Morgan, que pas� la mayor parte de su vida entre los iroqueses - establecidos a�n actualmente en el Estado de Nueva York- y fue adoptado por una de sus tribus (la de los senekas), encontr� vigente entre ellos un sistema de parentesco en contradicci�n con sus verdaderos v�nculos de familia. Reinaba all� esa especie de matrimonio, f�cilmente disoluble por ambas partes, llamado por Morgan "familia sindi�smica". La descendencia de una pareja conyugal de esta especie era patente y reconocida por todo el mundo; ninguna duda pod�a quedar acerca de a qui�n deb�an aplicarse los apelativos de padre, madre, hijo, hija, hermano, hermana. Pero el empleo de estas expresiones estaba en completa contradicci�n con lo antecedente. El iroqu�s no s�lo llama hijos e hijas a los suyos propios, sino tambi�n a los de sus hermanos, que, a su vez, tambi�n le llaman a �l padre. Por el contrario, llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanas, los cuales le llaman t�o. Inversamente, la iroquesa, a la vez que a los propios, llama hijos e hijas a los de sus hermanas, quienes le dan el nombre de madre. Pero llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanos, que la llaman t�a. Del mismo modo, los hijos de hermanos se llaman entre s� hermanos y hermanas, y lo mismo hacen los hijos de hermanas. Los hijos de una mujer y los del hermano de �sta se llaman mutuamente primos y primas. Y no son simples nombres, sino expresi�n de las ideas que se tiene de lo pr�ximo o lo lejano, de lo igual o lo desigual en el parentesco consangu�neo; ideas que sirven de base a un parentesco completamente elaborado y capaz de expresar muchos centenares de diferentes relaciones de parentesco de un s�lo individuo. M�s a�n: este sistema no s�lo se halla en pleno vigor entre todos los indios de Am�rica (hasta ahora no se han encontrado excepciones), sino que existe tambi�n, casi sin cambio ninguno, entre los abor�genes de la India, las tribus dravidianas del Dec�n y las tribus gauras del Indost�n. Los nombres de parentesco de las familias del Sur de la India y los de los senekas iroqueses del Estado de Nueva York aun hoy coinciden en m�s de doscientas relaciones de parentesco diferentes. Y en estas tribus de la India, como entre los indios de Am�rica, las relaciones de parentesco resultantes de la vigente forma de la familia est�n en contradicci�n con el sistema de parentesco.
�A qu� se debe este fen�meno?. Si tomamos en consideraci�n el papel decisivo que la consanguinidad desempe�a en el r�gimen social entre todos los pueblos salvajes y b�rbaros, la importancia de un sistema tan difundido no puede ser explicada con mera palabrer�a. Un sistema que prevalece en toda Am�rica, que existe en Asia entre pueblos de raza completamente distinta, y que en formas m�s o menos modificadas suele encontrarse por todas partes en �frica y en Australia, requiere ser explicado hist�ricamente y no con frases hueras como quiso hacerlo, por ejemplo, MacLennan. Los apelativos de padre, hijo, hermano, hermana, no son simples t�tulos honor�ficos, sino que, por el contrario, traen consigo serios deberes rec�procos perfectamente definidos y cuyo conjunto forma una parte esencial del r�gimen social de esos pueblos. Y se encontr� la explicaci�n del hecho. En las islas Sandwich (Hawai) hab�a a�n en la primera mitad de este siglo una forma de familia en la que exist�an los mismos padres y madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, t�os y t�as, sobrinos y sobrinas que requiere el sistema de parentesco de los indios americanos y de los abor�genes de la India. Pero -�cosa extra�a!- el sistema de parentesco vigente en Hawai tampoco respond�a a la forma de familia all� existente. Concretamente: en este pa�s todos los hijos de hermanos y hermanas, sin excepci�n, son hermanos y hermanas entre s� y se reputan como hijos comunes, no solo de su madre y de las hermanas de �sta o de su padre y de los hermanos de �ste, sino que tambi�n de todos sus hermanos y hermanas de sus padres y madres sin distinci�n. Por tanto, si el sistema de parentesco presupone una forma m�s primitiva de la familia, que ya no existe en Am�rica, pero que encontramos a�n en Hawa�, el sistema hawaiano, por su parte, nos apunta otra forma a�n m�s rudimentaria de la familia, que si bien no hallamos hoy en ninguna parte, ha debido existir, pues de lo contrario no hubiera podido nacer el sistema de parentesco que le corresponde. "La familia, dice Morgan, es el elemento activo; nunca permanece estacionada, sino que pasa de una forma inferior a una forma superior a medida que la sociedad evoluciona de un grado m�s bajo a otro m�s alto. Los sistemas de parentesco, por el contrario, son pasivos; s�lo despu�s de largos intervalos registran los progresos hechos por la familia y no sufren una modificaci�n radical sino cuando se ha modificado radicalmente la familia". "Lo mismo -a�ade Carlos Marx- sucede en general con los sistemas pol�ticos, jur�dicos, religiosos y filos�ficos". Al paso que la familia sigue viviendo, el sistema de parentesco se osifica; y mientras �ste contin�a en pie por la fuerza de la costumbre, la familia rebasa su marco. Pero, por el sistema de parentesco legado hist�ricamente hasta nuestros d�as, podemos concluir que existi� una forma de familia a �l correspondiente y hoy extinta, y lo podemos concluir con la misma certidumbre con que dedujo Cuvier por los huesos de un didelfo hallado cerca de Par�s que le esqueleto pertenec�a a un didelfo y que all� existieron en un tiempo didelfos, hoy extintos.
Los sistemas de parentesco y las normas de familia a que acabamos de referirnos difieren de los reinantes hoy en que cada hijo ten�a varios padres y madres. En el sistema americano de parentesco, al cual corresponde la familia hawaiana, un hermano y una hermana no pueden ser padre y madre de un mismo hijo; el sistema de parentesco hawaiano presupone una familia en la que, por el contrario, esto es la regla. Tenemos aqu� una serie de formas de familia que est�n en contradicci�n directa con las admitidas hasta ahora como �nicas valederas. La concepci�n tradicional no conoce m�s que la monogamia, al lado de la poligamia del hombre, y, quiz�, la poliandr�a de la mujer, pasando en silencio -como corresponde al filisteo moralizante- que en la pr�ctica se salta t�citamente y sin escr�pulos por encima de las barreras impuestas por la sociedad oficial. En cambio, el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandr�a y en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes. A su vez, ese mismo estado de cosas pasa por toda una serie de cambios hasta que se resuelve en la monogamia. Estas modificaciones son de tal especie, que el c�rculo comprendido en la uni�n conyugal com�n, y que era muy amplio en su origen, se estrecha poco a poco hasta que, por �ltimo, ya no comprende sino la pareja aislada que predomina hoy.
Reconstituyendo retrospectivamente la historia de la familia, Morgan llega, de acuerdo con la mayor parte de sus colegas, a la conclusi�n de que existi� un estadio primitivo en el cual imperaba en el seno de la tribu el comercio sexual promiscuo, de modo que cada mujer pertenec�a igualmente a todos los hombres y cada hombre a todas las mujeres. En el siglo pasado hab�ase ya hablado de tal estado primitivo, pero s�lo de una manera general; Bachofen fue el primero -y �ste es uno de sus mayores m�ritos- que lo tom� en serio y busc� sus huellas en las tradiciones hist�ricas y religiosas. Sabemos hoy que las huellas descubiertas por �l no conducen a ning�n estado social de promiscuidad de los sexos, sino a una forma muy posterior; al matrimonio por grupos. Aquel estadio social primitivo, aun admitiendo que haya existido realmente, pertenece a una �poca tan remota, que de ning�n modo podemos prometernos encontrar pruebas directas de su existencia, ni aun en los f�siles sociales, entre los salvajes m�s atrasados. Corresponde precisamente a Bachofen el m�rito de haber llevado a primer plano el estudio de esta cuesti�n[1].
En estos �ltimos tiempos se ha hecho moda negar ese per�odo inicial en la vida sexual del hombre. Se quiere ahorrar esa "verg�enza" a la humanidad. Y para ello ap�yanse, no s�lo en la falta de pruebas directas, sino, sobre todo, en el ejemplo del resto del reino animal. De �ste ha sacado Letourneau ("La evoluci�n del matrimonio y de la familia, 1888[2]) numerosos hechos, con arreglo a los cuales la promiscuidad sexual completa no es propia sino de las especies m�s inferiores. Pero de todos estos hechos yo no puedo inducir m�s conclusi�n que �sta: no prueban absolutamente nada respecto al hombre y a sus primitivas condiciones de existencia. El emparejamiento por largo plazo entre los vertebrados puede ser plenamente explicado por razones fisiol�gicas; en las aves, por ejemplo, se debe a la necesidad de asistir a la hembra mientras incuba los huevos; los ejemplos de fiel monogamia que se encuentran en las aves no prueban nada respecto al hombre, puesto que �ste no desciende precisamente del ave. Y si la estricta monogamia es la cumbre de la virtud, hay que ceder la palma a la tenia solitaria, que en cada uno de sus cincuenta a doscientos anillos posee un aparato sexual masculino y femenino completo, y se pasa la existencia entera cohabitando consigo misma en cada uno de esos anillos reproductores. Pero si nos limitamos a los mam�feros, encontramos en ellos todas las formas de la vida sexual: la promiscuidad, la uni�n por grupos, la poligamia, la monogamia; s�lo falta la poliandr�a, a la cual nada m�s que seres humanos pod�an llegar. Hasta nuestros parientes m�s pr�ximos, los cuadrumanos, presentan todas las variedades posibles de agrupamiento entre machos y hembras; y si nos encerramos en l�mites a�n m�s estrechos y no ponemos mientes sino en las cuatro especies de monos antropomorfos, Letourneau s�lo puede decirnos de ellos que viven cu�ndo en la monogamia cu�ndo en la poligamia; mientras que Saussure, seg�n Giraud-Teulon, declara que son mon�gamos. Tambi�n distan mucho de probar nada los recientes asertos de Westermarck ("La historia del matrimonio humano", 1891[3]) acerca de la monogamia del mono antropomorfo. En resumen, los datos son de tal naturaleza, que el honrado Letourneau conviene en que "no hay en los mam�feros ninguna relaci�n entre el grado de desarrollo intelectual y la forma ed la uni�n sexual". Y Espinas dice con franqueza ("Las sociedades animales", 1877[4]): "La horda es el m�s elevado de los grupos sociales que hemos podido observar en los animales. Parece compuesto de familias, pero ya en su origen la familia y el reba�o son antag�nicos; se desarrollan en raz�n inversa una y otro".
Seg�n acabamos de ver, no sabemos nada positivo acerca de la familia y otras agrupaciones sociales de los monos antropomorfos; los datos que poseemos se contradicen diametralmente, y no hay que extra�arlo. �Cu�n contradictorias son y cu�n necesitadas est�n de ser examinadas y comprobadas cr�ticamente incluso las noticias que poseemos respecto a las tribus humanas en estado salvaje!. Pues bien, las sociedades de los monos son mucho m�s dif�ciles de observar que las de los hombres. Por tanto, hasta tener una informaci�n amplia debemos rechazar toda conclusi�n sacada de datos que no merecen ning�n cr�dito.
Por el contrario, el pasaje de Espinas que hemos citado nos da mejor punto de apoyo. La horda y la familia, en los animales superiores, no son complementos rec�procos, sino fen�menos antag�nicos. Espinas describe muy bien c�mo la rivalidad de los machos durante el per�odo de celo relaja o suprime moment�neamente los lazos sociales de la horda' "All� donde est� �ntimamente unida la familia no vemos formarse hordas, salvo raras excepciones. Por el contrario, las hordas se constituyen casi de un modo natural donde reinan la promiscuidad o la poligamia... Para que se produzca la horda se precisa que los lazos familiares se hayan relajado y que el individuo haya recobrado su libertad. Por eso tan rara vez observamos entre las aves bandadas organizadas... En cambio, entre los mam�feros es donde encontramos sociedades m�s o menos organizadas precisamente porque en este caso el individuo no es absorbido por la familia... As�, pues, la conciencia colectiva de la horda no puede tener en su origen enemigo mayor que la conciencia colectiva de la familia. No titubeemos en decirlo: si se ha desarrollado una sociedad superior a la familia, ha podido deberse �nicamente a que se han incorporado a ella familias profundamente alteradas, aunque ello no excluye que, precisamente por esta raz�n, dichas familias puedan m�s adelante reconstituirse bajo condiciones infinitamente m�s favorables". (Espinas, cap. I, citado por Giraud-Teulon: "Origen del matrimonio y de la familia, 1884[5] p�gs. 518-520).
Como vemos, las sociedades animales tienen cierto valor para sacar conclusiones respecto a las sociedades humanas, pero s�lo en un sentido negativo. Por todo lo que sabemos, el vertebrado superior no conoce sino dos formas de familia: la poligamia y la monogamia. En ambos casos s�lo se admite un macho adulto, un marido. Los celos del macho, a la vez lazo y l�mite de la familia, oponen �sta a la horda; la horda, la forma social m�s elevada, se hace imposible en unas ocasiones, y en otras, se relaja o se disuelve durante el per�odo del celo; en el mejor de los casos, su desarrollo se ve frenado por los celos de los machos. Esto basta para probar que la familia animal y la sociedad humana primitiva son cosas incompatibles; que los hombres primitivos, en la �poca en que pugnaban por salir de la animalidad, o no ten�a ninguna noci�n de la familia o, a lo sumo, conoc�an una forma que no se da en los animales. Un animal tan inerme como la criatura que se estaba convirtiendo en hombre pudo sobrevivir en peque�o n�mero incluso en una situaci�n de aislamiento, en la que la forma de sociabilidad m�s elevada es la pareja, forma que, bas�ndose en relatos de cazadores, atribuye Westermarck al gorila y al chimpanc�. Mas, para salir de la animalidad, para realizar el mayor progreso que conoce la naturaleza, se precisaba un elemento m�s; remplazar la carencia de poder defensivo del hombre aislado por la uni�n de fuerzas y la acci�n com�n de la horda. Partiendo de las condiciones en que viven hoy los monos antropomorfos, ser�a sencillamente inexplicable el tr�nsito a la humanidad; estos monos producen m�s bien el efectos de l�neas colaterales desviadas en v�as de extinci�n y que, en todo caso, se encuentran en un proceso de decadencia. Con esto basta para rechazar todo paralelo entre sus formas de familia y las del hombre primitivo. La tolerancia rec�proca entre los machos adultos y la ausencia de celos constituyeron la primera condici�n para que pudieran formarse esos grupos extensos y duraderos en cuyo seno �nicamente pod�a operarse la transformaci�n del animal en hombre. Y, en efecto, �qu� encontramos como forma m�s antigua y primitiva de la familia, cuya existencia indudablemente nos demuestra la historia y que aun podemos estudiar hoy en algunas partes?. El matrimonio por grupos, la forma de matrimonio en que grupos enteros de hombres y grupos enteros de mujeres se pertenecen rec�procamente y que deja muy poco margen para los celos. Adem�s, en un estadio posterior de desarrollo encontramos la poliandria, forma excepcional, que excluye en mayor medida a�n los celos y que, por ello, es desconocida entre los animales. Pero, como las formas de matrimonio por grupos que conocemos van acompa�adas por condiciones tan peculiarmente complicadas que nos indican necesariamente la existencia de formas anteriores m�s sencillas de relaciones sexuales, y con ello, en �ltimo t�rmino, un per�odo de promiscuidad correspondiente al tr�nsito de la animalidad a la humanidad, las referencias a los matrimonios animales nos llevan de nuevo al mismo punto del que deb�amos haber partido de una vez para siempre.
�Qu� significa lo de comercio sexual sin trabas? Es significa que no exist�an los l�mites prohibitivos de ese comercio vigentes hoy o en una �poca anterior. Ya hemos visto caer las barreras de los celos. Si algo se ha podido establecer irrefutablemente, es que los celos son un sentimiento que se ha desarrollado relativamente tarde. Lo mismo sucede con la idea del incesto. No s�l en la �poca primitiva eran marido y mujer el hermano y la hermana, sino que aun hoy es l�cito en muchos pueblos un comercio sexual entre padres e hijos. Bancroft ("Las razas ind�genas de los Estados de la costa del Pac�fico de Am�rica del Norte, 1885, tomo I[6]) atestigua la existencia de tales relaciones entre los kaviatos del Estrecho de Behring, los kadiakos de cerca de Alaska y los tinnehs, en el interior de la Am�rica del Norte brit�nica; Letourneau ha reunido numerosos hechos id�nticos entre los indios chippewas, los cuc�s de Chile, los caribes, los karens de la Indochina; y esto, dejando a un lado los relatos de los antiguos griegos y romanos acerca de los partos, los persas, los escitas, los hunos, etc.. Antes de la invenci�n del incesto (porque es una invenci�n, y hasta de las m�s preciosas), el comercio sexual entre padres e hijos no pod�a ser m�s repugnante que entre otras personas de generaciones diferentes, cosa que ocurre en nuestros d�as, hasta en los pa�ses m�s mojigatos, sin producir gran horror. Viejas "doncellas" que pasan de los sesenta se casan, si son lo bastante ricas, con hombres j�venes de unos treinta a�os. Pero si despojamos a las formas de la familia m�s primitivas que conocemos de las ideas de incesto que les corresponden (ideas que difieren en absoluto de las nuestras y que a menudo las contradicen por completo), vendremos a parar a una forma de relaciones carnales que s�lo puede llamarse promiscuidad sexual, en el sentido de que a�n no exist�an las restricciones impuestas m�s tarde por la costumbre. Pero de esto no se deduce, en ning�n modo, que en la pr�ctica cotidiana dominase inevitablemente la promiscuidad. De ning�n modo queda excluida la uni�n de parejas por un tiempo determinado, y as� ocurre, en la mayor�a de los casos, aun en el matrimonio por grupos. Y si Westermarck, el �ltimo en negar este estado primitivo, da el nombre de matrimonio a todo caso en que ambos sexos conviven hasta el nacimiento de un v�stago, puede decirse que este matrimonio pod�a muy bien tener lugar en las condiciones de la promiscuidad sexual sin contradecir en nada a �sta, es decir, a la carencia de barreras impuestas por la costumbre al comercio sexual. Verdad es que Westermarck parte del punto de vista de que "la promiscuidad supone la supresi�n de las inclinaciones individuales", de tal suerte, que "su forma por excelencia es la prostituci�n". Par�ceme m�s bien que es imposible formarse la menor idea de las condiciones primitivas, mientras se las mire por la ventana de un lupanar. Cuando hablemos del matrimonio por grupos volveremos a tratar de este asunto.
Seg�n Morgan, salieron de este estado primitivo de promiscuidad, probablemente en �poca muy temprana:
1. La familia consangu�nea, la primera etapa de la familia. Aqu� los grupos conyugales se clasifican por generaciones: todos los abuelos y abuelas, en los l�mites de la familia, son maridos y mujeres entre s�; lo mismo sucede con sus hijos, es decir, con los padres y las madres; los hijos de �stos forman, a su vez, el tercer c�rculo de c�nyuges comunes; y sus hijos, es decir, los biznietos de los primeros, el cuarto. En esta forma de la familia, los ascendientes y los descendientes, los padres y los hijos, son los �nicos que est�n excluidos entre s� de los derechos y de los deberes (pudi�ramos decir) del matrimonio. Hermanos y hermanas, primos y primas en primero, segundo y restantes grados, son todos ellos entre s� hermanos y hermanas, y por eso mismo todos ellos maridos y mujeres unos de otros. El v�nculo de hermano y hermana presupone de por s� en este per�odo el comercio carnal rec�proco[7].
Ejemplo t�pico de tal familia ser�an los descendientes de una pareja en cada una de cuyas generaciones sucesivas todos fuesen entre s� hermanos y hermanas y, por ello mismo, maridos y mujeres unos de otros.
La familia consangu�nea ha desaparecido. Ni aun los pueblos m�s salvajes de que habla la historia presentan alg�n ejemplo indudable de ella. Pero lo que nos obliga a reconocer que debi� existir, es el sistema de parentesco hawaiano que a�n reina hoy en toda la Polinesia y que expresa grados de parentesco consangu�neo que s�lo han podido nacer con esa forma de familia; nos obliga tambi�n a reconocerlo todo el desarrollo ulterior de la familia, que presupone esa forma como estadio preliminar necesario.
2. La familia punal�a. Si el primer progreso en la organizaci�n de la familia consisti� en excluir a los padres y los hijos del comercio sexual rec�proco, el segundo fue en la exclusi�n de los hermanos. Por la mayor igualdad de edades de los participantes, este progreso fue infinitamente m�s importante, pero tambi�n m�s dif�cil que el primero. Se realiz� poco a poco, comenzando, probablemente, por la exclusi�n de los hermanos uterinos (es decir, por parte de madre), al principio en casos aislados, luego, gradualmente, como regla general (en Hawa� a�n hab�a excepciones en el presente siglo), y acabando por la prohibici�n del matrimonio hasta entre hermanos colaterales (es decir, seg�n nuestros actuales nombres de parentesco, los primos carnales, primos segundos y primos terceros). Este progreso constituye, seg�n Morgan, "una magn�fica ilustraci�n de c�mo act�a el principio de la selecci�n natural". Sin duda, las tribus donde ese progreso limit� la reproducci�n consangu�nea, debieron desarrollarse de una manera m�s r�pida y m�s completa que aqu�llas donde el matrimonio entre hermanos y hermanas continu� siendo una regla y una obligaci�n. Hasta qu� punto se hizo sentir la acci�n de ese progreso lo demuestra la instituci�n de la gens, nacida directamente de �l y que rebas�, con mucho, su fin inicial. La gens form� la base del orden social de la mayor�a, si no de todos los pueblos b�rbaros de la Tierra, y de ella pasamos en Grecia y en Roma, sin transiciones, a la civilizaci�n.
Cada familia primitiva tuvo que escindirse, a lo sumo despu�s de algunas generaciones. La econom�a dom�stica del comunismo primitivo, que domina exclusivamente hasta muy entrado el estadio medio de la barbarie, prescrib�a una extensi�n m�xima de la comunidad familiar, variable seg�n las circunstancias, pero m�s o menos determinada en cada localidad. Pero, apenas nacida, la idea de la impropiedad de la uni�n sexual entre hijos de la misma madre debi� ejercer su influencia en la escisi�n de las viejas comunidades dom�sticas (Hausgemeinden) y en la formaci�n de otras nuevas que no coincid�an necesariamente con el grupo de familias. Uno o m�s grupos de hermanas convert�anse en el n�cleo de una comunidad, y sus hermanos carnales, en el n�cleo de otra. De la familia consangu�nea sali�, as� o de una manera an�loga, la forma de familia a la que Morgan da el nombre de familia punal�a. Seg�n la costumbre hawaiana, cierto n�mero de hermanas carnales o m�s lejanas (es decir, primas en primero, segundo y otros grados), eran mujeres comunes de sus maridos comunes, de los cuales quedaban excluidos, sin embargo, sus propios hermanos. Esos maridos, por su parte, no se llamaban entre s� hermanos, pues ya no ten�an necesidad de serlo, sino "punal�a", es decir, compa�ero �ntimo, como quien dice associ�. De igual modo, una serie de hermanos uterinos o m�s lejanos ten�an en matrimonio com�n cierto n�mero de mujeres, con exclusi�n de sus propias hermanas, y esas mujeres se llamaban entre s� "punal�a". Este es el tipo cl�sico de una formaci�n de la familia (Familienformation) que sufri� m�s tarde una serie de variaciones y cuyo rasgo caracter�stico esencial era la comunidad rec�proca de maridos y mujeres en el seno de un determinado c�rculo familiar, del cual fueron excluidos, sin embargo, al principio los hermanos carnales y, m�s tarde, tambi�n los hermanos m�s lejanos de las mujeres, ocurriendo lo mismo con las hermanas de los maridos.
Esta forma de la familia nos indica ahora con la m�s perfecta exactitud los grados de parentesco, tal como los expresa el sistema americano. Los hijos de las hermanas de mi madre son tambi�n hijos de �sta, como los hijos de los hermanos de mi padre lo son tambi�n de �ste; y todos ellos son hermanas y hermanos m�os. Pero los hijos de los hermanos de mi madre son sobrinos y sobrinas de �sta, como los hijos de las hermanas de mi padre son sobrinos y sobrinas de �ste; y todos ellos son primos y primas m�os. En efecto, al paso que los maridos de las hermanas de mi madre son tambi�n maridos de �sta, y de igual modo las mujeres de los hermanos de mi padre son tambi�n mujeres de �ste -de derecho, si no siempre de hecho-, la prohibici�n por la sociedad del comercio sexual entre hermanos y hermanas ha conducido a la divisi�n de los hijos de hermanos y de hermanas, considerados indistintamente hasta entonces como hermanos y hermanas, en dos clases: unos siguen siendo como lo eran antes, hermanos y hermanas (colaterales); otros - los hijos de los hermanos en un caso, y en otro los hijos de las hermanas-no pueden seguir siendo ya hermanos y hermanas, ya no pueden tener progenitores comunes, ni el padre, ni la madre, ni ambos juntos; y por eso se hace necesaria, por primera vez, la clase de los sobrinos y sobrinas, de los primos y primas, clase que no hubiera tenido ning�n sentido en el sistema familiar anterior. El sistema de parentesco americano, que parece sencillamente absurdo en toda forma de familia que descanse, de esta o la otra forma, en la monogamia, se explica de una manera racional y est� justificado naturalmente hasta en sus m�s �ntimos detalles por la familia punal�a. La familia punal�a, o cualquier otra forma an�loga, debi� existir, por lo menos en la misma medida en que prevaleci� este sistema de consanguinidad.
Esta forma de la familia, cuya existencia en Hawa� est� demostrada, habr�a sido tambi�n probablemente demostrada en toda la Polinesia si los piadosos misioneros, como anta�o los frailes espa�oles en Am�rica, hubiesen podido ver en estas relaciones anticristianas algo m�s que una simple "abominaci�n"[8]. Cuando C�sar nos dice que los bretones, que se hallaban por aquel entonces en el estadio medio de la barbarie, que "cada diez o doce hombres tienen mujeres comunes, con la particularidad de que en la mayor�a de los casos son hermanos y hermanas y padres e hijos", la mejor explicaci�n que se puede dar es el matrimonio por grupos. Las madres b�rbaras no tienen diez o doce hijos en edad de poder sostener mujeres comunes; pero el sistema americano de parentesco, que corresponde a la familia punal�a, suministra gran n�mero de hermanos, puesto que todos los primos carnales o remotos de un hombre son hermanos, puesto que todos los primos carnales o remotos de un hombre son hermanos suyos. Es posible que lo de "padres con sus hijos" sea un concepto err�neo de C�sar; sin embargo, este sistema no excluye absolutamente que puedan encontrarse en el mismo grupo conyugal padre e hijo, madre e hija, pero s� que se encuentren en �l padre e hija, madre e hijo. Esta forma de la familia suministra tambi�n la m�s f�cil explicaci�n de los relatos de Her�doto y de otros escritores antiguos acerca de la comunidad de mujeres en los pueblos salvajes y b�rbaros. Lo mismo puede decirse de lo que Watson y Kaye cuentan de los tikurs del Audh, al norte del Ganges, en su libro "La poblaci�n de la India"[9]. "Cohabitan (es decir, hacen vida sexual) casi sin distinci�n, en grandes comunidades; y cuando dos individuos se consideran como marido y mujer, el v�nculo que les une es puramente nominal".
En la inmensa mayor�a de los casos, la instituci�n de la gens parece haber salido directamente de la familia punal�a. Cierto es que el sistema de clases[10] australiano tambi�n representa un punto de partida para la gens; los australianos tienen la gens, pero a�n no tienen familia punal�a, sino una forma m�s primitiva de grupo conyugal.
En ninguna forma de familia por grupos puede saberse con certeza qui�n es el padre de la criatura, pero s� se sabe qui�n es la madre. Aun cuando �sta llama hijos suyos a todos los de la familia com�n y tiene deberes maternales para con ellos, no por eso deja de distinguir a sus propios hijos entre los dem�s. Por tanto, es claro que en todas partes donde existe el matrimonio por grupos, la descendencia s�lo puede establecerse por la l�nea materna, y por consiguiente, s�lo se reconoce la l�nea femenina. En ese caso se encuentran, en efecto, todos los pueblos salvajes y todos los que se hallan en el estadio inferior de la barbarie; y haberlo descubierto antes que nadie es el segundo m�rito de Bachofen. Este designa el reconocimiento exclusivo de la filiaci�n maternal y las relaciones de herencia que despu�s se han deducido de �l con el nombre de derecho materno; conservo esta expresi�n en aras de la brevedad. Sin embargo, es inexacta, porque en ese estadio de la sociedad no existe a�n derecho en el sentido jur�dico de la palabra.
Tomemos ahora en la familia punal�a uno de los dos grupos t�picos, concretamente el de una especie de hermanas carnales y m�s o menos lejanas (es decir, descendientes de hermanas carnales en primero, segundo y otros grados), con sus hijos y sus hermanos carnales y m�s o menos lejanos por l�nea materna (los cuales, con arreglo a nuestra premisa, no son sus maridos), obtendremos exactamente el c�rculo de los individuos que m�s adelante aparecer�n como miembros de una gens en la primitiva forma de esta instituci�n. Todos ellos tienen por tronco com�n una madre, y en virtud de este origen, los descendientes femeninos forman generaciones de hermanas. Pero los maridos de estas hermanas ya no pueden ser sus hermanos; por tanto, no pueden descender de aquel tronco materno y no pertenecen a este grupo consangu�neo, que m�s adelante llega a ser la gens, mientras que sus hijos pertenecen a este grupo, pues la descendencia por l�nea materna es la �nica decisiva, por ser la �nica cierta. En cuanto queda prohibido el comercio sexual entre todos los hermanos y hermanas -incluso los colaterales m�s lejanos- por l�nea materna, el grupo antedicho se transforma en una gens, es decir, se constituye como un c�rculo cerrado de parientes consangu�neos por l�nea femenina, que no pueden casarse unos con otros; c�rculo oque desde ese momento se consolida cada vez m�s por medio de instituciones comunes, de orden social y religioso, que lo distinguen de las otras gens de la misma tribu. M�s adelante volveremos a ocuparnos de esta cuesti�n con mayor detalle. Pero si estimamos que la gens surge en la familia punal�a no s�lo necesariamente, sino incluso como cosa natural, tendremos fundamento para estimar casi indudable la existencia anterior de esta forma de familia en todos los pueblos en que se puede comprobar instituciones gentilicias, es decir, en casi todos los pueblos b�rbaros y civilizados.
Cuando Morgan escribi� su libro, nuestros conocimientos acerca del matrimonio por grupos eran muy limitados. Se sab�a alguna cosa del matrimonio por grupos entre los australianos organizados en clases, y, adem�s, Morgan hab�a publicado ya en 1871 todos los datos que pose�a sobre la familia punal�a en Hawa�. La familia punal�a, por un lado, suministraba la explicaci�n completa del sistema de parentesco vigente entre los indios americanos y que hab�a sido el punto de partida de todas las investigaciones de Morgan; por otro lado, constitu�a el punto de arranque para deducir la gens de derecho materno; por �ltimo, era un grado de desarrollo mucho m�s alto que las clases australianas. Se comprende, por tanto, que Morgan la concibiese como el estadio de desarrollo inmediatamente anterior al matrimonio sindi�smico y le atribuyese una difusi�n general en los tiempos primitivos. De entonces ac�, hemos llegado a conocer otra serie de formas de matrimonio por grupos, y ahora sabemos que Morgan fue demasiado lejos en este punto. Sin embargo, en su familia punal�a tuvo la suerte de encontrar la forma m�s elevada, la forma cl�sica del matrimonio por grupos, la forma que explica de la manera m�s sencilla el paso a una forma superior.
Si las nociones que tenemos del matrimonio por grupos se han enriquecido, lo debemos sobre todo al misionero ingl�s Lorimer Fison, que durante a�os ha estudiado esta forma de la familia en su tierra cl�sica, Australia. Entre los negros australianos del monte Gambier, en el Sur de Australia, es donde encontr� el grado m�s bajo de desarrollo. La tribu entera se divide all� en dos grandes clases: los krokis y los kumites. Est� terminantemente prohibido el comercio sexual en el seno de cada una de estas dos clases; en cambio, todo hombre de una de ellas es marido nato de toda mujer de la otra, y rec�procamente. No son los individuos, sino grupos enteros, quienes est�n casados unos con otros, clase con clase. Y n�tese que all� no hay en ninguna parte restricciones por diferencia de edades o de consanguinidad especial, salvo la que se desprende de la divisi�n en dos clases ex�gamas. Un kroki tiene de derecho por esposa a toda mujer kumite; y como su propia hija, como hija de una mujer kumite, es tambi�n kumite en virtud del derecho materno, es, por ello, esposa nata de todo kroki, incluido su padre. En todo caso, la organizaci�n por clases, tal como se nos presenta, no opone a esto ning�n obst�culo. As�, pues, o esta organizaci�n apareci� en una �poca en que, a pesar de la tendencia instintiva de limitar el incesto, no se ve�a a�n nada malo en las relaciones sexuales entre hijos y padres, y entonces el sistema de clases debi� nacer directamente de las condiciones del comercio sexual sin restricciones, o, por el contrario, cuando se crearon las clases estaban ya prohibidas por la costumbre las relaciones sexuales entre padres e hijos, y entonces la situaci�n actual se�ala la existencia anterior de la familia consangu�nea y constituye el primer paso dado para salir de ella. Esta �ltima hip�tesis es la m�s veros�mil. Que yo sepa, no se dan ejemplos de uni�n conyugal entre padres e hijos en Australia; y, aparte de eso, la forma posterior de la exogamia, la gens basada en el derecho materno, presupone t�citamente la prohibici�n de este comercio, como una cosa que hab�a encontrado ya establecida antes de su surgimiento.
Adem�s de la regi�n del monte Gambier, en el Sur de Australia, el sistema de las clases se encuentra a orillas del r�o Darling, m�s al este, y en Queensland, en el nordeste; de modo que est� muy difundido. Este sistema s�lo excluye el matrimonio entre hermanos y hermanas, entre hijos de hermanos y entre hijos de hermanas por l�nea materna, porque �stos pertenecen a la misma clase; por el contrario, los hijos de hermano y de hermana pueden casarse unos con otros. Un nuevo paso hacia la prohibici�n del matrimonio entre consangu�neos lo observamos entre los kamilarois, en las m�rgenes del Darling, en la Nueva Gales del Sur, donde las dos clases originarias se han escindido en cuatro, y donde cada una de estas cuatro clases se casa, entera, con otra determinada. Las dos primeras clases son esposos natos una de otra; pero seg�n pertenezca la madre a la primera o a la segunda, pasan los hijos a la tercera o a la cuarta. Los hijos de estas dos �ltimas clases, igualmente casadas una con otra, pertenecen de nuevo a la primera y a la segunda. De suerte que siempre una generaci�n pertenece a la primera y a la segunda clase, la siguiente a la tercera y a la cuarta, y la que viene inmediatamente despu�s, de nuevo a la primera y a la segunda. Ded�cese de aqu� que hijos de hermano y hermana (por l�nea materna) no pueden ser marido y mujer, pero s� pueden serlo los nietos de hermano y hermana. Este complicado orden se enreda a�n m�s porque se injerta en �l m�s tarde la gens basada en el derecho materno; pero aqu� no podemos entrar en detalle. Observamos, pues, que la tendencia a impedir el matrimonio entre consangu�neos se manifiesta una y otra vez, pero de modo espont�neo, a tientas, sin conciencia clara del fin que se persigue.
El matrimonio por grupos, que en Australia es adem�s un matrimonio por clases, la uni�n conyugal en masa de toda una clase de hombres, a menudo esparcida por todo el continente, con una clase entera de mujeres no menos diseminada; este matrimonio por grupos, visto de cerca, no es tan monstruoso como se lo representa la fantas�a de los filisteos, influenciada por la prostituci�n. Por el contrario, transcurrieron much�simos a�os antes de que se tuviese ni siquiera noci�n de su existencia, la cual, por cierto, se ha puesto de nuevo en duda hace muy poco. A los ojos del observador superficial, se presenta como una monogamia de v�nculos muy flojos y, en algunos lugares, como una poligamia acompa�ada de una infidelidad ocasional. Hay que consagrarle a�os de estudio, como lo han hecho Fison y Howitt, para descubrir en esas relaciones conyugales (que, en la pr�ctica, recuerdan m�s bien a la generalidad de los europeos las costumbres de su patria), la ley en virtud de la cual el negro australiano, a miles de kil�metros de sus lares, entre gente cuyo lenguaje no comprende -y a menudo en cada campamento, en cada tribu-, mujeres que se le entregan voluntariamente, sin resistencia; ley en virtud de la cual, quien tiene varias mujeres, cede una de ellas a su hu�sped para la noche. All� donde el europeo ve inmoralidad y falta de toda ley, reina de hecho una ley muy rigurosa. Las mujeres pertenecen a la clase conyugal del forastero y, por consiguiente, son sus esposas natas; la misma ley moral que destina el uno a al otra, proh�be, so pena de infamia, todo comercio sexual fuera de las clases conyugales que se pertenecen rec�procamente. Aun all� donde se practica el rapto de las mujeres, que ocurre a menudo y en parte de Australia es regla general, se mantiene escrupulosamente la ley de las clases.
En el rapto de las mujeres se encuentra ya indicios del tr�nsito a la monogamia, por lo menos en la forma del matrimonio sindi�smico; cuando un joven, con ayuda de sus amigos, se ha llevado de grado o por fuerza a una joven, �sta es gozada por todos, uno tras otro, pero despu�s se considera como esposa del promotor del rapto. Y a la inversa, si la mujer robada huye de casa de su marido y la recoge otro, se hace esposa de este �ltimo y el primero pierde sus prerrogativas. Al lado y en el seno del matrimonio por grupos, que, en general, contin�a existiendo, se encuentran, pues, relaciones exclusivistas, uniones por parejas, a plazo m�s o menos largo, y tambi�n la poligamia; de suerte que tambi�n aqu� el matrimonio por grupos se va extinguiendo, quedando reducida la cuesti�n a saber qui�n, bajo la influencia europea, desaparecer� antes de la escena: el matrimonio por grupos o los negros australianos que lo practican.
El matrimonio por clases enteras, tal como existe en Australia, es, en todo caso, una forma muy atrasada y muy primitiva del matrimonio por grupos, mientras que la familia punal�a constituye, en cuanto no es dado conocer, su grado superior de desarrollo. El primero parece ser la forma correspondiente al estado social de los salvajes errantes; la segunda supone ya el establecimiento fijo de comunidades comunistas, y conduce directamente al grado inmediato superior de desarrollo. Entre estas dos formas de matrimonio hallaremos a�n, sin duda alguna, grados intermedios; �ste es un terreno de investigaciones que acaba de descubrirse, y en el cual no se han dado todav�a sino los primeros pasos.
3. La familia sindi�smica. En el r�gimen de matrimonio por grupos, o quiz�s antes, form�banse ya parejas conyugales para un tiempo m�s o menos largo; el hombre ten�a una mujer principal (no puede a�n decirse que una favorita) entre sus numerosas, y era para ella el esposo principal entre todos los dem�s. Esta circunstancia ha contribuido no poco a la confusi�n producida en la mente de los misioneros, quienes en el matrimonio por grupos ven ora una comunidad promiscua de la mujeres, ora un adulterio arbitrario. Pero conforme se desarrollaba la gens e iban haci�ndose m�s numerosas las clases de "hermanos" y "hermanas", entre quienes ahora era imposible el matrimonio, esta uni�n conyugal por parejas, basada en la costumbre, debi� ir consolid�ndose. A�n llev� las cosas m�s lejos el impulso dado por la gens a la prohibici�n del matrimonio entre parientes consangu�neos. As� vemos que entre los iroqueses y entre la mayor�a de los dem�s indios del estadio inferior de la barbarie, est� prohibido el matrimonio entre todos los parientes que cuenta su sistema, y en �ste hay algunos centenares de parentescos diferentes. Con esta creciente complicaci�n de las prohibiciones del matrimonio, hici�ronse cada vez m�s imposibles las uniones por grupos, que fueron sustituidas por la familia sindi�smica. En esta etapa un hombre vive con una mujer, pero de tal suerte que la poligamia y la infidelidad ocasional siguen siendo un derecho para los hombres, aunque por causas econ�micas la poligamia se observa raramente; al mismo tiempo, se exige la m�s estricta fidelidad a las mujeres mientras dure la vida com�n, y su adulterio se castiga cruelmente. Sin embargo, el v�nculo conyugal se disuelve con facilidad por una y otra parte, y despu�s, como antes, los hijos s�lo pertenecen a la madre.
La selecci�n natural contin�a obrando en esta exclusi�n cada vez m�s extendida de los parientes consangu�neos del lazo conyugal. Seg�n Morgan, "el matrimonio entre gens no consangu�neas engendra una raza m�s fuerte, tanto en el aspecto f�sico como en el mental; mezcl�banse dos tribus avanzadas, y los nuevos cr�neos y cerebros crec�an naturalmente hasta que comprend�an las capacidades de ambas tribus. Las tribus que hab�an adoptado el r�gimen de la gens, estaban llamadas, pues, a predominar sobre las atrasadas do a arrastrarlas tras de s� con su ejemplo.
Por tanto, la evoluci�n de la familia en los tiempos prehist�ricos consiste en una constante reducci�n del c�rculo en cuyo seno prevalece la comunidad conyugal entre los dos sexos, c�rculo que en su origen abarcaba la tribu entera. La exclusi�n progresiva, primero de los parientes cercanos, despu�s de los lejanos y, finalmente, de las personas meramente vinculadas por alianza, hace imposible en la pr�ctica todo matrimonio por grupos; en �ltimo t�rmino no queda sino la pareja, unida por v�nculos fr�giles a�n, esa mol�cula con cuya disociaci�n concluye el matrimonio en general. Esto prueba cu�n poco tiene que ver el origen de la monogamia con el amor sexual individual, en la actual concepci�n de la palabra. Aun prueba mejor lo dicho la pr�ctica de todos los pueblos que se hallan en este estado de desarrollo. Mientras que en las anteriores formas de la familia los hombres nunca pasaban apuros para encontrar mujeres, antes bien ten�an m�s de las que les hac�an falta, ahora las mujeres escaseaban y hab�a que buscarlas. Por eso, con el matrimonio sindi�smico empiezan el rapto y la compra de las mujeres, s�ntomas muy difundidos, pero nada m�s que s�ntomas, de un cambio mucho m�s profundo que se hab�a efectuado; MacLennan, ese escoc�s pedante, ha transformado por arte de su fantas�a esos s�ntomas, que no son sino simples m�todos de adquirir mujeres, en distintas clases de familias, bajo la forma de "matrimonio por rapto" y "matrimonio por compra". Adem�s, entre los indios de Am�rica y en otras partes (en el mismo estad�o), el convenir en un matrimonio no incumbe a los interesados, a quienes a menudo ni aun se les consulta, sino a sus madres. Muchas veces quedan prometidos as� dos seres que no se conocen el uno al otro, y a quienes no se comunica el cierre del trato hasta que no llega el momento del enlace matrimonial. Antes de la boda, el futuro hace regalos a los parientes gentiles de la prometida (es decir, a los parientes por parte de la madre de �sta, y no al padre ni a los parientes de �ste). Estos regalos se consideran como el precio por el que el hombre compra a la joven n�bil que le ceden. El matrimonio es disoluble a voluntad de cada uno de los dos c�nyuges; sin embargo, en numerosas tribus, por ejemplo, entre los iroqueses, se ha formado poco a poco una opini�n p�blica hostil a esas rupturas; en caso de haber disputas entre los c�nyuges, median los parientes gentiles de cada parte, y s�lo si esta mediaci�n no surte efecto, se lleva a cabo la separaci�n, en virtud de la cual se queda la mujer con los hijos y cada una de las partes es libre de casarse de nuevo.
La familia sindi�smica, demasiado d�bil e inestable por s� misma para hacer sentir la necesidad o, aunque s�lo sea, el deseo de un hogar particular, no suprime de ning�n modo el hogar comunista que nos presenta la �poca anterior. Pero el hogar comunista significa predominio de la mujer en la casa, lo mismo que el reconocimiento exclusivo de una madre propia, en la imposibilidad de conocer con certidumbre al verdadero padre, significa profunda estimaci�n de las mujeres, es decir, de las madres. Una de las ideas m�s absurdas que nos ha transmitido la filosof�a del siglo XVIII es la opini�n de que en el origen de la sociedad la mujer fue la esclava del hombre. Entre todos los salvajes y en todas las tribus que se encuentran en los estadios inferior, medio y, en parte, hasta superior de la barbarie, la mujer no s�lo es libre, sino que est� muy considerada. Arthur Wright, que fue durante muchos a�os misionero entre los iroqueses-senekas, puede atestiguar cual es a�n esta situaci�n de la mujer en el matrimonio sindi�smico. Wright dice: "Respecto a sus familias, en la �poca en que a�n viv�an en las antiguas casas grandes (domicilios comunistas de muchas familias)... predominaba siempre all� un clan (una gens), y las mujeres tomaban sus maridos en otros clanes (gens)... Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa; las provisiones eran comunes, pero �desdichado del pobre marido o amante que era demasiado holgaz�n o torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la comunidad!. Por m�s hijos o enseres personales que tuviese en la casa, pod�a a cada instante verse conminado a liar los b�rtulos y tomar el portante. Y era in�til que intentase oponer resistencia, porque la casa se convert�a para �l en un infierno; no le quedaba m�s remedio sino volverse a su propio clan (gens) o, lo que sol�a suceder m�s a menudo, contraer un nuevo matrimonio en otro. Las mujeres constitu�an una gran fuerza dentro de los clanes (gens), lo mismo que en todas partes. Llegado el caso, no vacilaban en destituir a un jefe y rebajarle a simple guerrero". La econom�a dom�stica comunista, donde la mayor�a, si no la totalidad de las mujeres, son de una misma gens, mientras que los hombres pertenecen a otras distintas, es la base efectiva de aquella preponderancia de las mujeres, que en los tiempos primitivos estuvo difundida por todas partes y el descubrimiento de la cual es el tercer m�rito de Bachofen. Puedo a�adir que los relatos de los viajeros y de los misioneros a cerca del excesivo trabajo con que se abruma a las mujeres entre los salvajes y los b�rbaros, no est�n en ninguna manera en contradicci�n con lo que acabo de decir. La divisi�n del trabajo entre los dos sexos depende de otras causas que nada tienen que ver con la posici�n de la mujer en la sociedad. Pueblos en los cuales las mujeres se ven obligadas mucho m�s de lo que, seg�n nuestras ideas, les corresponde, tienen a menudo mucha m�s consideraci�n real hacia ellas que nuestros europeos. La se�ora de la civilizaci�n, rodeada de aparentes homenajes, extra�a a todo trabajo efectivo, tiene una posici�n social muy inferior a la de la mujer de la barbarie, que trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama (lady, frowa, frau = se�ora) y lo es efectivamente por su propia disposici�n.
Nuevas investigaciones acerca de los pueblos del Noroeste y, sobre todo, del Sur de Am�rica, que a�n se hallan en el estadio superior del salvajismo, deber�n decirnos si el matrimonio sindi�smico ha remplazado o no por completo hoy en Am�rica al matrimonio por grupos. Respecto a los sudamericanos, se refieren tan variados ejemplos de licencia sexual, que se hace dif�cil admitir la desaparici�n completa del antiguo matrimonio por grupos. En todo caso, a�n no han desaparecido todos sus vestigios. Por lo menos, en cuarenta tribus de Am�rica del Norte el hombre que se casa con la hermana mayor tiene derecho a tomar igualmente por mujeres a todas las hermanas de ella, en cuanto llegan a la edad requerida. Esto es un vestigio de la comunidad de maridos para todo un grupo de hermanas. De los habitantes de la pen�nsula de California (estadio superior del salvajismo) cuenta Bancroft que tienen ciertas festividades en que se re�nen varias "tribus" para practicar el comercio sexual m�s promiscuo. Con toda evidencia, son gens que en estas fiestas conservan un oscuro recuerdo del tiempo en que las mujeres de una gens ten�an por maridos comunes a todos los hombres de otra, y rec�procamente. La misma costumbre impera a�n en Australia. En algunos pueblos acontece que los ancianos, los jefes y los hechiceros sacerdotes practican en provecho propio la comunidad de mujeres y monopolizan la mayor parte de �stas; pero, en cambio, durante ciertas fiestas y grandes asambleas populares est�n obligados a admitir la antigua posesi�n com�n y a permitir a sus mujeres que se solacen con los hombres j�venes. Westermarck (p�ginas 28- 29) aporta una serie de ejemplos de saturnales de este g�nero, en las que recobra vigor por corto tiempo la antigua libertad del comercio sexual: entre los hos, los santalas, los pandchas, y los cotaros de la India, en algunos pueblos africanos, etc. Westermarck deduce de un modo extra�o que estos hechos constituyen restos, no del matrimonio por grupos, que �l niega, sino del per�odo del celo, que los hombres primitivos tuvieron en com�n con los animales.
Llegamos al cuarto gran descubrimiento de Bachofen: el de la gran difusi�n de la forma del tr�nsito del matrimonio por grupos al matrimonio sindi�smico. Lo que Bachofen representa como una penitencia por la transgresi�n de los antiguos mandamientos de los dioses, como una penitencia impuesta a la mujer para comprar su derecho a la castidad, no es, en resumen, sino la expresi�n m�stica del rescate por medio del cual se libra la mujer de la antigua comunidad de maridos y adquiere el derecho de no entregarse m�s que a uno solo. Ese rescate consiste en dejarse poseer en determinado periodo: las mujeres babil�nicas estaban obligadas a entregarse una vez al a�o en el templo de Mylitta; otros pueblos del Asia Menor enviaban a sus hijas al templo de Anaitis, donde, durante a�os enteros, deb�an entregarse al amor libre con favoritos elegidos por ellas antes de que se les permitiera casarse; en casi todos los pueblos asi�ticos entre el Mediterr�neo y el Ganges hay an�logas usanzas, disfrazadas de costumbres religiosas. El sacrificio expiatorio que desempe�a el papel de rescate se hace cada vez m�s ligero con el tiempo, como lo ha hecho notar Bachofen: "La ofrenda, repetida cada a�o, cede el puesto a un sacrificio hecho s�lo una vez; al heterismo de las matronas sigue el de las j�venes solteras; se practica antes del matrimonio, en vez de ejercitarlo durante �ste; en lugar de abandonarse a todos, sin tener derecho de elegir, la mujer ya no se entrega sino a ciertas personas". ("Derecho materno", p�g. XIX). En otros pueblos no existe ese disfraz religioso; en algunos -los tracios, los celtas, etc., en la antig�edad, en gran n�mero de abor�genes de la India, en los pueblos malayos, en los insulares de Ocean�a y entre muchos indios americanos hoy d�a -las j�venes gozan de la mayor libertad sexual hasta que contraen matrimonio. As� sucede, sobre todo, en la Am�rica del Sur, como pueden atestiguarlo cuantos han penetrado algo en el interior. De una rica familia de origen indio refiere Agassiz ("Viaje por el Brasil, Boston y Nueba York"[11] 1886, p�g. 266) que, habiendo conocido a la hija de la casa, pregunt� por su padre, suponiendo que lo ser�a el marido de la madre, oficial del ej�rcito en campa�a contra el Paraguay; pero la madre le respondi� sonri�ndose: "Naod tem pai, he filha da fortuna" (no tiene padre, es hija del acaso). "Las mujeres indias o mestizas hablan siempre en este tono, sin verg�enza ni censura, de sus hijos ileg�timos; y esto es la regla, mientras que lo contrario parece ser la excepci�n. Los hijos... a menudo s�lo conocen a su madre, porque todos los cuidados y toda la responsabilidad recaen sobre ella; nada saben acerca de su padre, y tampoco parece que la mujer tuviese nunca la idea de que ella o sus hijos pudieran reclamarle la menor cosa". Lo que aqu� parece pasmoso al hombre civilizado, es sencillamente la regla en el matriarcado y en el matrimonio por grupos.
En otros pueblos, los amigos y parientes del novio o los convidados a la boda ejercen con la novia, durante la boda misma, el derecho adquirido por usanza inmemorial, y al novio no le llega el turno sino el �ltimo de todos: as� suced�a en las islas Baleares y entre los augilas africanos en la antig�edad, y as� sucede a�n entre los bareas en Abisinia. En otros, un personaje oficial, sea jefe de la tribu o de la gens, cacique, sham�n, sacerdote o pr�ncipe, es quien representa a la colectividad y quien ejerce en la desposada el derecho de la primera noche ("jus primae noctis"). A pesar de todos los esfuerzos neorrom�nticos de cohonestarlo, ese "jus primae noctis" existe hoy a�n como una reliquia del matrimonio por grupos entre la mayor�a de los habitantes del territorio de Alaska (Bancroft: "Tribus Nativas", 1, 81), entre los tahus del Norte de M�xico (ibid, p�g. 584) y entre otros pueblos; y ha existido durante toda la Edad Media, por lo menos en los pa�ses de origen c�ltico, donde naci� directamente del matrimonio por grupos; en Arag�n, por ejemplo. Al paso que en Castilla el campesino nunca fue siervo, la servidumbre m�s abyecta rein� en Arag�n hasta la sentencia o bando arbitral de Fernando el Cat�lico de 1486, documento donde se dice: "Juzgamos y fallamos que los se�ores (senyors, barones) susodichos no podr�n tampoco pasar la primera noche con la mujer que haya tomado un campesino, ni tampoco podr�n durante la noche de boda, despu�s que se hubiere acostado en la cama la mujer, pasar la pierna encima de la cama ni de la mujer, en se�al de su soberan�a; tampoco podr�n los susodichos se�ores servirse ade las hijas o lo hijos de los campesinos contra su voluntad, con y sin pago". (Citado, seg�n el texto original en catal�n, por Sugenheim, "La servidumbre", San Petersburgo 1861[12], p�g. 35).
Aparte de esto, Bachofen tiene raz�n evidente cuando afirma que el paso de lo que �l llama "heterismo" o "Sumpfzeugung" a la monogamia se realiz� esencialmente gracias a las mujeres. Cuanto m�s perd�an las antiguas relaciones sexuales su candoroso car�cter primitivo selv�tico a causa del desarrollo de las condiciones econ�micas y, por consiguiente, a causa de la descomposici�n del antiguo comunismo y de la densidad, cada vez mayor, de la poblaci�n, m�s envilecedoras y opresivas debieran parecer esas relaciones a las mujeres y con mayor fuerza debieron de anhelar, como liberaci�n, el derecho a la castidad, el derecho al matrimonio temporal o definitivo con un solo hombre. Este progreso no pod�a salir del hombre, por la sencilla raz�n, sin buscar otras, de que nunca, ni aun en nuestra �poca, le ha pasado por las mientes la idea de renunciar a los goces del matrimonio efectivo por grupos. S�lo despu�s de efectuado por la mujer el tr�nsito al matrimonio sindi�smico, es cuando los hombres pudieron introducir la monogamia estricta, por supuesto, s�lo para las mujeres.
La familia sindi�smica aparece en el l�mite entre el salvajismo y la barbarie, las m�s de las veces en el estadio superior del primero, y s�lo en algunas partes en el estadio inferior de la segunda. Es la forma de familia caracter�stica de la barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo, y la monogamia lo es de la civilizaci�n. Para que la familia sindi�smica evolucione hasta llegar a una monogamia estable fueron menester causas diversas de aqu�llas cuya acci�n hemos estudiado hasta aqu�. En la familia sindi�smica el grupo hab�a quedado ya reducido a su �ltima unidad, a su mol�cula biat�mica: a un hombre y una mujer. La selecci�n natural hab�a realizado su obra reduciendo cada vez m�s la comunidad de los matrimonios, nada le quedaba ya que hacer en este sentido. Por tanto, si no hubieran entrado en juego nuevas fuerzas impulsivas de "orden social", no hubiese habido ninguna raz�n para que de la familia sindi�smica naciera otra nueva forma de familia. Pero entraron en juego esas fuerzas impulsivas.
Abandonemos ahora Am�rica, tierra cl�sica de la familia sindi�smica. Ning�n indicio permite afirmar que en ella se halla desarrollado una forma de familia m�s perfecta, que haya existido all� una monogamia estable en ning�n tiempo antes del descubrimiento y de la conquista. Lo contrario sucedi� en el viejo mundo.
Aqu� la domesticaci�n de los animales y la cr�a de ganado hab�an abierto manantiales de riqueza desconocidos hasta entonces, creando relaciones sociales enteramente nuevas. Hasta el estadio inferior de la barbarie, la riqueza duradera se limitaba poco m�s o menos a la habitaci�n, los vestidos, adornos primitivos y los enseres necesarios para obtener y preparar los alimentos: la barca, las armas, los utensilios caseros m�s sencillos. El alimento deb�a ser conseguido cada d�a nuevamente. Ahora, con sus manadas de caballos, camellos, asnos, bueyes, carneros, cabras y cerdos, los pueblos pastores, que iban ganando terreno (los arios en el Pa�s de los Cinco R�os y en el valle del Ganges, as� como en las estepas del Oxus y el Jaxartes, a la saz�n mucho m�s espl�ndidamente irrigadas, y los semitas en el Eufrates y el Tigris), hab�an adquirido riquezas que s�lo necesitaban vigilancia y los cuidados m�s primitivos para reproducirse en una proporci�n cada vez mayor y suministrar abundant�sima alimentaci�n en carne y leche. Desde entonces fueron relegados a segundo plano todos los medios con anterioridad empleados; la caza que en otros tiempos era una necesidad, se troc� en un lujo.
Pero, �a qui�n pertenec�a aquella nueva riqueza?. No cabe duda alguna de que, en su origen, a la gens. Pero muy pronto debi� de desarrollarse la propiedad privada de los reba�os. Es dif�cil decir si el autor de lo que se llama el primer libro de Mois�s consideraba al patriarca Abraham propietario de sus reba�os por derecho propio, como jefe de una comunidad familiar, o en virtud de su car�cter de jefe hereditario de una gens. Sea como fuere, lo cierto es que no debemos imagin�rnoslo como propietario, en el sentido moderno de la palabra. Tambi�n es indudable que en los umbrales de la historia aut�ntica encontramos ya en todas partes los reba�os como propiedad particular de los jefes de familia, con el mismo t�tulo que los productos del arte de la barbarie, los enseres de metal, los objetos de lujo y, finalmente, el ganado humano, los esclavos.
La esclavitud hab�a sido ya inventada. El esclavo no ten�a valor ninguno para los b�rbaros del estadio inferior. Por eso los indios americanos obraban con sus enemigos vencidos de una manera muy diferente de como se hizo en el estadio superior. Los hombres eran muertos o los adoptaba como hermanos la tribu vencedora; las mujeres eran tomadas como esposas o adoptadas, con sus hijos supervivientes, de cualquier otra forma. En este estadio, la fuerza de trabajo del hombre no produce a�n excedente apreciable sobre sus gastos de mantenimiento. Pero al introducirse la cr�a de ganado, la elaboraci�n de los metales, el arte del tejido, y, por �ltimo, la agricultura, las cosas tomaron otro aspecto. Sobre todo desde que los reba�os pasaron definitivamente a ser propiedad de la familia, con la fuerza de trabajo pas� lo mismo que hab�a pasado con las mujeres, tan f�ciles antes de adquirir y que ahora ten�an ya su valor de cambio y se compraban. La familia no se multiplicaba con tanta rapidez como el ganado. Ahora se necesitaban m�s personas para la custodia de �ste; pod�a utilizarse para ello el prisionero de guerra, que adem�s pod�a multiplicarse, lo mismo que el ganado.
Convertidas todas estas riquezas en propiedad particular de las familias, y aumentadas despu�s r�pidamente, asestaron un duro golpe a la sociedad fundada en el matrimonio sindi�smico y en la gens basada en el matriarcado. El matrimonio sindi�smico hab�a introducido en la familia un elemento nuevo. Junto a la verdadera madre hab�a puesto le verdadero padre, probablemente mucho m�s aut�ntico que muchos "padres" de nuestros d�as. Con arreglo a la divisi�n del trabajo en la familia de entonces, correspond�a al hombre procurar la alimentaci�n y los instrumentos de trabajo necesarios para ello; consiguientemente, era, por derecho, el propietario de dichos instrumentos y en caso de separaci�n se los llevaba consigo, de igual manera que la mujer conservaba sus enseres dom�sticos. Por tanto, seg�n las costumbres de aquella sociedad, el hombre era igualmente propietario del nuevo manantial de alimentaci�n, el ganado, y m�s adelante, del nuevo instrumento de trabajo, el esclavo. Pero seg�n la usanza de aquella misma sociedad, sus hijos no pod�an heredar de �l, porque, en cuanto a este punto, las cosas eran como sigue.
Con arreglo al derecho materno, es decir, mientras la descendencia s�lo se contaba por l�nea femenina, y seg�n la primitiva ley de herencia imperante en la gens, los miembros de �sta heredaban al principio de su pariente gentil fenecido. Sus bienes deb�an quedar, pues, en la gens. Por efecto de su poca importancia, estos bienes pasaban en la pr�ctica, desde los tiempos m�s remotos, a los parientes m�s pr�ximos, es decir, a los consangu�neos por l�nea materna. Pero los hijos del difunto no pertenec�an a su gens, sino a la de la madre; al principio heredaban de la madre, con los dem�s consangu�neos de �sta; luego, probablemente fueran sus primeros herederos, pero no pod�an serlo de su padre, porque no pertenec�an a su gens, en la cual deb�an quedar sus bienes. As�, a la muerte del propietario de reba�os, estos pasaban en primer t�rmino a sus hermanos y hermanas y a los hijos de estos �ltimos o a los descendientes de las hermanas de su madre; en cuanto a sus propios hijos, se ve�an desheredados.
As�, pues, las riquezas, a medida que iban en aumento, daban, por una parte, al hombre una posici�n m�s importante que a la mujer en la familia y, por otra parte, hac�an que naciera en �l la idea de valerse de esta ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no pod�a hacerse mientras permaneciera vigente la filiaci�n seg�n el derecho materno. Este ten�a que ser abolido, y lo fue. Ello no result� tan dif�cil como hoy nos parece. Aquella revoluci�n -una de las m�s profundas que la humanidad ha conocido- no tuvo necesidad de tocar ni a uno solo de los miembros vivos de la gens. Todos los miembros de �sta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces hab�an sido. Bast� decidir sencillamente que en lo venidero los descendientes de un miembro masculino permanecer�an en la gens, pero los de un miembro femenino saldr�an de ella, pasando a la gens de su padre. As� quedaron abolidos al filiaci�n femenina y el derecho hereditario materno, sustituy�ndolos la filiaci�n masculina y el derecho hereditario paterno. Nada sabemos respecto a c�mo y cuando se produjo esta revoluci�n en los pueblos cultos, pues se remonta a los tiempos prehist�ricos. Pero los datos reunidos, sobre todo por Bachofen, acerca de los numerosos vestigios del derecho materno, demuestran plenamente que esa revoluci�n se produjo; y con qu� facilidad se verifica, lo vemos en muchas tribus indias donde acaba de efectuarse o se est� efectuando, en parte por influjo del incremento de las riquezas y el cambio de g�nero de vida (emigraci�n desde los bosques a las praderas), y en parte por la influencia moral de la civilizaci�n y de los misioneros. De ocho tribus del Misur�, en seis rigen la filiaci�n y el orden de herencia masculinos, y en otras dos, los femeninos. Entre los schawnees, los miam�es y los delawares se ha introducido la costumbre de dar a los hijos un nombre perteneciente a la gens paterna, para hacerlos pasar a �sta con el fin de que puedan heredar de su padre. "Casu�stica innata en los hombres la de cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas para romper con la tradici�n, sin salirse de ella, en todas partes donde un inter�s directo da el impulso suficiente para ello" (Marx). Result� de ah� una espantosa confusi�n, la cual s�lo pod�a remediarse y fue en parte remediada con el paso al patriarcado. "Esta parece ser la transici�n m�s natural" (Marx). Acerca de lo que los especialistas en Derecho comparado pueden decirnos sobre el modo en que se oper� esta transici�n en los pueblos civilizados del Mundo Antiguo -casi todo son hip�tesis-, v�ase Kovalevski, "Cuadro de los or�genes y de la evoluci�n de la familia y de la propiedad", Estocolmo 1890[13].
El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota hist�rica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empu�� tambi�n las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducci�n. Esta baja condici�n de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y m�s a�n en los de los tiempos cl�sicos, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas m�s suaves, pero no, ni mucho menos, abolida.
El primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el punto y hora en que se fund�, lo observamos en la forma intermedia de la familia patriarcal, que surgi� en aquel momento. Lo que caracteriza, sobre todo, a esta familia no es la poligamia, de la cual hablaremos luego, sino la "organizaci�n de cierto n�mero de individuos, libres y no libres, en una familia sometida al poder paterno del jefe de �sta. En la forma sem�tica, ese jefe de familia vive en plena poligamia, los esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la organizaci�n entera es cuidar del ganado en un �rea determinada". Los rasgos esenciales son la incorporaci�n de los esclavos y la potestad paterna; por eso, la familia romana es el tipo perfecto de esta forma de familia. En su origen, la palabra familia no significa el ideal, mezcla de sentimentalismos y de disensiones dom�sticas, del filisteo de nuestra �poca; al principio, entre los romanos, ni siquiera se aplica a la pareja conyugal y a sus hijos, sino tan s�lo a los esclavos. Famulus quiere decir esclavo dom�stico, y familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes a un mismo hombre. En tiempos de Gayo la "familia, id es patrimonium" (es decir, herencia), se transmit�a aun por testamento. Esta expresi�n la inventaron los romanos para designar un nuevo organismo social, cuyo jefe ten�a bajo su poder a la mujer, a los hijos y a cierto n�mero de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de vida y muerte sobre todos ellos. "La palabra no es, pues, m�s antigua que el f�rreo sistema de familia de las tribus latinas, que naci� al introducirse la agricultura y la esclavitud legal y despu�s de la escisi�n entre los it�licos arios y los griegos". Y a�ade Marx: "La familia moderna contiene en germen, no s�lo la esclavitud (servitus), sino tambi�n la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relaci�n con las cargas en la agricultura. Encierra, in miniature, todos los antagonismos que se desarrollan m�s adelante en la sociedad y en su Estado".
Esta forma de familia se�ala el tr�nsito del matrimonio sindi�smico a la monogamia. Para asegurar la fidelidad de la mujer y, por consiguiente, la paternidad de los hijos, aqu�lla es entregada sin reservas al poder del hombre: cuando �ste la mata, no hace m�s que ejercer su derecho.
Con la familia patriarcal entramos en los dominios de la historia escrita, donde la ciencia del Derecho comparado nos puede prestar gran auxilio. Y en efecto, esta ciencia nos ha permitido aqu� hacer importantes progresos. A M�ximo Kovalevski ("Cuadro de los or�genes y de la evoluci�n de la familia y de la propiedad", p�gs. 60-100, Estocolmo 1890) debemos la idea de que la comunidad familiar patriarcal (patriarchalische Hausgenossenschaft), seg�n existe a�n entre los servios y los b�lgaros con el nombre de z�druga (que puede traducirse poco m�s o menos como confraternidad! o bratstwo (fraternidad)), y bajo una forma modificada entre los orientales, ha constituido el estadio de transici�n entre la familia de derecho materno, fruto del matrimonio por grupos, y la monogamia moderna. Esto parece probado, por lo menos respecto a los pueblos civilizados del Mundo Antiguo, los arios y los semitas.
La z�druga de los sudeslavos constituye el mejor ejemplo, existente a�n, de una comunidad familiar de esta clase. Abarca muchas generaciones de descendientes de un mismo padre, los cuales viven juntos, con sus mujeres, bajo el mismo techo; cultivan sus tierras en com�n, se alimentan y se visten de un fondo com�n y poseen en com�n el sobrante de los productos. La comunidad est� sujeta a la administraci�n superior del due�o de la casa (dom�cin), quien la representa ante el mundo exterior, tiene el derecho de enajenar las cosas de valor m�nimo, lleva la caja y es responsable de �sta, lo mismo que de la buena marcha de toda la hacienda. Es elegido, y no necesita para ello ser el de m�s edad. Las mujeres y su trabajo est�n bajo la direcci�n de la due�a de la casa (dom�cica), que suele ser la mujer del dom�cin. Esta tiene tambi�n voz, a menudo decisiva, cuando se trata de elegir marido para las mujeres solteras. Pero el poder supremo pertenece al consejo de familia, a la asamblea de todos los adultos de la comunidad, hombres y mujeres. Ante esa asamblea rinde cuentas el dom�cin, ella es quien resuelve las cuestiones de importancia, administra justicia entre todos los miembros de la comunidad, decide las compras o ventas m�s importantes, sobre todo de tierras, etc.
No hace m�s de diez a�os que se ha probado la existencia en Rusia de grandes comunidades familiares de esta especie; hoy todo el mundo reconoce que tienen en las costumbres populares rusas ra�ces tan ondas como la obschina, o comunidad rural. Figuran en el m�s antiguo c�digo ruso -la "Pravda" de Yaroslav-, con el mismo nombre (verv) que en las leyes de Damacia; en las fuentes hist�ricas polacas y checas tambi�n podemos encontrar referencias al respecto.
Tambi�n entre los germanos, seg�n Heusler ("Instituciones del Derecho alem�n"), la unidad econ�mica primitiva no es la familia aislada en el sentido moderno de la palabra, sino una comunidad familiar (Hausgenossenschaft) que se compone de muchas generaciones con sus respectivas familias y que adem�s encierra muy a menudo individuos no libres. La familia romana se refiere igualmente a este tipo, y, debido a ello, el poder absoluto del padre sobre los dem�s miembros de la familia, por supuesto privados enteramente de derechos respecto a �l, se ha puesto muy en duda recientemente. Comunidades familiares del mismo g�nero han debido de existir entre los celtas de Irlanda; en Francia, se han mantenido en el Nivernesado con el nombre de par�onneries hasta la Revoluci�n, y no se han extinguido a�n en el Franco-Condado. En los alrededores de Louans (Saona y Loira) se ven grandes caserones de labriegos, con una sala com�n central muy alta, que llega hasta el caballete del tejado; alrededor se encuentran los dormitorios, a los cuales se sube por unas escalerillas de seis u ocho pelda�os; habitan en esas casas varias generaciones de la misma familia.
La comunidad familiar, con cultivo del suelo en com�n, se menciona ya en la India por Nearco, en tiempo de Alejandro Magno, y a�n subsiste en el Penyab y en todo el noroeste del pa�s. El mismo Kovalevsky ha podido encontrarla en el C�ucaso. En Argelia existe a�n en las c�bilas. Ha debido hallarse hasta en Am�rica, donde se cree descubrirla en las "calpullis"[14] descritas por Zurita en el antiguo M�xico; por el contrario, Cunow ("Ausland", 1890, n�meros 42-44) ha demostrado de una manera bastante clara que en la �poca de la conquista exist�a en el Per� una especie de marca (que, cosa extra�a, tambi�n se llamaba all� "marca"), con reparto peri�dico de las tierras cultivadas y, por consiguiente, con cultivo individual.
En todo caso, la comunidad familiar patriarcal, con posesi�n y cultivo del suelo en com�n, adquiere ahora una significaci�n muy diferente de la que ten�a antes. Ya no podemos dudar del gran papel transicional que desempe�� entre los civilizados y otros pueblos de la antig�edad en el per�odo entre la familia de derecho materno y la familia mon�gama. M�s adelante hablaremos de otra cuesti�n sacada por Kovalevski, a saber: que la comunidad familiar fue igualmente el estadio transitorio de donde sali� la comunidad rural o la marca, con cultivo individual del suelo y reparto al principio peri�dico y despu�s definitivo de los campos y pastos.
Respecto a la vida de familia en el seno de estas comunidades familiares, debe hacerse notar que, por lo menos en Rusia, los amos de casa tienen la fama de abusar mucho de su situaci�n en lo que respecta a las mujeres m�s j�venes de la comunidad, principalmente a sus nueras, con las que forman a menudo un har�n; las canciones populares rusas son harto elocuentes a este respecto.
Antes de pasar a la monogamia, a la cual da r�pido desarrollo el derrumbamiento del matriarcado, digamos algunas palabras de la poligamia y de la poliandria. Estas dos formas de matrimonio s�lo pueden ser excepciones, art�culos de lujo de la historia, dig�moslo as�, de no ser que se presenten simult�neamente en un mismo pa�s, lo cual, como sabemos, no se produce. Pues bien; como los hombres excluidos de la poligamia no pod�an consolarse con las mujeres dejadas en libertad por la poliandria, y como el n�mero de hombres y mujeres, independientemente de las instituciones sociales, ha seguido siendo casi igual hasta ahora, ninguna de estas formas de matrimonio fue generalmente admitida. De hecho, la poligamia de un hombre era, evidentemente, un producto de la esclavitud, y se limitaba a las gentes de posici�n elevada. En la familia patriarcal sem�tica, el patriarca mismo y, a lo sumo, algunos de sus hijos viven como pol�gamos; los dem�s, se ven obligados a contentarse con una mujer. As� sucede hoy a�n en todo el Oriente: la poligamia se un privilegio de los ricos y de los grandes, y las mujeres son reclutadas, sobre todo, por la compra de esclavas; la masa del pueblo es mon�gama. Una excepci�n parecida es la poliandria en la India y en el Tibet, nacida del matrimonio por grupos, y cuyo interesante origen queda por estudiar m�s a fondo. En la pr�ctica, parece mucho m�s tolerante que el celoso r�gimen del har�n musulm�n.
Entre los naires de la India, por lo menos, tres, cuatro o m�s hombres, tienen una mujer com�n; pero cada uno de ellos puede tener, en uni�n con otros hombres, una segunda, una tercera, una cuarta mujer, y as� sucesivamente. Asombra que MacLennan, al describirlos, no haya descubierto una nueva categor�a de matrimonio -el matrimonio en club- en estos clubs conyugales, de varios de los cuales puede formar parte el hombre. Por supuesto, el sistema de clubs conyugales no tiene que ver con la poliandria efectiva; por el contrario, seg�n lo ha hecho notar ya Giraud-Teulon, es una forma particular (spezialisierte) del matrimonio por grupos: los hombres viven en la poligamia, y las mujeres en la poliandria.
4. La familia monog�mica. Nace de la familia sindi�smica, seg�n hemos indicado, en el per�odo de la transici�n entre el estadio medio y el estadio superior de la barbarie; su triunfo definitivo es uno de los s�ntomas de la civilizaci�n naciente. Se funda en el predominio del hombre; su fin expreso es el de procrear hijos cuya paternidad sea indiscutible; y esta paternidad indiscutible se exige porque los hijos, en calidad de herederos directos, han de entrar un d�a en posesi�n de los bienes de su padre. La familia monog�mica se diferencia del matrimonio sindi�smico por una solidez mucho m�s grande de los lazos conyugales, que ya no pueden ser disueltos por deseo de cualquiera de las partes. Ahora, s�lo el hombre, como regla, puede romper estos lazos y repudiar a su mujer. Tambi�n se le otorga el derecho de infidelidad conyugal, sancionado, al menos, por la costumbre (el C�digo de Napole�n se lo concede expresamente, mientras no tenga la concubina en el domicilio conyugal), y este derecho se ejerce cada vez m�s ampliamente, a medida que progresa la evoluci�n social. Si la mujer se acuerda de las antiguas pr�cticas sexuales y quiere renovarlas, es castigada m�s rigurosamente que en ninguna �poca anterior.
Entre los griegos encontramos en toda su severidad la nueva forma de la familia. Mientras que, como se�ala Marx, la situaci�n de las diosas en la mitolog�a nos habla de un per�odo anterior, en que las mujeres ocupaban todav�a una posici�n m�s libre y m�s estimada, en los tiempos heroicos vemos ya a la mujer humillada por el predominio del hombre y la competencia de las esclavas. L�ase en la "Odisea" c�mo Tel�maco interrumpe a su madre y le impone silencio. En Homero, los vencedores aplacan sus apetitos sexuales en las j�venes capturadas; los jefes eleg�an para s�, por turno y conforme a su categor�a, las m�s hermosas; sabido es que la "Iliada" entera gira en torno a la disputa sostenida entre Aquiles y Agamen�n a causa de una esclava. Junto a cada h�roe, m�s o menos importante, Homero habla de la joven cautiva con la cual comparte su tienda y su lecho. Esas mujeres eran tambi�n conducidas al pa�s nativo de los h�roes, a la casa conyugal, como hizo Agamen�n con Casandra, en Esquilo; los hijos nacidos de esas esclavas reciben una peque�a parte de la herencia paterna y son considerados como hombres libres; as�, Teucro es hijo natural de Telam�n, y tiene derecho a llevar el nombre de su padre. En cuanto a la mujer leg�tima, se exige de ella que tolere todo esto y, a la vez, guarde una castidad y una fidelidad conyugal rigurosa. Cierto es que la mujer griega de la �poca heroica es m�s respetada que la del per�odo civilizado; sin embargo, para el hombre no es, en fin de cuentas, m�s que la madre de sus hijos leg�timos, sus herederos, la que gobierna la casa y vigila a las esclavas, de quienes �l tiene derecho a hacer, y hace, concubinas siempre que se le antoje. La existencia de la esclavitud junto a la monogamia, la presencia de j�venes y bellas cautivas que pertenecen en cuerpo y alma al hombre, es lo que imprime desde su origen un car�cter espec�fico a la monogamia, que s�lo es monogamia para la mujer, y no para el hombre. En la actualidad, conserva todav�a este car�cter.
En cuanto a los griegos de una �poca m�s reciente, debemos distinguir entre los dorios y los jonios. Los primeros, de los cuales Esparta es el ejemplo cl�sico, se encuentran desde muchos puntos de vista en relaciones conyugales mucho m�s primitivas que las pintadas de Homero. En Esparta existe un matrimonio sindi�smico modificado por el Estado conforme a las concepciones dominantes all� y que conserva muchos vestigios del matrimonio por grupos. Las uniones est�riles se rompen: el rey Anax�ndrides (hacia el a�o 650 antes de nuestra era) tom� una segunda mujer, sin dejar a la primera, que era est�ril, y sosten�a dos domicilios conyugales; hacia la misma �poca, teniendo el rey Arist�n dos mujeres sin hijos, tom� otra, pero despidi� a una de las dos primeras. Adem�s, varios hermanos pod�an tener una mujer com�n; el hombre que prefer�a la mujer de su amigo pod�a participar de ella con �ste; y se estimaba decoroso poner la mujer propia a disposici�n de "un buen semental" (como dir�a Bismarck), aun cuando no fuese un conciudadano. De un pasaje de Plutarco en que una espartana env�a a su marido un pretendiente que la persigue con sus proposiciones, puede incluso deducirse, seg�n Sch�mann, una libertad de costumbres a�n m�s grande. Por esta raz�n, era cosa inaudita el adulterio efectivo, la infidelidad de la mujer a espaldas de su marido. Por otra parte, la esclavitud dom�stica era desconocida en Esparta, por lo menos en su mejor �poca; los ilotas siervos viv�an aparte, en las tierras de sus se�ores, y, por consiguiente, entre los espartanos[15] era menor la tentaci�n de solazarse con sus mujeres. Por todas estas razones, las mujeres ten�an en Esparta una posici�n mucho m�s respetada que entre los otros griegos. Las casadas espartanas y la flor y nata de las hetairas atenienses son las �nicas mujeres de quienes hablan con respeto los antiguos, y de las cuales se tomaron el trabajo de recoger los dichos.
Otra cosa muy diferente era lo que pasaba entre los jonios, para los cuales es caracter�stico el r�gimen de Atenas. Las doncellas no aprend�an sino a hilar, tejer y coser, a lo sumo a leer y escribir. Pr�cticamente eran cautivas y s�lo ten�an trato con otras mujeres. Su habitaci�n era un aposento separado, sito en el piso alto o detr�s de la casa; los hombres, sobre todo los extra�os, no entraban f�cilmente all�, adonde las mujeres se retiraban en cuanto llegaba alg�n visitante. Las mujeres no sal�an sin que las acompa�ase una esclava; dentro de la casa se ve�an, literalmente, sometidas a vigilancia; Arist�fanes habla de perros molosos para espantar a los ad�lteros, y en las ciudades asi�ticas para vigilar a las mujeres hab�a eunucos, que desde los tiempos de Herodoto se fabricaban en Quios para comerciar con ellos y que no s�lo serv�an a los b�rbaros, si hemos de creer a Wachsmuth. En Eur�pides se designa a la mujer como un oikurema, como algo destinado a cuidar del hogar dom�stico (la palabra es neutra), y, fuera de la procreaci�n de los hijos, no era para el ateniense sino la criada principal. El hombre ten�a sus ejercicios gimn�sticos y sus discusiones p�blicas, cosas de las que estaba excluida la mujer; adem�s sol�a tener esclavas a su disposici�n, y, en la �poca floreciente de Atenas, una prostituci�n muy extensa y protegida, en todo caso, por el Estado. Precisamente, sobre la base de esa prostituci�n se desarrollaron las mujeres griegas que sobresalen del nivel general de la mujer del mundo antiguo por su ingenio y su gusto art�stico, lo mismo que las espartanas sobresalen por su car�cter. Pero el hecho de que para convertirse en mujer fuese preciso ser antes hetaira, es la condenaci�n m�s severa de la familia ateniense.
Con el transcurso del tiempo, esa familia ateniense lleg� a ser el tipo por el cual modelaron sus relaciones dom�sticas, no s�lo el resto de los jonios, sino tambi�n todos los griegos de la metr�poli y de las colonias. Sin embargo, a pesar del secuestro y de la vigilancia, las griegas hallaban harto a menudo ocasiones para enga�ar a sus maridos. Estos, que se hubieran ruborizado de mostrar el m�s peque�o amor a sus mujeres, se recreaban con las hetairas en toda clase de galanter�as; pero el envilecimiento de las mujeres se veng� en los hombres y los envileci� a su vez, llev�ndoles hasta las repugnantes pr�cticas de la pederastia y a deshonrar a sus dioses y a s� mismos, con el mito de Gan�medes.
Tal fue el origen de la monogamia, seg�n hemos podido seguirla en el pueblo m�s culto y m�s desarrollado de la antig�edad. De ninguna manera fue fruto del amor sexual individual, con el que no ten�a nada en com�n, siendo el c�lculo, ahora como antes, el m�vl ade los matrimonios. Fue la primera forma de familia que no se basaba en condiciones naturales, sino econ�micas, y concretamente en el triunfo de la propiedad privada sobre la propiedad com�n primitiva, originada espont�neamente. Preponderancia del hombre en la familia y procreaci�n de hijos que s�lo pudieran ser de �l y destinados a heredarle: tales fueron, abiertamente proclamados por los griegos, los �nicos objetivos de la monogamia. Por lo dem�s, el matrimonio era para ellos una carga, un deber para con los dioses, el Estado y sus propios antecesores, deber que se ve�an obligados a cumplir. En Atenas, la ley no s�lo impon�a el matrimonio, sino que, adem�s, obligaba al marido a cumplir un m�nimum determinado de lo que se llama deberes conyugales.
Por tanto, la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como una reconciliaci�n entre el hombre y la mujer, y menos a�n como la forma m�s elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma del esclavizamiento de un sexo por el otro, como la proclamaci�n de un conflicto entre los sexos, desconocido hasta entonces en la prehistoria. En un viejo manuscrito in�dito, redactado en 1846 por Marx y por m�[16], encuentro esta frase: "La primera divisi�n del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreaci�n de hijos". Y hoy puedo a�adir: el primer antagonismo de clases que apareci� en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresi�n de clases, con la del sexo femenino por el masculino. La monogamia fue un gran progreso hist�rico, pero al mismo tiempo inaugura, juntamente con la esclavitud y con las riquezas privadas, aquella �poca que dura hasta nuestros d�as y en la cual cda progreso es al mismo tiempo un regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos verif�canse a expensas del dolor y de la represi�n de otros. La monogamia es la forma celular de la sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno desarrollo en esta sociedad.
La antigua libertad relativa de comercio sexual no desapareci� del todo con el triunfo del matrimonio sindi�smico, ni a�n con el de la monogamia. "El antiguo sistema conyugal, reducido a m�s estrechos l�mites por la gradual desaparici�n de los grupos punal�as, segu�a siendo el medio en que se desenvolv�a la familia, cuyo desarrollo fren� hasta los albores de la civilizaci�n...; desapareci�, pro fin, con la nueva forma del heterismo, que sigue al g�nero humano hasta en plena civilizaci�n como una negra sombra que se cierne sobre la familia". Morgan entiende por heterismo el comercio extraconyugal, existente junto a la monogamia, de los hombres con mujeres no casadas, comercio carnal que, como se sabe, florece junto a las formas m�s diversas durante todo el per�odo de la civilizaci�n y se transforma cada vez m�s en descarada prostituci�n. Este heterismo desciende en l�nea recta del matrimonio por grupos, del sacrificio de su persona, mediante el cual adquir�an las mujeres para s� el derecho a la castidad. La entrega por dinero fue al principio un acto religioso; practic�base en el templo de la diosa del amor, y primitivamente el dinero ingresaba en las arcas del templo. Las hier�dulas[17] de Anaitis en Armenia, de Afrodita en Corinto, lo mismo que las bailarinas religiosas agregadas a los templos de la India, que se conocen con el nombre de bayaderas (la palabra es una corrupci�n del portugu�s "bailaderia"), fueron las primeras prostitutas. El sacrificio de entregarse, deber de todas las mujeres en un principio, no fue ejercido m�s tarde sino por �stas sacerdotisas, en remplazo de todas las dem�s. En otros pueblos, el heterismo proviene de la libertad sexual concedida a las j�venes antes del matrimonio; as�, pues, es tambi�n un resto del matrimonio por grupos, pero que ha llegado hasta nosotros por otro camino. Con la diferenciaci�n en la propiedad, es decir, ya en el estadio superior de la barbarie, aparece espor�dicamente el trabaja asalariado junto al trabajo de los esclavos; y al mismo tiempo, como un correlativo necesario de aqu�l, la prostituci�n profesional de las mujeres libres aparece junto a la entrega forzada de las esclavas. As�, pues, la herencia que el matrimonio por grupos leg� a la civilizaci�n es doble, y todo lo que la civilizaci�n produce es tambi�n doble, ambiguo, equ�voco, contradictorio; por un lado, la monogamia, y por el otro, el heterismo, comprendida su forma extremada, la prostituci�n. El heterismo es una instituci�n social como otra cualquiera y mantiene la antigua libertad sexual... en provecho de los hombres. De hecho no s�lo tolerado, sino practicado libremente, sobre todo por las clases dominantes, repru�base la palabra. Pero en realidad, esta reprobaci�n nunca va dirigida contra los hombres que lo practican, sino solamente contra las mujeres; a �stas se las desprecia y se las rechaza, para proclamar con eso una vez m�s, como ley fundamental de la sociedad, la supremac�a absoluta del hombre sobre el sexo femenino.
Pero, en la monogamia misma se desenvuelve una segunda contradicci�n. Junto al marido, que ameniza su existencia con el heterismo, se encuentra la mujer abandonada. Y no puede existir un t�rmino de una contradicci�n sin que exista el otro, como no se puede tener en la mano una manzana entera despu�s de haberse comido la mitad. Sin embargo, �sta parece haber sido la opini�n de los hombres hasta que la mujeres les pusieron otra cosa en la cabeza. Con la monogamia aparecieron dos figuras sociales, constantes y caracter�sticas, desconocidas hasta entonces: el inevitable amante de la mujer y el marido cornudo. Los hombres hab�an logrado la victoria sobre las mujeres, pero las vencidas se encargaron generosamente de coronar a los vencedores. El adulterio, prohibido y castigado rigurosamente, pero indestructible, lleg� a ser una instituci�n social irremediable, junto a la monogamia y al heterismo. En el mejor de los casos, la certeza de la paternidad de los hijos se basaba ahora, como antes, en el convencimiento moral, y para resolver la indisoluble contradicci�n, el C�digo de Napole�n dispuso en su Art�culo 312: "L'enfant con�u pendant le mariage a pour p�re le mari" ("El hijo concebido durante el matrimonio tiene por padre al marido"). Este es el resultado final de tres mil a�os de monogamia.
As�, pues, en los casos en que la familia monog�mica refleja fielmente su origen hist�rico y manifiesta con claridad el conflicto entre el hombre y la mujer, originado por el dominio exclusivo del primero, tenemos un cuadro en miniatura de las contradicciones y de los antagonismos en medio de los cuales se mueve la sociedad, dividida en clases desde la civilizaci�n, sin poder resolverlos ni vencerlos. Naturalmente, s�lo hablo aqu� de los casos de monogamia en que la vida conyugal transcurre con arreglo a las prescripciones del car�cter original de esta instituci�n, pero en que la mujer se rebela contra el dominio del hombre. Que no en todos los matrimonios ocurre as� lo sabe mejor que nadie el filisteo alem�n, que no sabe mandar ni en su casa ni en el Estado, y cuya mujer lleva con pleno derecho los pantalones de que �l no es digno. Mas no por eso deja de creerse muy superior a su compa�ero de infortunios franc�s, a quien con mayor frecuencia que a �l mismo le suceden cosas mucho m�s desagradables.
Por supuesto, la familia monog�mica no ha revestido en todos los lugares y tiempos la forma cl�sica y dura que tuvo entre los griegos. La mujer era m�s libre y m�s considerada entre los romanos, quienes en su calidad de futuros conquistadores del mundo ten�an de las cosas un concepto m�s amplio, aunque menos refinado que los griegos. El romano cre�a suficientemente garantizada la fidelidad de su mujer por el derecho de vida y muerte que sobre ella ten�a. Adem�s, la mujer pod�a all� romper el v�nculo matrimonial a su arbitrio, lo mismo que el hombre. Pero el mayor progreso en el desenvolvimiento de la monogamia se realiz�, indudablemente, con la entrada de los germanos en la historia, y fue as� porque, dada su pobreza, parece que por el entonces la monogamia a�n no se hab�a desarrollado plenamente entre ellos a partir del matrimonio sindi�smico. Sacamos esta conclusi�n bas�ndonos en tres circunstancias mencionadas por T�cito: en primer lugar, junto con la santidad del matrimonio ("se contentan con una sola mujer, y las mujeres viven cercadas por su pudor"), la poligamia estaba en vigor para los grandes y los jefes de la tribu. Es �sta una situaci�n an�loga a la de los americanos, entre quienes exist�a el matrimonio sindi�smico. En segundo t�rmino, la transici�n del derecho materno al derecho paterno no hab�a debido de realizarse sino poco antes, puesto que el hermano de la madre -el pariente gentil m�s pr�ximo, seg�n el matriarcado-casi era tenido como un pariente m�s pr�ximo que el propio padre, lo que tambi�n corresponde al punto de vista de los indios americanos, entre los cuales Marx, como sol�a decir, hab�a encontrado la clave para comprender nuestro propio pasado. Y en tercer lugar, entre los germanos las mujeres gozaban de suma consideraci�n y ejerc�an una gran influencia hasta en los asuntos p�blicos, lo cual es diametralmente opuesto a la supremac�a masculina de la monogamia. Todos �stos son puntos en los cuales los germanos est�n casi por completo de acuerdo con los espartanos, entre quienes tampoco hab�a desaparecido del todo el matriarcado sindi�smico, seg�n hemos visto. As�, pues, tambi�n desde este punto de vista llegaba con los germanos un elemento enteramente nuevo que domin� en todo el mundo. La nueva monogamia que entre las ruinas del mundo romano sali� de la mezcla de los pueblos, revisti� la supremac�a maculina de formas m�s suaves y dio a las mujeres una posici�n mucho m�s considerada y m�s libre, por lo menos aparentemente, de lo que nunca hab�a conocido la edad cl�sica. Gracias a eso fue posible, partiendo de la monogamia -en su seno, junto a ella y contra ella, seg�n las circunstancias-, el progreso moral m�s grande que le debemos: el amor sexual individual moderno, desconocido anteriormente en el mundo.
Pues bien; este progreso se deb�a con toda seguridad a la circunstancia de que los germanos viv�an a�n bajo el r�gimen de la familia sindi�smica, y de que llevaron a la monogamia, en cuanto les fue posible, la posici�n de la mujer correspondiente a la familia sindi�smica; pero no se deb�a de ning�n modo este progreso a la legendaria y maravillosa pureza de costumbres ing�nita en los germanos, que en realidad se reduce a que en el matrimonio sindi�smico no se observan las agudas contradicciones morales propias de la monogamia. Por el contrario, en sus emigraciones, particularmente al Sudeste, hacia las estepas del Mar Negro, pobladas por n�madas, los germanos decayeron profundamente desde el punto de vista moral y tomaron de los n�madas, adem�s del arte de la equitaci�n, feos vicios contranaturales, acerca de lo cual tenemos los expresos testimonios de Amiano acerca de los taifalienses y el Procopio respecto a los h�rulos.
Pero si la monogamia fue, de todas las formas de familia conocidas, la �nica en que pudo desarrollarse el amor sexual moderno, eso no quiere decir de ning�n modo que se desarrollase exclusivamente, y ni a�n de una manera preponderante, como amor mutuo de los c�nyuges. Lo excluye la propia naturaleza de la monogamia s�lida, basada en la supremac�a del hombre. En todas las clases hist�ricas activas, es decir, en todas las clases dominantes, el matrimonio sigui� siendo lo que hab�a sido desde el matrimonio sindi�smico: un trato cerrado por los padres. La primera forma del amor sexual aparecida en la historia, el amor sexual como pasi�n, y por cierto como pasi�n posible para cualquier hombre (por lo menos, de las clases dominantes), como pasi�n que es la forma superior de la atracci�n sexual (lo que constituye precisamente su car�cter espec�fico), esa primera forma, el amor caballeresco de la Edad Media, no fue, de ning�n modo, amor conyugal. Muy por el contrario, en su forma cl�sica, entre los provenzales, marcha a toda vela hacia el adulterio, que es cantado por sus poetas. La flor de la poes�a amorosa provenzal son las "Albas", en alem�n "Tagelieder" (cantos de la alborada). Pintan con encendidos ardores c�mo el caballero comparte el lecho de su amada, la mujer de otro, mientras en la calle est� apostado un vigilante que lo llama apenas clarea el alba, para que pueda escapar sin ser visto; la escena de la separaci�n es el punto culminante del poema. Los franceses del Norte y nuestros valientes alemanes adoptaron este g�nero de poes�as, al mismo tiempo que la manera caballeresca de amor correspondiente a �l, y nuestro antiguo Wolfram von Echenbach dej� sobre este sugestivo tema tres encantadores "Tagelieder", que prefiero a sus tres largos poemas �picos.
El matrimonio de la burgues�a es de dos modos, en nuestros d�as. En los pa�ses cat�licos, ahora, como antes, los padres son quienes proporcionan al joven burgu�s la mujer que le conviene, de lo cual resulta naturalmente el m�s amplio desarrollo de la contradicci�n que encierra la monogamia; heterismo exuberante por parte del hombre y adulterio exuberante por parte de la mujer. Y si la Iglesia cat�lica ha abolido el divorcio, es probable que sea porque habr� reconocido que para el adulterio, como contra la muerte, no hay remedio que valga. Por el contrario, en los pa�ses protestantes la regla general es conceder al hijo del burgu�s m�s o menos libertad para buscar mujer dentro de su clase; por ello el amor puede ser hasta cierto punto la base del matrimonio, y se supone siempre, para guardar las apariencias, que as� es, lo que est� muy en correspondencia con la hipocres�a protestante. Aqu� el marido no practica el heterismo tan en�rgicamente, y la infidelidad de la mujer se da con menos frecuencia, pero como en todas clases de matrimonios los seres humanos siguen siendo lo que antes eran, y como los burgueses de los pa�ses protestantes son en su mayor�a filisteos, esa monogamia protestante viene a parar, aun tomando el t�rmino medio de los mejores casos, en un aburrimiento mortal sufrido en com�n y que se llama felicidad dom�stica. El mejor espejo de estos dos tipos de matrimonio es la novela: la novela francesa, para la manera cat�lica; la novela alemana, para la protestante. En los dos casos, el hombre "consigue lo suyo": en la novela alemana, el mozo logra a la joven; en la novela francesa, el marido obtiene su cornamenta. �Cu�l de los dos sale peor librado?. No siempre es posible decirlo. Por eso el aburrimiento de la novela alemana inspira a los lectores de la burgues�a francesa el mismo horror que la "inmoralidad" de la novela francesa inspira al filisteo alem�n. Sin embargo, en estos �ltimos tiempos, desde que "Berl�n se est� haciendo una gran capital", la novela alemana comienza a tratar algo menos t�midamente el heterismo y el adulterio, bien conocidos all� desde hace largo tiempo.
Pero, en ambos casos, el matrimonio se funda en la posici�n social de los contrayentes y, por tanto, siempre es un matrimonio de conveniencia. Tambi�n en los dos casos, este matrimonio de conveniencia se convierte a menudo en la m�s vil de las prostituciones, a veces por ambas partes, pero mucho m�s habitualmente en la mujer; �sta s�lo se diferencia de la cortesana ordinaria en que no alquila su cuerpo a ratos como una asalariada, sino que lo vende de una vez para siempre, como una esclava. Y a todos los matrimonios de conveniencia les viene de molde la frase de Fourier: "As� como en gram�tica dos negaciones equivalen a una afirmaci�n, de igual manera en la moral conyugal dos prostituciones equivalen a una virtud". En las relaciones con la mujer, el amor sexual no es ni puede ser, de hecho, una regla m�s que en las clases oprimidas, es decir, en nuestros d�as en el proletariado, est�n o no est�n autorizadas oficialmente esas relaciones. Pero tambi�n desaparecen en estos casos todos los fundamentos de la monogamia cl�sica. Aqu� faltan por completo los bienes de fortuna, para cuya conservaci�n y transmisi�n por herencia fueron instituidos precisamente la monogamia y el dominio del hombre; y, por ello, aqu� tambi�n falta todo motivo para establecer la supremac�a masculina. M�s a�n, faltan hasta los medios de conseguirlo: El Derecho burgu�s, que protege esta supremac�a, s�lo existe para las clases poseedoras y para regular las relaciones de estas clases con los proletarios. Eso cuesta dinero, y a causa de la pobreza del obrero, no desempe�a ning�n papel en la actitud de �ste hacia su mujer. En este caso, el papel decisivo lo desempe�an otras relaciones personales y sociales. Adem�s, sobre todo desde que la gran industria ha arrancado del hogar a la mujer para arrojarla al mercado del trabajo y a la f�brica, convirti�ndola bastante a menudo en el sost�n de la casa, han quedado desprovistos de toda base los �ltimos restos de la supremac�a del hombre en el hogar del proletario, excepto, quiz�s, cierta brutalidad para con sus mujeres, muy arraigada desde el establecimiento de la monogamia. As�, pues, la familia del proletario ya no es monog�mica en el sentido estricto de la palabra, ni aun con el amor m�s apasionado y la m�s absoluta fidelidad de los c�nyuges y a pesar de todas las bendiciones espirituales y temporales posibles. Por eso, el heterismo y el adulterio, los eternos compa�eros de la monogamia, desempe�an aqu� un papel casi nulo; la mujer ha reconquistado pr�cticamente el derecho de divorcio; y cuando ya no pueden entenderse, los esposos prefieren separarse. En resumen; el matrimonio proletario es mon�gamo en el sentido etimol�gico de la palabra, pero de ning�n modo lo es en su sentido hist�rico.
Por cierto, nuestros jurisconsultos estiman que el progreso de la legislaci�n va quitando cada vez m�s a las mujeres todo motivo de queja. Los sistemas legislativos de los pa�ses civilizados modernos van reconociendo m�s y m�s, en primer lugar, que el matrimonio, para tener validez, debe ser un contrato libremente consentido por ambas partes, y en segundo lugar, que durante el per�odo de convivencia matrimonial ambas partes deben tener los mismos derechos y los mismos deberes. Si estas dos condiciones se aplicaran con un esp�ritu de consecuencia, las mujeres gozar�an de todo lo que pudieran apetecer.
Esta argumentaci�n t�picamente jur�dica es exactamente la misma de que se valen los republicanos radicales burgueses para disipar los recelos de los proletarios. El contrato de trabajo se supone contrato consentido libremente por ambas partes. Pero se considera libremente consentido desde el momento en que la ley estatuye en el papel la igualdad de ambas partes. La fuerza que la diferente situaci�n de clase da a una de las partes, la presi�n que esta fuerza ejerce sobre la otra, la situaci�n econ�mica real de ambas; todo esto no le importa a la ley. Y mientras dura el contrato de trabajo, se sigue suponiendo que las dos partes disfrutan de iguales derechos, en tanto que una u otra no renuncien a ellos expresamente. Y si su situaci�n econ�mica concreta obliga al obrero a renunciar hasta a la �ltima apariencia de igualdad de derechos, la ley de nuevo no tiene nada que ver con ello.
Respecto al matrimonio, hasta la hey m�s progresiva se da enteramente por satisfecha desd el punto y hora en que los interesados han hecho inscribir formalmente en el acta su libre consentimiento. En cuanto a lo que pasa fuera de las bambalinas jur�dicas, en la vida real, y a c�mo se expresa ese consentimiento, no es ello cosa que pueda inquietar a la ley ni al legista. Y sin embargo, la m�s sencilla comparaci�n del derecho de los distintos pa�ses debiera mostrar al jurisconsulto lo que representa ese libre consentimiento. En los pa�ses donde la ley asegura a los hijos la herencia de una parte de la fortuna paterna, y donde, por consiguiente, no pueden ser desheredados -en Alemania, en los pa�ses que siguen el Derecho franc�s, etc.-, los hijos necesitan el consentimiento de los padres para contraer matrimonio. En los pa�ses donde se practica el derecho ingl�s, donde el consentimiento paterno no es la condici�n legal del matrimonio, los padres gozan tambi�n de absoluta libertad de testar, y pueden desheredar a su antojo a los hijos. Claro es que, a pesar de ello, y aun por ello mismo, entre las clases que tienen algo que heredar, la libertad para contraer matrimonio no es, de hecho, ni un �pice mayor en Inglaterra y en Am�rica que en Francia y en Alemania.
No es mejor el Estado de cosas en cuanto a igualdad jur�dica del hombre y de la mujer en el matrimonio. Su desigualdad legal, que hemos heredado de condiciones sociales anteriores, no es causa, sino efecto, de la opresi�n econ�mica de la mujer. En el antiguo hogar comunista, que comprend�a numerosas parejas conyugales con sus hijos, la direcci�n del hogar, confiada a las mujeres, era tambi�n una industria socialmente tan necesaria como el cuidado de proporcionar los v�veres, cuidado que se confi� a los hombres. Las cosas cambiaron con la familia patriarcal y a�n m�s con la familia individual monog�mica. El gobierno del hogar perdi� su car�cter social. La sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. El gobierno del hogar se transform� en servicio privado; la mujer se convirti� en la criada principal, sin tomar ya parte en la producci�n social. S�lo la gran industria de nuestros d�as le ha abierto de nuevo -aunque s�lo a la proletaria- el camino de la producci�n social. Pero esto se ha hecho de tal suerte, que si la mujer cumple con sus deberes en el servicio privado de la familia, queda excluida del trabajo social y no puede ganar nada; y si quiere tomar parte en la gran industria social y ganar por su cuenta, le es imposible cumplir con los deberes de la familia. Lo mismo que en la f�brica, le acontece a la mujer en todas las ramas del trabajo, incluidas la medicina y la abogac�a. La familia individual moderna se funda en la esclavitud dom�stica franca o m�s o menos disimulada de la mujer, y la sociedad moderna es una masa cuyas mol�culas son las familias individuales. Hoy, en la mayor�a de los casos, el hombre tiene que ganar los medios de vida, que alimentar a la familia, por lo menos en las clases poseedoras; y esto le da una posici�n preponderante que no necesita ser privilegiada de un modo especial por la ley. El hombre es en la familia el burgu�s; la mujer representa en ella al proletario. Pero en el mundo industrial el car�cter espec�fico de la opresi�n econ�mica que pesa sobre el proletariado no se manifiesta en todo su rigor sino una vez suprimidos todos los privilegios legales de la clase de los capitalistas y jur�dicamente establecida la plena igualdad de las dos clases. La rep�blica democr�tica no suprime el antagonismo entre las dos clases; por el contrario, no hace m�s que suministrar el terreno en que se lleva a su t�rmino la lucha por resolver este antagonismo. Y, de igual modo, el car�cter particular del predominio del hombre sobre la mujer en la familia moderna, as� como la necesidad y la manera de establecer una igualdad social efectiva de ambos, no se manifestar�n con toda nitidez sino cuando el hombre y la mujer tengan, seg�n la ley, derechos absolutamente iguales. Entonces se ver� que la manumisi�n de la mujer exige, como condici�n primera, la reincorporaci�n de todo el sexo femenino a la industria social, lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual como unidad econ�mica de la sociedad.
* * *
Como hemos visto, hay tres formas principales de matrimonio, que corresponden aproximadamente a los tres estadios fundamentales de la evoluci�n humana. Al salvajismo corresponde el matrimonio por grupos; a la barbarie, el matrimonio sindi�smico; a la civilizaci�n, la monogamia con sus complementos, el adulterio y la prostituci�n. Entre el matrimonio sindi�smico y la monogamia se intercalan, en el sentido superior de la barbarie, la sujeci�n de las mujeres esclavas a los hombres y la poligamia.
Seg�n lo ha demostrado todo lo antes expuesto, la peculiaridad del progreso que se manifiesta en esta sucesi�n consecutiva de formas de matrimonio consiste en que se ha ido quitando m�s y m�s a las mujeres, pero no a los hombres, la libertad sexual del matrimonio por grupos. En efecto, el matrimonio por grupos sigue existiendo hoy para los hombres. Lo que es para la mujer un crimen de graves consecuencias legales y sociales, se considera muy honroso para el hombre, o a lo sumo como una ligera mancha moral que se lleva con gusto. Pero cuanto m�s se modifica en nuestra �poca el heterismo antiguo por la producci�n capitalista de mercanc�as, a la cual se adapta, m�s se transforma en prostituci�n descocada y m�s desmoralizadora se hace su influencia. Y, a decir verdad, desmoraliza mucho m�s a los hombres que a las mujeres. La prostituci�n, entre las mujeres, no degrada sino a las infelices que cae en sus garras y aun a �stas en grado mucho menor de lo que suele creerse. En cambio, envilece el car�cter del sexo masculino entero. Y as� es de advertir que el noventa por ciento de las veces el noviazgo prolongado es una verdadera escuela preparatoria para la infidelidad conyugal.
Caminamos en estos momentos hacia una revoluci�n social en que las bases econ�micas actuales de la monogamia desaparecer�n tan seguramente como las de la prostituci�n, complemento de aqu�lla. La monogamia naci� de la concentraci�n de grandes riquezas en las mismas manos -las de un hombre-y del deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre, excluyendo a los de cualquier otro. Por eso era necesaria la monogamia de la mujer, pero no la del hombre; tanto es as�, que la monogamia de la primera no ha sido el menor �bice para la poligamia descarada u oculta del segundo. Pero la revoluci�n social inminente, transformando por lo menos la inmensa mayor�a de las riquezas duraderas hereditarias -los medios de producci�n- en propiedad social, reducir� al m�nimum todas esas preocupaciones de transmisi�n hereditaria. Y ahora cabe hacer esta pregunta: habiendo nacido de causas econ�micas la monogmia, �desaparecer� cuando desaparezcan esas causas?.
Podr�a responderse no sin fundamento: lejos de desaparecer, m�s bien se realizar� plenamente a partir de ese momento. Porque con la transformaci�n de los medios de producci�n en propiedad social desaparecen el trabajo asalariado, el proletariado, y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan cierto n�mero de mujeres que la estad�stica puede calcular. Desaparece la prostituci�n, y en vez de decaer, la monogamia llega por fin a ser una realidad, hasta para los hombres.
En todo caso, se modificar� mucho la posici�n de los hombres. Pero tambi�n sufrir� profundos cambios la de las mujeres, la de todas ellas. En cuanto los medios de producci�n pasen a ser propiedad com�n, la familia individual dejar� de ser la unidad econ�mica de la sociedad. La econom�a dom�stica se convertir� en un asunto social; el cuidado y la educaci�n de los hijos, tambi�n. La sociedad cuidar� con el mismo esmero de todos los hijos, sean leg�timos o naturales. As� desaparecer� el temor a "las consecuencias", que es hoy el m�s importante motivo social -tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista econ�mico- que impide a una joven soltera entregarse libremente al hombre a quien ama. �No bastar� eso para que se desarrollen progresivamente unas relaciones sexuales m�s libres y tambi�n para hacer a la opini�n p�blica menos rigorista acerca de la honra de las v�rgenes y la deshonra de las mujeres?. Y, por �ltimo, �no hemos visto que en el mundo moderno la prostituci�n y la monogamia, aunque antag�nicas, son inseparables, como polos de un mismo orden social?. �Puede desaparecer la prostituci�n sin arrastrar consigo al abismo a la monogamia?.
Ahora interviene un elemento nuevo, un elemento que en la �poca en que naci� la monogamia exist�a a lo sumo en germen: el amor sexual individual.
Antes de la Edad Media no puede hablarse de que existiese amor sexual individual. Es obvio que la belleza personal, la intimidad, las inclinaciones comunes, etc., han debido despertar en los individuos de sexo diferente el deseo de relaciones sexuales; que tanto para los hombres como para las mujeres no era por completo indiferente con qui�n entablar las relaciones m�s �ntimas. Pero de eso a nuestro amor sexual individual a�n media much�sima distancia. En toda la antig�edad son los padres quienes conciertan las bodas en vez de los interesados; y �stos se conforman tranquilamente. El poco amor conyugal que la antig�edad conoce no es una inclinaci�n subjetiva, sino m�s bien un deber objetivo; no es la base, sino el complemento del matrimonio. El amor, en el sentido moderno de la palabra, no se presenta en la antig�edad sino fuera de la sociedad oficial. Los pastores cuyas alegr�as y penas de amor nos cantan Te�crito y Moscos o Longo en su "Dafnis y Cloe" son simples esclavos que no tienen participaci�n en el Estado, esfera en que se mueve el ciudadano libre. Pero fuera de los esclavos no encontramos relaciones amorosas sino como un producto de la descomposici�n del mundo antiguo al declinar �ste; por cierto, son relaciones mantenidas con mujeres que tambi�n viven fuera de la sociedad oficial, son heteras, es decir, extranjeras o libertas: en Atenas en v�speras de su ca�da y en Roma bajo los emperadores. Si hab�a all� relaciones amorosas entre ciudadanos y ciudadanas libres, todas ellas eran mero adulterio. Y el amor sexual, tal como nosotros lo entendemos, era una cosa tan indiferente para el viejo Anacreonte, el cantor cl�sico del amor en la antig�edad, que ni siquiera le importaba el sexo mismo de la persona amada.
Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del "eros" de los antiguos. En primer t�rmino, supone la recipropidad en el ser amado; desde este punto de vista, la mujer es en �l igual que el hombre, al paso que en el "eros" antiguo se est� lejos de consultarla siempre. En segundo t�rmino, el amor sexual alcanza un grado de intensidad y de duraci�n que hace considerar a las dos partes la falta de relaciones �ntimas y la separaci�n como una gran desventura, si no la mayor de todas; para poder ser el uno del otro, no se retrocede ante nada y se llega hasta jugarse la vida, lo cual no suced�a en la antig�edad sino en caso de adulterio. Y, por �ltimo, nace un nuevo criterio moral para juzgar las relaciones sexuales. Ya no se pregunta solamente: �Son leg�timas o ileg�timas?, sino tambi�n: �Son hijas del amor y de un afecto rec�proco?. Claro es que en la pr�ctica feudal o burguesa este criterio no se respeta m�s que cualquier otro criterio moral, pero tampoco menos: lo mismo que los otros cirterios, est� reconocido en teor�a, en el papel. Y por el momento, no puede pedirse m�s.
La Edad Media arranca del punto en que se detuvo la antig�edad, con su amor sexual en embri�n, es decir, arranca del adulterio. Ya hemos pintado el amor caballeresco, que engendr� los "Tagelieder". De este amor, que tiende a destruir el matrimonio, hasta aquel que debe servirle de base, hay un largo trecho que la caballer�a jam�s cubri� hasta el fin. Incluso cuando pasamos de los fr�volos pueblos latinos a los virtuosos alemanes, vemos en el poema de los "Nibelungos" que Krimhilda, aunque en silencio est� tan enamorada de Sigfrido como �ste de ella, responde sencillamente a Gunther, cuando �ste le anuncia que la ha prometido a un caballero, de quien calla el nombre: "No ten�is necesidad de suplicarme; har� lo que me orden�is; estoy dispuesta de buena voluntad, se�or, a unirme con aquel que me deis por marido". No se le ocurre de ning�n modo a Krimhilda la idea de que su amor pueda ser tenido en cuenta para nada. Gunther pide en matrimonio a Brunilda y Etzel a Krimhilda, sin haberlas visto nunca. De igual manera Sigebant de Irlanda busca en "Gudrun" a la noruega Ute, Hetel de Hegelingen a Hilda de Irlanda, y, en fin, Sigfrido de Morlandia, Hartmut de Ormania y Herwig de Seelandia piden los tres la mano de Gudrun; y s�lo aqu� sucede que �sta se pronuncia libremente a favor del �ltimo. Por lo com�n, la futura del joven pr�ncipe es elegida por los padres de �ste si a�n viven o, en caso contrario, por �l mismo, aconsejado por los grandes feudatarios, cuya opini�n, en estos casos, tiene gran peso. Y no puede ser de otro modo, por supuesto. Para el caballero o el bar�n, como para el mismo pr�ncipe, el matrimonio es un acto pol�tico, una cuesti�n de aumento de poder mediante nuevas alianzas; el inter�s de "la casa" es lo que decide, y no las inclinaciones del individuo. �C�mo pod�a entonces corresponder al amor la �ltima palabra en la concertaci�n del matrimonio?.
Lo mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades de la Edad Media. Precisamente sus privilegios protectores, las cl�usulas de los reglamentos gremiales, las complicadas l�neas fronterizas que separaban legalmente al burgu�s, ac� de las otras corporaciones gremiales, all� de sus propios colegas de gremio o de sus fieles aprendices, hac�an harto estrecho el c�rculo dentro del cual pod�a buscarse una esposa adecualda para �l. Y en este complicado sistema, evidentemente no era su gusto personal, sino el inter�s de la familia lo que decid�a cu�l era la mujer que le conven�a mejor.
As�, en los m�s de los casos, y hasta el final de la Edad Media, el matrimonio sigui� siendo lo que hab�a sido desde su origen: un trato que no cerraban las partes interesadas. Al principio, se ven�a ya casado al mundo, casado con todo un grupo de seres del otro sexo. En la forma ulterior del matrimonio por grupos, veros�milmente exist�an an�logas condiciones, pero con estrechamiento progresivo del c�rculo. En el matrimonio sindi�smico es regla que las madres convengan entre s� el matrimonio de sus hijos; tambi�n aqu�, el factor decisivo es el deseo de que los nuevos lazos de parentesco robustezcan la posici�n de la joven pareja en la gens y en la tribu. Y cuando la propiedad individual se sobrepuso a la propiedad colectiva, cuando los intereses de la transmisi�n hereditaria hicieron nacer la preponderancia del derecho paterno y de la monogamia, el matrimonio comenz� a depender por entero de consideraciones econ�micas. Desaparece la forma de matrimonio por compra; pero en esencia contin�a practic�ndose cada vez m�s y m�s, y de modo que no s�lo la mujer tiene su precio, sino tambi�n el hombre, aunque no seg�n sus cualidades personales, sino con arreglo a la cuant�a de sus bienes. En la pr�ctica y desde el principio, si hab�a alguna cosa inconcebible para las clases dominantes, era que la inclinaci�n rec�proca de los interesados pudiese ser la raz�n por excelencia del matrimonio. Esto s�lo pasaba en las novelas o en las clases oprimidas, que no contaban para nada.
Tal era la situaci�n con que se encontr� la producci�n capitalista cuando, a partir de la era de los descubrimientos geogr�ficos, se puso a conquistar el imperio del mundo mediante el comercio universal y la industria manufacturera. Es de suponer que este modo de matrimonio le conven�a excepcionalmente, y as� era en verdad. Y, sin embargo -la iron�a de la historia del mundo es insondable-, era precisamente el capitalismo quien hab�a de abrir en �l la brecha decisiva. Al transformar todas las cosas en mercader�as, la producci�n capitalista destruy� todas las relaciones tradicionales del pasado y reemplaz� las costumbres heredadas y los derechos hist�ricos por la compraventa, por el "libre" contrato. El jurisconsulto ingl�s H.S. Maine ha cre�do haber hecho un descubrimiento extraordinario al decir que nuestro progreso respecto a las �pocas anteriores consiste en que hemos pasado "from status to contract" (del estatuto al contrato), es decir, de un orden de cosas heredado a uno libremente consentido, lo que, en cuanto es as�, lo dijo ya el el "Manifiesto Comunista".
Pero para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente de su persona, de sus acciones y de sus bienes y que gocen de los mismos derechos. Crear esas personas "libres" e "iguales" fue precisamente una de las principales tareas de la producci�n capitalista. Aun cuando al principio esto no se hizo sino de una manera medio inconsciente y, por a�adidura, bajo el disfraz de la religi�n, a contar desde la Reforma luterana y calvinista qued� firmemente asentado el principio de que el hombre no es completamente responsable de sus acciones sino cuando las comete en pleno albedr�o y que es un deber �tico oponerse a todo lo que constri�e a un acto inmoral. pero, �c�mo poder de acuerdo este principio con las pr�cticas usuales hasta entonces para concertar el matrimonio? Seg�n el concepto burgu�s, el matrimonio era un contrato, una cuesti�n de Derecho, y, por cierto, la m�s importante de todas, pues dispon�a del cuerpo y del alma de dos seres humanos para toda su vida. Verdad es que, en aquella �poca, el matrimonio era concierto formal de dos voluntades; sin el "s�" de los interesados no se hac�a nada. Pero harto bien se sab�a c�mo se obten�a el "s�" y cu�les eran los verdaderos autores del matrimonio. Sin embargo, puesto que para todos los dem�s contratos se exig�a la libertad real para decidirse, �por qu� no era exigida en �ste? Los j�venes que deb�an ser unidos, �no ten�an tambi�n el derecho de disponer libremente de si mismos, de su cuerpo y de sus �rganos? �No se hab�a puesto de moda, gracias a la caballer�a, el amor sexual? �Acaso en contra del amor ad�ltero de la caballer�a, no era el conyugal su verdadera forma burguesa? Pero si el deber de los esposos era amarse rec�procamente, �no era tan deber de los amantes no casarse sino entre s� y con ninguna otra persona? Y este derecho de los amantes, �no era superior al derecho del padre y de la madre, de los parientes y dem�s casamenteros y apareadores tradicionales? Desde el momento en que el derecho al libre examen personal penetraba en la Iglesia y en la religi�n, �pod�a acaso detenerse ante la intolerable pretensi�n de la generaci�n vieja de disponer del cuerpo, del alma, de los bienes de fortuna, de la ventura y de la desventura de la generaci�n m�s joven?.
Por fuerza deb�an de suscitarse estas cuestiones en un tiempo que relajaba todos los antiguos v�nculos sociales y sacud�a los cimientos de todas las concepciones heredadas. De pronto hab�ase hecho la Tierra diez veces m�s grande; en lugar de la cuarta parte de un hemisferio, el globo entero se extend�a ante los ojos de los europeos occidentales, que se apresuraron a tomar posesi�n de las otras siete cuartas partes. Y, al mismo tiempo que las antiguas y estrechas barreras del pa�s natal, ca�an las milenarias barreras puestas al pensamiento en la Edad Media. Un horizonte infinitamente m�s extenso se abr�a ante los ojos y el esp�ritu del hombre. �Qu� importancia pod�an tener la reputaci�n de honorabilidad y los respetables privilegios corporativos, transmitidos de generaci�n en generaci�n, para el joven a quien atra�an las riquezas de las Indias, las minas de oro y plata de M�xico y del Potos�? Aquella fue la �poca de la caballer�a andante de la burgues�a; porque tambi�n �sta tuvo su romanticismo y su delirio amoroso, pero sobre un pie burgu�s y con miras burguesas al fin y a la postre.
As� sucedi� que la burgues�a naciente, sobre todo la de los pa�ses protestantes, donde se conmovi� de una manera m�s profunda el orden de cosas existente, fue reconociendo cada vez m�s la libertad del contrato para el matrimonio y puso en pr�ctica su teor�a del modo que hemos descrito. El matrimonio continu� siendo matrimonio de clase, pero en el seno de la clase concedi�se a los interesados cierta libertad de elecci�n. Y en el papel, tanto en la teor�a moral como en las narraciones po�ticas, nada qued� tan inquebrantablemente asentado como la inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual rec�proco y en contrato de los esposos efectivamente libre. En resumen: quedaba proclamado como un derecho del ser humano el matrimonio por amor; y no s�lo como derecho del hombre (droit de l'homme), sino que tambi�n y, por excepci�n, como un derecho de la mujer (droit de la femme).
Pero este derecho humano difer�a en un punto de todos los dem�s derechos del hombre. Al paso que �stos en la pr�ctica se reservaban a la clase dominante, a la burgues�a, para la clase oprimida, para el proletariado, reduc�anse directa o indirectamente a letra muerta, y la iron�a de la historia conf�rmase aqu� una vez m�s. La clase dominante prosigui� sometida a las influencias econ�micas conocidas y s�lo por excepci�n presenta casos de matrimonios concertados verdaderamente con toda libertad; mientras que �stos, como ya hemos visto, son la regla en las clases oprimidas.
Por tanto, el matrimonio no se concertar� con toda libertad sino cuando, suprimi�ndose la producci�n capitalista y las condiciones de propiedad creadas por ella, se aparten las consideraciones econ�micas accesorias que a�n ejercen tan poderosa influencia sobre la elecci�n de los esposos. Entonces el matrimonio ya no tendr� m�s causa determinante que la inclinaci�n rec�proca.
Pero dado que, por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista -aun cuando en nuestros d�as ese exclusivismo no se realiza nunca plenamente sino en la mujer-, el matrimonio fundado en el amor sexual es, por su propia naturaleza, mon�gamo. Hemos visto cu�nta raz�n ten�a Bachofen cuando consideraba el progreso del matrimonio por grupos al matrimonio por parejas como obra debida sobre todo a la mujer; s�lo el paso del matrimonio sindi�smico a la monogamia puede atribuirse al hombre e hist�ricamente ha consistido, sobre todo, en rebajar la situaci�n de las mujeres y facilitar la infidelidad de los hombres. Por eso, cuando lleguen a desaparecer las consideraciones econ�micas en virtud de las cuales las mujeres han tenido que aceptar esta infidelidad habitual de los hombres -la preocupaci�n por su propia existencia y a�n m�s por el porvenir de los hijos-, la igualdad alcanzada por la mujer, a juzgar por toda nuestra experiencia anterior, influir� mucho m�s en el sentido de hacer mon�gamos a los hombres que en el de hacer poliandras a las mujeres.
Pero lo que sin duda alguna desaparecer� de la monogamia son todos los caracteres que le han impreso las relaciones de propiedad a las cuales debe su origen. Estos caracteres son, en primer t�rmino, la preponderancia del hombre y, luego, la indisolubilidad del matrimonio. La preponderancia del hombre en el matrimonio es consecuencia, sencillamente, de su preponderancia econ�mica, y desaparecer� por s� sola con �sta. La indisolubilidad del matrimonio es consecuencia, en parte, de las condiciones econ�micas que engendraron la monogamia y, en parte, una tradici�n de la �poca en que, mal comprendida a�n, la vinculaci�n de esas condiciones econ�micas con la monogamia fue exagerada por la religi�n. Actualmente est� desportillada ya por mil lados. Si el matrimonio fundado en el amor es el �nico moral, s�lo puede ser moral el matrimonio donde el amor persiste. Pero la duraci�n del acceso del amor sexual es muy variable seg�n los individuos, particularmente entre los hombres; en virtud de ello, cuando el afecto desaparezca o sea reemplazado por un nuevo amor apasionado, el divorcio ser� un beneficio lo mismo para ambas partes que para la sociedad. S�lo que deber� ahorrarse a la gente el tener que pasar por el barrizal in�til de un pleito de divorcio.
As�, pues, lo que podemos conjeturar hoy acerca de la regularizaci�n de las relaciones sexuales despu�s de la inminente supresi�n de la producci�n capitalista es, m�s que nada, de un orden negativo, y queda limitado, principalmente, a lo que debe desaparecer. Pero, �qu� sobrevendr�? Eso se ver� cuando haya crecido una nueva generaci�n: una generaci�n de hombres que nunca se hayan encontrado en el caso de comprar a costa de dinero, ni con ayuda de ninguna otra fuerza social, el abandono de una mujer; y una generaci�n de mujeres que nunca se hayan visto en el caso de entregarse a un hombre en virtud de otras consideraciones que las de un amor real, ni de rehusar entregarse a su amante por miedo a las consideraciones econ�micas que ello pueda traerles. Y cuando esas generaciones aparezcan, enviar�n al cuerno todo lo que nosotros pensamos que deber�an hacer. Se dictar�n a s� mismas su propia conducta, y, en consonancia, crear�n una opini�n p�blica para juzgar la conducta de cada uno. �Y todo quedar� hecho!.
Pero volvamos a Morgan, de quien nos hemos alejado mucho. El estudio hist�rico de las instituciones sociales que se han desarrollado durante el per�odo de la civilizaci�n excede de los l�mites de su libro. Por eso se ocupa muy poco de los destinos de la monogamia durante este per�odo. Tambi�n �l ve en el desarrollo de la familia monog�mica un progreso, una aproximaci�n de la plena igualdad de derechos entre ambos sexos, sin que estime, no obstante, que ese objetivo se ha conseguido a�n. Pero -dice-: "Si se reconoce el hecho de que la familia ha atravesado sucesivamente por cuatro formas y se encuentra en la quinta actualmente, plant�ase la cuesti�n de saber si esta forma puede ser duradera en el futuro. Lo �nico que puede responderse es que debe progresar a medida que progrese la sociedad, que debe modificarse a medida que la sociedad se modifique; lo mismo que ha sucedido antes. Es producto del sistema social y reflejar� su estado de cultura. Habi�ndose mejorado la familia monog�mica desde los comienzos de la civilizaci�n, y de una manera muy notable en los tiempos modernos, l�cito es, por lo menos, suponerla capaz de seguir perfeccion�ndose hasta que se llegue a la igualdad entre los dos sexos. Si en un porvenir lejano, la familia monog�mica no llegase a satisfacer las exigencias de la sociedad, es imposible predecir de qu� naturaleza ser�a la que le sucediese".
NOTAS
[1] Bachofen prueba cu�n poco ha comprendido lo que ha descubierto o m�s bien adivinado, al designar ese estadio primitivo con el nombre de "heterismo". Cuando los griegos introdujeron esta palabra en su idioma el heterismo significaba para ellos el trato carnal de hombres c�libes o mon�gamos con mujeres no casadas; supone siempre una forma definida de matrimonio, fuera de la cual se mantiene ese comercio sexual, e incluye la prostituci�n, por lo menos como posibilidad. Esta palabra no se ha empleado nunca en otro sentido, y as� la empleo yo, lo mismo que Morgan. Bachofen lleva en todas partes sus important�simos descubrimientos hasta un misticismo incre�ble, pues se imagina que las relaciones entre hombres y mujeres, al evolucionar la historia, tienen su origen en las ideas religiosas de la humanidad en cada �poca, y no en las condiciones reales de su existencia. (Nota de Engels).
[2] Ch. Letourneau. "L'evolution du mariage et de la familie". Par�s 1888. (N. de Edit. Progreso).
[3] E. A. Westermarck. The History of Human Marriage". London 1891. (N. de Edit. Progreso).
[4] A. Espinas. "Des societ�s animales. Stude de psychologie compar�e". Par�s 1877. (N. de Edit. Progreso).
[5] A. Giraud-Teulon. "Les origines du mariage et de la familie". Gen�ve 1884. (N. de Edit. Progreso).
[6] H. H. Bancroft. "The Native Races of the Pacific States of North America". Vol. I-V, New York 1875-1876. (N. de Edit. Progreso).
[7] En una carta escrita en la primavera de 1882, Marx condena en los t�rminos m�s �speros el falseamiento de los tiempos primitivos en los "Nibelungos" de Wagner. "�D�nde se ha visto que el hermano abrace a la hermana como a una novia?". A esos "dioses de la lujuria" de Wagner que, al estilo moderno, hacen m�s picantes sus aventuras amorosas con cierta dosis de incesto, responde Marx: "En los tiempos primitivos, la hermana era esposa, y esto era moral". (Nota de Engels).
Un franc�s amigo m�o, gran adorador de Wagner, no est� de acuerdo con la nota anterior, y advierte que ya en el �gisdrecka, uno de los "Eddas" antiguos que sirvi� de base a Wagner, Locki dirige a Freya esta reconvenci�n: "Has abrazado a tu propio hermano delante de los dioses". De aqu� parece desprenderse que en aquella �poca estaba ya prohibido el matrimonio entre hermano y hermana. El �gisdrecka es la expresi�n de una �poca en que estaba completamente destruida la fe en los antiguos mitos; constituye una simple s�tira, por el estido de la de Luciano, contra los dioses. Si Loki, representando el papel de Mefist�feles, dirige all� semejante reconvenci�n a Freya, esto constituye m�s bien un argumento contra Wagner. Unos versos m�s adelante, Loki dice tambi�n a Ni�rdhr: "Tal es el hijo que has procreado con tu hermana" ("vidh systur thinni gaztu slikan m�g"). Pues bien, Ni�rdhr no es un Ase, sino un Vane, y en la saga de los Inglinga dice que los matrimonios entre hermano y hermana estaba en uso en el pa�s de los Vanes, lo cual no suced�a entre los Ases. Esto tender�a a probar que los Vanes eran dioses m�s antiguos que los Ases. Ni�rdhr vive entre los Ases en un pie de igualdad en todo caso, y de esta suerte la �gisdrecka es m�s bien una prueba de que en la �poca de la formaci�n de las sagas noruegas el matrimonio entre hermano y hermana no produc�a horror ninguno, por lo menos entre los dioses. Si se quiere disculpar a Wagner en vez de acudir al "Edda", quiz� fuese mejor invocar a Goethe, quien en la balada "El Dios y la bayadera" comete una falta an�loga en lo relativo al deber religioso de la mujer de entregarse en los templos, rito que Goethe hace asemejarse demasiado a la prostituci�n moderna. (Nota de Engels a la cuarta edici�n).
[8] Los vestigios del comercio sexual sin restricciones, que Bachofen cree haber descubierto, su "Sumpfzeugung", se refieren al matrimonio por grupos, de lo cual es imposible dudar hoy. "Si Bachofen halla 'licenciosos' los matrimonios 'punaluenses', un hombre de aquella �poca considerar�a la mayor parte de los matrimonios de la nuestra entre primos pr�ximos o lejanos, por l�nea paterna o por l�nea materna, enteramente tan incestuosos como los matrimonios entre hermanos consangu�neos" (Marx). (Nota de Engels).
[9] J. F. Watson and J. W. Kaye. "The People of India". Vol. I-VI. London 1868-1872. (N. de Edit. Progreso).
[10] Aqu� y m�s adelante se trata de grandes grupos conyugales de los abor�genes de Australia. (N. de Edit. Progreso).
[11] L. Agassiz. "A journey in Brazil", Boston 1886. (N. de Edit. Progreso).
[12] S. Sugenheim. "Geschichte der Aufhebung der Leibeigenschaft und H�rigkeit in Europa bis and die Mitte des neunzehnten Jahrhunderts". St. Petersburg 1861. (N. de Edit. Progreso).
[13] M. Kovalevski. "Tableau des origines et de l'�volution de la familie et de la propri�t�". Stockholm 1890. (N. de Edit. Progreso).
[14] "Calpullis": Comunidad familiar de los aztecas. (N. de Edit. Progreso).
[15] Ciudadanos libres de Esparta, a diferencia de los ilotas, esclavos. (N. de Edit. Progreso).
[16] Se refiere a "La ideolog�a alemana". (N. de Edit. Progreso).
[17] Esclavas que serv�an en los templos. (N. de Edit. Progreso).