos. Han crecido en millones de pesetas de la manera siguiente:

1924   2 777
1931 3 657
1932 3 886
1933 3 941
1934 3 883

El déficit ha ascendido en millones de pesetas:

1924    164
1931 198
1932 411
1933 485
1934 594

En 1934, como dato interesante, ha habido 112 millones menos de ingresos que el año anterior y 51 millones más de pagos.

La Deuda del Estado que al venir la Dictadura era de unos 13 000 millones de pesetas fue elevada por Primo de Rivera-Calvo Sotelo a 20 000 millones. Desde 1930 a 1934 ha ascendido en otros 1688 millones.

Para pagar los intereses de la Deuda en 1923 se necesitaban 664 millones; en 1930, 882 millones, y ahora, 1091 millones.

La Federación Sindical Internacional estableció dos categorías de gastos de los principales Estados. La categoría ”A” comprende los gastos de carácter militar y fuerzas represivas. La categoría ”B”, los destinados a obras sociales (enseñanza, beneficencia, etc.). He aquí el balance para 1934, calculado en millones de población y de pesetas.

Países   Población Catg. A.   Catg. B.
Inglaterra 46    5 616 14 172
EE. UU. 122    10 950 21 570
Suecia 6    261 1 238
Dinamarca    3,5 134 600
Bélgica 8    544 1 248
Francia 42    6 096 5 024
España 24    963 745
Alemania 65    4 080 2 295
Italia 42    4 788 2 364
Austria 6,7 422 220
Polonia 33    2 650 1 062
Portugal 6,8 211 96

Los cinco primeros Estados gastan en obras de carácter social de dos a tres veces más que en fuerzas militares y represivas. Esos países están por ahora alejados del fascismo.

En cambio, en los cinco últimos ocurre al revés. Los gastos de la categoría ”B” son casi dobles que los de la categoría ”A”.

Francia y España, que hemos subrayado, ocupan una posición intermedia. La diferencia entre unos y otros gastos no es importante, aunque con la superioridad evidente de los destinados a ejército y fuerzas represivas. Se trata de dos Estados que evolucionan en sentido fascista. Tienden a entrar en la órbita presupuestal de Alemania, Italia, Austria, Polonia y Portugal, los cinco países fascistas.

La tendencia del Estado español hacia su transformación absoluta en Estado-gendarme se agudiza y se acelera. Desde 1930 a 1934, el número de individuos de las fuerzas represivas del Estado ha aumentado en 16 577 hasta alcanzar la cifra de 54 228. ¡54 000 guardias civiles, guardias de asalto y policías! Un verdadero ejército.

Al lado de ese crecimiento, otro, el del paro forzoso, que apuntamos según datos de la Oficina Internacional del Trabajo (en millares):

Países 1933 1934
Estados Unidos 10 122 10 671
Alemania 4 236 2 809
Inglaterra 2 224 2 085
Italia 1066 969
Japón 413 367
Checoeslovaquia 691 668
Suecia 137 96
España (enero 1935)    603 711

En todos los países en donde el paro forzoso es importante ha habido en 1934 un ligero descenso, excepto en los Estados Unidos y en España. En Norteamérica ha habido un aumento relativamente pequeño, el 5 %; en España, el 18 %.

Una economía atrofiada y un Estado hipertrofiado determinan situaciones como las que vamos a exponer.

Población relativa por kilómetro cuadrado:

Bélgica 245
Holanda 220
Inglaterra 182
Alemania 133
Italia 132
Luxemburgo 110
Checoeslovaquia           97
Portugal 96
Suiza 94
Hungría 86
Austria 78
Francia 74
Polonia 70
Rumania 58
España 44

España tiene proporcionalmente menos población que Portugal y tres veces menos que Italia, país cuyas condiciones naturales son muy inferiores a las de España. Tomando los 132 habitantes que tiene Italia como punto de comparación con los 44 de España, se puede afirmar que la España de la decadencia ha enterrado en cada km2 de terreno a 88 españoles. Esos 88 cadáveres simbólicos representan el tributo que el pueblo español paga al régimen económico-social que sufre desde hace largos siglos.

Los 44 habitantes por km2 viven en su mayoría en la miseria.

El hambre hace estragos en el campo. Hay medio millón aproximadamente de trabajadores campesinos en paro forzoso. Los que tienen la suerte de poder trabajar ganan jornales increiblemente bajos.

En el informe que Bernaldo de Quirós elevó al Ministerio de Trabajo a fines de 1930, se expone que los jornales, en Andalucía, oscilan entre 2 y 4,50 pesetas, siendo el jornal medio, 3 pesetas.

En 1919, se había calculado que el coste de la vida de una familia campesina, en Andalucía, era aproximadamente el siguiente:

  Pesetas
Pan (tres kilos) 1,65
Habichuelas (dos tazas)     0,50
Tocino (cien gramos) 0,50
Arroz (una libra) 0,40
Aceite (dos panillas) 0,40
Carbón (un kilo) 0,30
Jabón 0,15
Picón y agua 0,10
Ropa, hilo y calzado 0,40
Casa (alquiler diario) 0,15
Total consumo diario 4,55
Jornal 3, –
Déficit diario 1,55

 

Desde 1919 el coste de vida ha aumentado todavía, y el déficit es mayor, por lo tanto.

Pero el salario medio de 3 pesetas diarias calculado en 1930 ha descendido mucho a causa del paro forzoso, de la abolición de la Ley de Términos Municipales y del triunfo de los caciques terratenientes. Durante el último invierno se han señalado en algunas provincias de Castilla jornales hasta de una peseta diaria.

Costa podría repetir que la mitad de los españoles se acuestan sin haber cenado. Hay una minoría que nada en la abundancia, que despilfarra, que vive espléndidamente, y una mayoría aplastante atormentada por el hambre y por la miseria. ”Los que no son felices no tienen patria”, había dicho Saint-Just. España no es una patria.

Llegamos después de todas estas constataciones a una conclusión final:

La Dictadura fue el comienzo de un proceso que ha continuado la República. España se encuentra situada por el impulso de las leyes históricas ante una crisis económica ascendente y al mismo tiempo en presencia de un crecimiento progresivo, absorbente, devorador, del Estado. El Estado es el sostén de una economía parasitaria y a la vez obstáculo para que las fuerzas impulsivas naturales de la economía rompan las fronteras de ese parasitismo.

Todas las manifestaciones de la economía nacional acuden al Estado, necesitan del Estado, reclaman del Estado. Pero el Estado en vez de ser un organismo económico es, por el contrario, un parásito entre los parásitos. No produce, succiona. No ordena, siembra el caos. No  agarra al pasado. No abre el cauce a la libertad que fecunda, es un gendarme que reprime y coacciona.

Capitalismo parasitario y Estado gendarme se necesitan mutuamente. Están entrelazados. El cuerpo vivo que van extenuando es España. Son el corrosivo de un pueblo.

El dilema es terminante: o España, en tanto que conjunto de fuerzas creadoras, sucumbirá agotada por un capitalismo moribundo y un Estado hipertrofiado — y entonces nace el fascismo —, o el Estado gendarme y el capitalismo raquítico que se extingue pero que adquiere cada vez más condiciones parasitarias, son vencidos — y entonces triunfa el socialismo.

La nación al servicio de las empresas y del Estado, o la economía y el Estado al servicio de la nación.

He ahí el problema.

II. Posibilidades fascistas

Asistimos, como a comienzos del siglo XVI y como a fines del siglo XVIII, a la quiebra del mundo tal como está organizado. En todas partes hay una lucha implacable entre la revolución y la contrarrevolución, entre el socialismo y el fascismo. La revolución ha triunfado en Rusia. El fascismo, en varias naciones. De momento, el fascismo es quien va ganando nuevas y sucesivas posiciones. La revolución socialista que en Alemania y Austria parecía, hace diez años, más probable que el fascismo, ha sido vencida y el fascismo se ha impuesto.

España se encuentra situada ante la misma disyuntiva histórica que han conocido varios países. Es evidente que la simulación democrática está ya virtualmente liquidada, y la hora de la decisión se aproxima. Dictadura fascista o democracia socialista. Marchar retrocediendo o avanzando. Atrás o adelante.

En primer lugar, ¿qué es el fascismo y a qué obedece, en tanto que movimiento típico de la etapa actual de crisis mundial del capitalismo?

El capitalismo evoluciona como todo lo existente. Ha tenido una gestación larga, se ha desarrollado, ha vivido una época de esplendor y ha iniciado la decadencia. A cada fase del proceso capitalista corresponde una forma política determinada. La democracia iba ligada al período de la libre concurrencia. La consigna de ”Libertad) — deificada por el capitalismo americano — era entonces el motor de la vida económica y político-social.

Mas el capitalismo ha entrado en la etapa final de su carrera: la fase monopolista. Y entonces, al convertise en capitalismo parasitario, ante la amenaza de ser transformado súbitamente en socialismo, abandona la democracia y recurre al fascismo.

El fascismo es la forma política del capitalismo monopolista de la decadencia.

Entre la internacionalización progresiva de la economía y las formas políticas burguesas se ha ido creando una contradicción cada vez más profunda. Atravesamos una fase histórica de desgarramientos, semejante a la que conoció Europa desde fines de la Edad Media hasta el último tercio del siglo xIx. Entonces se rompían los viejos feudos y se formaban las naciones. Ahora estamos en el comienzo de la marcha hacia la internacionalización y socialización de la economía.

El fascismo representa la reacción violenta contra esa tendencia, históricamente progresiva. Movimiento reaccionario, lleva en sí, como pecado original, su propia contradicción fundamental. Aparece para vencer el antagonismo que existe entre el ensanchamiento económico y la estrechez del nacionalismo burgués. Busca la unificación nacional del capitalismo — capitalismo de Estado —, pero hace más altas las fronteras, exacerba aún más el nacionalismo, intensifica la agresividad patriótica que conduce, como consecuencia, a la guerra.

La guerra, el fin inevitable del imperialismo y del fascismo, es una nueva manifestación contradictoria de lo precario del capitalismo en su fase actual.

El fascismo acelera la guerra y aproxima, por lo tanto, su propia desaparición. Los progresos de la aviación como instrumento de guerra, que el fascismo se ve obligado a impulsar, son enemigos mortales del nacionalismo fascista, del capitalismo decadente. El avión, en la medida en que se perfecciona y se desenvuelve, se convierte en un destructor de fronteras. Para la aviación no hay demarcaciones divisorias. El aeroplano no encuentra mojones. Si la artillería fue el auxiliar más poderoso con que contó la burguesía para triunfar, puesto que el cañón destruía los castillos, fortalezas del feudalismo, el avión, aun fabricado por Hitler y Mussolini, es el aliado del proletariado: borra las fronteras, internacionaliza.

De un régimen social a otro régimen social hay siempre. una etapa intermedia. Entre la esclavitud y el feudalismo existió el cesarismo. Entre el feudalismo y la burguesía, la monarquía absoluta. Entre el capitalismo y el socialismo, esa fase intermedia puede adoptar dos formas: progresiva o regresiva. La primera, el socialismo de Estado. La segunda, el capitalismo de Estado.

Toda clase social tan pronto como entra en decadencia queda exhausta de condiciones políticas.

Los nobles romanos, los latifundistas y propietarios de esclavos, así que la Historia fue preparando las bases del feudalismo, no fueron capaces de dirigir los negocios públicos. Apareció César, iniciando el Imperio. Cuando el feudalismo se sintió minado por la burguesía creciente, los señores feudales acabaron por poner en manos del monarca absoluto la administración política que les concernía.

La burguesía, en la medida en que la clase trabajadora asciende y hace ostentación de su voluntad de potencia, de sus ansias de Poder, pierde la facultad de mandar políticamente. Y se entrega al fascismo que es una organización auxiliar encargada de dirigir la política impidiendo el triunfo de la revolución obrera, mientras que el capitalismo, devenido parasitario, se siente temporalmente protegido. El fascismo, en último término, es el guardia de corps de un tullido que agota sus últimas reservas.

Los directivos de esta época de mutaciones representan al proletariado — Lenin, Trotsky, Stalin — o salen del proletariado — Mussolini, Hitler, Pilsudsky, Mac Donald. A la burguesía se le han secado sus facultades procreadoras. Ayer engendró gigantes como Cromwell, Robespierre, Danton, Napoleón, Bismarck, Gladstone, Disraeli, Garibaldi, Cavour, Prim, Clemenceau. Hoy ya no pare más que ratones: Giolitti, Kerensky, Bränning, Baldwin, Doumergue, García Prieto, Samper, etc.

Democracia obrera o dictadura fascista son inevitables. Una u otra.

Que sea la dictadura fascista o la democracia socialista depende de la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado y de su capacidad respectiva para imponer una solución o la otra.

La Historia ofrece, primeramente, el Poder a la clase trabajadora. Si ésta lo rechaza o demuestra una falta de inteligencia y de preparación para tomarlo, entonces, indefectiblemente, pasa al fascismo. No hay vacío posible. Y la pseudo-democracia burguesa es el vacío.

El fascismo ha cantado victoria allí donde el movimiento obrero, a pesar de las condiciones favorables, no ha sabido hacer triunfar su revolución.

En 1919 y 1920, Italia estaba madura para la revolución socialista. No había más que una fuerza real: la de las organizaciones obreras. En las primeras elecciones después de la guerra, los socialistas llevaron 156 diputados al Parlamento; tenían mayoría en dos mil Municipios, entre los cuales, los más importantes de la región industrial del Norte: Milán, Turín, Trieste, Bolonia, Génova, etc. En sus sindicatos había hasta tres millones de afiliados. ”El país era socialista, pero el socialismo no sabía qué hacer con el país) (Kaminsky-Matteotti. Der Fascismos in Italien). Los socialistas italianos no supieron hacer, como los bolcheviques rusos, la revolución. Malgastaron tiempo, energías y oportunidades.

El castigo que la Historia les infligió fue el fascismo. Mussolini que en 1919 era un náufrago, ascendió apoyándose en la falta de audacia revolucionaria de los socialistas.

En Alemania ha sucedido aproximadamente lo mismo. Durante doce años, la revolución socialista ha dado fuertes aldabonazos, pidiendo que se le abriera la puerta. La socialdemocracia cerró el paso al socialismo. La clase trabajadora alemana, mal dirigida por el Partido Socialista y por el Partido Comunista, no supo utilizar la coyuntura histórica favorable. El nacional-socialismo de Hitler ha crecido sobre un terreno preparado por la incapacidad del proletariado para tomar el Poder.

En Rusia ocurrió al revés. Allí, el proletariado, bien dirigido, supo irrumpir a tiempo. No hay duda que si el Partido bolchevique no hubiera hecho la Revolución de octubre, el fascismo que inauguró Italia, en 1920-1922, hubiese comenzado tres años antes en Rusia.

Se ha dicho que el fascismo es la contrarrevolución preventiva. Seguramente que es más justo afirmar que el fascismo es la consecuencia contrarrevolucionaria de una revolución fracasada.

Partiendo, pues, de esta base, ¿cuáles son las perspectivas de fascismo en España?

Se dan una serie de circunstancias que favorecen el desarrollo del fascismo.

Hay una crisis económica profunda, elevándose cada vez más el número de los sin trabajo, que acostumbran a ser una materia prima para el fascismo.

El capitalismo se encuentra en un callejón sin salida. La ruina del país va aumentando en proporciones verdaderamente aterradoras. Y la burguesía quiere hacer pagar esta catástrofe a la clase trabajadora, esclavizándola política y económicamente.

El Estado se halla situado en un plano inclinado de fascistización progresiva.

El clima de la preparación mundial para la próxima gran guerra imperialista eleva la temperatura chovinista.

Asistimos al fracaso de una revolución, la revolución democrática dirigida por la pequeña burguesía.

Esas premisas fundamentales para el nacimiento y desarrollo del fascismo existen. Es indiscutible.

Las clases sociales que han dado su fuerzas al fascismo en Italia y Alemania son: pequeña burguesía proletarizada, un sector del movimiento obrero reclutado entre los sin trabajo, y la gran burguesía que ha ayudado económicamente. El fascismo, además, para formar sus organizaciones de combate se ha apoyado en la educación y costumbre militar de cuatro años de guerra.

De otro lado, la división del movimiento obrero, la poltronería de la socialdemocracia y el sectarismo y visión estrecha del comunismo han sido también factores que han contribuido en gran manera al éxito fascista.

Ahora bien, en España las cosas no se presentan exactamente igual que en Italia, Alemania y Austria. Hay aquí un gran número de obstáculos que dificultan por ahora un triunfo del fascismo.

La situación actual de España no es exactamente la misma que la de Italia, en 1922, y la de Alemania, en 1933. España ha conocido ya, ha palpado, las consecuencias de un régimen que bordeaba el fascismo, la dictadura militar que duró desde 1923 a 1930. La huella de la dictadura no ha sido borrada, permanece marcada como un estigma. En Italia y en Alemania, el fascismo representaba, después del fracaso de la democracia y de la socialdemocracia, algo nuevo. En la mística hitleriana del Tercer Reich había una esperanza. ¿Qué esperanza, qué ilusión puede engendrar, en nuestro país, un retorno, en condiciones peores todavía, a lo que fue la dictadura?

A la experiencia propia hay que añadir la del fascismo en aquellos países en donde se ha instalado. Italia, después de doce años de fascismo, está materialmente agotada. El malestar es tan hondo que sólo un régimen de fuerza puede impedir una explosión volcánica. Los campesinos se encuentran en la mayor de las miserias. Los obreros ven cómo son reducidos sus salarios sin que puedan defenderse. El mismo Mussolini ha tenido que confesar la catástrofe en un discurso célebre, pronunciado el año pasado. En Alemania, Hitler hace sólo dos años que tiene el Poder, y el nacional-socialismo ha hecho verdaderos estragos en la vida económica del país. La protesta interior, el espíritu de rebelión cunde incluso de las mismas huestes ”nazis”, como salió brutalmente a la superficie cuando las matanzas de Hitler y Göering el 30 de junio de 1934.

El fascismo es un régimen de seguridad enormemente caro. El fascismo arruina a Italia. Ha arruinado a Austria. Ha arruinado a Alemania.

Si sobre las ruinas de un país, como España, ha de alzarse aún un régimen que ha de producir nuevas ruinas, ¿cuáles serán las perspectivas?

Lo lógico es que España busque su salvación y no su muerte. Que supere las ruinas existentes y no que amontone escombros sobre escombros. Que marche hacia la luz y no hacia las tinieblas.

Lo ocurrido en Italia y Alemania, en el orden económico e intelectual — puesto que el fascismo es la negación de los avances materiales y espirituales — es una lección de cierto valor que no puede pasar inadvertida.

La pequeña burguesía arruinada ha sido la base principal del fascismo y del nacional-socialismo, en los primeros tiempos. El fascismo es, en efecto, en sus comienzos, un movimiento de radicalismo pequeño-burgués que busca soluciones al margen del proletariado. Pero la pequeña burguesía, en Italia como en Austria y Alemania, una vez que el Poder ha sido conquistado, constata con amargura que las promesas no se cumplen, que las esperanzas se desvanecen. La pequeña burguesía sigue en la miseria pagando más duramente aún que en período democrático las consecuencias de la crisis.

Mussolini e Hitler se atrajeron a las clases medias y a la pequeña burguesía con un programa de tendencias socialistas que después han abandonado, lo cual prueba que pueden perfectamente ser conquistadas por el proletariado y formar bloque con él.

En España, la pequeña burguesía cree aún en la democracia.

Si el proletariado sabe aprovechar este momento para que clases medias y pequeña burguesía al producirse el desencanto de la democracia burguesa, que fatalmente se manifestará, en vez de ser atraídas por el fascismo lo sean por el movimiento obrero, el fascismo perderá un apoyo importantísimo.

El fascismo español no ha logrado penetrar en el movimiento obrero a pesar de todos los esfuerzos hechos. Y esto le impide . la utilización de la máscara demagógica que en el fascismo viene a ser Io que el azogado en el espejo. Nuestro fascismo aparece transparente, no puede engañar. Se presenta tal como es: como movimiento reaccionario hasta la médula. Es monárquico y católico. Las perspectivas que su victoria ofrece no pueden ser más impopulares, más alejadas del deseo general de las masas.

En casi todos los países en donde ha triunfado, el fascismo encarnaba una virulencia patriotera, de revancha, de engrandecimiento nacional. Italia no estaba conforme con el Tratado de Versalles. Quería más, necesitaba más. Sus 41 millones de habitantes encerrados en un área de 310 000 km2, 132 habitantes por km2, se encontraban apretujados. ”Expansionarse o reventar”. El caso de Alemania era el mismo. El Tercer Reich hitleriano quería decir la incorporación a Alemania de Austria, Checoeslovaquia y Hungría, es decir, los restos del Imperio de los Habsburgos.

El fascismo representa, además, ante la internacionalización de la economía, un esfuerzo del capitalismo para poder vivir evitándola. Nace la idea de la autarquía económica.

¿Qué puede ofrecer como señuelo el fascismo en España?

Imposible pensar en un ensanchamiento nacional. Descartada en absoluto la idea del Imperio Ibérico que deliró alguna vez Alfonso XIII, lo que Unamuno llamó el Vice-Imperio Ibérico. Desde que Primo de Rivera tuvo la ocurrencia, ayudado por los franceses, de conquistar Alhucemas y derrotar a Abdel-Krim, el Rif ya está sometido, con la particularidad de que aquellas estribaciones del Atlas no son ciertamente propicias para crear una psicosis favorable a un Vice-Reich que fuera extendiéndose desde Ceuta hasta Cabo Jubi e Ifni.

Si España por medio del fascismo no puede ensancharse exteriormente — el triunfo de la revolución proletaria hará la Unidad Ibérica con Portugal —, tampoco determinará un ensanchamiento interior en busca de la autarquía. El fascismo sería el triunfo de la gran propiedad, del capitalismo parasitario, de los grandes ladrones de la finanza, de los acapadores sin entrañas y de los chantajistas, agiotistas y demás fauna voraz y explotadora. Significaría más hambre, más paro forzoso, más beneficios del Banco de España, más hipotecas, más quiebras, más tonelaje marítimo amarrado, más kilómetros de vía férrea abandonados, más guardia civil, más contribuciones, más guardias de asalto, más impuestos, más ladrones, más atracos, más curas, más frailes, más incultura, más siglo XIX, más siglo XVIII, más siglo XVII, más siglo XVI.

El fascismo sería, en una palabra, el disolvente de España, el Anti-España.

El movimiento fascista que está en formación ofrece una vasta gama de contradicciones interiores que pueden, sin embargo, quedar reducidas así: a) la burguesía industrial no se ha pronunciado por el fascismo todavía; b) el movimiento fascista en ciernes está profundamente dividido — Bloque Nacional, Ceda, y grupo satélite de Primo de Rivera, escisionado ya; c) la Ceda ha hecho una política sinuosa, oportunista, que ha de llevarla, al fracaso; d) carencia de un jefe.

En Italia, los propietarios de la tierra y los industriales del norte hicieron un bloque para ayudar a Mussolini. Fueron ellos los que le pagaron su organización de camisas negras, preparándole la marcha sobre Roma. En Alemania, fueron los magnates de la industria pesada y de la finanza, Thyssen, Krupp y Hugenberg los que primeramente alentaron el movimiento hitleriano, sosteniéndolo económicamente. Más tarde Von Papen, en representación de los ”junkers”, se decidió igualmente por Hitler.

En España, las particularidades económicas y el fracaso de la dictadura y el de la República han hecho que todavía no se haya llegado a consolidar el bloque de industriales y agrarios. Por el momento, la tirantez entre la Ceda y la Liga Catalana, entre Gil Robles y Cambó, está en pleno apogeo.

El fascismo naciente es esencialmente un movimiento de reacción de los terratenientes que va dirigido contra el movimiento obrero, pero, de una manera indirecta, también contra los industriales, sobre todo los de Cataluña.

La cuestión de régimen — República o Monarquía — establece otra división entre las fuerzas fascistizantes. Mientras que el Bloque Nacional de Calvo Sotelo y Goicoechea es monárquico, la Ceda es posibilista, para emplear la palabra de Castelar. Gil Robles podría repetir lo que decía Martos: ”Estoy a una honesta distancia de la Monarquía”. Su republicanismo es pragmático. Se adapta a la situación inmediata sin querer decir que se identifique con ella. Mientras que los del Bloque Nacional creen que el fascismo y la Monarquía son consubstanciales, los de la Ceda opinan, con razón — ejemplos, Alemania y Austria — que la República es un excelente recipiente para verter en él las aguas sucias del fascismo.

Esta dualidad entre burguesía industrial y agraria, de una parte, y entre agrarios monárquicos y filo-republicanos, de la otra, es transitoria. Pero ahora existe.

El fascismo es siempre el frente único del capitalismo moribundo que se coaliga contra las fuerzas progresivas de la Historia, contra la clase trabajadora.

Ese frente único necesario para el fascismo no se ha formado todavía, en España, aunque es evidente que esta falta de soldadura no se prolongará indefinidamente.

El proletariado puede aprovechar esta situación.

La Ceda de Gil Robles es el partido fascistizante más fuerte y más próximo del Poder, que ya lo ha detentado en parte.

A las contradicciones generales de la política reaccionaria, la Ceda aporta otras aún de tipo particular.

La Ceda quiere ser al mismo tiempo el partido de la Iglesia y el de los terratenientes. La Iglesia le infunde diplomacia, habilidad, mano izquierda, jesuitismo, en suma. El espíritu rural y selvático de los boyardos castellanos, extremeños y andaluces, choca con la sinuosidad de la Iglesia.

Este antagonismo interno puede serle fatal.

La Iglesia desea que su partido, Acción Popular, una vez reconquistadas las posiciones perdidas en 1931-1933, hiciera una política de centro como era la del partido ”populari” de Sturzo en Italia, antes de Mussolini, y el centro católico de Bränning en Alemania. La Iglesia saca mejor provecho de la contemporización que del esquematismo intransigente. No se coloca nunca, en esta etapa de la Historia, en una posición extrema que pueda hacerle peligrar todo lo suyo. Podríamos decir que nada y guarda la ropa. Esto es lo que hace que la Ceda sea cauta, a veces.

En cambio, lo que en la Ceda hay de agro-pecuario, de salvajismo de cacique provinciano y de brutalidad de señorito aristócrata le comunica una agresividad destemplada de viejo tipo carlista, de trabucaire.

Gil Robles quisiera que España recibiera la bendición con un hisopo fascista del género de Dollfuss. Y esto es lo difícil, pues el fascismo que representaba Dollfuss pudo prevalecer porque en Austria la socialdemocracia lo consintió y porque, además, Dollfuss y su sucesor actual, Schuschning, eran una creación necesaria a Italia y a Francia. Dollfuss no se apoyaba en una fuerza propia. Quienes le sostenían eran Mussolini y el Quai d'Orsay. Sin esta ayuda, el régimen de Dollfuss se hubiera derrumbado ante el ataque socialista o ante el de los hitlerianos.

A Gil Robles le vienen anchas la camisa negra y la camisa parda. El desearía una sobrepelliz que significara la refundición del Dollfuss austríaco, del jesuitismo de García Moreno y del Dato español, conservador, católico, ecléctico y partidario de las reformas sociales. García Moreno, Dato y Dollfuss murieron asesinados sin poder realizar lo que habían propuesto. Es siempre peligroso tener como guías a tres jefes políticos muertos violentamente.

Un jefe fascista necesita o inteligencia, como Mussolini, o una gran pasión, como Hitler. En Gil Robles hasta ahora — es posible que el porvenir nos reserve sorpresas — no se ha evidenciado ni lo que ha sido la fuerza del ”Duce” ni la del ”Führer”.

Gil Robles fluctúa, vacila, no sabe exactamente lo que quiere. En acasiones, da la impresión de un sonámbulo. Se diría que le mueven desde la sombra, como a Sigfrid en la leyenda de los Nibelungos. Cuando se lanza sin control, pone en peligro su situación política, produciendo estragos en su propio partido.

Primeramente se sentía convencido por el fascismo. Asistió incluso en 1933 al Congreso nazi de Nürenberg. Mas, cuando en 1934, leyó el famoso discurso de Mussolini en el que se hacía declaración oficial de la gran crisis que experimentaba Italia, y vió el asesinato de Dollfuss por los hitlerianos y la carnicería del 30 de junio, en Alemania, los entusiasmos fascistas de Gil Robles comenzaron a declinar. Entonces trató de conciliar el fascismo y la democracia, el corporativismo y la representación popular, la autoridad del Estado y la libertad individual.

El fascismo se asienta sobre la máxima mussoliniana: ”Nada fuera del Estado, nada contra el Estado, todo por el Estado”.

A Gil Robles, no obstante, le satisface del fascismo lo que tiene de represivo y autoritario, pero le asusta por el papel que en él va desempeñando el Estado.

En una interviú publicada en La Vanguardia de Barcelona, el 20 de noviembre de 1934, decía:

”Frente a los excesos del liberalismo político, ha ido poco a poco surgiendo en el mundo una corriente doctrinal, luego concretada en sistemas políticos, que lleva directamente a la absorción por el Estado de todas las actividades individuales. Si a ese movimiento hubiéramos de buscarle un entronque filosófico, tendríamos que ir a parar al panteísmo hegeliano; si fuéramos a medirlo por sus resultados, nos encontraríamos ante una exarcerbación de sentimientos nacionalistas, servidos por un socialismo estatal que lleva derechamente a la hipertrofia de los órganos centrales del gobierno y la atrofia, equivalente a todos los demás resortes de la actitud individual y social. Contra esta corriente política que tiene que arraigar en los núcleos juveniles, me parece necesario reaccionar. Yo creo que el Estado no está para sustituir al individuo ni a las sociedades integrantes del Estado, sino para completarlas, tutelarlas y unificar sus esfuerzos. El ideal del Estado debe ser ‘no absorber’ funciones, sino ‘estimular’ las que están en ejercicio o en potencia y ‘coordinarlas’ para el servicio de los grandes intereses colectivos. Para conseguir esta finalidad, el Estado debe ser fuerte, sin pretender jamás ser tiránico.”

Esta tesis de pánico al Estado ha sido desarrollada de nuevo, posteriormente, en la conferencia pronunciada por Gil Robles, en los locales de Acción Popular, en Madrid, el 22 de diciembre de 1934:

”Dijo que uno de los más graves problemas de España es el avance constante del socialismo de Estado. Este va recabando para sí mayor número de facultades de las que corresponden al Municipio, a la Provincia y a la Región. Con ello mata las iniciativas del individuo y de la familia, especialmente al asumir servicios públicos estatificados. En lo espiritual también, mata la iniciativa individual asumiendo como obligación suya la enseñanza. En lo benéfico sustituye a la caridad particular. Todo es un peligro enorme y hace que la administración sea cada día más costosa y que se ahoguen las iniciativas particulares, lo que se traduce en un aumento constante del presupuesto. Parece que el ideal de los pueblos es crear una burocracia para matar las energías que no son del Estado. Estos avances se hacen precisamente cuando los socialistas no están en el Poder, cuando los que gobiernan son los partidos que se llaman antisocialistas.

”Afirmó que en los regímenes fascistas, los avances socialistas han sido mayores. Contra eso es preciso reaccionar, cortarlo de un modo radical y no hay más procedimiento que transformar la máquina del Estado en sus funciones administrativas. Volver a los organismos autónomos, a las entidades individuales de las regiones y de las provincias y reconocer el derecho tradicional de éstas.” (La Vanguardia, 23 de diciembre de 1934).

A la Ceda, partido fascistizante, le da miedo el Estado, la estatificación, que es la razón de ser del fascismo.

Un economista conservador tan significado como Mariano Marfil, seguramente ”cedista”, escribía el 24 de diciembre de 1934: ”Es evidente que ni se debe aspirar a un tránsito brusco del estatismo a la libertad racional y ordenada; pero para empezar a recorrer el camino e ir arrojando progresivamente las muletas, la campaña hay que hacerla contra el estatismo. Y bueno es que se extienda como lema del combate: El estatismo: he ahí el enemigo.”

Jiménez Fernández, alter ego de Gil Robles, siendo ministro de Agricultura, visitó a mediados de enero de 1935 la provincia de Soria para ponerse en contacto con los agricultores.

Copiamos de un periódico del 15 de enero:

”El ministro y autoridades se dirigieron a Soria, deteniéndose antes en la villa de Agreda, donde el señor Jiménez Fernández recibió en el Ayuntamiento a una nutrida comisión de labradores que en la visita del señor Jiménez Fernández aprovechó la ocasion para exponerle sus quejas y necesidades, como consecuencia de la paralización de las operaciones de compra del trigo, situación insostenible, que el ministro prometió estudiar y resolver enviando de momento un crédito que consienta el bloqueo de las existencias, remediando al pequeño labrador ya que el gobierno se encuentra imposibilitado de adquirir existencias totales, puesto que la cosecha actual ha superado las exigencias nacionales en once millones de quintales métricos. Las comisiones de los pueblos, aun contando con la buena voluntad del ministro, no se mostraron satisfechas, ya que su problema no lo creen resuelto con el paliativo ofrecido.

”Una vez en Soria, visitó después la Diputación, en la que comisiones de pueblos trigueros de la comarca de Vicarías, Almazán y Gomera le expusieron su situación. Como en Agreda, hizo promesas que no satisficieron a los agricultores.”

Los agricultores castellanos pedían sencillamente, que el Estado comprase sus existencias de trigo, que el Estado se transformase en una empresa.

Los mismos elementos que constituyen la base del partido de Gil Robles y Jiménez Fernández exigen un capitalismo de Estado.

¡Ah! Ante esta demanda, la Ceda hace marcha atrás.

Su fascismo no tiene como eje a la industria pesada. Por eso es equívoco, incierto. Se acerca al fascismo, pero teme sus consecuencias económicas.

La Ceda se da cuenta de que sin gran industria para sostenerla y sin haber podido hincar el diente en las masas obreras, su partido es circunstancial, artificial en gran parte, y contradictorio por el juego de intereses, no siempre de acuerdo en las cuestiones tácticas, entre la Iglesia y los propietarios de la tierra. Y puesto en la rampa resbaladiza de la estatificación — ”el mal del siglo” —, presiente que las consecuencias puedan ser catastróficas para el propio régimen social que la Ceda quiere salvaguardar.

La postura de la Ceda es análoga a la de aquel polizonte ruso cuya historia recordaba Rosa Luxemburg: ”...cojo en seguida al individuo por el cuello. Y, ¿qué creéis que ocurrió? Pues nada; que el maldito no tenía cuello...”

Gil Robles quiere ser fascista, es fascista, y, sin embargo, le da miedo el fascismo.

Un partido fascista necesita ser nacionalista rabioso, anticatólico, en el fondo, y partidario del capitalismo de Estado.

El partido de Gil Robles no es nacionalista. Es agrario- católico, que es muy distinto. El nacionalismo como fuerza, en un país como España, cuya unidad fue impuesta coactivamente por la Iglesia y la Monarquía, sólo puede alumbrarlo el proletariado, en un sentido progresivo, dando origen a un movimiento que armonice la separación y la unidad. Gil Robles puede poner en tensión, sí, el nacionalismo catalán, vasco, portugués, pero en sentido opuesto: contra él.

La Iglesia es en España un peso muerto que impide la libertad de acción del fascismo. El fascismo sólo puede tener un Dios, el Estado. Y la Iglesia es un Estado dentro del Estado.

Si el impulso actual de la revolución económica es hacía el capitalismo o socialismo de Estado — las dos gradaciones posibles: fascismo o socialismo —, si el propio Estado español, como hemos podido ver, adquiere cada vez proporciones más absorbentes, ¿qué puede hacer un partido que teme al Estado en tanto que factor económico?

Entre el capitalismo y el socialismo existe aún una situación intermedia que, forzosamente, ha de ser breve, efímera. Es el ensayo de Roosevelt. Pero también en la NRA el Estado pasa a ocupar un primer lugar en el plano de la economía.

Gil Robles es el anti-socialismo, no es partidario del capitalismo de Estado que representa el fascismo, ni menos de los ensayos de Roosevelt.

¿Qué es lo que desea, qué quiere, pues, Gil Robles?

Invitado por el Círculo de la Unión Mercantil de Madrid, Gil Robles pronunció, el 3 de marzo de este año, una conferencia exponiendo cuáles eran sus planes de hombre de gobierno.

Sinclair Lewis, en su novela Calle Mayor, hacía este retrato de la sociedad capitalista: ”Esta sociedad funciona admirablemente produciendo en gran escala automóviles baratos, relojes a dólar y máquinas de afeitar. Pero no estará satisfecha hasta que el mundo entero conozca que la finalidad ideal de la vida económica es viajar en automóviles baratos, hacer anuncios de relojes a dólar, sentarse a hablar en el crepúsculo, no de amor o heroísmo, sino de las ventajas de las máquinas de afeitar.”

Gil Robles, como plan económico para el porvenir, como ideal de una España grande, próspera, ”feliz e independiente”, expuso unas cuantas vulgaridades, resumen de las que en tiempos pretéritos predicaron Rafael Gasset sobre la política hidráulica y Vázquez de Mella sobre la cuestión social.

El idealismo y la pasión transformadora de Gil Robles, vistos en su discurso de la Unión Mercantil como en todas sus acostumbradas pláticas dominicales, no es ”el heroísmo, sino la ventaja de las máquinas de afeitara.

Los jornales más bajos que se han registrado en toda España durante el último invierno han sido los que se pagaban en la provincia de Salamanca. ¡Una peseta y 1,50 pesetas diarias!

Gil Robles es diputado por Salamanca y el ídolo de los señores de la provincia de Salamanca.

El Vice-Imperio que propaga Gil Robles no es de presumir que acabe por entusiasmar a los españoles.

En fin de cuentas, Gil Robles, no es más que el representante perfumado de la más ordinaria y soez reacción española. Torquemada, Felipe II, Fernando VII, Calomarde, Narváez, González Bravo, Lacierva, Dato, Martínez Anido quintaesenciados, con un asperges previo de agua bendita, dan como resultado: Gil Robles y su banda de la Ceda.

El fascismo, sin embargo, puede revestir en nuestro país un aspecto particular, ”nacional”.

Es evidente que si la clase trabajadora no logra imponer su triunfo, es fatal que, más o menos tarde, prevalecerá, a través de pequeños saltos o de un modo brusco, finalmente, un régimen de fuerza marcadamente fascista con un carácter más o menos pronunciadamente militar, como fue la dictadura de Primo de Rivera y como actualmente se da en Polonia, Portugal, Bulgaria, Grecia, Yugoeslavia y en algunos países del Asia y de América del Sur.

La actual situación no puede prolongarse largo tiempo. La burguesía necesita ”su” solución y la clase trabajadora también la suya. Precisamente, Octubre fue el choque violento de los esfuerzos que hicieron, cada uno desde su sitio, burguesía y proletariado para señalar la solución que procedía. Con respecto a la batalla final, ineluctable, Octubre no fue, en último término, más que una ligera escaramuza, un prólogo anunciador de los futuros combates.

La burguesía no tiene a su disposición una organización específicamente fascista. La Ceda más que ”fascios” y ”sturmabteilungen”, es un conglomerado de detritus históricos con una cierta técnica electoral para embaucar beatas. Gil Robles antes de ser un buen jefe fascista ha de hacer de peón albañil o de pintor de puertas y pasar una temporada en la cárcel. El fascismo de cuota que él representa es poco consistente.

La única fuerza a la que la burguesía puede recurrir ahora, como en 1923, es el ejército.

Pero también aquí hay una serie de dificultades.

El ejército como elemento político fue gastado por Primo de Rivera. El ejército actual está muy lejos de poseer las condiciones que tenía hace quince años.

Aparece, además, un obstáculo de mayor volumen todavía. Y es la política internacional de España, en un momento de preparación febril para la próxima guerra.

La España de la decadencia, en la política internacional, se. encuentra encallada entre dos escollos: Inglaterra y Francia. No puede salir de ahí.

Francia e Inglaterra tienen encadenada a España desde hace largo tiempo, durante la Monarquía como en el periodo de la República.

Un régimen fascista-militar — pongamos por caso una dictadura de Gil Robles-Franco o Calvo Sotelo-Goded —, no podría ocultar sus simpatías por el bloque fascista de potencias que se va formando: Alemania, Italia, Japón.

España, más que por su fuerza y posibilidades militares actuales, por su situación geográfica, puede, en caso de conflicto bélico en Europa, jugar un papel que, en determinadas circunstancias, pudiera ser decisivo.

¿Tolerarían Inglaterra y Francia una situación política en España que fuera un grave peligro, una verdadera espada de Damocles?

A la caída de Primo de Rivera contribuyó en parte Inglaterra al ver que la dictadura iniciaba una política internacional que iba distanciando a España de Inglaterra y acercándola cada vez más hacia Italia. Para Inglaterra, el problema del Mediterráneo es de una importancia cardinal.

Ante un régimen militar-fascista en España inclinado hacia Alemania, que es el prototipo del fascismo militarista, Inglaterra y Francia, marchando de acuerdo, irían apretando los tornillos hasta estrangularlo.

Un régimen fascista-militar español que llevara a cabo una política internacional al revés de la que es presumible, es decir, que se orientara hacia una alianza con Francia, la URSS e Inglaterra, queda excluido como absurdo.

Pero por encima de todas las dificultades enumeradas para que el fascismo pueda triunfar, si el movimiento obrero sabe proceder debidamente, hay una más, la última, aunque la más importante.

Hemos dicho más arriba, al hacer la definición, que el fascismo era la consecuencia de una revolución fracasada.

En España, es cierto que ha fracasado una revolución, la revolución democrática dirigida por la pequeña burguesía. Ese fracaso crea condiciones favorables para un golpe de Estado de tendencia fascista. Mas sobre las ruinas de ese mismo fracaso empieza a levantarse una nueva revolución, la segunda, cuya avanzada exploradora fueron las jornadas de Octubre.

Guizot, estudiando la Revolución inglesa, dijo que los acontecimientos que tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo xvll fueron debidos al cruzamiento de dos importantes factores: externo el uno e interno el otro. En toda Europa, a comienzos del siglo XVII se vivía la fase de evolución del feudalismo a la monarquía absoluta. Carlos I de Inglaterra deseaba representar ese papel histórico. Pero era demasiado tarde, decía Guizot. La burguesía inglesa durante los siglos XVI y XVII, había hecho grandes progresos y era suficientemente fuerte para no ayudar al rey contra los nobles, sino, por el contrario, para arrancar concesiones y libertades al rey en favor suyo. Carlos I intentó forzar a Inglaterra a seguir la misma ruta que prevalecía entonces en Europa, pero se estrelló contra los baluartes de la burguesía nacional ascendente.

Históricamente, la situación de España también es ahora un choque violento entre una tendencia que se está imponiendo en Europa — el fascismo — y la fuerza del proletariado nacional, fuerte, aguerrido, unido, alarmado por las trágicas lecciones de Italia, Alemania y Austria, y en marcha hacia el socialismo.

III. La segunda revolución

En las grandes conmociones históricas que han cambiado la faz del mundo ha habido, por lo general, dos revoluciones: la primera y la segunda.

La primera revolución plantea el problema. La segunda lo resuelve.

En la Revolución inglesa, la primera revolución está encarnada por Cromwell y su dictadura militar. Muerto el Protector, adviene la contrarrevolución que, bajo Carlos II y Jacobo II, hace estragos durante cerca de treinta años. En 1688 triunfa la segunda revolución. El Parlamento, convertido en Convención, es soberano. El nuevo rey, Guillermo de Orange, es elegido por el Parlamento-Convención, y se inicia la monarquía constitucional de Inglaterra basada en la soberanía absoluta del Parlamento burgués.

En la gran Revolución francesa, la primera revolución es monárquico-constitucional, extendiéndose desde la proclamación de los Estados Generales y el Juramento del Juego de la Pelota, en 1789, hasta la toma de las Tullerías y la caída del rey, 10 de agosto de 1792.

Después del asalto de las Tullerías, el ejército de la Revolución triunfaba en Valmy, el 20 de septiembre. El 21 se reunía la Convención y el 22 era proclamada la República.

Inglaterra vive al cabo de dos siglos y medio a la sombra de su segunda revolución, exactamente lo mismo que Francia.

En la Revolución rusa las dos revoluciones se encuentran menos distanciadas, temporalmente, que en Inglaterra y Francia. En marzo de 1917, surgía la primera revolución, democrático-burguesa. Nueve meses más tarde, la segunda revolución, democrático-socialista.

España se encuentra ahora en la fase preparatoria de su segunda revolución, la definitiva. Octubre fue el cañonazo histórico anunciándola.

El propio fracaso de la primera, la incapacidad manifiesta de que ha dado pruebas la burguesía para hacer su revolución, la situación presente de España, el impulso natural de las fuerzas de producción y de las fuerzas históricamente progresivas, todo esto origina una situación extremadamente favorable para que la segunda revolución, dirigida por el proletariado, se imponga victoriosa, cambiando completamente los destinos de nuestro país.

La Historia tiene sus paradojas. El retraso económico actual de España con relación al resto del mundo y el fracaso de la primera revolución, crean las bases necesarias y las condiciones posibles para el triunfo de la clase trabajadora.

Si la burguesía hubiese hecho a tiempo su revolución burguesa, las perspectivas de éxito para nuestro proletariado estarían mucho más lejanas. Se da ahora en España una situación muy semejante a la que existió en Rusia. El partido bolchevique pudo tomar el Poder porque previamente no se había hecho la revolución democrática. ”Si la revolución democrática hubiera podido realizarse en nuestro país como etapa independiente, no tendríamos actualmente la dictadura del proletariado, ha escrito Trotsky.

La toma del Poder por el proletariado estaba más cerca en Rusia que en Inglaterra, como se ha demostrado, y actualmente la está mucho más en España que en Francia e Inglaterra.

El proletariado va, ciertamente, hacia la revolución socialista. ¿Pero puede triunfar una revolución exclusivamente socialista? Las revoluciones han cristalizado porque a la vez que transformaciones económicas representaban un impulso hacia la conquista de la libertad. Si el proletariado no es el motor de las conquistas democráticas, no es posible la revolución socialista.

La revolución obrera se impone como revolución democrática y como revolución socialista. Tal vez en Italia y Alemania el paso del fascismo era necesario para que pudiera obtener su victoria la revolución socialista, pues el proletariado de esos dos países tendrá que resurgir presentándose como el gran libertador. La revolución democrática y la revolución socialista estarán unidas en él.

En los países en donde la revolución democrática es una necesidad histórica, y una vez empezada ha quedado truncada en manos de la burguesía, la clase trabajadora se convierte en el heraldo de la revolución democrática y a la vez de la revolución socialista.

Esa es la gran ventaja nuestra. Ahí reside la fuerza avasalladora del proletariado hispánico.

Ahora bien, por el hecho de que la Historia nos plantee, en condiciones favorables, una tal situación, no hay que concluir que, forzosamente, las cosas ocurrirán así, es decir, que la segunda revolución es fatal, inevitable.

Todo depende del proletariado.

Ha fracasado el régimen levantado alrededor de la Monarquía. Ha fracasado la República burguesa. El fascismo está plagado de antagonismos que lo roen, de momento. Pero si el proletariado no logra superarse, si no es capaz de comprender la misión que le corresponde adoptando una estrategia y una táctica justas, enfocadas hacia un objetivo final, el de la toma del Poder, evidentemente, la actual generación quedarla triturada por la contrarrevolución, y la tarea salvadora correspondería más tarde a una próxima promoción[2].

El proletariado necesita formar sus instrumentos de lucha y saber utilizarlos debidamente.

Las dos grandes palancas que nuestro proletariado ha de forjar rápidamente son: la Alianza Obrera extendiéndose por todo el país y coordinada nacionalmente, y un gran partido marxista revolucionario.

La Alianza Obrera, en estado embrionario, ha dado ya fe de vida. La Alianza Obrera es el nuevo tipo de organización que la segunda revolución necesita. Todo el proletariado cabe en la Alianza Obrera. El Frente único orgánico de la clase trabajadora, hecho antes que el de la burguesía, asegura la victoria del socialismo sobre el fascismo.

La Alianza Obrera realiza el milagro de unir a los trabajadores sin destruir las organizaciones existentes. Esto es un acontecimiento transcendental en las modernas luchas sociales. Los riachuelos, barrancos y canales, por cauces separados, afluyen, formando el gran río. ¿Dónde está el riachuelo, dónde el barranco, dónde el canal? Se han sumado, se han confundido en la acción. Después vuelven a separarse para regar los prados, para mover las turbinas, para dar vida a las fuentes. Pero afluyen nuevamente y constituyen la gran corriente impetuosa, desbordante.

La Alianza Obrera proyectada sobre el porvenir, sobre la segunda revolución triunfante, asegura el Poder en manos de los obreros, ejercido por la totalidad de la clase trabajadora. La estructuración del Poder tendrá que hacerse sobre la Alianza Obrera, esto es: sobre las organizaciones de trabajadores existentes.

La Historia enseña que una revolución es una sustitución. El Estado feudal fue sustituido progresivamente por las municipalidades. En Rusia, el Estado burgués, en crisis, lo era por los soviets. “Si la fuerza creadora de las clases revolucionarias — decía Lenin antes de la victoria de octubre — no hubiese dado vida a los soviets, la revolución proletaria no tendría ningún porvenir, ya que hubiese sido imposible al proletariado guardar el Poder con el antiguo aparato de Estado y es imposible crear de un golpe un nuevo mecanismo gubernamental.”

El Estado capitalista español, a pesar de su carácter agónico, se mantendrá en pie sin que las más fuertes sacudidas logren derrumbarlo, mientras no aparezca dentro del Estado, un nuevo Estado, mientras no se cree su sustitución. ”No se destruye sino lo que se reemplaza”, dijo Dantón.

Esa es la misión de la Alianza Obrera, germen de un nuevo Estado.

Es axiomático que sólo el marxismo es la doctrina científica que ha de conducir al proletariado a su emancipación definitiva.

Pues bien, si los obreros han de unirse, los marxistas han de unificarse. No es posible permanecer ante la amenaza fascista, como fue el caso de Italia y Alemania, divididos y en guerras intestinas.

El proletariado se ha de unificar: Alianza Obrera.

Los marxistas se han de unificar también: partido marxista único.

Es demasiado importante lo que hay que hacer, es excesivamente grave la situación en que vivimos para que los marxistas se mantengan separados. Un partido único. Una disciplina única. Un objetivo único. He ahí la salvación.

El partido juega en las revoluciones un papel transcendental, decisivo. En la Revolución inglesa, el partido lo constituía, en realidad, el ejército de Cromwell. En la de Francia, el partido de la Revolución estaba representado por los jacobinos. En la Revolución rusa, por los bolcheviques. Sin las ”costillas de hierro”, sin el partido jacobino, sin el partido bolchevique, las tres grandes revoluciones clásicas, indiscutiblemente no se hubieran producido. El partido es una perforadora afilada que, colocada delante, abre el camino.

En España no existe el gran partido marxista revolucionario, aunque no faltan los materiales para construirlo rápidamente. Los partidos y núcleos marxistas existentes: Partido Socialista, Juventudes Socialistas, Partido Comunista, Federación Comunista Ibérica (BOC), Izquierda Comunista (trotskystas), Partit Catalá Proletari, tienen la obligación ineludible y apremiante de unificarse sobre la base no del confusionismo, sino, claramente, sobre la del marxismo revolucionario, tanto por su pensamiento como por su acción.

Alianza Obrera y partido marxista único serán dos llaves maestras que abrirán las puertas de la segunda revolución.

¿Cómo podrá tomar el Poder la clase trabajadora española?

Quien dijera que el proletariado de Alemania e Italia, países fascistas, y el de Francia y los Estados Unidos, países democráticos, está ahora en condiciones de conquistar el Poder sería un charlatán y un impostor.

En cambio, España es actualmente, con seguridad, el sitio en donde el proletariado tiene las mayores posibilidades para tomar el Poder revolucionariamente, por todo un conjunto de motivos que hemos ido señalando a través de las páginas precedentes.

Todo depende de él.

Las condiciones objetivas favorables irán madurando más y más cada día, en la proporción en que el proletariado, subjetivamente, se convierta en un eje activo y consciente que dirija los acontecimientos.

La clase trabajadora, y dentro del movimiento obrero, el proletariado, ha de alzarse como la única clase, como la sola fuerza social que puede aportar una solución favorable a la multitud de problemas planteados, que la burguesía ha orillado, sin poder solucionar.

Fundir el interés de una clase con el interés general de un pueblo, con el interés de toda una nación o varias naciones ligadas por un mismo Estado: he ahí el secreto de todo movimiento revolucionario de envergadura histórica.

A nuestro proletariado le corresponde llevar a cabo una tarea ampliamente nacional. ¿Estrechez nacionalista? ¿Contradicción con el internacionalismo socialista? Es posible que se pregunten los idólatras de las frases, eunucos ante la acción revolucionaria.

Los bolcheviques rusos fueron el alma de la nación, ni más ni menos que ciento veinticinco años antes, los jacobinos franceses. Lenin había pronosticado a comienzos del siglo en su libro ¿Qué hacer?: ”A la socialdemocracia rusa le incumbe realizar una obra nacional que no ha tenido jamás ningún otro partido socialista del mundo.”

Trotsky, presentando a Lenin como tipo nacional, decía de él: ”El internacionalismo de Lenin no tiene necesidad de ser demostrado. Pero al mismo tiempo, Lenin es profundamente nacional. Tiene sus raíces en la historia nueva de Rusia; concentra en sí esta historia, le da su más alta expresión y es precisamente por eso que alcanza las cimas de la acción internacional y de la influencia nacional.” Justo. La gran fuerza de Lenin, en sentido internacional, brotaba precisamente de su fuerza creadora, nacionalmente hablando.

El proletariado español haciendo su revolución nacional no caerá en un nacionalismo estrecho, chovinista, propio de una burguesía hiperestesiada, fascista, sino que nuestra revolución proletaria será un formidable paso, hacia la revolución mundial.

Nuestro proletariado con su doble organización de combate: la Alianza Obrera y el Partido Unico ha de convertirse en el gran libertador: libertador de las masas obreras torturadas por la injusticia social y por el hambre; libertador de las nacionalidades con vida y de las nacionalidades cuyo desarrollo fue ahogado en flor; libertador de las clases medias y pequeña burguesía atormentadas por la incertidumbre y por la voracidad de un capitalismo decadente y parasitario y de un Estado hipertrofiado; libertador de la mujer, paria real en la sociedad burguesa; libertador de la juventud, atada hoy a un régimen moribundo que impide poner a prueba su fuerza expansiva, su intrepidez y su heroísmo.

En una palabra, el proletariado ha de ser el exponente, el guía, de una profunda transformación nacional.

La revolución no ha de ser para un partido, ni aun para una clase, sino para la inmensa mayoría de la población, que ha de.. considerarla como la aurora de un nuevo mundo más justo, más humano, más ordenado, más habitable, en suma.

El proletariado conseguirá transformarse en centro de todas las inquietudes populares presentando claramente sus objetivos finales y llevando hasta el último extremo la lucha por la democracia. En el instante en que la democracia ha sido abandonada por los partidos burgueses y befada y escarnecida por las hordas reaccionarias, únicamente la clase trabajadora puede levantar su bandera y tremolarla contra viento y marea.

”Los bolcheviques — decía Lenin — han distinguido rigurosamente la revolución democrático-burguesa de la revolución proletaria. Llevando hasta el final la primera han podido abrir las puertas de la segunda. Es la única política revolucionaria, la única política marxista.” Trotsky se ha expresado, claro está, del mismo modo: ”Nuestro partido no ha conducido al proletariado a la dictadura, sino porque defendió con la mayor energía, constancia y abnegación todas las fórmulas y reivindicaciones de la democracia, incluso la representación popular basada en el sufragio universal, la responsabilidad del gobierno respecto a los representantes del pueblo, etc. Sólo semejante agitación permitió al partido preservar al proletariado de la influencia de la democracia pequeño-burguesa, minar la influencia de ésta en la clase campesina, preparar la alianza de obreros y campesinos y atraer a sus filas a los elementos revolucionarios más resueltos.” Rosa Luxemburg ha expuesto asimismo las relaciones que deben existir entre proletariado y democracia: “Si la democracia es, en parte, superflua para la burguesía y en parte hasta un obstáculo, en cambio, para la clase trabajadora es necesaria e indispensable. Y lo es, en primer lugar, porque crea formas políticas (autonomías, sufragios, etc.) que pueden servir de comienzos y puntos de apoyo al proletariado en su transformación de la sociedad burguesa. Pero, además, es indispensable porque sólo ella, en la lucha por la democracia, en el ejercicio de sus derechos, el proletariado puede llegar al verdadero conocimiento de sus intereses de clase y de sus deberes históricos. En una palabra: la democracia es indispensable no porque la haga innecesaria la conquista del Poder político por el proletariado, sino, al contrario, porque hace indispensable y posible la conquista del Poder.”

La clase trabajadora conquistará el Poder para la revolución socialista en tanto que representante de la revolución democrática.

Si el proletariado o el partido del proletariado no buscara otra cosa que ganarse la confianza de la mayoría de la población como el heraldo de la democracia, simplemente, sin querer ir más allá, lo conseguiría tal vez, como fue el caso de los socialistas italianos, la socialdemocracia austríaca y alemana, después de la guerra. Pero, ¿y después? Si el movimiento obrero después de haber navegado sobre el río de la democracia no sabe llevar la democracia a una etapa superior — la democracia proletaria —, se ahoga, fatalmente, en el pantano de una falsa democracia burguesa, y luego viene el fascismo.

Democracia, sí, hasta las últimas consecuencias. El proletariado, el campeón real de la lucha por la democracia. No puede quedar ni una parcela de reivindicaciones democráticas al margen de las actividades obreras. De este modo, el proletariado irá relegando a la sombra a los partidos pequeño burgueses, traidores a los intereses vitales de la pequeña burguesía, y ganará la confianza efectiva de las grandes masas, de la mayoría de la población políticamente activa del país.

Cuando el proletariado organizado, cuando la Alianza Obrera, cuando el Partido Unico, sea el representante de la gran masa, cuando el meridiano del interés nacional se confunda con el meridiano del movimiento obrero, entonces el proletariado tomará el Poder.

Se tratará, finalmente, de una cuestión puramente técnica, favorecida por las lecciones de Octubre, en la que, para satisfacción de las nuevas promociones, podemos afirmar que no intervendrán la intriga y la maniobra habilidosa, sino que será una empresa heroica, de titanes.

La revolución democrático-socialista triunfante, nuestra segunda revolución, no podrá prometer un paraíso cargado de ilusiones. Sus forjadores sabrán que se hacen cargo de un país arruinado, que hay que reconstruir, comenzando por cambiarle los fundamentos, que eran falsos.

El programa mínimo inaugural del gobierno obrero y campesino, en la primera fase de la revolución democrático-socialista, tendrá que ser, en líneas generales, el siguiente:

1. Unión Ibérica de Repúblicas Socialistas.

La nueva estructuración revolucionaria será más que una simple Federación. Los Estados que la compondrán podrán separarse si quieren. La puerta estará abierta para entrar y salir. Las nacionalidades hasta ahora comprimidas, las regiones naturales, los municipios, gozarán de una amplia autonomía. Portugal si, como consecuencia de nuestra segunda revolución, hace su revolución, entrará, seguramente, a formar parte de la UIRS.

2. Nacionalización de la tierra.

La tierra pertenecerá a la nación, no a los particulares. Y como quería nuestro Flórez Estrada: ”que el Estado sea el encargado de su distribución, arrendándola por una renta moderada a los que hayan de cultivarla. Un plan sabio de usufructo que no permita a nadie poseer más terreno del que una familia cultive para si es el único compatible con un gobierno paternal y fuerte, el único capaz de desterrar la ociosidad y la miseria y prestar base a un sistema fiscal justo que sustituya al inmoral que ahora rige en Europa.”

”¿Sería justo — seguía diciendo Flórez Estrada — que una clase social se apropiara las fuentes y los ríos y que los desheredados tuvieran que pagar al dueño una renta sólo porque les dejaran beber? Pues la tierra es un instrumento tan necesario como los ríos y las fuentes, y el monopolio de ella no constituye una usurpación menor.”

La tierra, patrimonio nacional.

La tierra, usufructuada por quien la trabaje.

Todos los campesinos tendrán tierra, y en vez de pagar la renta a los propietarios y las contribuciones al Estado, pagarán una parte pequeña de la renta al nuevo Estado a título de préstamo, puesto que el Estado se lo devolverá en carreteras, ferrocarriles, abonos baratos, canales de riego, escuelas, garantía, etc.

Los pequeños propietarios guardarán sus tierras que en muchos casos podrán aumentar todavía. Por otra parte, disminuirán en gran medida los pagos que por conductos diferentes ahora tienen que hacer al Estado.

El Estado iniciará las explotaciones colectivas.

3. Nacionalización de los ferrocarriles, flota mercante, gran industria y minas.

El Estado se transformará en empresa económica. La economía, que bajo el régimen de capitalismo parasitario es la explotadora de la nación, se pondrá, bajo el control directo del Estado, al servicio de la nación. Se producirá más, se transportará más y abaratarán la producción industrial y el transporte.

4. Nacionalización de la banca.

Los bancos nacionales quedarán fusionados en un banco único, que será nacionalizado.

La banca en lugar de ser un negocio entre los negocios se convertirá en el sistema circulatorio de la economía nacional. Dejará de desempeñar funciones de sanguijuela para trocarse en una palanca poderosa de elevación económica.

5. Abolición de las Deudas.

Las deudas del Estado, municipios, diputaciones quedarán abolidas. Asimismo las deudas usurarias, como sucede con los campesinos pobres que adeudaban hace ya años, según cálculos de Bernis, diez mil millones de pesetas.

La Deuda es un expediente maravilloso para mantener a expensas de la nación una casta de parásitos que viven espléndidamente sin trabajar.

La Deuda total actualmente existente — Estado, municipios, diputaciones, Generalidad y campesinos — es aproximadamente de 40000 millones de pesetas. El pago de los intereses de esta Deuda sumado a las contribuciones e impuestos generales hace que todo el trabajo de los españoles activos: obreros, pequeña burguesía y clases medias, sea consagrado en su totalidad a alimentar a ese pulpo insaciable.

La parte exigua de pequeña burguesía y clase media que pudiera sentirse herida por la obolición general de la deuda, será, por otro lado, compensada con creces, disminuyendo impuestos, aumentando la prosperidad económica y dando posibilidades de trabajo bien remunerado.

6. Municipalización de transportes y servicios urbanos, fábricas de harina y grandes almacenes.

El Municipio, como el Estado, ha de ser una empresa económica. Ha de cesar su misión como simple cobrador de impuestos. Ha de producir. Y ha de especializar su actividad en aquellos aspectos que afectan más directamente a la vida de los habitantes de la población, los ciudadanos.

7. Monopolio del comercio exterior por parte del Estado.

En la relación comercial con los otros países es donde principalmente se pone de manifiesto la necesidad imperiosa de que el comercio exterior dependa de un centro único, de que esté estatificado.

La política general de contingentes que se sigue y los tratados de comercio exigen que sea el Estado quien compre y venda al exterior.

La importación y exportación, aun cuando el Estado se ve obligado a ajustarlas, son cada vez anárquicas, sin embargo. Un sistema arancelario prehistórico destinado a favorecer industrias raquíticas y empresas explotadoras origina el marasmo de la industria nacional y la superelevación de precios de artículos de consumo y mercancías.

Es el Estado quien, teniendo una visión de conjunto de la conveniencia nacional, deberá ordenar debidamente el comercio exterior.

8. Jornada de seis horas.

Derecho al trabajo. Y obligación de trabajar. Basta de paro forzoso y basta de vagos profesionales. La UIRS es una Unión de trabajadores y el Estado proporciona trabajo a todos los que reunan condiciones para ello.

9. Duplicar la capacidad adquisitiva del mercado interior.

Doblar la posibilidad de consumo individual, lo cual requiere, como es natural, un ascenso vertiginoso del rendimiento del trabajo y de producción general.

10. Doblar, triplicar, cuadruplicar la producción que será controlada por el Estado.

De acuerdo con el plan central de ordenación económica, y según las necesidades nacionales, determinar un ritmo creciente.

La economía debe salir del caos y ha de ser dirigida. Dirigida con vistas a una finalidad concreta: aumentar el bienestar de los trabajadores.

11. Todos los trabajadores en armas.

Mientras haya países con régimen capitalista, la guerra es inevitable. La Unión Ibérica ha de estar en pie de guerra, preparada para defenderse de un posible ataque. Obreros, ingenieros, campesinos, maestros, médicos, sí, pero todos, soldados de la segunda revolución. El fusil, el cañón y la bomba en manos de los trabajadores asegurarán la libertad y el socialismo.

12. Democracia obrera.

Gobierno central, gobierno de las Repúblicas Socialistas, gobierno municipal, así como todos los órganos de Poder, elegidos democráticamente por los trabajadores.

El Poder pertenecerá a todos y será de todos. Su organización quedará estructurada de manera que todos los trabajadores intervengan en las funciones de gobierno.

Los trabajadores tendrán derechos, sus derechos básicos: a la vida, a la libertad, al trabajo, a la verdad, a pensar, al Poder.

El Estado carecerá de derechos. Tendrá deberes.

La gran diferencia entre la segunda revolución y la contrarrevolución, entre el socialismo y el fascismo estriba, precisamente, en que en el sistema fascista el Estado asume todos los derechos y la población carece de ellos, pues sólo tiene deberes, mientras que en régimen socialista sucederá al revés. En el fascismo, el Estado ordena y los ciudadanos obedecen por fuerza. En el socialismo, los trabajadores mandarán y el Estado obedecerá.

El Estado socialista es la negación del Estado burgués. Es, en realidad, el Anti-Estado.

El languidecimiento de la España burguesa, entre otras razones, es debido a que Inglaterra y Francia, cada una por su lado, han procurado que no resurgiera en la Península una nación poderosa, una gran potencia, que de ocurrir, hubiese sido un rival peligrosísimo.

La política tradicional de Inglaterra ha consistido en arruinar a sus adversarios, conseguido lo cual, se convierte en su protector, procurando siempre impedir el renacimiento del vasallo vencido.

España es una víctima de Inglaterra, primero. Y de Francia, después.

La monarquía absoluta, la monarquía constitucional y la República han seguido sin interrumpir una política internacional no según las conveniencias de España, sino de acuerdo con los intereses de Francia e Inglaterra.

España, colocada entre Francia e Inglaterra, ha sido zarandeada, sirviendo con frecuencia de ”mingo” y de cabeza de turco en las diferencias y rivalidades entre los dos países.

Actualmente España carece de política internacional. Da la impresión de un barco que navega a la deriva. Está a merced de un golpe de viento.

Cuando Europa se encuentra en tensión porque se ve en el horizonte lejano el resplandor del incendio bélico que se aproxima, la España de la decadencia juega a la gallinita ciega. Rocha, ministro de Estado, es todo un símbolo.

Pero sean cuales fuesen sus fluctuaciones, finalmente, la España burguesa acabará por sucumbir a las imposiciones de Inglaterra o Francia o de ambas a la vez.

El fondo de la inquietud internacional de nuestra burguesía reside en si es más conveniente estar a los órdenes de Inglaterra o a las de Francia o a las de Inglaterra y Francia, al mismo tiempo. Hay pueblos que prefieren una esclavitud por partida doble.

Cuando España vacila, Inglaterra y Francia atacan fuertemente, causándole grandes perjuicios. Si hace ademán de inclinarse hacia Inglaterra, Francia agudiza su persecución y viceversa.

La política internacional durante los últimos quince años, bajo el rey, bajo Primo de Rivera, bajo Azaña y bajo Lerroux ha consistido en un esfuerzo diplomático para que se equilibrara entre las dos potencias rivales el arte de uncir a España.

Unicamente el triunfo de la clase trabajadora, sólo la segunda revolución, puede rectificar totalmente la política internacional que hasta ahora, para desgracia suya, ha seguido nuestro país.

Los aliados naturales de España no son Francia e Inglaterra, mientras estos países sean capitalistas. La línea lógica de alianzas sigue otro meridiano. Y es: Portugal-España-Italia-Alemania-Rusia. Un bloque tal sometería a Francia y a Inglaterra.

Ahora bien, Portugal, Italia y Alemania son países dominados por el fascismo y queda descartada, en una hipótesis inmediata, una tal cadena de alianzas.

Pero esto es puramente transitorio. Precisa hacer cálculos políticos teniendo en cuenta la inestabilidad de la situación presente de Europa.

Una revolución obrera victoriosa en España, cristalización de la Unión Ibérica Socialista, tendrá inmediatamente una gran repercusión internacional. Sobre todo influirá, sacudiendo sus fundamentos, en aquellos países hoy atormentados por el fascismo. No es improbable que la revolución obrera en España determine, en fecha más o menos próxima, la caída del fascismo hoy en vigor en Portugal, Italia y Alemania.

Es indiscutible que Europa se mantiene en equilibrio inestable. Puede estallar súbitamente .la guerra y puede surgir la revolución. Depende del fulminante. Nuestra segunda revolución puede ser el fulminante revolucionario. Y en ese caso, los regímenes más vulnerables serán, claro está, aquellos que se aguantan por la fuerza contra la voluntad del pueblo.

La perspectiva entonces es, pues, la siguiente: Unión Ibérica (España y Portugal), Italia, Alemania, Austria, Polonia, Unión Soviética. Estamos ante un hecho histórico transcendental: la formación de los Estados Unidos Socialistas de Europa.

Mas no es inverosímil que las cosas no sucedan así. Puede ocurrir que el proletariado europeo, hoy sometido, no logre con tanta rapidez producir esta reacción salvadora. Es posible. En ese caso, ¿la segunda revolución no está condenada a desaparecer?

Claro está que Francia e Inglaterra tratarían de ahogar la Unión Ibérica, puesto que comprenderían muy bien que la revolución obrera en la Península significaba la resurrección de un pueblo que ambas habían logrado mantener fuera de combate, como un barco en el astillero, destinado a ser des- aguazado. Pero el proletariado ibérico tendría además de la suya propia, internacionalmente, otras defensas valiosísimas la Unión Soviética y el proletariado de los países capitalistas que con su acción impedirían que la revolución española fuera aplastada. Además, aparecería otro factor de no menor influencia: dada la matización imperialista que se va agudizando, la propia rivalidad interimperialista sería una garantía para España.

Por toda una serie de razones se llega a la conclusión de que la Unión Ibérica podría comenzar, audazmente, la organización de una nueva sociedad.

Poseernos nosotros, en cierto sentido, condiciones muy superiores a los rusos para emprender una tal tarea. La experiencia de la misma Revolución rusa nos sería de gran valor. Los errores que allí se han cometido, aquí pueden ser evitados. Poseemos una tradición democrática que no tenia el pueblo ruso. Esto nos da una gran ventaja para la democratización del Poder de la clase trabajadora. Nuestro campesinado se encuentra a un nivel mucho más elevado que el de Rusia cuando triunfó la Revolución, y su proporción con respecto del proletariado no es tan desfavorable para éste. Rusia, al tomar el Poder los bolcheviques, estaba arruinada por la guerra. España lo está por un sistema económico, lo cual no es lo mismo. El cambio de sistema superará la ruina existente. Rusia tuvo que sostener durante tres años una guerra civil alimentada por la Europa capitalista. En España habrá también una guerra civil, pero será mucho más breve porque los países capitalistas que quisieran alimentarla, se encontrarán dificultados por su propio proletariado y por la amenaza de la guerra mundial.

La revolución democrático-socialista puede triunfar. Debe triunfar, por lo tanto.

Marx previó durante la guerra franco-prusiana de 1870-1871, que si Alemania ganaba, el centro del movimiento socialista internacional que hasta entonces había sido Francia„ se desplazaría a Alemania. En efecto, sucedió así. Después, de Alemania ha pasado a Rusia, como resultado del triunfo de la Revolución rusa y de la derrota del proletariado alemán.

Nuestra segunda revolución hará que la Unión Ibérica pase a ser por algún tiempo, si no el eje del movimiento obrero internacional — aunque pudiera serlo —, un foco de irradiación de la mayor importancia.

Las tres grandes revoluciones burguesas de la Historia han sido las de Inglaterra, Estados Unidos y Francia. El orden de importancia que esos tres países ocupan en el mundo es el mismo orden cronológico de sus revoluciones.

España se encuentra hoy, a la luz de la experiencia de la primera revolución fracasada y del ensayo general de octubre, en una situación históricamente plástica para que la segunda revolución socialista triunfante en el mundo sea la suya. Cuando esto ocurra, automáticamente, España dejará de ser el país clásico de las supervivencias feudales, del capitalismo perezoso y parasitario, de la dependencia tradicional vis a vis de Inglaterra y Francia, para transformarse rápidamente y ascender en fuerzas y capacidad para saltar sobre la sima del pasado marchando hacia la conquista del porvenir.

Diciembre de 1934 - abril de 1935.

Epílogo (1965)

En 1931, el problema básico planteado, del cual dependían todos los demás, era la cuestión de la tierra.

Ya vimos en la Introducción cómo durante el siglo XIX, el movimiento liberal llevó a cabo la desamortización de la Iglesia, pero dejó prácticamente intacta la gran propiedad.

Al proclamarse la Repúplica, la situación agraria, en líneas generales, era la siguiente:

“La parte catastrada de la superficie total de la nación — pues en pleno siglo XX España aún no ha sido catastrada del todo — suma 19 632 950 hectáreas. De esa extensión, 2 343 599 hectáreas están divididas en 5 936 818 parcelas. En cambio, 18 740 propiedades ocupan 8 899 560 hectáreas. 967 propietarios acaparan 10 500 000 hectáreas del suelo nacional. 498 000 propietarios sólo poseen una hectárea de tierra o menos todavía. En Castilla, Levante, Andalucía y Extremadura, regiones catastradas, que es donde la cuestión de la tierra se halla planteada con caracteres más agudos, el porcentaje de repartición de la tierra es el siguiente: propiedades de menos de 1 hectárea hasta 100 hectáreas, 33 %. Más de 100 hectáreas, 67 %. La gran propiedad ocupa las dos terceras partes. (Del libro del autor, La Revolución española, p. 141, Cénit, Madrid, 1932).

La estadística planteaba el problema con una claridad meridiana: se trataba de expropiar a un puñado de propietarios, dueños de más de 50 % de la tierra cultivable. Frente a esa minoría de grandes propietarios estaban varios millones de campesinos sin tierra. Desde un punto de vista de democracia y justicia social, ¿cómo podía compararse la conveniencia de unos centenares de familias con la de unos cuantos millones de campesinos pobres?

El reparto de la tierra, creando una capa de pequeños propietarios — que es lo que hizo la Revolución francesa a fines del siglo XVIII y la mejicana de comienzos del siglo XX — hubiese asentado la República sobre bases inconmovibles.

Por razones distintas, pero convergentes, no querían la revolución agraria: los grandes propietarios, y se comprende; ni la pequeña burguesía, para la que no existía otro problema que el de la Iglesia; ni los socialistas y anarcosindicalistas, a causa de un espejismo doctrinal.

Los campesinos sedientos de tierra, que eran los únicos que intuitivamente comprendían el sentido de la historia, trataron, esporádicamente, en los meses que siguieron a la proclamación de la República, de conquistar la tierra. Fueron sistemáticamente ametrallados por la guardia civil. Para calmar el ansia general de los campesinos, es decir, para contener el ímpetu de la revolución, se inventó el cuento de una reforma agraria, que paulatinamente solucionaría el problema. Se trataba, en suma, de perder tiempo, que las fuerzas reaccionarias ganaron, para rehacerse, impidiendo toda alteración del status quo agrario.

La sublevación militar del 17-20 de julio 1936 respondía, fundamentalmente, a los deseos e intereses de la gran propiedad. Los sublevados se hicieron fuertes en la zona de la gran propiedad: Castilla la Vieja, Aragón, Extremadura y Andalucía.

Los campesinos que en 1931-1933 esperaban el reparto de la tierra, en 1936-1939 fueron asesinados o, aterrorizados, combatieron en defensa de la gran propiedad.

En 1962, según cifras oficiales del Censo Agrario, los latifundios, explotaciones agrarias superiores a 100 hectáreas, suman 51 579, con una superficie total de 2 434 041 hectáreas, lo que representa el 55,4 % del total de la tierra cultivada. Es decir, en la segunda mitad del siglo XX, la distribución general de la tierra, la Iglesia exceptuada, es la misma que a comienzos del siglo XIX.

Para mantener ese status quo se llevó a cabo la sublevación militar de julio de 1936. Y el régimen militar-falangista ha hecho honor a su objetivo. La gran propiedad ha sido y está bien defendida.

En los meses que siguieron a la proclamación de la República, el ejército estaba desmoralizado, y hubiese sido fácil desmontarlo de arriba abajo, reduciéndolo a proporciones mínimas y, sobre todo, efectuar una labor selectiva de los mandos.

A la República se le planteaba la cuestión militar de una manera parecida a como se planteó a comienzos del siglo a la oligarquía terrateniente: rebajar el ejército, poniéndolo al servicio de la nación, o poner, la nación al servicio del ejército. La oligarquía agraria optó por lo segundo, y fue abatida en 1923. Sin embargo, caído el sistema político de los terratenientes, lo que era su base, la injusta repartición de la tierra, no experimentó quebranto alguno.

En la República, el proceso fue parecido, aunque más rápido.

El vivero del ejército, desde 1906, había sido Marruecos. A la República no se le acudió que había que liquidar ese pegote, creado para justificar la existencia de un ejército parasitario. La reforma administrativa de Azaña carecía de fondo si el ejército seguía disponiendo de un centro de operaciones al otro lado del Estrecho de Gibraltar.

La sublevación militar que acabó con la República se inició en Marruecos el 17 de julio, y los marroquíes fueron durante la guerra civil las fuerzas de choque del ejército antirrepublicano.

El 10 de agosto de 1932, como un toque de clarín anunciador, el general Sanjurjo, al servicio de la República, que Azaña había dejado en activo — colaboró con Primo de Rivera al golpe de Estado de 1923 — se sublevó, pero fracasó. Sanjurjo era un general impaciente. La situación no estaba madura todavía. Beatificamente, el gobierno se abstuvo de fusilarlo, y los militares reaccionarios que permanecían en activo protegidos por la reforma de Azaña constataron que se podía conspirar impunemente.

La impaciencia del general Sanjurjo dio a la República en bandeja de plata una oportunidad única para imprimir un impulso formidable a la revolución democrática.

Era el momento de disolver las Cortes Constituyentes e ir a las elecciones con un programa radical constructivo. Los sectores reaccionarios estaban amedrentados, mucho más que al proclamarse la República, y hubiesen sido completamente barridos.

Había llegado la hora) de que los socialistas tomasen el poder, jubilando a la pequeña burguesía charlatana e incapaz. El Partido Socialista perdió una oportunidad única. Todo el futuro de España pasó por delante de él, y no supo aprovecharlo. Ha pagado cara su incapacidad revolucionaria.

Después de la proclamación de la República, la dirección de la Confederación Nacional del Trabajo, con un dominio de 50 %, si no más, del movimiento obrero organizado, fue asaltada por la Federación Anarquista Ibérica (FAI). El sector sindicalista responsable, llamado el grupo de los Treinta (los (treintistas”), quedó anulado. La CNT pasó a manos de un grupo de anarquistas de origen pistolero, unos, formados ideológicamente por la lectura de la Revista Blanca, de Federico Urales, otros. Bajo la dirección de los anarquistas, la Confederación Nacional del Trabajo adoptó una actitud de oposición a la República, sobre todo cuando en el gobierno había representación socialista. La actitud antisocialista de la CNT, naturalmente, favorecía a las fuerzas reaccionarias. Durante algún tiempo, el diario que en Madrid defendía las posiciones cenetistas, La Tierra, estuvo subvencionado por Juan March. La CNT llevó a cabo varios ”putsch” descabellados cuando el gobierno era republicano-socialista. En la fase reaccionaria de Lerroux-Gil Robles, los anarquistas se abstenían de organizar ”putsch”.

La CNT, con un millón y medio de afiliados o más, influía aproximadamente en un millón de electores, que si votaban o se abstenían, podían decidir los resultados en las elecciones.

Durante la República hubo tres elecciones de diputados a Cortes: las Constituyentes, en junio de 1931; las de noviembre de 1933, y las de febrero de 1936.

En junio de 1931, todavía la CNT estaba bajo la influencia de la dirección sindicalista, y no hizo campaña antielectoral. Resultado: 269 diputados de izquierda, 128 de centro, y 25 de derecha. En noviembre de 1933, la CNT, dirigida por los anarquistas, hizo campaña antielectoral, determinando una gran abstención. Resultado: derechas 179 diputados; centro, 134; izquierdas, 63. El millón de votos obreros que la CNT ”congeló”, en noviembre de 1933, dio el triunfo a las derechas. Para protestar contra un tal resultado electoral, que ella había determinado, la FAI se apresuró a efectuar un ”putsch”, con el consiguiente descalabro. Paradójicamente, Gil Robles pasó a ser el eje de la nueva situación política gracias a la FAI.

En las elecciones de febrero de 1936, la CNT, aunque dirigida por la FAI, se abstuvo de hacer campaña antielectoral porque las cárceles estaban abarrotadas de presos sociales y se trataba de ponerlos en libertad por medio de una amnistía, que sólo un gobierno de izquierda podía otorgar. El millón de votos cenetistas decidió el peso de la balanza, y las elecciones dieron este resultado: izquierdas, 271 diputados; centro, 52; derechas, 129.

La situación general de España durante la República estuvo determinada por una fuerza apolítica, que por su acción u omisión decidía los resultados electorales. La FAI por medio de la CNT determinaba el curso de la política nacional. Que en el Congreso y en el gobierno figuraran personajes como Azaña, Prieto y Largo Caballero, o Lerroux, Gil Robles, dependía, aunque parezca sorprendente, de Ascaso, Durruti y García Oliver.

En 1936, después de los batacazos experimentados — los palos a veces tienen un valor pedagógico —, la CNT empezó a recobrar el sentido de responsabilidad. Los ”treintistas” reingresaron en la organización, y frenaron el aventurerismo anarquista.

Durante la guerra civil la CNT, actuó bien. Sin ella, Barcelona hubiese caído en manos de los militares sublevados el 19-20 de julio. Sin la CNT la resistencia republicana durante la guerra civil no hubiera sido posible. Y sin la CNT, los comunistas se hubieran adueñado por completo de todo en el curso de la guerra civil. Con relación a los comunistas, los anarcosindicalistas demostraron una intuición política muy superior a los socialistas.

La República tuvo dos presidentes: Alcalá Zamora y Azaña.

La elección de Alcalá Zamora como presidente fue un grave error. Primero, Alcalá Zamora era el sobreviviente político de la fracasada oligarquía agraria, y era inevitable que en los momentos críticos y decisivos se inclinara hacia el sector social del que procedía y que, de hecho, representaba la gran propiedad. Segundo, temperamentalmente era todo lo contrario de lo que conviene que sea un jefe de Estado. Le faltaba ponderación, y se desequilibraba fácilmente. Tercero, al ser elevado a la Presidencia se dejaba a la derecha republicana procedente del sector terrateniente decapitada, sin jefe. Fuera de la Presidencia, Alcalá Zamora pudo haber sido el centro de convergencia de los terratenientes que antes se agruparon en el partido liberal de la Monarquía, llevándolos a aceptar la legalidad republicana. Sin líder, los terratenientes, desorientados y asustados, cayeron bajo la influencia de un pequeño demagogo provinciano, ambicioso y carente de sentido político, que con sus insensateces condujo la República al despeñadero.

A pesar de estos factores negativos, fue una equivocación política destituir a Alcalá Zamora, en abril de 1936. Hay un viejo refrán inglés que dice: no conviene cambiar de caballo en la mitad del vado. En la primavera de 1936, la República estaba en crisis, y el cambio de presidente tenía forzosamente que acentuarla más aún. La destitución de Alcalá Zamora favoreció a las derechas.

El argumento utilizado para destituirlo — que no debía haber disuelto las Cortes — era sofístico. Una de las pocas cosas que Alcalá Zamora hizo bien fue la disolución de las Cortes que hacían posible las trapisondas de Lerroux y Gil Robles.

Además, un sector del ejército se sentía ligado al presidente Alcalá Zamora, y con él a la República. Al ser destituido, ese sector militar se sumó a los conspiradores.

Reemplazar a Alcalá Zamora por Azaña fue tanto como ir de lo malo conocido a lo malo por conocer.

Azaña era el jefe de un partido político que había fracasado en la primera fase de la República y que reconquistó el poder, no por sus méritos, que no tenía, sino gracias a la ola nacional de indignación levantada contra las inmoralidades y embrollos del ”bienio negro”. En una República como la de 1931-1936, no convenía que el presidente fuese un jefe de partido, sino una figura con autoridad moral, situada por encima de los partidos, convertida en fiel de la balanza. Azaña era precisamente todo lo contrario.

La idea de hacer a Azaña presidente de la República salió del magín atolondrado de Indalecio Prieto, que razonaba así: Azaña, presidente de la República, y Prieto, presidente del Consejo de Ministros. Prieto era un hombre políticamente miope. Su perspectiva era sistemáticamente corta, y casi siempre se equivocaba.

Al ser elegido Azaña presidente, lo inteligente hubiese sido la formación de un gobierno socialista-republicano, presidido no por Prieto, que representaba un sector minoritario socialista, sino por Largo Caballero, con un general enérgico en Guerra y un hombre capaz en Gobernación. En mayo-junio, con dos ministros de altura en Guerra y Gobernación, hubiese sido fácil desbaratar la sublevación que se estaba urdiendo en los cuarteles.

Ahora bien, Azaña, presidente de la República, quería gobernar él personalmente, y nombró presidente del Consejo de Ministros a uno de los personajes más grises de su partido, pero subordinado y maleable, Casares Quiroga.

Y Casares Quiroga, a su vez, se nombró a sí mismo ministro de Guerra, y ministro de Gobernación a una momia del republicanismo provinciano de comienzos de siglo, Juan Moles.

Siguiendo la voluntad de Azaña, se juntaron tres funciones de una importancia decisiva — Presidencia del Consejo, ministro de Guerra y ministro de Gobernación — en dos nulidades políticas.

El presidente de la República, el presidente del Consejo de Ministros y ministro de Guerra, y el de Gobernación, parapetados estratégicamente en sus oficinas, esperaron que aparecieran los bandoleros para exterminarlos... Hay un apólogo oriental en el que un hombre oye que entra el ladrón en su casa, y reflexiona: ”Esperaré a agarrarlo hasta el último momento, y así sabré qué es lo que le interesa especialmente de mis bienes...” Mientras el ladrón iba amasando el botín, el dueño se quedó dormido. Al despertarse, el ladrón ya había desaparecido.

Es lo que ocurrió con Azaña-Casares-Moles y los ladrones de la República.

La República careció de política internacional. O, lo que es más grave aún: siguió la política internacional que inauguró Primo de Rivera, basada en la independencia de Inglaterra y en la petrolización rusa.

En enero de 1933, Hitler asaltó el poder en Alemania. Las perspectivas generales de la política mundial cambiaron por completo en breves instantes. A partir de Hitler Canciller, Europa estaba en equilibrio inestable. Acababa de iniciarse un proceso de transformaciones radicales. Las derechas españolas lo comprendieron en seguida y cifraron sus esperanzas en el hitlerismo. Las izquierdas, en cambio, no comprendieron nada.

Dada la gravedad de la situación creada, la República debió haber superado su aislacionismo de origen primorriverista, y buscar una entente con Francia e Inglaterra. Francia envió incluso a Herriot a Madrid como emisario para sondear a los dirigentes de la República. Pero los dirigentes de la República — todavía Azaña presidía el gobierno republicano-socialista muy españolistas, muy independientes y muy torpes, se negaron a estudiar la conveniencia de un eventual acuerdo defensivo con Francia. Por lo demás — para satisfacción de Inglaterra —, los barcos seguían cargando petróleo ruso en los puertos del Mar Negro y desembarcándolo en los puertos españoles. Prieto, como ministro de Hacienda, ratificó lo que había hecho Calvo Sotelo en 1927.

En 1936, España fue invadida por el nazifascismo, por Alemania e Italia.

La España republicana se apresuró a pedir la ayuda a Francia, en primer lugar, y a Inglaterra, en segundo. Francia estaba estrechamente ligada a Inglaterra, y le era difícil actuar independientemente. Inglaterra no sentía la menor simpatía por la República española, que había seguido con relación a ella la política de Primo de Rivera. Así, la ayuda de Francia fue parcial, casi clandestina, e Inglaterra, directa e indirectamente, ayudó a la caída de la República.

La República pagó cara su independencia.

El 17-20 de julio de 1936, los militares insurrectos, al no conseguir triunfar en Madrid y Barcelona, hablan fracasado en sus planes de golpe de Estado. No les quedaba como tabla de salvación posible más que la guerra civil.

España quedó dividida en dos zonas: la industrial de la periferia más Madrid, y la agraria.

A fines de julio, tal como había quedado el mapa de la Península, la España republicana aventajaba a la España de la gran propiedad.

La España republicana tenía la capital de la nación, los principales centros industriales, el oro del Banco de España y la mayoría de la población. Además, tenía razón y contaba con la simpatía mundial. Con ese capital pudo haber ganado la guerra civil.

Pero cometió en los comienzos un error capital que determinó su fracaso final: el haber aceptado la intromisión comunista.

El Partido Comunista no era absolutamente nada en julio de 1936. Su representación parlamentaria, dieciséis diputados en un Congreso de 452, era un regalo que equivocadamente le habla hecho el Frente Popular. No siendo una fuerza, no había que darle la categoría de fuerza.

El Partido Socialista, desde Largo Caballero a Prieto, desmoralizado por los errores cometidos anteriormente y porque la CNT le iba pisando los talones, se encontraba en una fase de debilidad expectante con relación a los comunistas. La entrada de dos ministros comunistas en el gobierno presidido por Largo Caballero, septiembre de 1936, cerró totalmente la puerta a la posibilidad de un entendimiento con Inglaterra y Estados Unidos.

Luego, como colofón, unas semanas después, vino el non plus ultra: el traslado del oro del Banco de España a Rusia. Esa torpeza colosal, en la que cooperaron Azaña, Largo Caballero, Negrín, Prieto y Alvarez del Vayo, significaba entregarse atados de pies y manos a Stalin.

Por lo demás, Stalin nunca se propuso ayudar a ganar la guerra civil española. Sabía que aún ganándola, España quedaba geográficamente muy lejos de Rusia, y no le interesaba una eventual España soviética, que, a la postre — como se ha visto en los casos de Yugoeslavia y China — se enfrentaría con Rusia.

Lo que Stalin quería era ganar tiempo para ir preparando, mientras tanto, el entendimiento con Hitler.

Todo lo demás, desde hace veintisiete años, para España y los españoles ha sido sangre, sudor, lágrimas. Y remordimiento.

Diciembre de 1965.

 


Noter:

[1] La Revolución española. 1932. Cénit. Madrid.

[2] Me permito subrayar este párrafo, treinta y un años después de haber sido escrito. — J.M.