Pronunciado: Conferencia pronunciada por Jean Jaurés en 1911, en
Buenos Aires, tomada taquigráficamente y vertida al castellano por Antonio de Tomaso y publicada, con las restantes conferencias, en un folleto,
Conferencias pronunciadas en Buenos Aires por el diputado francés, por la librería de “La Vanguardia”,
en 1922.
Fuente de esta versión:
J. Jaurès, "Las ideas de Alberdi y las realidades contemporáneas", incluído
como prólogo en Juan Bautista Alberdi, Autobiografía. La evolución de su pensamiento
(Buenos Aires: El Ateneo, 1927); pags. 13-38.
Transcripción: Juan Fajardo, junio 2023.
ES necesario que no haya entre nosotros el menor misterio. Algunas personas de esta ciudad se han preguntado y me han preguntado a mí mismo, amigablemente, en virtud de qué indicaciones yo me había inclinado a estudiar a Alberdi y su obra. Algunos han emitido la hipótesis de que un crítico literario de la Argentina, que ahora viaja por Francia, me había sugerido ese bello tema. No hay que ir tan lejos.
Hay en la América del Sur, desde Brasil a la Argentina, pasando por el Uruguay, grupos socialistas que estudian, piensan, trabajan y que, deseosos de aclimatar la idea del socialismo internacional en el medio en que viven, se preocupan de estudiar e interpretar el movimiento intelectual de su país. Es así que han aparecido en “Humanidad Nueva”, publicación socialista de esta capital, estudios sobre Alberdi. Es así que el diputado socialista uruguayo, Emilio Frugoni, ha llamado mi atención sobre el valor científico e intelectual, sobre las ideas económicas y sociales de Alberdi.
No es que sea uno de los nuestros, no es que el socialismo pueda reivindicarlo para sí. Antes al contrario, en muchos puntos y en ciertos períodos de su vida, ha sido uno de los adversarios más encarnizados de la idea socialista. Pero como él interpreta los acontecimientos políticos a la luz de los fenómenos económicos; como busca siempre a través de la superficie agitada de los acontecimientos políticos y de las crisis de gobierno las raíces económicas profundas, los socialistas han querido estudiarlo con mucho interés.
Y sí yo me arriesgo a hablar de la honda impresión que su estudio me ha hecho, es porque soy un convencido de que, cada vez más los 'europeos que piensan tienen que hacer un acto de reparación hacia la América latina y hacia la República Argentina particularmente. Cuanto más estudio la vida del pasado argentino, más me convenzo que la Europa pensante no ha fijado suficientemente su atención sobre la potencia de vistas intelectuales y morales mezcladas, desde hace un siglo, a vuestros acontecimientos y agitaciones. No ha visto sino las crisis, las guerras civiles que de lejos aparecían como guerras de “clans”, en que las pasiones personales oscurecían la luz de la idea. Y a medida que yo estudio, a medida que trato de comprender mejor vuestra tradición y de prever vuestro porvenir, me persuado de que ha habido en este país desde hace un siglo un admirable, un trágico despliegue de fuerzas intelectuales y morales, no solamente por intereses minúsculos, sino por grandes intereses de unidad y de organización. Y la historia de la Argentina, la historia de Buenos Aires y de las provincias, aparece al espíritu, cuando se penetra en ella, como un drama clásico, de una impresionante belleza. Era una gran tarea, una difícil y heroica tarea; después que la independencia fué proclamada, después que se rompieron los lazos que ligaban al país con España, había que organizar un pueblo, una nación nueva, con los elementos que dejaba el pasado, con la inexperiencia común de la libertad, que era el resultado de una sujeción tres veces secular, con el antagonismo de la ciudad y de las campañas, en que se agitaban fuerzas vigorosas pero incultas. Todos esos conflictos, todas esas agitaciones y sufrimientos, tenían, pues, una idea y realizaban, consciente o inconscientemente, un vasto programa.
Ese gran esfuerzo ha tenido a su servicio espíritus de primer orden y obras que forman desde ya parte integrante e imperecedera del tesoro común del espíritu humano. Yo no violento las cosas diciendo que las “Memorias” de Moreno y su “Representación en nombre de los hacendados del Plata”, como su “Tratado sobre la misión del congreso organizador”, tienen un legítimo lugar en una biblioteca de historia. Las obras de Alberdi, las “Bases” sobre todo, y su libro de conjunto sobre la América, deben clasificarse al lado de las obras de Tocqueville, Laboulaye y, por ciertos capítulos, al lado de Montesquieu. Y aunque Alberdi mismo haya sido injusto con Mitre, aunque haya acusado su elocuencia de fastuosa y asiática, me parece que varios de sus discursos serán estudiados con provecho por todos los hombres políticos y los oradores, aun de la Europa, porque en esa abundancia hay firmeza y plenitud de pensamiento y porque ha sabido conciliar el eco de las tradiciones idealistas con las necesidades del progreso positivo.
Y si todas esas fuerzas intelectuales no ocupan en la cultura de la Europa el sitio que merecen, es porque en este mismo período Europa tenía también sus agitaciones y sus trastornos.
Sainte-Beuve ha dicho que Napoleón había pervertido el gusto de Europa, habituándola a lo brillante, a lo grandioso, a lo colosal. En el orden militar el corso llegó a manejar masas tan grandes que, en comparación con sus campañas formidables, que hacían cementerios de los campos de batalla, las admirables marchas de un pequeño número de hombres perdían en la imaginación europea todo su verdadero valor. Y la misma travesía de los Andes no podía aparecer con todo su relieve dramático ante el contraste de las multitudes que el napoleonismo ponía en movimiento.
¿Y cómo habrían podido? ¿Cómo la Europa y la Francia habrían podido penetrar a fondo la vida intelectual de la América latina cuando estaban obsesionadas por la multitud de los dramas políticos y de las crisis sociales? En 1813 se constituía vuestro segundo directorio, cuya obra política fué tan fecunda, y en 1813 la Europa estaba incendiada y los conscriptos eran llamados a millares del fondo de las aldeas para ir a vigorizar el ejército de Napoleón. En 1817 San Martín atravesaba los Andes, y en Francia caía el napoleonismo y caía la democracia. En 1853 se establecía el primer equilibrio entre la unidad y la federación en la República Argentina, y la Francia, que habría saludado ese acontecimiento, estaba en crisis, humillada en su esperanza y en su razón, y los demócratas vencidos hubieron de preguntarse si no pasaría aquí lo mismo que estaba ocurriendo allí. Vino 1870, y la Francia volvióse hacia el mundo germánico para estudiar el secreto de las victorias de la guerra, para asimilarse lo que la cultura germánica podía tener de más fuerte y eficaz. Y los problemas que sobrevinieron después impidieron también que el pensamiento de Francia entrara en comunicación simpática con este país, haciendo el esfuerzo de comprensión y de inteligencia necesario.
Pero, poco a poco, grandes hechos se producen. La República Argentina llega a un grado de fuerza y de potencia económica que llama la atención de los hombres y de los pueblos. Y la Francia nueva encuentra en la República Democrática su equilibrio, es decir, su libertad, y su serenidad de espíritu que, abriéndole amplios horizontes, le permite mirar, sin ningún sentimiento de exclusión hacia las otras razas, todo el mundo latino, a la Italia que se unifica y se democratiza, a la España que sacude las viejas cadenas y despeja sus tinieblas, a la América que se disciplina y organiza; y entonces el pensamiento de la Francia se exalta y comprende que su cultura sería incompleta si no se asimilara lo que hay de bueno y de elevado en todas las cosas del mundo...
Por eso es que yo me atrevo a hablar de Alberdi. Y no es que quiera mezclarme a las controversias que ha motivado. Hago honor a Alberdi al que he tenido a menudo la impresión de que sus polémicas no era plenamente justo. Es la consecuencia del ostracismo.
El ostracismo es glorioso, pero tiene sus peligros para el espíritu del hombre. Separándolo del medio en que podría y debería actuar, agría y exaspera sus sentimientos; y entonces, cuando parece que al juzgar habría, por estar lejos, más serenidad, los juicios se oscurecen, y se envenenan por la separación. Los malentendidos han sido múltiples entre los exilados y su patria de origen, como entre los exilados de una misma generación. La princesa Belgiogioso decía de las querellas que dividían en Bélgica a los convencionales que al restaurarse los Borbones tomaron el camino del destierro; yo no los comprendo; han matado al mismo rey, y no están de acuerdo...
Creo por eso que en los juicios que Alberdi ha hecho sobre la obra histórica y política de Mitre y de Sarmiento, ha habido un poco de esa desviación del expatriado.
Voltaire, aislado en Ferney, pudo combatir contra sus enemigos. Hugo, desde la roca de Jersey, pudo combatir al Segundo Imperio que lo había desterrado. Y esas circunstancias EXPE y atenúan su encono.
El peligro de Alberdi es que él estaba en la expatriación cuando los que lucharon con él contra la dictadura de Rosas y prepararon con él la Constitución de 1853 habían llegado al poder.
No quiero hablar, pues, de esas controversias. La Historia es la que reconcilia a los que en vida se combatieron sirviendo una misma causa. El rol que asume todo hombre en las luchas históricas es necesariamente un rol exclusivo. Hay que imponer las ideas y hay que combatir por eso no sólo a los que son fundamentalmente opuestos a nuestras vistas, sino también a los que creen servirlas al mismo tiempo por medios diferentes.
La vida del hombre político, la vida del hombre público, es necesariamente un perpetuo combate, un conflicto perpetuo. Lo que hace la belleza de la Historia es que ella no está obligada a elegir. Yo he estudiado, día por día, la Revolución Francesa y me decía a cada minuto; ¿qué habría hecho yo? ¿Habría estado con Robespierre, con Vergniaud o con Dantón? Y transportándome con el pensamiento a la hora de la acción, yo quería elegir, pero no veía sino el valor de la obra común en la que colaboraron los hombres que se habían devorado.
Leibnitz decía; los cuerpos chocan y se excluyen, los espíritus no. En la lucha de los partidos, los individuos son cuerpos, inteligencias revestidas de pasión y condenadas a la acción exclusiva. En la región del espíritu, en cambio, en la región de la libertad, que se alcanza cuando se juzga, se dejan de lado las exclusividades y se reconcilia lo que hay de común.
Es con ese criterio que he estudiado a Alberdi, apuntando lo que ha tenido de grande y lo que me parece el peligro, la crisis de su pensamiento.
Lo que es admirable en él es el espíritu de realidad, de sinceridad y de modestia humana e impersonal. Sabía que la seducción de una palabra es poderosa sobre el espíritu de los hombres y sobre la imaginación de los pueblos latinos, y constantemente llamó a su país al sentido de las realidades profundas. Haber instituido la democracia no es nada, sí todos los ciudadanos no son capaces de ejercer su derecho. El sufragio universal no es sino una pobre soberanía; no es, según sus palabras textuales, sino una regencia sí al verdadero soberano, indiferente o ignorante, se substituyen las oligarquías que, ejerciendo su voluntad, lo suprimen y subordinan.
Esas son las enseñanzas de realidad que ha dado Alberdi a la democracia de todos los pueblos a los pueblos ¡jóvenes principalmente, a quienes aconseja no dejarse fascinar por su prosperidad o por ciertas apariencias de prosperidad. Un suelo rico no es un pueblo rico, decía. La sola riqueza, la duradera, está en el trabajo perseverante, en la sobriedad y en la serenidad de la vida; y el culto a la victoria militar y las fanfarrias de las “reclames” económicas no serán nada si el país no desarrolla profunda y metódicamente sus fuerzas. Eso era lo que decía hace sesenta años a vuestros dirigentes y a vuestro pueblo.
Y para que todos los esfuerzos de vuestra civilización naciente se consagraran al trabajo metódico, paciente y organizado, empequeñeció de un modo sistemático los otros valores de brillo, los valores de gloria, tratando de crear un alma nueva, más sobria y más realista. Él ha dicho esa palabra admirable; para nosotros, el heroísmo de la acción se ha concluído, es el heroísmo del pensamiento el que empieza. Yo admiro esa fórmula vigorosa, y creo que para todos los partidos llegados a la conciencia de sí mismos y para todas las naciones qué han sobrepasado el primer estadio de evolución y de organización, es el heroísmo del pensamiento, es la audacia de la inteligencia combativa y del trabajo creador, lo que constituye el valor por excelencia!
Pero el espíritu humano no es de un solo tinte. Y Alberdi tiene peligros. A fuerza de querer luchar contra lo que él llamaba la apariencia, la exterioridad, la ficción la efervescencia artificial, llegó a condenar el entusiasmo mismo. Llegó a decir que el monje, el soldado y el poeta son los enemigos, así como a desconfiar del entusiasmo revolucionario de los proletarios socialistas. Excomulga así el entusiasmo místico del monje, el entusiasmo heroico del soldado, el entusiasmo de inspiración del poeta y el entusiasmo innovador del proletario, que espera una sociedad más justa. Yo creo que hay peligro en apagar en el corazón de los hombres las llamas del entusiasmo y que si, después de haber matado todas las fuerzas del heroísmo, del misticismo y de la gloria, matamos también la fuerza del ideal que anima al poeta y la fuerza de esperanza que levanta a los trabajadores, corremos el riesgo de tener una sociedad sin alma, sin valor y sin fuego.
De los poetas, Alberdi no tolera sino tres, porque son, dice, profundamente serios; Homero, Cervantes y Moliére. Y es de notar que entre estos hay dos, Cervantes y Moliére, genios admirables e incomparables, que son, antes que todo, genios amargos, genios que han visto la miseria de la naturaleza humana, la fragilidad de ciertos sentimientos. Alberdi coloca, pues, entre los grandes creadores y poetas de la humanidad, sobre todo a los que tienen el espíritu de observación crítica, profunda y amarga. Pero, ¿por qué ha puesto a Homero? Sin duda, porque trazó con una cierta ingenuidad aparente el cuadro de la vida simple. Lo que hace, sin embargo, la gloria de Homero es que no se ha dedicado a representar servilmente la vida de los hombres, sino que la levantó siempre por encima de sus luchas, por encima de sus cadáveres y de las llanuras cubiertas de sangre, poniendo sobre los individuos y sobre los combates una idealidad de gloria, tan alta como para que los hombres se elevaran hasta ella por la audacia y el heroísmo. Homero tenía el sentimiento de que el hombre debía ser impulsado y elevado por grandes y altas pasiones. Y es por eso que ha puesto en la boca de un dios la más vehemente palabra de idealismo que jamás brotó de labio alguno; “toma tu lanza, he cortado para tí la madera en la más alta cumbre de la montaña”...
Y bien; ése es el vicio del pensamiento y de la obra de Alberdi; no ha sabido conciliar con la pasión de un ideal, con el entusiasmo innovador, el criterio moderno y positivo que es la característica de su obra. Y por eso vióse condenado a muchas insuficiencias y a muchos errores.
Se equivocó, por ejemplo, sobre los pueblos latinos.
Yo no le reprocho su predilección marcada por el genio anglosajón y la civilización anglosajona; tengo por ellos una admiración profunda y me parece bueno que los pueblos de origen latino aprendan, para completarse y equilibrarse, a admirar las virtudes de los pueblos de origen anglosajón. Lo que reprocho a Alberdi no es, pues, esa preferencia, ni es que no haya podido quedarse más de tres días en Génova porque no encontrara muchos ingleses; lo que le reprocho es haber desconocido lo que hay de más sólido en el genio latino y lo que hay de más audaz en el genio anglosajón.
Lo que Alberdi critica al genio latino es su idealismo, es esa fuerza de lógica que hace que en Francia la democracia haya querido, en ciertas horas, ir hasta la cima de una idea; es ese espíritu de absoluto aplicado a las cosas humanas.
Alberdi se equivoca; la idea general no es inconciliable con el sentido práctico. Moreno, por ejemplo, lector y traductor de Rousseau, ha sabido conciliar, en la hora primera de la emancipación americana, la idea pura, la idea alta y clara y las realidades históricas con las cuales tenía que contar.
Para emancipar a América, como para emancipar a Francia, era preciso el punto de apoyo de una doctrina, de una teoría, de una idea clara. Si los hombres de 1789 no hubieran tenido la idea de un derecho humano, la idea de una dignidad humana ineludible e imprescriptible, que ninguna tiranía secular podía interrumpir, ¿dónde estaría su punto de apoyo contra las tradiciones y las fuerzas del nuevo régimen? La monarquía se decía de derecho divino, y a esa vestidura divina unía la fuerza de los siglos, porque se había confundido con la vida de Francia. ¿Cómo los paisanos, los obreros y los burgueses podían levantarse contra ella sin tener una fuerza igual a esa fuerza secular de la monarquía y de la iglesia? Y contra la monarquía proclamaron la fuerza de la idea. Somos hombres, dijeron, y porque somos hombres, somos más antiguos que la monarquía! Esa misma fuerza ha existido en el origen de vuestra historia, y Alberdi lo ha olvidado. ¿Cuál habría sido vuestro título, qué precedente habría podido invocarse? El régimen colonial de España no había creado ninguna preparación de libertad; y para disputar con ella, para negociar con ella de igual a igual, era necesario invocar un derecho nuevo. Es lo que hizo Moreno, con una habilidad y un ingenio práctico admirables. Los hombres no pueden vender su voluntad y su libertad, decía, sino en virtud de un contrato. El poder ha de ser el resultado de un contrato entre nosotros y la monarquía española. Ese contrato ha sido destruído, porque el rey de España es prisionero de Napoleón. Tácitamente, pues, nosotros debemos de contratar de nuevo, pero contratar en condiciones que respondan mejor a las realidades presentes. Podríamos hablar de la América toda, pero la obra encontraría muchas dificultades. Vamos, pues, a libertarnos por fragmentos americanos, constituyendo tantas naciones autónomas como lo permita la naturaleza de las cosas para realizar más tarde vastas federaciones. Así, pues, se concilia en los orígenes de la historia argentina la doctrina del derecho, la teoría absoluta del contrato, y el sentido político práctico.
Alberdi llegó, también, a dudar de la libertad y de la democracia en la civilización latina. Y por haberse separado de la fuerza viva del ideal, llega a preguntarse en dos de sus libros si la monarquía no era necesaria en la América latina y cree en una restauración monárquica. Y a nosotros, pueblos latinos de Europa, nos ha condenado casi a la impotencia definitiva e irremediable. En 1848 está con Guizot contra la democracia. Y bajo el segundo imperio comete el error funesto de simpatizar con Napoleón III. Y más tarde, en 1878, cuando la Francia se renueva, la obra que Alberdi más admira es el panfleto en que Taine desacredita la Revolución Francesa, a riesgo de secar nuestra vida nacional en sus raíces.
Los acontecimientos lo desmienten, sin embargo. No es abjurando su derecho y renegando de la revolución y de su idea que Francia encuentra el equilibrio y la posibilidad de un progreso normal e indefinido. Sufrió la dictadura del primer imperio, el retorno impotente de la monarquía tradicional, el despertar turbulento de la tercera república; y a través de todas esas pruebas se dijo siempre; mi salud, mi esperanza, mi fuerza, no está en renunciar a la tradición de mis padres, no está en negar la filosofía de los abuelos, porque mi equilibrio y mi necesidad es la república democrática y racional, la república laica, la república de la nación, sin ningún poder hereditario.
Y ésa es la mejor prueba de que el genio de los pueblos latinos es capaz de organizar la libertad. Lo que evidencia la vitalidad de la Francia republicana es lo que no ha estado a merced de su capital; que no ha permitido ser conducida contra su voluntad. Cuando París marchó con la libertad, la Francia estuvo detrás de él; y cuando se hundió en el “boulangismo”, la Francia republicana estuvo contra él. Porque la república racional, que educa al pueblo, pone en la conciencia de todos esa energía que para Alberdi era el privilegio de la civilización anglosajona.
Es cierto que el pueblo inglés marcha durante siglos por progresos continuos; es cierto que una sólida educación intelectual y moral está en la base de sus instituciones políticas; es cierto que en Inglaterra los individuos aprenden de por sí la libertad antes de tomar parte en la vida colectiva; es cierto, en fin, que constituyen los ingleses un gran ejemplo de energía moral, de espíritu, de método y de continuidad. Pero la Inglaterra ha tenido también sus crisis y agitaciones, como las habidas en el mundo latino.
Y a propósito, quiero referir una anécdota. Yo me acuerdo que en 1887, en momentos que el presidente Grevy, menos feliz que el rey de Inglaterra Carlos I, sostenido hasta el cadalso por su ministro Stradford, no encontraba un solo ministro amigo, llegaron al palacio Borbón varios diputados ingleses, quienes me fueron presentados por Clemenceau (era antes de nuestro conflicto). Uno de ellos, lord Churchill, me dijo; “estáis en plena crisis”. Y Clemenceau le respondió: “Et bien! et vous? Me parece que ustedes han tenido un cierto Carlos I”. A lo que el inglés respondió; “Sí, pero el vuestro no encuentra ningún Stradford”.
El genio inglés no es solamente, como se dice a menudo, un genio positivo y práctico. Es un genio profundo y apasionado.
Se ha alimentado en fuentes tan cálidas como la Revolución Francesa, Es con la Biblia que se ha hecho la educación de esos puritanos que en el siglo XVII abatieron la monarquía de Carlos I, crearon la república democrática y bosquejaron la primera regla de comunismo. Es con la Biblia que se educaron, es decir, con el libro menos moderado que haya, el más vehemente, el más apasionado, el más exaltante, el que hace estremecer el corazón de los hombres con un gran soplo trágico, el que habla de la cólera de las montañas y de la cólera de los océanos; el libro de los sobresaltos y de las imágenes grandes; el libro de las reivindicaciones sociales, de los pobres amenazando a los ricos y anunciando el día en que la igualdad de los hombres será fraternal, cuando hayan desaparecido las guerras entre los pueblos y cuando, por el contagio sublime de la paz humana, la naturaleza misma se dulcifique en sus ferocidades; el libro de Isaías que apostrofa; el libro, en fin, de la reivindicación, de la pasión, de la esperanza, de la justicia, de la cólera, que ha formado en la intimidad de las lecturas cotidianas el espíritu de los puritanos ingleses...
De esa fuente cálida ha salido la primera república inglesa. El recuerdo ha quedado. Macaulay glorificó a Cronwell, y los demócratas ingleses de hoy, los que han derribado el privilegio de las Cámaras de los Lores, están ligados a las tradiciones puritanas, que tienen una gran fuerza de pasión y de revolución.
Otros dos factores han intervenido en la educación del espíritu inglés; la influencia de la Revolución Francesa y la filosofía de Bentham, en la cual ha bebido Alberdi. Bentham es un utilitario. Pero, cuidado! Lo útil significa destruir todo lo que se oponga al propio bienestar; tradiciones y privilegios. Los hombres de hoy son los jueces de sus intereses. Y en Inglaterra, la doctrina de Bentham arruina así la tradición hasta en sus fundamentos. Cada individuo busca lo que es útil a sus intereses; y para eso hay que regularizar el interés de cada uno por el interés superior de todos, de la multitud humana, de la mayoría de los hombres, aun de los más pobres, de la raza misma.
Y por esas tres fuerzas; el puritanismo bíblico, el contagio de la Revolución Francesa y el utilitarismo absoluto de Bentham, la nación inglesa es capaz, en ciertas horas, de movimientos de audacia, de ideal, que desconciertan las fórmulas acostumbradas sobre la prudencia y la frialdad del genio anglosajón. En el siglo XIX hemos asistido a un crecimiento formidable y tempestuoso de la democracia inglesa. La lucha de los obreros para conquistar, aun por la fuerza el derecho de coalición y de huelga y la gran agitación de los obreros cartistas en pro del sufragio universal; he ahí pruebas elocuentes del impulso de las fuerzas populares anglosajonas.
Alberdi se imagina que el genio latino es un genio de multitud y que el genio anglosajón es un genio de individualidad. Alberdi cree que el “home” inglés cerrado y solitario es la expresión definitiva de su civilización. Pero, por la fuerza de las cosas, por el desarrollo de la producción, las clases se organizan. Y en Inglaterra como en Estados Unidos, los cartels, los trusts, las grandes sociedades por acciones, los grandes sindicatos obreros y patronales, las grandes federaciones patronales y obreras, las cooperativas, son fuerzas individuales agrupadas, acumuladas, sumadas. El individuo inglés vive cada vez más para la vida social y colectiva, la vida de la masa. El individuo del mundo anglosajón tiene de más en más la conciencia de que sería aplastado si no se organizara. El individualismo, el clásico individualismo inglés, ha desaparecido en el orden económico y social.
Y la Inglaterra, desde hace tres generaciones, interviene en las relaciones del trabajo y el capital; legisla para proteger a los obreros; legisla para asegurarlos contra la vejez, la enfermedad, la invalidez, el accidente y la desocupación; legisla para apropiarse en provecho de la nación de una parte de las riquezas individuales. Lloyd George ha establecido el impuesto sobre el incremento del valor del suelo, cuando no resulta del trabajo del propietario sino del desarrollo del progreso social. Y Roosevelt en Estados Unidos, el defensor de la individualidad, el que no quiere que el socialismo “enerve” al pueblo, el que va a fortificar sus músculos en la caza solitaria de los tigres africanos, dice a su pueblo de vuelta de aquellas soledades; cuidad vuestra riqueza natural, vuestro suelo, vuestros bosques, vuestras caídas de agua; esas riquezas son patrimonio nacional y hay que defenderlas.
Alberdi se ha equivocado, pues, al oponer el colectivismo instintivo de los pueblos latinos al individualismo del genio anglosajón.
Él ha dicho que el socialismo era en Francia un efecto de la educación grecolatina; que era el recuerdo de Graco y de Platón. Pero, en la Inglaterra de Lloyd George y del Labour Party, en la América de los trusts y de los sindicatos, el socialismo no es un producto artificial. Ha brotado en ese mundo, como en el mundo latino, de necesidades económicas.
Y es curioso; Alberdi ha sido al principio un saintsimoniano, él mismo cita entre los autores que han edificado su espíritu a Lerroux a Saint-Simón. Y en los libros que redactó con Echeverría. aparece la misma doctrina, la doctrina de la expansión económica. Alberdi la aceptó al principio por entero y después sólo en una de sus partes.
El saintsimonismo tiene dos ideas; desarrollar la producción y organizar más equitativamente entre lós hombres la distribución de la riqueza. Alberdi se despreocupó de la segunda parte del problema, creyendo que sería una consecuencia natural de la solución de la primera. Y por eso hay en su obra a este respecto una contradicción singular.
El previó que la gran riqueza nacional de la Argentina podía ser comprometida por la especulación y dijo que la constitución debía tender a asegurar la tierra a los que la trabajan. Y después, comete la inconsecuencia de decir que en este país la cuestión social no podía existir, que la cuestión del salario no tenía razón de ser; y el argumento que daba era que la población de la campaña estaba habituada a una vida simple que excluía las posibilidades de una miseria violenta. Entre nosotros, decía, los mendigos mendigan a caballo.
En ese mismo momento, sin embargo, él sustentaba un ideal de civilización que era la antípoda de esa vida simple.
El, que hacía un llamado a las fuerzas europeas, que glorificó la civilización de Europa, que dijo a los argentinos la necesidad imprescindible de utilizar las energías de la inmigración europea, caía, pues, en una gran contradicción. ¿Qué inmigración quería? No una inmigración cualquiera, sino una inmigración de trabajo. Gobernar es poblar, decía, pero a condición de que se traiga una mano de obra moral y socialmente superior. Y señalaba algunos tipos de inmigración no deseable. Quería, entonces, que fueran los obreros de la Europa trabajadora los que vinieran. Y con las prevenciones que había dejado en su espíritu el pasado colonial, era una inmigración anglosajona la que deseaba para su país y, en todo caso, la inmigración de las “élites” trabajadores de Europa. Pero esas “élites” tienen exigencias, están habituadas a ciertas condiciones de vida elevada. Y cuando Alberdi creía, al desearlas, que había excluído el problema, era él mismo el que lo traía por la puerta de la inmigración.
Y quiero, por último, puntualizar otra contradicción de Alberdi, que ha sido también uno de los más grandes enemigos de la guerra, uno de los más valientes glorificadores de la paz.
En una época en que todos los cerebros de la Europa y de la América vibraban al recuerdo de las guerras napoleónicas y revolucionarias; en una época en que la gloria militar era todavía una forma de la gloria de las democracias, Alberdi tuvo el coraje de decir al pueblo que los conflictos sangrientos ya no tenían excusa posible y que la verdadera gloria era asegurar la justicia entre los pueblos, afianzando así la paz. Y no se limitó a decirlo en una fórmula general. Demostró jurídicamente que la guerra era una muerte colectiva, que debía ser condenada por la conciencia “humana lo mismo que la muerte individual. Y pregonó que los pueblos debían entenderse para establecer sanciones internacionales contra las violaciones de la paz. Más aún; fué hasta el fondo de las hipocresías, diciendo que conocía muchos hombres que querían la paz, pero a condición de que hubiera antes una última guerra... No se limitó a condenar la guerra; condenó la paz armada y sus consecuencias desastrosas, que en la hora actual cuesta a la vieja Europa, en gastos militares y navales, ocho mil millones por año. Dijo que la paz armada era una guerra sin pólvora contra los pueblos, demostrando con esas prédicas que tenía un gran valor moral.
Hay en estos momentos dos grandes tendencias que concuerdan respecto de la necesidad de la paz; el liberalismo económico de los Smith, Say, Ricardo y Bastiat, de un lado, y el socialismo del otro. El antagonismo de las clases y la organización misma del trabajo los separa. Pero tienen en su origen y en la hora actual un pleno acuerdo en estos dos puntos; intensificar y desarrollar la producción y asegurar ese desarrollo por el mantenimiento de la paz.
En el momento que Alberdi escribía su evangelio de paz, exponiéndose por eso a las acusaciones apasionadas, desconocía el verdadero carácter del movimiento socialista, y proclamaba que el socialismo internacional no era una fuerza de paz. Sin embargo, desde 1870 el socialismo internacional es una gran fuerza de orden. Hay, pues, en eso una injusticia desmentida por los acontecimientos.
Yo sé que en la preparación de la obra de paz no hay solamente esfuerzos obreros y socialistas. Hay también esfuerzos de demócratas de buena voluntad y de buena fe, esfuerzos de hombres previsores de todas las clases. Pero tengo el derecho de decir que quienes están en primera fila para mantenerla son los obreros organizados de todos los países, que dicen a los gobiernos; nosotros no queremos que el capricho de un hombre empuje a los unos contra los otros.
Y no es solamente el socialismo francés el que dice eso. Hace cuatro días el telégrafo nos comunicó que Bebel, hablando en el Congreso Socialista alemán, en nombre de cuatro millones de trabajadores socialistas, decía al emperador y al canciller de Alemania; nosotros hemos defendido la independencia de la patria alemana contra la invasión, como la han defendido los socialistas franceses; pero no queremos servir al triunfo de un canciller o para colocar al emperador sobre un pedestal; empujar a los obreros alemanes contra los obreros franceses es un crimen; y hemos de negarnos a secundar esos propósitos bélicos apelando a todos los recursos, a la misma huelga general si es necesario...
Yo envío desde aquí mi saludo a aquellos trabajadores. Y porque Alberdi ha querido esa gran cosa de la paz, porque ha querido el progreso de la producción, porque ha querido que América y Europa se comunicarán libremente, porque ha comprendido que la paz es la condición absoluta del progreso normal de la civilización en la era contemporánea, porque se expuso en nombre de ese ideal a los ultrajes y a las acusaciones, yo digo de él que ha sido un buen obrero de la obra humana, uno de los apóstoles que han deseado la desaparición de esa pesadilla terrible de la destrucción y de la muerte internacional...