OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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LA NOVELA Y LA VIDA |
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TRES OPINIONES SOBRE “LA NOVELA Y LA VIDA”
EL PERUANO JOSE CARLOS MARIATEGUI1 Por Dardo Cuneo SI nuestra América hubiera andado un poco más aprisa, si se hubiera puesto de acuerdo con su posible destino, equivale decir, si no la hubieran enredado demasiado sus pasos como para demorar —y desfigurar— sus marchas y obligar a sus hombres a actualidades de tan absorbente sordidez, hubiéramos, sí, sabido, desde colina que permanece, por ahora, inescalada, mirar hacia atrás con ojos que miraran con la claridad de fatigas victoriosas y advertir que hace poco más de veinticinco años —fue el 16 de de abril del 30— se le moría el muy noble y fervoroso jornalero José Carlos Mariátegui. José Carlos Mariátegui había iniciado en el Perú, y para gran parte de nuestra América, un nuevo sentido en el quehacer del escritor. Su ejemplo fue representativo y su labor singular. Al mérito de su actitud —que honraría a cualquier gran escritor— se unía en Mariátegui un nuevo valor que surgía de la circunstancia de que ese hombre con energías de cruzado era un enfermo que cada mañana debía dar batalla a su propia salud, al mismo tiempo que realizaba la batalla de su pluma impaciente. No es difícil, por eso, reconocer a su alrededor los emociona- dos elementos del símbolo. Había nacido en 1895. Las redacciones son sus universidades. Autodidacto, se jactará de ello. «Me matriculé una vez en Letras, en Lima —refirió—, pero con el solo interés de seguir un curso de latín de un agustino. Y en Europa —seguirá refiriendo— frecuenté algunos cursos libremente, pero sin decidirme a perder mi carácter extrauniversitario y, tal vez, antiuniversitario. Los de Europa fueron años de excelente aprendizaje de ideas y de segura reflexión». De Europa se trajo un libro de bien compuestas crónicas —libro modelo— de título amplio: La escena contemporánea. Era el registro de aquellos años que prolongan la crisis que abrió la primera guerra y preludian la tormentosa ascensión del fascismo. Cumplida la tarea europea de rectificación —Europa fue su aprendizaje americano—, se adentró en el estudio de la realidad peruana. Son los años en que las dolencias se agudizan —«En 1924 estuve a punto de perder la vida. Perdí una pierna y quedé muy delicado»—, y en que, a pesar de las tenazas de la enfermedad, quiere darse empeñosamente un puesto de lucha en la escena peruana. En el 27 lo apresan, y su salud obliga a que su detención se cumpla en un hospital militar. Edita Amauta, revista que se proyecta sobre todo el Continente, y en cuyo primer número había programado: «Queremos desterrar de esta revista la retórica». En su sillón de lisiado, trabaja intensamente. Ordena los números de su revista, colabora en las del Continente, escribe críticas, ensayos, manifiestos, monografías, mantiene correspondencia con amigos de todo el mundo, alienta a los nuevos, batalla en su batalla, acaudilla rebeliones y prepara los originales de dos libros: Invitación a la vida heroica y La novela y la vida. Tardarían en recrearse en el milagro de las tipografías y las prensas aquellas páginas aprestadas por la prisa del que moría. Sólo ahora tenemos en nuestras manos —gracias a los hijos del autor, Sandro y Javier, que han asumido la responsabilidad de no demorar más su publicación—, aquella tentativa de novela titulada La novela y la vida. Este libro nos acerca a la primera imagen de Mariátegui protagonista de travesura literaria y que luego se fue esfumando —no necesariamente del todo— cuando el artista se enroló en las milicias de un pensamiento social. En La novela y la vida reaparece el literato; mas su estilo ya ha aprendido —y aprehendido—,todas las lecciones y madureces que surgen de haber transitado —gran universidad— los temas de la crítica social. De donde resulta un estilo de abundancia en nobles recursos y con hábitos de total exploración. Precisamente su estilo estaba preparado para desempeñarse en la novela, género completo. En carta a su amigo argentino Enrique Espinoza, en febrero del 30, anunciaba que se proponía escribir una novela con fondos de realidad social peruana y que, asi- mismo, ya había elaborado los originales de algo que «siendo novela corta, era un relato, mezcla de cuento y crónica, de ficción y realidad». Se refería a este pequeño libro que sólo ahora podemos conocer. Tesis: la novela no tiene nada que envidiar a la vida. La vida contiene misterios de novela en cuotas suficientes como para disputarle a aquélla cualquier posible desarrollo de imaginación. Mas para ello no será necesario escrutar vidas de excepción; es la vida común, diaria, la del anónimo ciudadano, la del apacible e indiferenciado pequeño burgués, la que, en un momento dado, y no en un momento particular de su vida —sin momentos particulares, por otra parte—, sino en un momento, de conmoción general —la guerra, por ejemplo—, puede desplegar —inclusive involuntariamente— una sorpresiva dimensión novelística. Un indiferenciado tipógrafo de Turín y un rutinario profesor de Verona pueden ser llamados, en ese momento, a representar papeles fantásticos con un rigor acaso no igualado por los procedimientos de la literatura fantástica. Es decir, la vida es superior a la novela. Wilde confirmado: la naturaleza copia al arte. La novela —el arte— se había anticipado al tema de Mariátegui cuando —en 1922—-, Giraudoux trazó su Siegfried et le limousin. La guerra había sido fragua del inverosímil argumento. El consejero de Weimar, Siegfried von Kleist, que sorprendía por su templanza y su pacifismo, no resultó ser Siegfried von Kleist, que había desaparecido en el frente de batalla, sino el escritor Jacques Forestier, que, en el mismo frente, había perdido el sentido de su personalidad, su memoria y su nombre, para ser recogido por los servicios sanitarios coma si se tratara del alemán Siegfried von Kleist. La vida —demorada con respecto a la novela, al arte— ofreció en los periódicos italianos de los primeros años del fascismo la versión en todo real del tipógrafo turinés Mario Bruneri, del que no se sabe si es tal o si es el profesor veronés Giulio Canella. La guerra había sido, también, pie de este otro argumento rigurosamente verosímil. El tipógrafo y el profesor habían pertenecido a la misma compañía, y en mucho se asemejaban. Uno muere y el otro queda con vida, pero sin memoria. ¿Quién es el que sigue viviendo sin saber quién es? Lo recogen los servicios sanitarios como Mario Bruneri. ¿En realidad lo era? «Si los jueces del tribunal de Turín —comienza Mariátegui con esta reflexión su novela— hubiesen leído Siegfried et le limousin de Jean Giraudoux, no les habría parecido tan inexplicable e inaudito el extraordinario caso del tipógrafo Mario Bruneri, reclamado por dos esposas legítimas con distinto nombre y opuesto sentimiento. Pero los jueces y los pretores de Italia fascista ignoran a Giraudoux, no sólo porque la novísima literatura francesa goza de poca simpatía en una burocracia rigurosamente fascistizada, sino porque esta burocracia, malgrado Gentile y Bontempelli, positivista y racionalista a ultranza, se mantiene adversa en la novela a todo surrealismo». Entre la novela y la vida, entre Siegfried von Kleist y Jacques Forestier, por un lado, y entre Mario Bruneri y Giulio Canella, por el otro, entre el surrealismo de Giraudoux y el realismo de la crónica de Il Corriere della Sera, median unos pocos años. Cronológicamente, la novela es precursora de la vida. Evidentemente, el arte es siempre profecía, aun cuando copie. Pero, descontada esta ventaja: «la vida —lo marca Mariátegui— excede a la novela; la realidad, a la ficción». Esta zona de inverosímil realidad, de realidad fantaseosa, es la de la novela —más vida que novela— que Mariátegui apunta en su laboriosa estada en Italia, tan inquietante y tan decisiva para su espíritu, y que se apresura a realizar en los últimos meses de su vida. El estilo es de desempeños plásticos; por momentos, estilo de escrupulosa ficha de la que surgen los retratos perfectos de Mario Bruneri y Giulio Canella; estilo de expediente judicial, si se quiere, por el rigor en que se relojean los pasos de los protagonistas; estilo de aventura policial, a despecho de la burda popularización actual de ese género. El estilo contiene, por lo demás, y esencialmente, la madurez propia de un gran narrador; está argado de ocurrencias incisivas que revelan la guardia celosa del crítico social, y no desvanece en ningún momento su tensa claridad de estilo experimentado en temas de vida como para escalonar, con eficacia, los planos de la novela. De la advertencia que José Carlos Mariátegui se propuso exponer en su ensayo de novela se deduce, a su vez, el mensaje de su naturaleza abundosa de energía. La vida era en él —vida en polémica, en desafío, en pleito, en batalla constante— centro de certidumbres como de posibilidades, tanto de realidad como de fantasía. Y es posible sospechar con qué ahínco, en eso últimos meses de su vida en que escribió, definitivamente, este ensayo, se habrá desvelado —hasta lo fantástico, hasta lo irreal— para incorporar en la zona de la novelística las pobres cuotas primordiales de vida que quedaban en sus venas. Era como una necesidad de sus días de enfermo, en que advertía que su vida huía. No es menos importante para integrar el juicio acerca de su labor esforzada y su personalidad dolorida esta otra advertencia que deduce su ensayo de novela: ron José Carlos Mariátegui moría también —hace veintiséis años—, entre otras cosas decisivas para nuestra América, un apresto de gran novelista. NOTAS: 1 Publicado en Mundo Argentino, Buenos Aires. 1955.
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