Historial de publicación: Se publicó por vez primera
como prefacio a: G. Deville, Le Capital de Karl Marx; Résumé et acompagné d'un
aperçu sur le socialisme scientfique (París, 1883). Primera edición en castellano: Carlos Marx. El Capital. Resumido y acompañado de un estudio sobre el socialismo científico, Madrid: Establecimiento Tipográfico de Ricardo Fé, 1887.
Fuente del texto:
Historia Obrera,
"Gabriel Deville. Estudio sobre el Socialismo científico
(1883)"
(19-09-2020); transcripción del texto desde la 1ra edición española de 1887.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2020.
Se agradece a Historia Obrera por la transcripción.
Al dar a la estampa una versión española de EL CAPITAL, de Carlos Marx, compendiado y precedido de un estudio sobre el Socialismo científico, por Gabriel Deville, creemos prestar un señalado servicio, no sólo a los que busquen en la obra del ilustre comunista alemán nuevas y bien templadas armas para combatir en pro de esa transformación social a que aspira y por la que pelea la clase trabajadora de ambos mundos, sino además a todos los que sinceramente se consagran al estudio de los problemas sociales, no contentándose con esos juicios a priori que subrayan diariamente la increíble ignorancia y la más increíble ligereza de los escritores a sueldo de la burguesía.
Poco o nada podremos añadir al luminoso prefacio en que Deville expone a grandes rasgos la doctrina de Marx; pero séanos permitido insistir sobre un punto de la mayor importancia: en esta exposición rápida de la teoría marxista, lo mismo que en el compendio o resumen de EL CAPITAL y en sus apreciaciones acerca de la evolución económica que estamos presenciando y de la influencia que esta evolución ejerce en el movimiento revolucionario que arrastra a los proletarios de todos los países, Deville se ha ajustado con probidad y fidelidad absolutas al pensamiento dominante en la obra que trata de dar a conocer, llevando sus honrados escrúpulos hasta el extremo de no permitir que se imprimiera ni una página de su libro sin que Marx y, después de su muerte, Engels, revisasen tanto el Compendio, como el Prefacio y el Estudio sobre el Socialismo científico. Con lo cual quedan desvanecidas de antemano las dudas que sobre este punto pudieran ocurrir.
Sólo por el estudio, por la observación de la naturaleza de las cosas y de los seres, es como el hombre, consciente de sus efectos, puede hacerse dueño cada día más de su propio movimiento.
Antes de coordinar ideas y de conocer sus diversas relaciones, el hombre ha ejercido una acción; esto es cierto, ya se considere la infancia del individuo o la de la especie. Pero sólo a partir del momento en que ésta queda subordinada al pensamiento que reflexiona, es cuando la acción deja de ser incoherente para adquirir una eficacia rápida y real. Sucede con la acción revolucionaria lo que con cualquiera otro género de acción: que debe tener por guía la ciencia, si no ha de esterilizarse en pueriles esfuerzos.
El sostener, sea la que quiera la materia de que se trate, que la ciencia es inútil o que el estudio ha perdido su razón de ser, no es más que un torpe pretexto para dispensarse de estudiar o para excusar una obstinada ignorancia.
El estudio de la vida social no modificará ciertamente por sí solo la forma social, ni tampoco proporcionará, con todos sus detalles, los planos, sección y elevación de una nueva sociedad; pero sí nos descubrirá los elementos constitutivos de la sociedad presente, sus combinaciones íntimas y, juntamente con sus tendencias, la ley que preside a su evolución. Este conocimiento permitirá no «abolir por decretos las fases del desarrollo natural de la sociedad moderna, sino abreviar el período de la gestación y dulcificar los dolores de su alumbramiento».
Al llevar a cabo el estudio de la sociedad, Carlos Marx no ha tenido la pretensión de ser el creador de una ciencia desconocida hasta él. Al contrario, y así lo prueban las numerosas notas de su obra, se ha apoyado en los estudios de los economistas que le han precedido, y ha tenido sumo cuidado de recordar, en cada cita, el primero que la había formulado. Pero ninguno más que él ha contribuido a extraer de su análisis la verdadera significación de los fenómenos sociales; ninguno, por consecuencia, ha hecho tanto por la emancipación obrera, por la emancipación humana.
No hay duda que otros antes que él habían sentido las injusticias sociales y se habían indignado ante estas injusticias; muchos son los que, soñando con poner remedio a tantas iniquidades, han escrito admirables proyectos de reformas. Movidos por una loable generosidad, teniendo casi siempre una percepción muy clara de los padecimientos de las masas, criticaban, con tanta justicia como elocuencia, el orden social existente. Mas como no tenían una noción precisa de sus causas y de su transformación venidera, creaban sociedades modelos cuyo carácter quimérico procuraban atenuar con alguna que otra intuición exacta. Si la felicidad universal era su móvil, la realidad no era su guía.
En sus proyectos de renovación social no tenían en cuenta los hechos, pretendiendo guiarse por las solas luces de la razón; como si la razón, que no es otra cosa que la coordinación y la generalización de las ideas sugeridas por la experiencia, pudiese ser por sí misma origen de conocimientos exteriores y superiores a las modificaciones cerebrales de las impresiones externas.
En una palabra, eran metafísicos, como lo son hoy los anarquistas. En vez de raciocinar tomando la realidad por punto de partida, atribuyen todos ellos la realidad a las ficciones nacidas de su ideal particular de justicia absoluta.
Pareciéndoles, desde el punto de vista especulativo, que el más agradable de todos los sistemas sociales sería aquel en que floreciera la difusión sin límites de las voluntades individuales, siendo ellas mismas su única ley, los anarquistas hablan de realizarla, sin cuidarse de averiguar si las necesidades económicas permitirían establecerla. No echan de ver el carácter retrógrado del individualismo llevado hasta el último extremo, de la autonomía ilimitada, que es el fondo del anarquismo.
En los diferentes órdenes de hechos, la evolución se opera invariablemente pasando de una forma incoherente a otra forma cada vez más coherente, de un estado difuso a otro concentrado; y a medida que aumenta la concentración de las partes, aumenta también su dependencia recíproca, es decir, que cuanto mayor es su cohesión, menos pueden las unas extender su actividad sin ayuda de las otras. Esta es una verdad general, que los anarquistas no sospechan siquiera: pobres gentes que tienen la pretensión de ver más lejos que todos los demás, sin comprender que andan hacia atrás como los cangrejos.
Todas estas concepciones extravagantes, aunque más o menos bien intencionadas, las ha sustituido Marx antes que nadie con el estudio de los fenómenos sociales, basándolo en la única concepción real: en la concepción materialista. No ha preconizado un sistema más o menos perfecto desde el punto de vista subjetivo, no; ha examinado escrupulosamente los hechos, agrupado los resultados de sus investigaciones y sacado de ellos la consecuencia, que ha sido la explicación científica de la marcha histórica de la Humanidad, y en particular del período capitalista que atravesamos.
La Historia, ha afirmado Marx, no es sino una historia de la guerra de clases. La división de la sociedad en clases, que aparece con la vida social del hombre, descansa en relaciones económicas, mantenidas por la fuerza, y según las cuales unos llegan a descargarse sobre otros de la necesidad natural del trabajo.
Los intereses materiales han sido siempre la causa de la lucha incesante de las clases privilegiadas, ora entre ellas mismas, ora entre las clases inferiores, a expensas de las cuales viven. Las condiciones de la vida material son las que dominan al hombre; y estas condiciones, y por consecuencia el modo de producción, son las que han determinado y determinarán las costumbres y las instituciones sociales, económicas, políticas, jurídicas, etc.
Tan luego como una parte de la sociedad ha monopolizado los medios de producción, la otra parte, en la que recae el peso del trabajo, se ve obligada a añadir al tiempo de trabajo exigido por su propia manutención una demasía [1], por la que no recibe equivalente alguno, y está destinada a sostener y a enriquecer a los poseedores de los medios de producción. Como monopolizador de trabajo no pagado, el cual, por medio de la supervalía [2] creciente de que es origen, acumula más cada vez en manos de la clase propietaria los instrumentos de dominio, el régimen capitalista sobrepuja [3] en poderío a todos los sistemas anteriores de trabajos forzosos.
Sólo que hoy día las condiciones económicas que este régimen engendra, atajadas [4] en su evolución natural por el régimen mismo, tienden fatalmente a romper el molde capitalista que no puede ya contenerlas; y estos principios destructores son los elementos de la nueva sociedad.
La misión histórica de la clase actualmente explotada, del Proletariado, a quien organiza y disciplina el mecanismo mismo de la producción capitalista, es acabar la obra de destrucción ya comenzada por el desarrollo de los antagonismos sociales. Es preciso, ante todo, que el Proletariado arranque revolucionariamente a sus adversarios de clase, con el poder político, la fuerza consagrada por ellos a conservar intactos sus monopolios económicos.
Una vez dueño del poder político, aquél podrá, procediendo a la socialización de los medios de producción mediante la expropiación de los usurpadores del trabajo ajeno, suprimir la contradicción hoy existente entre la producción colectiva y la apropiación privada capitalista y realizar la universalización del trabajo y la abolición de clases.
Tal es el bosquejo de la teoría irrefutablemente enseñada por Marx, y cuya solidez bien probada puede todo el mundo apreciar estudiando atentamente su obra.
No siendo el pensamiento sino el reflejo intelectual del movimiento real de las cosas, no se aparta un momento de la base material, del fenómeno exterior; no separa al hombre de las condiciones de su existencia. Marx ha observado, ha compulsado, y la profundidad sola de su análisis ha completado su concepción positiva del orden actual con el conocimiento de la disolución fatal de este orden.
Yo he tratado de poner al alcance de todos, resumiéndola, esta obra magistral, desgraciadamente poco conocida hasta hoy en Francia o desfigurada. Y estando el público francés, como ha dicho Marx, «siempre deseoso de sacar consecuencias, ávido de conocer la relación de los principios generales con las cuestiones inmediatas que le apasionan», he creído útil poner antes de mi resumen un Estudio sobre el Socialismo científico.
En cuanto al resumen, emprendido a consecuencia de la cortés invitación y de las benévolas excitaciones de Carlos Marx, ha sido hecho con arreglo a la edición francesa, última revisada por el autor y la más completa, pues la muerte le impidió preparar la tercera edición alemana, que él quería publicar, y que dará a luz dentro de poco su infatigable amigo, su digno colaborador, a quien él había encargado de publicar sus obras, Federico Engels.
Respetando en el mayor grado posible el carácter original de la obra, no he empleado sino los términos más usuales, esperando ganar de este modo en facilidad de comprensión lo que perdía en variedad de estilo. Es claro, sin embargo, que este resumen no podrá leerse fácilmente teniendo la imaginación preocupada con otra cosa; será necesario prestar un poco más de atención que para leer una novela, pero que la atención sola sea necesaria para percibir bien las ideas y su encadenamiento, tal es lo que yo me propongo.
Una vez vencida la aridez del principio, aridez que no pueden evitar los preliminares de ninguna ciencia, se encontrará el lector recompensado con el placer de ver disiparse gradualmente la confusa oscuridad que oculta aún a los ojos de las masas las relaciones sociales, de la que ha sido tanto más difícil sacarlas cuanto que la libre y científica investigación en esta materia, la crítica de la vieja propiedad «subleva contra ella y lleva al campo de batalla las pasiones más vivas , las más mezquinas y las más abominables del humano corazón, todos los furores del interés privado».
GABRIEL DEVILLE.
París, 10 de agosto de 1883.
Post-scriptum [de la edición francesa de 1897]: Hubiera sido posible para mí en esta nueva edición hacer los cambios, las correcciones que más o menos implican cualquier obra y que los autores siempre sugieren un estudio más completo de su tema. Por el contrario, quería ser el primero en conocer sus imperfecciones, no cambiar una palabra a mi Estudio sobre el socialismo científico, que sigue siendo literalmente lo que era cuando lo publiqué hace catorce años, y era entonces el resumen de mis artículos de propaganda socialista durante seis años.
No reniego de lo que escribí en otras condiciones de edad y, como resultado del conocimiento, no dudo ni en declarar que ya no escribiría lo mismo, o en escribirlo de manera diferente.
En la época en que dominaba el espíritu de imitación, asimilé demasiado los eventos que vinieron con los eventos pasados y creer en la necesidad de la violencia, y es cierto que, en este punto en particular, cambié mi primera forma de ver. Pero lo que la mayoría de los que me acusan de este cambio ignoran es que, si no hubiera cambiado a este respecto, el marxista que soy podría haber sido acusado, con toda razón, de infidelidad a la ortodoxia marxista como resultado, en particular, del prefacio de Engels a la obra de Marx, La lucha de clases en Francia.
La verdad es que no me preocupé por la ortodoxia que debía respetar o el cambio de idea que debía evitar.
No me preocupaba que se respetara la ortodoxia, porque el hecho de ser marxista, es decir de pensar que fue Marx quien dio al socialismo moderno su base científica, no implica aceptación de fórmulas que no cambian: la única preocupación debe ser adaptarse lo más exactamente posible a la realidad cambiante después de haber entendido el sentido de sus transformaciones.
No me preocupé por evitar un cambio, porque el cambio de idea en sí mismo no es nada reprensible, y todo lo que buscamos es provocarlo en otros con nuestra propaganda: es solo ‘un resultado cuya causa es buena o mala, dependiendo de si esta causa es la adhesión a lo que parece verdadero o interés personal.
Además, para aquellos que me acusan de haber cambiado, desearía nunca haber cambiado más de lo que lo hice.
Republicano, siempre lo he sido, estaba bajo el Imperio, soy, diría, por nacimiento, si eso no hace que las personas que se ríen de él sean naturales católicas o realistas por nacimiento. No contento con ser vagamente socialista, ya en 1872 me llamé colectivista y la palabra no era, te lo aseguro, de uso común en ese momento; miembro de la Internacional que iba a desaparecer este mismo año, pertenecía a la fracción marxista de la famosa asociación de los trabajadores.
No tengo dificultad en admitir que, no solo en ese momento, sino incluso en 1877, cuando fui uno de los que comenzó a propagar la teoría colectivista y marxista a través del periódico, apenas conocía algunos rudimentos: como ya he tenido la oportunidad de decir, aprendemos socialismo al mismo tiempo que lo enseñamos a nuestros lectores, y es innegable que a veces nos hemos equivocado. Ahora me daría lástima cualquiera que, después de haber adquirido la convicción de que estaba mal, persistiría en una opinión por vanidad infantil de no parecer cambiar.
Nunca he dejado de serlo, sigo siendo republicano, colectivista y marxista; solo creo que sé mejor que cuando escribí mi Estudio de cómo ser colectivista y marxista. Al final, la tendencia general siguió siendo la misma, por lo que me enorgullece la fuerza actual de este movimiento socialista, del cual fui uno de los primeros iniciadores en Francia.
Pero dado que usamos mi Estudio para demostrar que he cambiado con respecto a la necesidad del uso de la violencia, debemos, sin embargo, usarlo para ver que no hemos cambiado -contrariamente a la opinión que a nuestros adversarios les gusta acreditar- con respecto a la pequeña propiedad (ver más páginas 24-25 y 59-60, por ejemplo) y que, desde el principio, de acuerdo con nuestra regla general a partir de los hechos, hemos distinguido entre nuestros pronósticos sobre el curso de la evolución económico y nuestros logros siempre deseados de acuerdo con la evolución realizada anteriormente. Aquí, como en muchos otros casos, nuestros adversarios que tienen poca preocupación por la verdad en lo que a nosotros respecta, ven cambios en nuestra carga donde solo hay una diferencia entre lo que decimos y lo que nos prestaron.
Sea como fuere, hay cambios que no niego, por el contrario; No quiero ocultar estos cambios tanto que me niego a modificar el texto de lo que escribí una vez. Para los lectores curiosos de saber en qué espíritu debe corregirse mi Estudio para estar de acuerdo hoy con lo que pienso, simplemente me permitiré señalar el volumen que publiqué bajo el título: Principios socialistas.
París, 4 de junio de 1897.
Hace seis años, la clase obrera, no repuesta aún de la espantosa sangría de 1871, había abandonado la tradición revolucionaria y no fiaba su emancipación sino en la generalización de las Asociaciones cooperativas. Las palabras partido obrero y colectivismo, hoy ya antiguas en nuestro lenguaje político, eran entonces punto menos que desconocidas; las ideas que representan sólo contaban en Francia con un reducido número de partidarios, sin posibilidad de acción común.
El periódico L’Egalité, fundado a fines de 1877 por iniciativa de Julio Guesde y dirigido por él, es el único que ha dado impulso al movimiento socialista revolucionario actual. Este es un hecho que no lograrán borrar las personalidades envidiosas interesadas en desvirtuarlo, las cuales cuidan, en sus pretendidas historias, de ocultar las fechas que no dejan lugar a duda en esta cuestión.
En aquel tiempo era conveniente distinguir el comunismo científico, surgido de la docta crítica de Marx, del antiguo comunismo utópico y sentimental francés. La misma denominación para dos teorías diferentes habría favorecido una confusión de ideas que era muy importante evitar; por eso empleamos entonces exclusivamente la palabra colectivismo.
Ahora escribimos colectivismo o comunismo indiferentemente. Desde el punto de vista de su origen, estos dos términos son exactamente iguales; desde el punto de vista usual, tienen los mismos inconvenientes. Si ha habido un comunismo del que debíamos diferenciarnos, hay también formas de colectivismo, por ejemplo, las diversas falsificaciones belgas, que rechazamos. Lo importante es conocer, no el título que cada uno tome, sino lo que esconde bajo ese título.
Después de una aventura galante que, según parece, ocurrió algunos días después de la creación del mundo, el hombre fue condenado por Dios a ganar el pan con el sudor de su frente. Hoy que Dios está en vísperas de morir sin posteridad, sin haber podido nunca asegurar la ejecución de su mandamiento, el Socialismo se propone constreñir a la observación de la sentencia divina a los que, desde hace mucho tiempo, ganan el pan, y más que el pan, con el sudor de la frente de otros. ¿Puede esto conseguirse? Sí, por la socialización de los medios de producción, a que tiende nuestro sistema económico.
Allí donde el trabajo proporciona escasamente lo que es indispensable para la vida de todos; allí donde, por consecuencia, aquél absorbe casi todo el tiempo de cada uno, la división de la sociedad en clases más o menos subdivididas es fatal. Una minoría consigue, por la violencia y el fraude, eximirse del trabajo directamente productivo, para dedicarse a la dirección de los negocios, es decir, a la explotación de la mayoría, consagrada al trabajo. Gracias a la costumbre, a la tradición, esta mayoría llega a soportar sin resistencia una organización que considera al fin como natural, hasta el día en que esta organización, no respondiendo ya a las necesidades de la sociedad, se ve sustituida por una combinación más en armonía con la nueva manera de ser de la producción material.
La esclavitud y la servidumbre han existido en conformidad con la índole de la producción y han desaparecido cuando el grado de desarrollo de ésta ha hecho más útil el trabajo del hombre libre que el del esclavo o el del siervo; la justicia y la fraternidad no han intervenido para nada en esta desaparición.
Cualquiera que sea el valor subjetivo de la moral, del progreso y otros grandes principios de relumbrón, esta bella fraseología no influye para nada en las fluctuaciones de las sociedades humanas; por sí misma es impotente para efectuar el menor cambio. Las evoluciones sociales las determinan otras consideraciones menos sentimentales. Sus causas se encuentran en la estructura económica, en el modo de producción y de cambio, que preside a la distribución de las riquezas y, por consiguiente, a la formación de las clases y a su jerarquía. Cuando esas evoluciones se efectúan, no es porque obedezcan a un ideal elevado de justicia, sino porque se ajustan al orden económico del momento.
No obstante, estos movimientos sociales jamás se efectúan pacíficamente; los nuevos elementos tienen que obrar violentamente contra el estado de cosas que los ha elaborado, y que deben destruir para poder continuar su evolución, al modo que el polluelo tiene que romper la cáscara en cuyo interior acaba de formarse.
Si el advenimiento de la burguesía ha traído la destrucción de los privilegios nobiliarios y la abolición del régimen corporativo, es porque el trabajo libre era necesario a la producción capitalista; la necesidad de instituir la libertad del trabajo ha acarreado la emancipación del trabajador de la dependencia feudal y de la jerarquía corporativa. Además, la burguesía necesitaba monopolizar las fuentes de riqueza, aboliendo las añejas prerrogativas de los nobles, ha entrado en posesión de la tierra, que detentaban éstos, y del poder, que también monopolizaban.
El trabajador libre, pudiendo de derecho disponer de su persona, se ha visto obligado de hecho a disponer de ella para vivir, no teniendo otra cosa que vender. Desde entonces ha sido condenado al papel de asalariado durante toda su vida.
El derrumbamiento del orden feudal no se ha señalado por la supresión de las clases, sino por la sustitución de un nuevo yugo en lugar del antiguo, por el establecimiento de condiciones que reducen la lucha a los dos campos opuestos que poco a poco absorben toda la sociedad: la burguesía capitalista y el Proletariado.
En suma, lo que ha sido organizado hasta ahora de diferentes maneras, conformes exclusivamente con la diversa situación económica de los medios y de las épocas, es la satisfacción de las necesidades de una parte de la colectividad mediante el trabajo de la otra parte. Unos consumen superfluamente lo que los otros producen obligados por la necesidad, recibiendo para sí apenas lo necesario.
El sistema del salario [5], sustituyéndose a las demás formas de trabajos forzosos, ha relevado al capitalista de la manutención de los productores. Que se le obligase o no a trabajar, el esclavo tenía asegurada su pitanza [6] cotidiana; el asalariado no puede comprar la suya sino a condición de que el capitalista necesite su trabajo; y la inseguridad de esto para el verdadero productor es tal, que la caridad pública se encarga de alimentar a aquellos a quienes incumbe, según la presente organización social, la tarea de alimentar a la sociedad, y que por esa organización misma se ven frecuentemente en la imposibilidad de cumplir su misión.
El Socialismo lucha por la desaparición del salario [7]. Ciertamente, nuestra teoría es adecuada a la idea de justicia, como la engendran en nuestro estado económico los intereses humanos que hay que satisfacer igualmente; pero no porque sea justa es por lo que tratamos de ponerla en práctica, pues sabemos, en efecto, que las más generosas reivindicaciones formuladas por la razón pura no pueden suplir los resultados de la experiencia.
Para que una teoría sea aplicable, por legítima que parezca, es preciso que su fundamento se encuentre en los hechos antes que en el cerebro. Así, los primeros socialistas teóricos no pudieron sacar al Socialismo del dominio de la utopía, en una época en que aún no existían las condiciones económicas que permiten, que imponen su realización. No bastando la experiencia por ellos adquirida a dar una base material a sus intuiciones, a pesar de su genio, de sus aspiraciones filantrópicas, de sus justas recriminaciones, de los agudos sufrimientos a que querían poner remedio, no podían hacer el Socialismo practicable. Si lo es en la actualidad, es porque la solución comunista, adecuada a la manera de ser de las fuerzas productivas, no es otra cosa que el término natural de la fase social por que atravesamos.
Apoyada en la insuficiencia de la producción, la división en clases no tiene ya razón de ser. La industria mecánica ha desarrollado prodigiosamente la potencia productiva del hombre, disminuyendo así el tiempo de trabajo necesario para la satisfacción de las necesidades generales. Por primera vez se presenta la posibilidad de procurar a cada uno, mediante un corto tiempo de trabajo, grandes facilidades de existencia material, que irán aumentándose. La esclavitud de unos ha sido la condición del bienestar de otros; con las máquinas, esclavos de hierro, el bienestar de todos es posible.
Quien dice maquinismo, quien dice vapor, dice necesariamente concentración económica, y el colectivismo no es más que el complemento de esta concentración, que procede, no de nuestra imaginación, sino del estado de las cosas.
Es verdad que desde el punto de vista agrícola, la concentración está poco adelantada en nuestro país; que nuestro suelo está dividido, y nuestro régimen de pequeños propietarios labradores [8] impide la división del trabajo, el maquinismo, la explotación metódica; pero este régimen contiene los elementos de una disolución más próxima de lo que se cree.
El labrador[9] no puede contentarse con producir sólo para su uso personal; a fin de comprar lo poco que necesita, de pagar los impuestos y los intereses de sus deudas, tiene que producir para cambiar, es decir, entrar en competencia con los demás productores. Dada esta situación, que la concentración se efectúe en cualquiera parte y los pequeños propietarios sentirán sus efectos.
Ahora bien; la competencia americana, todavía en sus comienzos, trae a nuestros mercados productos a más bajo precio que los de nuestros agricultores. Para luchar contra los productos americanos es preciso disminuir rápidamente los gastos de producción y recurrir a la maquinaria, incompatible con la pequeña propiedad y con el cultivo en corta escala. Sin embargo, si no se modifican los métodos de producción, la lucha será bien pronto imposible; nuestros propietarios se hallan reducidos a buscar los mejores medios de salvarse de la ruina.
Notaremos de paso que esta pequeña propiedad rural, tan ensalzada y tan poco remuneradora, es una de las principales causas, por la esterilidad premeditada de gentes que no quieren que su pequeño patrimonio se desmorone, del estancamiento de la población en Francia; en los departamentos en que la tierra está más dividida, en que los pequeños propietarios son más numerosos, es donde hay menos nacimientos.
La pequeña propiedad rural está condenada a desaparecer; pero su fin irremediable será tanto menos ruinoso para los interesados directamente y para la nación, cuanto más pronto se prevea lo que no puede evitarse.
Desde el punto de vista comercial, la concentración ha comenzado y está en buen camino; las ventajas que de ella resultan en el concepto de la variedad y de la baratura, aseguran al comercio en grande escala una rápida extensión.
Desde el punto de vista industrial, que afecta especialmente a la clase obrera, la concentración está en gran parte realizada. La propiedad industrial reviste cada vez más la forma societaria y anónima. Toda idea de volver a la forma individual primitiva es quimérica, dado el desarrollo de la producción.
Desde el punto de vista financiero, la concentración está hecha, y el crédito es el motor más poderoso de la centralización económica; la alta banca es la que rige la producción y el cambio, atrayendo el dinero de los pequeños capitalistas y aglomerando los capitales, que maneja como soberana; ella es quien preside a la política interior y exterior, a los diversos movimientos de la sociedad moderna.
Desde todos los puntos de vista, la gran apropiación colectiva sucede progresivamente a la pequeña apropiación privada. Los puentes, los canales, que antes eran propiedad individual, son hoy casi sin excepción propiedad nacional o colectiva. Propiedad nacional son asimismo los correos y telégrafos; nacionalizados están en parte los ferrocarriles.
No porque esto sea un argumento que prueba que la evolución económica tiende en todos sentidos a la centralización de las fuerzas productivas, ha de deducirse, a imitación de los partidarios del socialismo o del comunismo por el Estado, que esta centralización tiende a la forma especial de centralización representada por el servicio público.
El fenómeno importante, incontestable, es que la centralización económica se efectúa; ahora bien, que ésta se efectúe en manos de las individualidades de la clase dominante [10] o entre las del Estado, al mando de esta clase, para el resultado final es indiferente: en sí misma, la absorción por el Estado de las empresas particulares no haría dar un paso a la solución de la cuestión social.
No es necesario reflexionar mucho tiempo para cerciorarse de que la mayor parte de los ramos de producción, si bien tienden a centralizarse, de ningún modo tienden a constituirse en servicios públicos. Desde el instante en que esta forma especial de centralización no resulta de la naturaleza de las cosas, se hace preciso examinar si deberíamos favorecerla cuando llegara el caso.
El Estado no es, como dice cierto burgués que ha entrado en el Partido Socialista, como el gusano en la fruta, para contentar sus miserables apetitos desorganizándolo, «el conjunto de los servicios públicos ya constituidos,» es decir, una cosa que no tiene necesidad sino de correcciones y adiciones.
No se trata de perfeccionar, sino de suprimir el Estado, que no es más que la organización de la clase explotadora para garantizar su explotación y mantener en la sumisión a sus explotados. Luego es mal sistema para destruir una cosa comenzar por fortificarla. Y se aumentaría la fuerza de resistencia del Estado favoreciendo su monopolio de los medios de producción, es decir, de dominio. ¿No vemos a los obreros de las industrias del Estado sometidos, comparativamente con los demás, a un yugo más difícil de sacudir?
Mientras que, de esta suerte, sería perjudicial a los obreros, la transformación en servicios públicos, por las compras a que daría lugar, sería una nueva fuente de especulaciones financieras y beneficiaría a los capitalistas.
Por otra parte, esta transformación no facilitaría en nada la obra del Socialismo. No será más difícil apoderarse del Banco de Francia o de los ferrocarriles que de los correos y telégrafos; la toma de posesión de los grandes organismos de producción pertenecientes a las Sociedades capitalistas, será tan cómoda como si perteneciesen al Estado.
La centralización económica se verifica: tal es el hecho. En todas partes la pequeña propiedad de uno solo va cediendo el puesto a la gran propiedad de varios. La comunidad de las cosas y de los hombres es cada vez más general.
¿Acaso no es una aplicación diaria del régimen comunista la organización del trabajo en los talleres importantes y en las fábricas?
Al mismo tiempo que la aglomeración de productores regularmente organizados ha coincidido con la comunidad de las cosas, las capacidades directrices y administrativas que reclama toda producción en grande escala, se han constituido fuera de la minoría privilegiada. A medida que el instrumento de trabajo alcanzaba las proporciones gigantescas que hoy tiene, escapaba a la intervención y al impulso de su poseedor, que gradualmente iba dejando en manos de gerentes o empleados la vigilancia y la administración de aquél.
Antes, el éxito de su pequeña industria dependía de la actividad del patrono, de su inteligencia, de su economía; éxito que estaba íntimamente ligado con la persona del dueño, quien desempeñaba de este modo una función social.
Hoy, destronado el patronato individual por la forma societaria, el poseedor del capital no se ocupa más que de percibir, o, más bien, de comerse sus ganancias, sin necesidad de conocimientos especiales. ¿Qué papel desempeña el accionista, el propietario actual? Que sea idiota o derrochador, que muera o que se arruine, ¿qué importa para la prosperidad de la empresa de la cual monopoliza, en forma de acciones, una parte más o menos considerable de propiedad?
Los que hoy desempeñan las antiguas funciones del propietario, donde la forma colectiva de la propiedad ha sucedido a la individual, son asalariados; ingenieros o administradores más o menos retribuidos, pero al fin asalariados. Independientemente del feudalismo capitalista se ha formado el personal inteligente, dotado de la aptitud necesaria para poner en actividad las fuerzas productivas. Por consecuencia, la supresión de los accionistas, es decir, del propietario convertido en rueda inútil, no ocasionaría el menor desorden en la producción.
Como el capitalista no interviene en el acto de la producción más que para apropiarse el beneficio obtenido, sólo ve en aquélla la ganancia que ha de percibir, y por eso la empresa no tiene para él más que un fin, un objeto: la realización del mayor beneficio posible.
Para conseguir esto, en primer lugar extenúa, agota al productor y después altera el producto. Los productos no tienen de tales más que la apariencia; en todo y en todas partes la falsificación es la regla establecida. Poco importa que economías sórdidas produzcan la degeneración de la raza por la caquexia [11] del productor; el envenenamiento del consumidor por la adulteración de los alimentos; la muerte o la mutilación por accidentes en las vías férreas, etc.: lo principal es llenar la caja. El reinado grosero de la burguesía ha hecho descaradamente de todo cuestión de dinero, artículo de comercio, y de éste una estafa legalizada.
Por otra parte, como mientras más se vende más se gana, cada empresa o sociedad piensa en monopolizar todas las ventas para sí propia, y a este efecto produce tanto como puede; y se ve obligada a producir sin cesar por el interés que hay en no dejar descansar un momento los costosos instrumentos de producción. De este modo el mercado se atesta; las mercancías se amontonan, abundantes e invendibles; estallan crisis, que se renuevan periódicamente, y entonces los obreros dejan de trabajar y mueren de hambre porque se les ha obligado a producir demasiados artículos de consumo.
De todo esto se desprende que las exigencias de la producción entrañan una aplicación cada día más amplia de la división del trabajo y del maquinismo; el producto es cada vez menos obra individual; el instrumento de trabajo, colosal, necesita para ponerse en movimiento una colectividad de obreros; el propietario no sólo pierde toda función útil, sino que es perjudicial, siendo, por consecuencia, necesaria su eliminación; las fuerzas productivas caminan fatalmente a la destrucción de los obstáculos que impiden su evolución normal, y que provienen del modo de apropiación.
Lo mismo que sucedió con la revolución del pasado siglo, la preparación preliminar de toda transformación social se efectúa a favor del colectivismo; los elementos materiales e intelectuales de la renovación que perseguimos, engendrados por el medio actual, están suficientemente desarrollados.
Los progresos de la industria mecánica permiten reducir considerablemente el tiempo de trabajo indispensable para la producción, aumentando ésta en proporciones enormes ; el modo de apropiación concluye por ajustarse al modo de producción; mas como éste es colectivo, la apropiación estrictamente individual va sin cesar disminuyendo; la organización del trabajo correspondiente a este estado de cosas ha eliminado la casta propietaria, independientemente de la cual se reclutan las capacidades directrices; la posesión por la burguesía ha traído como consecuencia el más funesto derroche de productores, de medios de producción y de productos.
Tales son los hechos ya determinados por la fuerza de los sucesos, hechos que conducen a una organización económica en que la producción, socialmente reglamentada, lo estará en vista de las necesidades de una sociedad que sólo considerará los productos con relación a su utilidad respectiva; en que al gobierno desordenado de los hombres reemplazará la administración consciente de las cosas sometidas al poder del hombre, en vez de pesar tiránicamente sobre él; en que, al mismo tiempo que el propietario privado, habrá desaparecido el sistema de trabajar para otros, o sea el salario.
Esta supresión de la propiedad individual y, por tanto, del salario y de toda clase de males que aquélla entraña, no es una fatalidad que la justicia prescribe, sino que la evolución del organismo productor la impone imperiosamente. «El Socialismo —ha escrito Engels— no es más que el reflejo en el pensamiento del conflicto que existe en los hechos entre las fuerzas productivas y la forma de producción.»
Como teoría científicamente deducida, nuestro colectivismo o comunismo se apoya en la observación, comprueba las tendencias y concluye afirmando que los medios de producción, una vez efectuada su evolución actual, sean socializados. Decimos socializados y no comunalizados, como algunos querrían, porque los inconvenientes de la propiedad individual reaparecerían en la propiedad comunal o municipal, y también en la corporativa, principalmente a causa de las particiones desiguales que serían su resultado, de la productividad diferente de los medios de producción, etc. Que la lucha se empeñe entre municipios y municipios, corporaciones y corporaciones, o patronos y patronos, siempre habrá desigualdad entre trabajadores que proporcionan una misma cantidad de trabajo y concurrencia ruinosa; esto sería, aunque bajo otra forma, la continuación de la sociedad presente.
Ateniéndose a los hechos, el Socialismo científico no puede precisar experimentalmente sino el modo de apropiación hacia que caminan las fuerzas productivas, el cual rige el modo de repartición de los productos. Es evidente que una vez socializados los medios de producción, es decir, cuando éstos hayan revestido como apropiación la forma comunista que ya tienen como acción, seguirá como consecuencia una distribución comunista de los productos. Sólo que no se operará con arreglo a la antigua fórmula tan querida de los anarquistas y posibilistas, y que establece que «dando cada uno lo que permitan sus fuerzas, recibirá con arreglo a sus necesidades».
Pero ¿quién mediría las fuerzas de cada uno? Bien fuese el mismo individuo o cualquiera otro, siempre se tocaría en lo arbitrario. Por lo demás, no es nuestra tendencia exigir del hombre el máximum de esfuerzos que es capaz de producir; por el contrario, tratamos de disminuir el esfuerzo humano, de abreviar todo lo posible el tiempo de trabajo a fin de aumentar el consagrado a las distracciones físicas e intelectuales y al placer.
¿Quién sería capaz de medir las necesidades de cada uno? Si el organismo productor es tal que los productos están en cantidad suficiente para que cada uno pueda consumir a su antojo sin limitar el consumo de los demás, ¿por qué no dicen aquéllos, dar a cada uno según su voluntad y no según sus necesidades? Si los productos son insuficientes para satisfacer por completo todas las necesidades de todos, ¿cómo proclamar el derecho de cada uno a consumir proporcionalmente para atender a las necesidades por él mismo apreciadas? No puede negarse que, en esta última hipótesis, se impondría una limitación del consumo individual, basada en las condiciones de existencia material realizadas; y ¿qué limitación concordaría mejor con el nuevo modo económico, que aquella cuya medida fuese, no la productividad individual, que favorecería a los individuos dotados de ventajas naturales, en detrimento de los menos bien dotados, sino el tiempo de trabajo que, igual para todos, garantizaría a todos los trabajadores una posibilidad de consumo igual?
Si el régimen del salario toca ya a su fin, si el período de su duración está destinado a ser mucho más corto que los de la esclavitud y la servidumbre, es porque las condiciones exteriores que, hacen inevitable su eliminación, se han producido más rápidamente. No sorprende este hecho cuando se reflexiona que las combinaciones sociales de la época burguesa, perturbadas a cada instante por modificaciones fundamentales de las fuerzas productivas, distan mucho de tener el carácter eminentemente conservador de los modos de producción que nos han precedido, y son, por consecuencia, más aptos que estos últimos para crear rápidamente una situación revolucionaria.
Un proletariado, conjunto de desdichados sin voluntad de independencia, sin conciencia de la posibilidad de emanciparse, sería incapaz de aprovecharse de esta situación; para obviar este inconveniente se ha formado el Partido Obrero.
En efecto, para una clase que no deberá su manumisión sino a su propio esfuerzo, el primer paso para conseguirla es su formación en partido conscientemente hostil a sus opresores. Organización, independientemente de todos los partidos burgueses, cualquiera que sea la enseña de éstos, de todos los condenados al salario, de todos los que ven su actividad subordinada en su ejercicio a un capital monopolizado por la minoría burguesa; organización de la fuerza interesada en acabar con la sociedad capitalista; separación de clases en todos los terrenos y guerra de clases para llegar a su supresión: tal es la razón de ser del Partido Obrero.
Es necesario que los que emprenden una guerra de clase tengan un mismo grito de combate, una bandera idéntica que simbolice la unión en pro de la idea común; es preciso que tengan además un programa de clase, compendio de reivindicaciones que, siendo colectivas, estén al abrigo de los caprichos individuales. La amplitud que se dejara a cada agrupación de redactar su programa, engendraría programas contradictorios y sería origen de divisiones, dando lugar a todas las intrigas, a todas las bajas especulaciones personales. Fundándose en estas razones, los Congresos obreros nacionales del Havre y de Roanne han dado al Partido su programa único de combate.
El Partido Obrero, constituido y armado, no tiende sólo a reclutar sus defensores entre los proletarios de las ciudades; si éstos son «la fuerza motriz histórica de la sociedad», no por eso excluye a los del campo [12] y a los pequeños burgueses; trata, por el contrario, de hacerles comprender su posición de clase inferior, cuyos intereses son diametralmente opuestos a los de la burguesía capitalista, a los intereses de la clase que vive de la explotación del trabajo ajeno.
Ahora bien; es innegable que el mismo antagonismo que existe entre el proletariado de las ciudades y la burguesía, existe también entre ésta y los campesinos, pequeños propietarios, pequeños tenderos y artesanos o trabajadores independientes.[13] Este antagonismo, que en el primer caso proviene del monopolio ya efectuado de los medios de producción, surge en el segundo de la amenaza de un próximo acaparamiento.
Los comerciantes al por menor y los artesanos que trabajan por su cuenta [14] se consumen en vanos esfuerzos en su lucha con los grandes almacenes y las grandes fábricas, contra las cuales la competencia es cada día más difícil, lo mismo que la de nuestros agricultores contra los productos extranjeros; tratan aquéllos, por tanto, de compensar, mediante la depreciación de la mano de obra, las cargas que sobre ellos pesan. Aunque les animasen las mejores intenciones en favor de sus colaboradores asalariados, la necesidad de vivir los obliga a explotar su trabajo; nuestra organización económica no permite, en efecto, dejar de ser explotador sin convertirse inmediatamente en explotado, aniquilando así la buena voluntad individual.
Aquellos cuya expropiación es inminente deben hacer, pues, causa común con los que ya han sido expropiados. En pleno régimen capitalista, esta expropiación inevitable los dejaría sin recursos, mientras que en el régimen comunista continuarán disponiendo libremente de sus medios de trabajo. Si los proletarios combaten para obtener la libre disposición de estos medios, los pequeños burgueses tienen que combatir para conservarla. De parte de los primeros, esta es una guerra ofensiva; de parte de los segundos debe ser una guerra defensiva, pero siempre contra el mismo adversario, que ha encerrado a unos en el infierno del proletariado y que poco a poco arroja en él a los otros.
Nosotros predicamos esta guerra franca y consciente de clases, conforme a las enseñanzas suministradas por el estudio del modo de evolución de la humanidad.
La lucha por la existencia aparece en la sociedad humana bajo la forma de guerra de clases entre sí y guerra de individuos entre ellos mismos en el seno de la clase dominante, guerras suscitadas por los intereses materiales. La guerra de las clases creadas por las relaciones económicas de las diversas épocas, es la que domina todo el movimiento histórico y explica las diferentes fases de la civilización. Guerra de clases, y nada más, era lo que se escondía bajo el sentimentalismo hueco, las fórmulas pomposas, las majestuosas apariencias y los inmortales principios de los constituyentes y de los convencionales. Así, pues, nosotros, al predicarla, lejos de desconocer la historia, somos fieles a sus lecciones.
Se ha tratado de legitimar científicamente la existencia de las clases y de justificar las desigualdades sociales, basándose en la teoría de Darwin, en la selección natural que resulta de la concurrencia vital, del combate por la vida.
El cómo esta manera de ser de la materia que se llama la vida ha pasado de la humilde célula a las formas complicadas de los organismos superiores; a qué causa mecánica debe atribuirse la transformación gradual de los organismos y su desarrollo progresivo, esto es lo que ha investigado el ilustre naturalista; la teoría darwinista es la indicación de un procedimiento de constitución de las especies. Pero al lado de la selección natural, y más eficaces o más generales que ella, pueden existir otras causas de la producción de las especies, algunas de cuyas causas se empiezan ya a vislumbrar, pudiendo haber otras que aún no se hayan descubierto.
En todo caso, lejos de ser un manantial constante de progreso, la competencia vital es, particularmente cuando se ejerce entre los hombres, causa de extenuación.
Lo que es preciso que haya entre los hombres es la acción común, la solidaridad en la lucha contra el resto de la naturaleza, debiendo ser ésta tanto más fecunda cuanto que todos los esfuerzos se concentren en este punto, no desperdiciándose una parte de actividad en una lucha intestina.
Admitiendo que la lucha entre organismos semejantes se impone a los animales distintos del hombre, se encuentra la razón de esta lucha en el hecho de que, consumiendo el animal sin producir, la parte consumida por los unos puede reducir la posibilidad de consumo de los otros; mientras que el hombre, capaz de producir y produciendo más de lo que consume, puede vivir y desarrollarse sin limitar por esto el consumo de sus semejantes.
Por otra parte, el trabajo humano es tanto más productivo, cuanto que está basado en una combinación más lata de trabajadores que funcionan juntos con un mismo objeto; la utilidad de semejante modo de ejecución del trabajo tiende a excluir la lucha y la división entre los hombres.
Además, la lucha entre los hombres civilizados, la guerra, implica, no la supresión, sino la permanencia de los más débiles; pues los más robustos, los más fuertes, son arrebatados por el servicio militar.
La selección sexual, favorable entre los animales a los más bellos, a los más vigorosos o a los más inteligentes, produce en el hombre un efecto contrario: hombres y mujeres son generalmente atraídos sólo por la riqueza, yendo ésta unida con frecuencia a la inferioridad intelectual y física.
Finalmente, si es cierto que el progreso nace a veces de la lucha por la existencia, es porque al oponer los seres en lucha sus cualidades intrínsecas, la victoria pertenece incontestablemente al que es superior. Los que en las sociedades humanas combaten por la vida, se hallan en condiciones de desigualdad extrañas a su naturaleza, pues unos reciben la instrucción de que los demás están privados, y se aprovechan de los capitales de que éstos se hallan desprovistos. Desde este momento, el resultado de la lucha no indica cuál sea realmente el mejor, sino el que está socialmente mejor armado.
Y no sólo, dentro de nuestra civilización, el hombre, reducido a sus fuerzas orgánicas casi incultas, el hombre sin armas tiene en la vida por adversario al hombre completamente armado, que ha tenido medios de desarrollarse y los tiene de obrar, sino que ni aun le es permitido a este paria usar de las solas fuerzas de que dispone, sus fuerzas naturales, más que en los límites estrechos en que le encierra una legislación destinada únicamente a proteger a los fuertes contra los débiles. No contenta con no armar a sus adversarios y colocarlos en condiciones de desigualdad artificial, la ley burguesa los agarrota y los arroja así maniatados en el combate de la vida.
Desde hace tiempo la lucha ha perdido su carácter individual al pasar de las sociedades animales a las sociedades humanas. Los animales luchan con sus armas naturales incorporadas a su organismo, mientras que el hombre lucha con armas artificialmente unidas a su ser; y sucede precisamente que los poseedores de estas armas no son, sino excepcionalmente, creadores de ellas. A consecuencia de esta particularidad, la lucha toma en las sociedades humanas el carácter de lucha de clases, lucha que, lejos de consolidarla, la evolución humana trata de eliminar con la contradicción que le sirve de base.
Para ofrecer un derivativo a las pasiones populares amenazadoras, los Napoleón III, los Bismarck y los Alejandro de Rusia, han imaginado sustituir con las guerras de razas las luchas nacionales interiores. Estos pasatiempos, que pueden tener para sus autores una utilidad momentánea, serán en lo sucesivo impotentes para resucitar el patriotismo, para dar el extranjero como alimento a los odios intestinos desviados de su objeto.
El capital no tiene patria, va adonde encuentra buenas colocaciones. Si la explotación burguesa se ha convertido necesariamente, por el hecho del desarrollo económico, en explotación internacional; si no conoce razas ni fronteras, ejerciéndose indiferentemente donde quiera que hay que robar, al mismo tiempo que la intervención gubernamental se declara en su favor, enfrente del cosmopolitismo financiero, de la Internacional amarilla, el internacionalismo obrero se levanta, correspondiendo al verdadero antagonismo de los intereses que están en juego.
Hoy las fuerzas económicas, al encontrarse, acentúan, sin distinción de fronteras, la separación de la sociedad en dos clases, obligando a los unos, que son la mayoría, cada día más numerosa, a vender su facultad de trabajo para vivir, y permitiendo a los otros, la minoría, cada vez más reducida, que la compre para enriquecerse. En efecto, lo que obliga a la clase obrera a vender su facultad de trabajo, es que le falta la posibilidad directa de ponerla en actividad, es decir, los medios de trabajo. Mientras más veces la vende, más enriquece a los capitalistas y, por consiguiente, les proporciona más medios de monopolizar los instrumentos de trabajo que, faltándole a ella siempre, perpetúan su vasallaje.
La clase media, guiada por sus instintos conservadores, pero poco perspicaces, se interponía entre la clase capitalista y el proletariado, en beneficio de la primera; mas ya tiende a desaparecer, porque la centralización económica aumenta a expensas suyas por la absorción constante de los medios de producción pertenecientes a los pequeños detentadores, que se hallan en la imposibilidad de sostener la competencia con los grandes capitales.
La distinción de clases que existe y la lucha que de ella se origina, no desaparecerán más que con la supresión de las desigualdades artificiales y mediante el reconocimiento de la igualdad social de todos ante los medios de desarrollo y de acción de las facultades musculares y cerebrales.
La igualdad ante los medios de acción será la consecuencia de la socialización de las fuerzas productivas que prepara, como ya hemos visto, la centralización económica actual.
La igualdad ante los medios de desarrollo resultará de la admisión de todos —no diré, empleando la fórmula usada, la cual, no pudiendo tomarse al pie de la letra, es mala, a la instrucción integral,— sino a la instrucción científica y tecnológica, general y profesional.
Lo que es necesario procurar a todos, y reclama el sistema moderno de producción, es una instrucción que, por medio de nociones universales, permita a los individuos emprenderlo todo, conocer las relaciones generales que provienen de los resultados empíricos de las ciencias particulares, haciéndoles, no obstante, adquirir conocimientos especiales en armonía con sus aptitudes e inclinaciones, en una palabra, una instrucción que adapte al trabajador a las múltiples exigencias del trabajo.
Sólo con esta igualdad ante los medios de desarrollo y de acción, cuya garantía social, asegurada a todo ser humano sin distinción de sexo, está conforme con las varias necesidades de la producción moderna, podrá efectuarse la emancipación de la mujer, así como la del hombre.
La mujer es hoy casi exclusivamente un animal de lujo o una bestia de carga. Mantenida por el hombre cuando no trabaja, está aún obligada a serlo aun cuando se mate trabajando.
En cantidad y calidad iguales, el trabajo de la mujer está menos retribuido que el del hombre. Pero esté o no bajo la dependencia patronal, no escapa a la dependencia masculina, y de todos modos se ve obligada a buscar en su sexo, transformado de una manera más o menos aparente en mercancía, un suplemento a sus recursos, insuficientes.
Si durante mucho tiempo ha permanecido por su misma naturaleza colocada en una situación inferior, a la hora presente existen ya las condiciones que le abren los diversos géneros de actividad. El desarrollo de la industria mecánica ha ensanchado la esfera estrecha en que la mujer estaba confinada; la ha libertado de las antiguas funciones domésticas y, al suprimir el esfuerzo muscular, la ha hecho apta para las faenas industriales. Así, pues, arrancada al hogar doméstico y arrojada en la fábrica, puesta al nivel del hombre ante la producción, sólo le falta emanciparse como obrera, para igualarse socialmente con aquél y para ser dueña de sí misma.
No siendo su inferioridad legal otra cosa que el reflejo de la servidumbre económica particular de que es víctima, su igualdad civil y política no se podrá buscar eficazmente si no se logra la emancipación económica, a la cual, lo mismo para ella que para el hombre, se halla subordinada la desaparición de todas las servidumbres.
Porque el socialismo habla de igualdad, y sin cuidarse de examinar qué se entiende por ésta, se le acusa de soñar con una nivelación tan quimérica como universal y de tender a una medianía uniforme.
De lo que precede resulta que el socialismo quiere la igualdad ante los medios de desarrollo y de acción, es decir, la igualdad del punto de partida. Mas esta igualdad no implica, en ningún caso, ni la igualdad de movimientos, ni la igualdad en el punto de llegada. Al asegurar a todos los organismos humanos una parte igual de las posibilidades de educación y de ejercicio, lejos de realizar la uniformidad, el socialismo hará brotar y acentuará las desigualdades naturales, musculares o cerebrales. Aun cuando fuera posible, el socialismo científico se guardaría muy bien de borrar esas diferencias, pues no ignora que semejante heterogeneidad es una de las condiciones esenciales del perfeccionamiento de la especie.
Mientras no se establezca la igualdad social ante los medios de desarrollo y de acción, la cual se deduce de las tendencias íntimas de la producción moderna, el proclamar el derecho del hombre a ser libre equivaldría a conceder generosamente a un paralítico el permiso de andar. Sólo mediante esta igualdad, llegará a ser un hecho la libertad, que es el juego de todos los organismos humanos según su voluntad consciente.
El socialismo quiere la libertad completa del hombre, sin que esto se interprete torcidamente, pues no hay palabra más elástica que la de libertad; es un pabellón que cubre todo género de mercancías.
Los campeones del más radical de los liberalismos, so pretexto de libertad de cultos, tolerarían bajo cualquier régimen las prácticas religiosas, es decir, el peligro seguro del estupro intelectual de los niños, poniéndolos así, gracias a su deformado cerebro, en la imposibilidad moral de ejercer conscientemente su facultad de iniciativa.
Otros hay que defienden una libertad especial del padre de familia, la que no suele ser otra cosa que un atentado legitimado contra el niño, que no puede llegar a ser por este motivo lo que su naturaleza le exige.
En nombre de la libertad del trabajo, se otorga al capitalista la libertad de explotar a su antojo al trabajador, y a éste la obligación de someterse.
Esas libertades, tan pródigamente concedidas a algunos, tienen el mismo fundamento que tendría la libertad del guarda-aguja [15] de manejar las agujas y hacer los cambios de vía a medida de su capricho.
La libertad es para cada uno, no el derecho, que nada significa, sino el poder moral y material de satisfacer sus necesidades naturales o adquiridas. Derivada de la igualdad ante los medios de desarrollo y de aplicación de las facultades orgánicas, o en otros términos, de la universalización de la instrucción y de la socialización de las fuerzas productivas, la libertad implica la acción común, la solidaridad.
El hombre aislado no reconocería otros límites a su acción que los de su propia fuerza, y su acción se vería, desde luego, singularmente limitada. Por esta razón, y a impulsos del interés personal, la acción común reemplaza cada día en mayor escala a la acción puramente personal. El hombre es para el hombre un auxiliar necesario; la comunidad de acción, que tiende por medio de funciones diferentes, pero respectivamente indispensables, a la realización de un fin común, el bienestar, debe completarse evidentemente con la comunidad de ventajas.
La solidaridad, que ha sido sucesivamente familiar, comunal, nacional, tiende a ser internacional. Desde este momento, la facultad que posee el hombre de obrar solo, de ser en absoluto independiente de la acción de los demás, en una palabra, la autonomía tan obstinadamente glorificada, si no fuera irrealizable, merced a la evolución económica que domina todas las relaciones humanas, sería un retroceso, una disminución de fuerza, es decir, de libertad, para el individuo, en lugar de ser un acrecentamiento.
Siendo la libertad tanto mayor cuanto menos subordinada está en su ejercicio a circunstancias extrañas a la voluntad, y siendo tanto más fáciles de vencer los obstáculos contra los que tropieza la voluntad cuanto menos diseminadas se hallen las fuerzas que los combaten, la centralización, merced a la cual se puede conseguir el máximum de resultados con el mínimum de esfuerzos, se impone como garantía de expansión para la libertad individual.
Por otra parte, la actividad corporal e intelectual sólo fuera del taller podrá revestir el carácter de libertad, que es su atractivo. En efecto, una organización mecánica no permite el desarrollo espontáneo de las facultades humanas; el hombre no es en tal caso sino un engranaje del maquinismo, reducido a adaptarse a los movimientos automáticos del conjunto. Cuanto más se perfeccione y universalice la máquina, menos trabajo tendrá que ejecutar el hombre; pero menos también el trabajo, tomado en conjunto, será resultado de la libre iniciativa humana, convirtiéndose en tarea enojosa para un gran número de trabajadores. Con la corta duración del trabajo, la diversidad sana en el aburrimiento inevitable será lo que pueda realizarse fácilmente.
Habrá, pues, dirán algunos, obligación de trabajar.
La libertad será en materia de trabajo todo cuanto ésta pueda ser en cualquier otra materia, es decir, el ejercicio de la actividad humana no embargado socialmente y limitado sólo por las fatalidades orgánicas exteriores. Supongamos que se permitiera a todo el mundo ir desnudo; las gentes, dada la temperatura de nuestros inviernos, continuarían vistiéndose, no obligadas por voluntad ajena, sino por una necesidad inherente a su organismo. Es libre el hombre cuya voluntad no se halla determinada sino por móviles nacidos de sí propio, los cuales puede acomodar a su antojo a las condiciones necesarias de su vida: era, pues, libre el hombre cuya voluntad de trabajar provenga sólo, así como su voluntad de comer, de las necesidades personales que tenga que satisfacer, y sólo trabaje en lo que le convenga, sabiendo que trabaja exclusivamente para sí propio y teniendo conciencia de que trabaja por su sola voluntad.
No será probablemente por distraerse por lo que se trabajará, dada la manera de ser del trabajo, aunque éste se mejorará cuanto sea posible; el único móvil para ello será el interés, que es el punto de partida real de todos los actos del hombre y el que rige todas las relaciones del individuo con el medio ambiente.
Asimismo, excitando el interés, se conseguirá la ejecución de las labores particularmente peligrosas o repugnantes, gracias a una elevación en el precio de la hora de trabajo. Por ejemplo, se establecerá que cuatro horas dedicadas a una de estas especialidades ingratas equivalen a seis o siete de trabajo simple. Por lo demás, no habrá en esto determinación arbitraria; la diferencia que exista, para una misma ganancia, entre el tiempo empleado en obras ordinarias y el empleado en obras o labores penosas, variará según la oferta y la demanda de estas últimas obras. No se condenará a una categoría de trabajadores a ejecutarlas exclusivamente. En esta materia nadie tendrá obligación directa emanada de una ley especial, ni obligación indirecta a consecuencia de la imposibilidad de no poder subsistir haciendo otra cosa. Los que ejecuten dichas obras serán absolutamente libres de dedicarse a otra ocupación. De ninguna manera se especulará como hoy con su miseria, sino con el deseo natural en algunos, ya de una ganancia mayor en un mismo tiempo de trabajo, o bien de un descanso más prolongado por la misma ganancia. Sentemos además que el espíritu de abnegación innato en el hombre lo mismo que en el perro, por ejemplo, podrá entonces ejercitarse, y se ejercitará tanto más cuanto el entusiasmo y la emulación, no practicados hoy por los que saben que trabajan para otros, llegarán al fin a su apogeo.
Una vez en estas condiciones, y no trabajando ya el hombre obligado por una fuerza extraña a su organismo, el trabajo, según la ingeniosa expresión de uno de los más eruditos pensadores socialistas, Pablo Lafargue, será para todos tan sólo «el condimento de los placeres de la pereza». Ya en posesión de su individualidad, anulada por la tarea mecánica, que los progresos de la maquinaria abreviarán y aligerarán cada vez más, podrá el hombre, terminado su trabajo, disfrutar ampliamente los goces físicos resultantes del completo ejercicio de sus órganos, así como de los placeres intelectuales que procura el cultivo de la ciencia y del arte. El placer, objeto final de todo organismo viviente, se realizará entonces para cada uno con arreglo a su naturaleza.
Pero esta libertad se encuentra subordinada a la socialización de los medios de producción; la colectividad no podrá disfrutar de ellos mientras no posea los medios económicos de aprovecharlos. Ahora bien, ¿los detentadores privilegiados de estos medios, condición sine qua non de la libertad, los abandonarán desde el instante en que ellos a su vez sean libres de no abandonarlos?
Hallándose unida a la posibilidad de tener cada cual a su disposición el instrumento y la materia de trabajo, la libertad no surgirá sino de una presión ejercida sobre sus propietarios actuales, sobre los que son demasiado libres mientras que la mayoría trabajadora no lo es nada.
Nosotros somos revolucionarios porque sabemos por la experiencia de toda la historia que las clases dominantes sólo se suicidan —si acaso se suicidan— cuando echan de ver que se las va a matar, sabiendo también que, lógica y cronológicamente, la noche del 4 de agosto viene después de las jornadas del 14 de julio.
Somos partidarios de recurrir a la fuerza para alcanzar la libertad, del mismo modo que en ciertos casos patológicos hay que recurrir a la camisa de fuerza para conseguir la curación; una vez ésta conseguida y recuperada completamente la salud, se goza de libertad completa en los movimientos, pero mientras dura la enfermedad se prohíbe mover aquella parte del cuerpo cuyos movimientos comprometerían la salud en general. Si es ser autoritario el negar la libertad, durante el período de tratamiento que exija la modificación del orden social, a aquellos cuya acción podría poner en peligro nuestra reorganización, nosotros somos autoritarios. Queremos proceder autoritariamente contra la clase enemiga, y queremos suprimir las libertades capitalistas, que impiden la expansión de las libertades obreras.
Expliquemos esto, a fin de que los jesuitas rojos o tricolores no deformen nuestro pensamiento: la autoridad que nosotros proclamamos útil no es en modo alguno la autoridad cesárea de las individualidades, cualesquiera que éstas sean, sobre la masa, sino al contrario, proclamamos la autoridad de la masa sobre las individualidades que ella emplea, la acción directa de los interesados, la autoridad del Proletariado y no sobre el Proletariado. Esta autoridad resultante del conjunto de los interesados en ser libres no será opresiva para ellos, a menos de admitir la opresión de las gentes por ellas mismas. La dictadura de clase deberá reinar hasta el día en que la libertad, posible para todos, pueda, sin inconvenientes para nadie, ser ejercida por todos.
El recurso a la fuerza, a la revolución, por la clase que, si ha de ser libre, necesita conquistar los medios de serlo, no será otra cosa que la fuerza empleada a su vez por los explotados contra los explotadores.
La minoría poseedora ha colocado sus monopolios bajo la protección de una fuerza capaz de refrenar las tentativas de rebelión de la mayoría desheredada; en la existencia de clases antagónicas se halla la razón de ser de los ejércitos permanentes, que representan la permanencia de la fuerza necesaria para la defensa de la clase privilegiada —en Bélgica, por ejemplo, existe un ejército permanente, por más que las Potencias europeas hayan establecido su neutralidad— los cuales no desaparecerán sino con su causa.
Si el ejército permanente es, en toda su brutalidad, la organización de la fuerza, a la que no vacilan jamás en dirigirse los apoderados de la clase propietaria en peligro, la legalidad es tan sólo la fuerza sistemática coordinada en sentencias. Entre el empleo de la fuerza bruta y el de la fuerza metódica no media más que una simple cuestión de forma, el resultado es el mismo. Que a uno le golpeen bárbaramente o con todas las reglas del pugilato, no por eso quedará menos maltratado. La ley no es otra cosa que la consagración de la fuerza encargada de mantener intactos los privilegios de la clase poseedora y gobernante; y sólo oponiendo victoriosamente la fuerza a la fuerza, y, por consecuencia, destruyendo violentamente esa forma de la fuerza que es la legalidad, puede llegar a su emancipación una clase inferior.
Si nuestro fin, la socialización de las fuerzas productivas, es una necesidad económica, nuestro auxiliar, la fuerza, es una necesidad histórica.
Todos los progresos humanos, todas las transformaciones sociales y políticas de nuestra especie han sido obra de la fuerza. Examinando la historia moderna de nuestro país se ve que la abolición de la monarquía de derecho divino y del orden feudal se deben a la revolución de 1789; que la desaparición de una religión del Estado resultó de la revolución de 1830; que el establecimiento del sufragio universal se debe a la revolución de 1848, y la proclamación de la República a la revolución de 1870.
También ha habido un derecho, más aún, un deber de insurrección inscrito en el evangelio burgués, en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. De este derecho, del que ella hacía un deber para la masa a su servicio, la burguesía ha usado ampliamente, y se ha emancipado por medio de la insurrección, y merced a la insurrección ha llegado gradualmente a la omnipotencia. Desde el momento que ha alcanzado su máximum de dominación, este derecho, este deber no existe ya, y la burguesía condena, ahora que se emplea en contra suya, esta misma fuerza que ella ha utilizado en provecho propio: el derecho a la insurrección debe abolirse puesto que ella no lo necesita. Por esta razón trata de convencer al Proletariado de la ineficacia del método revolucionario. ¿Qué le ofrece en cambio?
El argumento favorito de nuestros reformistas platónicos consiste en asegurar que es preciso ante todo modificar las ideas y los sentimientos de la nación. «Instruir al pueblo — exclaman:— esta es la clave de la cuestión social; en los ánimos [16] es donde debe efectuarse la revolución».
La instrucción es incapaz de atenuar en lo más mínimo la explotación de la clase trabajadora. Por grandes que fuesen los progresos de su educación, la mayoría no poseedora, obligada a vender, para poder subsistir, su fuerza muscular o cerebral, no por eso dejaría de estar bajo la dependencia de la minoría poseedora. La universalización de la instrucción sin la universalización de la propiedad no cambiaría en nada la situación material en que se encuentra hoy el asalariado, pues no porque fuese más instruido tendría medios de trabajo en proporción mayor, ni dejaría de ser siempre desposeído. Si nos vemos obligados a declarar que la instrucción no aliviaría ni aun levemente la suerte del Proletariado, no por eso hacemos caso omiso de ella. Reconocemos en alto grado su utilidad puesto que, difundida por la masa, ejercerá provechosa influencia desde el punto de vista revolucionario. Cuanto más instruida esté la masa, más pronto se dará cuenta de su posición de explotada, y menos dispuesta se encontrará a sufrir en silencio; todo asalariado instruido se halla próximo a sublevarse.
Pero si la educación de la clase obrera puede impelerla a emplear la fuerza para apresurar la solución necesaria, es incapaz de suplir a ésta.
En cuanto a la idea de modificar directamente el estado mental de la nación considerada en conjunto, es una utopía. Determinando el medio económico, juntamente con las condiciones de existencia, las ideas del hombre, para cambiar éstas en todos sería preciso comenzar modificando los fenómenos exteriores de que aquéllas no son más que la representación cerebral. La única transformación que hay que proponerse es la transformación del régimen de la propiedad, cualquiera que sea el punto de vista desde que se considere la cuestión, religioso, moral, político o económico.
Desde el punto de vista religioso, hay simplemente proyección de fenómenos naturales fuera y por encima del mundo real. Subyugado por fuerzas exteriores, los hombres han encarnado personajes místicos en estas fuerzas. Hoy día las fuerzas naturales, dominadas casi por el hombre, que cada vez se da cuenta más exacta de sus efectos y las refiere a sus verdaderas causas, no dan ya motivo a personificación, a divinización.
Sólo las fuerzas sociales, juntamente con las de la Naturaleza, pesan sobre la existencia del hombre, dominándola cada día de una manera más preponderante. Para buscar hoy el origen de las ideas religiosas, hay que remontarse al origen no explicado de los dolores sufridos y a su apariencia inevitable metamorfoseada en institución sobrenatural. Mientras la masa sea juguete del modo de producción, las miserias que el régimen capitalista engendra y aquélla sufre, conservarán a sus ojos un carácter sobrehumano, y, por tanto, persistirá ese terror de lo desconocido que la abruma, es decir, el sentimiento religioso.
La religión no es otra cosa que el reflejo de las fuerzas sociales en la mente, las últimas fuerzas externas cuya manera de ser hace creer al hombre que dimanan de una fuerza superior. La emancipación del pensamiento está, pues, unida a la emancipación del trabajo, de la vida práctica. El déspota terrestre, el capitalista, arrastrará en su caída al fantasma celeste; rigiendo el hombre la producción en lugar de ser regido por ella; encontrando al fin el bienestar sobre la tierra; teniendo noción clara y precisa de su situación en el universo en general y en la sociedad en particular, desaparecerá universalmente la necesidad de ese género de esperanzas y consuelos, que son consecuencia de la tiranía hoy misteriosa para las masas, así como la creencia en un ser supremo, dispensador soberano de los goces y de los sufrimientos.
Nuestros fogosos anticatólicos [17], ridículos aficionados a bautismos civiles y otros ritos, que imaginan desprender la sociedad civil de toda ligadura mística y mistificadora porque comen carne el viernes santo, hacen del librepensamiento la condición primera de la regeneración social; y no ven, o no quieren ver, que las religiones no son organismos independientes del medio económico en que se agitan. Los grupos librepensadores, así como las logias masónicas, son excelentes planteles de candidatos, trampolines que el uso ha demostrado ser útiles para saltar en las asambleas electivas, y nada más. No pedirán ni siquiera la supresión del presupuesto de cultos, pues como servicio público o un instrumento de dominación, que viene a ser lo mismo, la religión es un resorte utilísimo para todo gobierno de clase.
Desde el punto de vista moral, y sin tratar de actos reprensibles o criminales, los cuales, cuando no son productos orgánicos de un género particular de la competencia de las casas de salud, provienen de las condiciones sociales nacidas de un orden económico basado en la persecución desenfrenada de los medios de goce sin el esfuerzo correspondiente, consideremos la tacha que la opinión pública arroja sobre la maternidad fuera del matrimonio y sobre el nacimiento ilegítimo. ¿De qué proviene esta tacha?
Las costumbres son las relaciones que los intereses en contacto establecen entre los hombres. Hasta hoy sólo se han presenciado intereses antagónicos, habiéndose sacrificado siempre unos por la prosperidad de otros. Es evidente desde luego que los intereses de los más fuertes han determinado solos el sistema de relaciones entre los hombres e impuesto las apreciaciones relativas a lo que había de considerarse como el bien y a lo que debía ser considerado como el mal. Las costumbres preponderantes de una época son las costumbres de la clase dominante, y la moral vulgar es siempre la que se conforma con sus intereses.
Si no se menospreciase a las jóvenes que tienen un hijo, y si se tratase al hijo natural como hijo legítimo, la libertad de las relaciones sexuales se extendería en detrimento del matrimonio. Y precisamente el matrimonio es el que imprime a la clase poseedora su carácter hereditario y desarrolla sus instintos conservadores.
Así que, según la moral vigente, la honradez para la mujer no casada estriba en la continencia, y cuando «sucumbe», ¡con qué dureza los libertinos le arrojan al rostro el insulto, mofándose de lo que llaman su deshonra! Pocos son los que no siguen la corriente general. Aun entre los escritores que han tratado, pero sin fruto, de idealizarlo, el hecho de entregarse la mujer al que ama y la desea, sin que haya sido previamente firmado, publicado y legalizado, es un acto de los más trágicos.
La utilidad del matrimonio, que es una escritura de propiedad, un contrato mercantil, antes de ser la unión de dos personas, resulta de la estructura económica de una sociedad basada en la apropiación individual. Al ofrecer garantías para los hijos legítimos y al asegurarles los capitales paternos, el matrimonio perpetúa la dominación de la casta detentadora de las fuerzas productivas. Y notaremos de paso que, a pesar del divorcio, las consideraciones pecuniarias que presiden a la conclusión del matrimonio y representan el papel más importante mientras dura, mantendrán en pie, salvo raras excepciones, su indisolubilidad. Las susceptibilidades morales cederán ante los intereses materiales y se procurará evitar toda irregularidad en la conducta de ambos a fin de no deshacer un buen negocio.
Transformado el modo de propiedad, y sólo después de esta transformación, perderá el matrimonio su razón de ser, y entonces, sin temor del menosprecio, mujeres y hombres podrán escuchar libremente la voz de su naturaleza, satisfacer sus necesidades amorosas y ejercitar todos los órganos cuyo funcionamiento regular exige la higiene.
Realizada en favor de todos la igualdad de los medios de acción y de desarrollo, y convirtiendo en carga social la manutención de los niños, así como su instrucción, y libres ya de la diferencia de nacimiento, no habrá lugar para la prostitución ni para el matrimonio, que en su conjunto, no es más que la prostitución ante el alcalde.
En efecto, la prostitución consiste en la subordinación de las relaciones sexuales a consideraciones económicas; y de cualquier modo que se la considere, la mujer es hoy la manceba [18] del hombre. Las que no pueden hallar un marido encargado de subvenir a todos los gastos, se alquilan temporalmente para vivir; casadas o no, en general viven del hombre y para el hombre. Las más virtuosas protestas en nada cambiarán esta costumbre, la cual se practicará hasta que la mujer sea emancipada desde el punto de vista económico. No estando entonces dominadas las relaciones sexuales por móviles extraños a su fin natural, serán relaciones esencialmente privadas, y se basarán en lo único que las hace dignas, en el amor, en el deseo mutuo, y serán tan duraderas o tan mudables como el deseo que las provoque.
Desde el punto de vista político, la burguesía halaga a los obreros diciéndoles que si desean reformas son dueños de imponerlas, pues poseen el sufragio universal, que obra en las condiciones que ella se ha servido indicar, y en el momento escogido también por ella. Serían, pues, muy descontentadizos si no aceptasen este arma de papel, con la cual no pueden hacer daño alguno a sus adversarios.
La minoría detentadora de los medios de producción es dueña absoluta de la existencia de una mayoría que no puede satisfacer sus más urgentes necesidades orgánicas sino con auxilio del salario. Para obtener este salario indispensable tiene que doblegarse a la voluntad de los únicos que pueden proporcionárselo, los cuales disponen a su antojo de la vida y de la libertad de todos.
La soberanía sin la propiedad es no tan sólo inútil, sino el más pérfido de los lazos. Antes del establecimiento del sufragio universal, el censo servía de barrera entre poseedores y desposeídos; exentos estos últimos del gobierno y de la propiedad, su organización en clase distinta —que hubiera amenazado las prerrogativas capitalistas el día en que hubiesen tenido conciencia clara de la inferioridad sistemática en que se los mantenía— resultaba del ostracismo legal a que estaban condenados.
De resultas de haber otorgado a todos el derecho de participación intermitente en los negocios públicos, sobrevino una confusión funesta. Los explotados, a quienes hasta entonces se había considerado tan sólo como asalariados, soldados y contribuyentes, fueron víctimas de una ilusión, de que se aprovechó la casta gobernante: soberanos nominalmente, se creyeron los dueños. Con arreglo cada cual a su educación, a sus preocupaciones o a su temperamento, se alistaron en los diferentes partidos burgueses, engrosaron las filas de sus enemigos de clase, y dejaron que tal o cual fracción de la burguesía, con auxilio suyo, se impusiera a las demás.
El obrero no es ya obrero exclusivamente. Creyendo votar por correligionarios políticos, entrega el poder a hombres cuyos intereses económicos se oponen abiertamente a los suyos; en efecto, no puede haber comunidad de intereses entre el que puede explotar a su voluntad y el que se ve obligado a aceptar las condiciones de explotación que se le impongan.
Los que se hallaban bajo la dependencia económica de la clase burguesa se han convertido, merced al sufragio universal, en factores de su propia dominación política. Los gobernantes burgueses, cualquiera que sea el color de su bandera, están todos de acuerdo en oponerse a aquello que signifique algún atentado contra su propiedad y disminuya sus monopolios de casta. Por esto, si la forma gubernamental ha avanzado un paso con el establecimiento de la República, último término de la evolución puramente política, la organización social, causa inevitable de la miseria, no ha variado ni variará en tanto no se modifique la forma de propiedad.
El sufragio universal encubre, en beneficio de la burguesía, la verdadera lucha que debe emprenderse. Se entretiene al pueblo con las insulseces políticas, tratando de interesarle en la modificación de tal o cual rueda de la máquina gubernamental; mas, en realidad, ¿qué importa una modificación, si el objeto de la máquina es siempre el mismo, y lo será mientras haya privilegios económicos que proteger, ni qué importa tampoco a los que ella triturará mientras exista, un cambio de forma en el modo de triturarlos?
El pretender conseguir por medio del sufragio universal una reforma social, y el querer llegar por ese expediente a la destrucción de la tiranía del taller, de la más inicua de las monarquías, de la monarquía patronal, es formarse una idea singularmente falsa del poder del tal sufragio. Los hechos son innegables: examínense los dos países en que el sufragio universal se halla establecido desde hace más tiempo y favorecido su ejercicio por una amplitud de libertad de que todavía no gozamos en Francia.
Cuando Suiza quiso librarse de la invasión clerical, cuando los Estados Unidos quisieron suprimir la esclavitud, no pudieron conseguirse estas dos reformas en ninguno de los dos países en que existía el derecho electoral, sino empleando la fuerza; la guerra del Sonderbund y la guerra separatista son prueba elocuente de ello.
No obstante, como en todo y para todo hay que adaptarse a las condiciones del medio en que se ha de vivir, desde el instante que el sufragio universal existe, es preciso atenerse a él, ajustarse a la situación creada por su establecimiento y tratar de utilizarse lo mejor que se pueda de un estado de cosas que no se ha provocado, pero que no se puede menos de acatar.
El sistema abstencionista no conduciría a nada. Las abstenciones aumentan debido a que, no votando nadie por el simple deseo de ejercer el acto de soberanía que consiste en echar un papel en una urna, se echa de ver cada día más la esterilidad del sufragio universal como instrumento de reformas. Pero si la acción electoral es estéril, la abstención no lo es menos. Las abstenciones no interrumpen en modo alguno la máquina electoral, y, aunque no se tenga participación alguna en la fabricación de diputados, éstos no dejan de ser elegidos y tiene uno que someterse a las leyes confeccionadas por ellos. Negándose a tomar parte en las elecciones no se pone ningún obstáculo a la política burguesa.
Debe aprovecharse el sufragio universal, puesto que existe; mas no debe exigírsele lo que no puede conceder. El sufragio debe servir para reparar el mal causado por la fusión política del Proletariado y de la burguesía, y para formar, independientemente de todos los partidos burgueses, el ejército de la revolución social.
A lo que hay que aspirar especialmente, no es a la entrada de algunos socialistas en el Parlamento, ni tampoco a una acción parlamentaria cualquiera: lo que debe buscarse es el reunir a la clase obrera, diseminada en los diversos partidos republicanos burgueses, y el separarla de aquellos cuyos intereses económicos son opuestos a los suyos. Como medio de agrupar el Proletariado para la lucha, el sufragio universal puede contribuir a acentuar la división entre las clases confundidas políticamente por él, pero esto es todo lo que puede realizar.
El medio de apresurar, con auxilio del sufragio universal, esta formación del ejército obrero, es la candidatura de clase, que continúa en política la lucha de clases que rige nuestro estado social, acentuando en el terreno electoral el antagonismo existente entre aquellos que, cualesquiera que sean sus opiniones políticas, detentan los medios de producción, y los que no poseyendo más que su fuerza de trabajo, tienen que adaptarse para vivir a las exigencias de los primeros.
Pero no deben confundirse la candidatura de clase y la candidatura obrera. Como esta última no es otra cosa que la candidatura de un obrero de ideas más o menos radicales, lejos de tener para la burguesía una significación hostil, será poco a poco alabada y sostenida por ella; este es un nuevo lazo tendido a la sencillez de un Proletariado que comienza a desconfiar de los políticos de profesión, a comprender que ha sido burlado por ellos, y que, si legalmente ha sido proclamado soberano, en realidad ha seguido siendo esclavo.
Se tratará de conservar la confianza del Proletariado, que disminuye, proponiendo a sus sufragios uno de los suyos. Con la candidatura obrera se tratará de impedir que la guerra entre obreros y burgueses, suceda a las inocentes escaramuzas entre republicanos de diversos matices. Bien sea un burgués o un obrero alistado bajo cualquier bandera de la burguesía el que salga elegido, el resultado será el mismo. La candidatura obrera, cuando no es otra cosa que la candidatura de un obrero, es una farsa; es necesario que la candidatura de clase lleve a la esfera política la guerra de clases que llena las páginas de la historia, y para efectuar esto debe elegirse el candidato en virtud de los servicios que puede prestar y no del estado que ejerza.
En efecto, si así como el enfermo tiene una noción más precisa de su dolor que el médico que le asiste, el obrero tiene más que nadie una idea exacta de las privaciones que sufre, así también, al tratarse del remedio conveniente, los obreros, considerados únicamente como obreros, no son más aptos para indicar la solución de la cuestión social que los enfermos para descubrir el tratamiento que conviene. Cuando su competencia en esta materia existe, proviene de estudios especiales y no de su posición de obreros.
Después de lo que antecede, ¿es necesario añadir que no emprendemos campaña alguna para obtener en la actualidad los derechos políticos de la mujer, y que, desde luego, la quimera de la candidatura femenina no nos cuenta en el número de sus partidarios, por más que en los grupos del Partido Obrero la mujer sea considerada como enteramente igual al hombre?
Convencidos de que el derecho de sufragio es impotente para conseguir la emancipación humana, no cometeremos la falta de perder un tiempo precioso en perseguir un fin que, aun suponiendo que se alcanzase, sería incapaz de mejorar la situación de la mujer. Esto sería para ella y para aquellos cuyos esfuerzos hubiesen sido estériles, un engaño más que tendrían que añadir a los ya causados por el sufragio universal; sólo que esta vez la responsabilidad caería por completo sobre los que se hubieran dejado llevar de un sentimentalismo demasiado irreflexivo. La emancipación femenina está subordinada a la transformación económica, y únicamente trabajando en pro de ésta se hará algo en realidad por la primera; el obrar de otro modo es hacerse cómplice, a sabiendas o inconscientemente, de extravíos perjudiciales a los intereses que se aparenta defender.
Desde el punto de vista económico se ha hablado de asociación. Pero la asociación obrera es quimérica para todo lo que es grande industria, puesto que ésta absorbe cada vez más la mayoría de los obreros, dada la forma gigantesca que reviste el instrumento de trabajo y lo crecido de los anticipos necesarios para la creación de una empresa.
¿Qué significaría el ahorro obrero, aun suponiendo que fuese practicable, comparado con la indispensable acumulación de los capitales? Además de que, si por un hecho excepcional pudiera extenderse el ahorro, sería un nuevo engaño. Quien dice ahorro generalizado, dice disminución de consumo, es decir, disminución en la demanda de productos; y por ende, disminución de la producción y aumento de los paros forzosos, en perjuicio de los que no pueden vivir sino a condición de estar ocupados.
Respecto a la intervención del Estado, el conceder créditos a las Asociaciones obreras permitiría hacer a la burguesía una guerra con éxito y tendería, por consiguiente, a mermar sus beneficios; mas como es la burguesía quien dirige el Estado, ella tendrá buen cuidado, digan lo que quieran algunos hábiles que aspiran a hacerse populares reclamando con estruendo lo que saben no puede obtenerse, de no proporcionar al Proletariado la posibilidad de arruinarla en un plazo más o menos remoto.
En cuanto a la pequeña industria, en la que el instrumento de trabajo, de poco valor, hace más asequible la posibilidad de la asociación, semejantes asociaciones tropiezan en la práctica con obstáculos difíciles, si no imposibles, de vencer.
Impidiendo el modesto capital a los talleres cooperativos el acometer empresas importantes, y no permitiéndoles tampoco dar fiado a los clientes, los coloca, respecto de los patronos, en la posición desfavorable del pequeño productor frente al productor en grande escala, con otra desventaja sobre los dueños de pequeños talleres, a quienes nada impide, cuando escasea el trabajo, despedir todo o parte del personal asalariado, pues no les preocupa en lo más mínimo el saber cómo vivirán sus obreros cuando no trabajan, ocupándose sólo en disminuir sus gastos; mientras que el taller cooperativo, no pudiendo despedir a los asociados, los cuales aunque no trabajen tienen necesidad de subsistir, se vería obligado a gastar sus fondos o contraería deudas. Los períodos de prosperidad, lejos de aprovechar al obrero, habrían de consagrarse a enjugar el déficit producido en la caja durante la paralización de los negocios; el obrero trabajaría, lo mismo que antes, para el capitalista, que entonces se llamaría acreedor en vez de llamarse patrón, y se consideraría dichoso si no se consumaba su ruina.
La mayor parte de las veces, estas asociaciones cooperativas sólo tienden a la emancipación de unos cuantos, y, cuando por acaso prosperan, se convierten en patronatos colectivos que se aprovechan del trabajo de simples asalariados y reparten los beneficios entre varios accionistas, sin acordarse de los antiguos compañeros de miseria más que para explotarlos.
Cuando se reflexiona que, en una industria privilegiada como la tipografía, muchos miles de obreros se hallan imposibilitados de intentar su emancipación, por incompleta que sea, mediante la asociación obrera, es preciso convenir en que este ejemplo, panacea favorita de los reformadores charlatanes, sólo prueba una cosa: la impotencia de la sociedad cooperativa y la imposibilidad de generalizarla.
Otro de los remedios más cacareados consiste en la participación en los beneficios; y se explica el interés con que se aconseja este modo particular de retribución, pues está ya hoy demostrado que únicamente beneficia a los capitalistas, quienes, gracias a este sistema, recogen por un lado más de lo que aparentan prodigar por otro.
La participación en los beneficios, haciendo creer al obrero que trabaja para sí y que logrará mayor producto cuanto más trabaje, sujeta el obrero al taller, suprime las huelgas, asegura la disminución de los gastos generales por la economía de las primeras materias y obliga al obrero a producir la mayor cantidad posible de trabajo, precipitando así, por el exceso de producción que de esto resulta, el advenimiento de los paros y de las crisis periódicas. La participación en los beneficios no es, pues, sino un medio de aumentar el grado de explotación.
Hay que añadir que la esfera en que es aplicable, es decir, útil a los patronos, es limitada. Donde los movimientos del obrero tienen que adaptarse forzosamente a los movimientos no interrumpidos de la máquina, donde el empleo de la materia primera puede calcularse exactamente, donde la vigilancia es fácil, la participación, siendo improductiva para el capitalista, no es ni será nunca aplicable.
Hay quien habla de transformar la suerte de la clase obrera por un perfeccionamiento de nuestro absurdo sistema de impuestos y sobre todo por la abolición de los derechos de consumo.
Nuestro sistema fiscal grava extraordinariamente los artículos de primera necesidad; la modificación de este sistema mejoraría inmediatamente la posición del obrero, pero sólo sería una mejora pasajera. El salario tiende a regirse por el precio de las subsistencias indispensables al trabajador, y, suponiendo que disminuyese su precio por la rebaja de los arbitrios, el salario concluiría al fin por bajar. Cuanto más barata es la vida, menor es el salario, y la situación real sería la misma que antes de esta reforma improbable. En definitiva, una rebaja en el precio de sus subsistencias no aprovecharía más al asalariado que la disminución en el precio de la paja al animal que la come.
Por otra parte, el experimento se ha hecho, ya. En Bélgica se suprimieron los consumos [19] en 1860; el obrero belga paga anualmente una cantidad media de impuestos mucho menor que el obrero parisién; ¿está por eso menos explotado? ¿en qué es preferible su existencia a la de nuestros proletarios? La sujeción obrera es independiente del sistema de contribuciones.
Respecto al librecambio y a la protección, panaceas ensalzadas por algunos, son simplemente disputas entre capitalistas, que no interesan en lo más mínimo a la clase obrera. Unos, necesitando proteger su campo de explotación nacional amenazado por la competencia extranjera, reclaman gravámenes sobre los productos, extranjeros; otros, necesitando el libre acceso del mercado universal para poder ensanchar su explotación, aspiran a la libertad del cambio. Todos piensan únicamente en el mantenimiento provechoso de una potencia que nace exclusivamente del modo de apropiación, y que da origen a los desórdenes económicos y a las miserias proletarias.
Sería una candidez el tratar de persuadir a los capitalistas a que renuncien al orden de cosas de que se disfrutan. Una mejora ruinosa para ellos, y efectuada, sin embargo, por ellos mismos, en la suerte del trabajador, es tan inverosímil como la intervención del Espíritu Santo. No acertaré nunca a figurármelos en el interesante papel de empobrecidos por persuasión. ¿Se cree, no obstante, que esa problemática acción voluntaria será sustituida por la acción legislativa? Pero, ¿cómo esperar de los hombres de la burguesía, como diputados, lo que no se puede esperar de ellos, como patronos, lo que rehúsan individualmente cuando sus obreros solicitan un ligero aumento de salario o una rebaja del tiempo de trabajo?
Para modificar al hombre y sus instituciones es necesario modificar primero el medio económico que los produce. Una transformación social como la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos y la abolición del régimen del salario actualmente entre nosotros, si bien conforme con las condiciones económicas del momento, no se efectúa sin una perturbación violenta. El orden de cosas antiguo, matriz del organismo superior llamado a sucederle, no sufre sin resistencia la aparición de los elementos nuevos que él mismo ha engendrado: todo alumbramiento va acompañado de efusión de sangre.
Y no por hablar en nombre del derecho se evitaría el recurrir a la fuerza. Pasaron los tiempos en que los hebreos, haciendo resonar sus trompetas, derribaban las murallas de Jericó; las frases más retumbantes sobre el derecho y la justicia no arrancarían ni una piedra de la fortaleza capitalista. Si desde el punto de vista subjetivo es cierto que la fuerza no puede constituir derecho, en realidad sucede lo contrario: la fuerza constituye el derecho en el sentido de que todo derecho no sancionado por la fuerza está confinado en el dominio especulativo.
La experiencia de la historia nos demuestra que una clase no abdica; una casta propietaria no se desposee espontáneamente. Poner el interés general sobre el interés particular, cuando entre sí son antagónicos, es un acto de generosidad que sólo pueden efectuar aisladamente ciertos individuos. Es más: con la competencia que rige la producción, un patrono no puede pagar a sus obreros un salario mayor que sus competidores, sin correr el riesgo de arruinarse y exponerse así a no poderles pagar ni poco ni mucho; pero este es un sacrificio de que no es capaz una clase considerada como clase. El gran revolucionario Augusto Blanqui, en Francia, y Marx, en Alemania, son los primeros que han afirmado que no había avenencia posible y que la transformación social se llevará a cabo, no con la burguesía o por la burguesía, sino contra la burguesía. Arrinconada en sus últimas trincheras, lo más que hará será conceder algunas reformas, a fin de acallar reivindicaciones alarmantes. Ciertamente, los socialistas no verían con disgusto que la burguesía entrase en ese camino.
Por ejemplo, acogerían con entusiasmo la limitación de las horas de trabajo. Las horas extenuantes empleadas en enriquecer a los capitalistas, podrían utilizarse entonces en beneficio de la acción política y de la propaganda socialista, a las que es físicamente refractario el obrero que pasa doce o quince horas en los presidios industriales. La desdicha perenne, la gran miseria, el padecimiento constante, lejos de excitar los ánimos y reanimar los espíritus, deprimen las inteligencias y abaten el valor, engendran la postración y no la fogosidad.
Conceder reformas equivale a proporcionarnos armas, a hacernos más fuertes contra nuestros adversarios, quienes se debilitan a medida que nosotros nos fortalecemos. El apetito se abre comiendo. Cuanto más se obtiene, más se exige; así, las reformas efectuadas, en vez de contener el movimiento revolucionario, excitarán a la lucha, suministrando al propio tiempo esas reformas los hombres más aptos para luchar. Los socialistas sacarán, pues, ventaja de todas las reformas. Sólo que estas reformas, conquistas de detalle, no evitarán de ningún modo el combate final, puesto que, por muchas que sean las cesiones de privilegios que haga la burguesía bajo la presión de los acontecimientos, esta clase querrá siempre conservar algunos.
Deplorable o no, la fuerza es el único medio de proceder a la renovación económica de la sociedad. Aunque los intereses que representa el Partido Obrero son los de la mayoría, sólo milita en él la minoría consciente del Proletariado, y, sin embargo, llama en su auxilio a la fuerza. ¡Qué ceguera! dirán algunos. Al criticarle sobre este punto, no se tiene en cuenta que la mayor parte de las revoluciones son obra de minorías, cuya voluntad tenaz y decidida ha sido secundada por la apatía de mayorías menos enérgicas. ¿Estaríamos en plena República, si para establecerla se hubiese esperado la adhesión de la mayoría del país a la idea republicana?
El número es una fuerza, pero no constituye exclusivamente la fuerza; puede ser tan sólo uno de los elementos de ella y tener igual valor que el grado de desarrollo, la energía, la organización, las armas de que se dispone.
Por lo demás, el número no basta para economizar el empleo de la fuerza. El tercer estado estaba en 1789 en mayoría en la nación y en los Estados generales; a pesar de esta posición, hubiera sucumbido sin el 14 de julio: «aquella escaramuza —declaraba el 29 de junio de 1880 en la tribuna del Senado un historiador burgués, M. Henri Martin— salvó el porvenir de Francia.»
En materia de revolución, nosotros no predicamos el arte por el arte, como esos espantajos a lo Félix Pyat, revolucionarios de ópera bufa, que tutean al pueblo, hablándole siempre de la pólvora y tomando las de villadiego en casos de apuro. La revolución no es nuestro fin, es solamente el medio que nos imponen las circunstancias para conseguirlo.
Lo que nos proponemos no es la instauración, por medio de un acto de violencia, de una forma social cuyo plan tengamos en la mente; sino la sustitución del orden capitalista por el orden cuyos elementos, como antes se ha visto, se desarrollan cada día más en el seno mismo del actual orden de cosas. Esta transformación se halla subordinada al advenimiento previo al poder político. La clase obrera debe apoderarse por la fuerza del gobierno, que será en sus manos el instrumento con que se llevará a cabo la expropiación económica de la burguesía y la apropiación colectiva de los medios de producción.
Lo primero que debe hacerse es arrojar a la burguesía del gobierno, así como ésta arrojó de él a la nobleza. En efecto, el Estado no es otra cosa que el aparato gubernamental que permite mantener bajo el dominio de los poseedores a la clase desposeída, y si la burguesía consolida este el instrumento de dominación, es para servirse de él de una manera legal o ilegal el día que se viera en peligro. Es necesario, pues, quitarle en primer lugar toda posibilidad de resistencia.
Así es como la lógica enseña a proceder, y así es como procedió el tercer estado. Lo primero que hizo fue apoderarse del gobierno, y después atacó la propiedad. Y la revolución burguesa ha sido tan duradera, que los representantes de la sociedad aristocrática fueron impotentes en 1815, aun con el auxilio del extranjero, para resucitar el antiguo orden de cosas, lo cual, entre paréntesis, demuestra la eficacia de este método revolucionario. La Carta borbónica se vio obligada a consagrar la irrevocabilidad de las adquisiciones hechas por los detentadores de los bienes nacionales; la cuestión de propiedad, base del edificio social, tal como había sido reglamentada, quedó a salvo.
Como una revolución social no es un fenómeno espontáneo ni local, no podemos declararnos partidarios de los movimientos parciales debidos a la iniciativa de individualidades, de grupos ni aun de ciudades, pues semejantes movimientos merman las filas de los revolucionarios sin compensación ninguna. La Commune, cuyo aniversario celebramos como el de una de las etapas de la evolución socialista, no triunfó por haber cometido la falta gravísima de limitar su acción a París. La emancipación de París va unida a la emancipación de la Francia obrera; casi todos los parisienses que se batieron en 1871 lo hicieron por las ideas burguesas de federalismo y de comunalismo, cuando habría sido menester sublevar, o a lo menos tratar de sublevar, toda la masa obrera del país, interesándola directamente en la lucha.
La tarea de los revolucionarios no consiste en determinar el momento de esta revolución, que surgirá fatalmente de las complicaciones económicas y políticas de que Europa será pronto teatro. Una vez demostrada la tendencia de los fenómenos económicos, una vez analizados y conocidos los elementos materiales de la transformación que se prepara, los revolucionarios no tendrán que hacer sino organizar los elementos intelectuales, reclutar el ejército capaz de hacer redundar en provecho suyo los sucesos que se elaboran, y tener la fuerza obrera dispuesta para las luchas que provocará necesariamente el desenfreno de los antagonismos sociales.
Los revolucionarios no han de escoger sus armas como tampoco el día de la revolución. En este punto, sólo tendrán que preocuparse de una cosa, de la eficacia de sus armas, sin inquietarse de su naturaleza. No hay duda que, a fin de asegurar las probabilidades de victoria, deberán ser aquéllas superiores a las de sus adversarios, y, por consecuencia, habrán de utilizar todos los recursos que la ciencia pone a disposición de los que tienen alguna cosa que destruir.
En resumen, el Proletariado debe recurrir a la fuerza para conquistar el poder político, cuya posesión es indispensable para llevar su emancipación.[20] A la fuerza burguesa, a la legalidad burguesa, sistematización de la fuerza puesta continuamente al servicio de los privilegios económicos de la burguesía, es necesario oponer la fuerza obrera, la cual, una vez dueña del poder político, creará a su vez una legalidad nueva, y procederá legalmente a la expropiación económica de los mismos a quienes habrá derribado violentamente del poder. Este modo de acción está prescrito por los hechos: los que emplean la fuerza no pueden ser vencidos sino por la fuerza.
En cuanto a la transformación económica, que ha de efectuarse legalmente, son igualmente los hechos los que formarán los elementos directores de las modificaciones sucesivas que habrán de llevarse a cabo.
El fin del socialismo es proporcionar a cada uno los medios de poner en actividad sus facultades desarrolladas, mientras que hoy la acción de la mayoría se halla subordinada a un capital de que carece, y nosotros sabemos que este fin no puede conseguirse sino por la socialización de las fuerzas productivas.
Donde los medios de trabajo se encuentren en manos de quien los pone en movimiento, aunque afecten la forma de apropiación individual, el Partido Obrero dejará libre la acción de los acontecimientos, que eliminan de día en día esta forma de apropiación. Por ejemplo, en el caso del labrador que cultiva por sí mismo el pedazo de tierra que posee, del pequeño industrial que maneja él mismo el modesto instrumento de trabajo que le pertenece, hay esfuerzo personal, no existe explotación. Lejos de ser explotadores, son también a su vez explotados, y víctimas de los intermediarios financieros y comerciales a quienes necesitan recurrir forzosamente. No hay en tal caso lugar a confiscación; lo único que les arrebatará su pequeña propiedad serán las necesidades de la producción, a que tarde o temprano tendrán que someterse.
No obstante, mientras que los hechos hayan efectuado esta expropiación inevitable y hayan obligado al labrador a ser, en vez de propietario nominal de un trozo de tierra gravado con hipotecas, y que sólo le procuraba una vida dulce y penosa, copropietario del suelo nacional con remuneración equivalente al tiempo que trabaje, el Partido Obrero le interesará en el orden comunista.
Tan pronto como haya alcanzado el poder, el Proletariado anunciará a los labradores [21] la anulación de todas sus deudas no hipotecarias, la supresión del impuesto territorial en particular, la facultad de pagar en especie todos sus censos y la confiscación a beneficio de la colectividad de las deudas hipotecarias, reducidas a un 50 por 100, poniendo además gratuitamente a su disposición pastos, semillas y máquinas agrícolas.
El labrador propietario individual de la tierra que él mismo cultiva, hallaría así beneficioso para él el nuevo régimen, hasta el día en que la necesidad resultante de la competencia de las grandes propiedades actuales socializadas, o las ventajas reales que viera dimanar de la explotación social del suelo, le hiciesen renunciar a la propiedad exclusiva de su pedazo de tierra.
La modificación económica del orden social es inmediatamente posible en todo lo que sea grande industria y comercio al por mayor, do quiera se haya efectuado la concentración de los capitales.
Tocante a lo que se encuentre en poder del Estado, no surgirá la menor dificultad. Habrá que añadir a la toma de posesión de los servicios públicos, la supresión de esa espantosa deuda por cuyos intereses paga Francia anualmente 1.200 millones, es decir, 32 francos por cabeza, 160 francos, término medio, por familia de cinco personas.
Respecto a lo que se halle constituido bajo la forma societaria, tampoco ocurrirá dificultad de ningún género; lo único que habrá que hacer será anular los títulos, acciones u obligaciones, reduciendo todos esos papeles pintados a su valor al peso. Una vez realizada, la apropiación colectiva de los capitales revestirá así, en lugar de la forma societaria que sólo beneficia a algunos y a casi todos perjudica, la forma social en beneficio de todos.
Esto será pura y simplemente una recuperación. Pero la idea de expropiación sin ninguna indemnización hace poner el grito en el cielo a los defensores de la burguesía.
¿De dónde ha salido esa propiedad, que aún no cuenta un siglo de existencia? De una expropiación parecida a la que tanto les repugna. La nobleza y el clero han sido expropiados sin ninguna indemnización, así como sus bienes, y, lo que es más grave, una parte de los bienes comunales han sido transformados en dominios privados. La venta de estos bienes, pura y simplemente confiscados, de los cuales, a pesar de solemnes promesas, los proletarios no han percibido ni un átomo, sólo fue, según uno de los hombres que más concienzudamente han estudiado el período revolucionario, Jorge Avenel, «una especie de orgía territorial, en la que todos los capitalistas hicieron su agosto».
¿No se ha visto, en nuestros días, que los talleres de tejidos mecánicos han expropiado de su instrumento de trabajo a los dueños de los telares de mano? ¿Se les ha indemnizado acaso por aquellos telares, que han tenido que quemar? Los ferrocarriles, en que cada nueva línea hace inútil un servicio de diligencias, ¿indemnizan acaso a los empresarios de ellas? [Por orden del Prefecto de Policía del 16 de diciembre de 1881, «la entrada al teatro Déjazet está prohibida al público»; con el golpe de un bolígrafo, el director y los artistas fueron, siempre sin compensación, expropiados los unos de su propiedad, los otros de sus medios de subsistencia, en nombre del interés público.] [22] Ahora bien: el interés público es el que exige igualmente la expropiación de la burguesía, del mismo modo, sin indemnización de ningún género.
En oposición a lo que ha hecho el tercer estado, practicando aquello de «quítate tú para ponerme yo», la expropiación socialista será una expropiación en beneficio de todos. Habiendo ingresado todos los capitales en la colectividad, el capitalista habrá desaparecido como capitalista; como hombre, los medios de producción socializados estarán a disposición de su actividad en iguales condiciones que para todos, y, lo mismo que todos, percibirá la retribución correspondiente al tiempo que trabaje. Si es viejo o está impedido, la colectividad atenderá a su subsistencia, como atenderá también ampliamente a la de todos los viejos y enfermos.
En definitiva, la evolución del medio económico tiende fatalmente a hacer desaparecer la apropiación estrictamente individual. Tal es el hecho contra el cual nada pueden nuestras preferencias personales. Pero si la centralización de las fuerzas económicas, que es cada día más completa, tiene por término necesario la apropiación colectiva, sólo en el momento en que, a consecuencia de la acción revolucionaria de la clase productora y no propietaria, haya aquélla entrado en su período socialista, esta evolución inevitable no se duplicará, como en el régimen capitalista, con la miseria de los trabajadores y la ruina de los propietarios expropiados.
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Notas de Historia Obrera:
[1] En el original francés: surplus.
[2] plus-value.
[3] Sobrepasa, excede.
[4] Obstaculiza.
[5] Salariat.
[6] Alimento.
[7] En el original francés: salariat.
[8] Petits propriétaires cultivateurs.
[9] Paysan.
[10] Classe dirigeante.
[11] étiolement
[12] paysans
[13] les paysans, les petits propriétaires, les petits boutiquiers, les petits patrons.
[14] Petits boutiquiers et petits patrons.
[15] Aiguilleur. Controlador en el ferrocarril.
[16] esprits.
[17] anti-cléricaux
[18] entretenue. Mantenida.
[19] octrois.
[20] affranchissement
[21] paysans
[22] Este pasaje no figura en la traducción española.