Salvador Allende

El desarrollo del tercer mundo y las relaciones internacionales. Discurso inaugural en la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo, Santiago


Pronunciado: El 13 de abril de 1972.
Versión digital: Eduardo Rivas, 2015.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 4 de febrero de 2016.


Señoras y señores participantes en la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo:

El pueblo y el Gobierno de Chile agradecen por mi intermedio el gran honor que se nos hace al reunirse en Santiago la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo.

Particularmente porque discutirá el problema más grave del mundo: la condición sub-humana en que vive más de la mitad de sus habitantes. Ustedes han sido convocados para corregir la injusta división internacional del trabajo, basado en un concepto deshumanizado del hombre.

La presencia de tantos dirigentes de la economía mundial, venidos de todas las latitudes, entre ellos ministros y altos funcionarios, hace este honor aún más significativo. Es alentador que se encuentren aquí representadas todas las organizaciones del sistema de Naciones Unidas, de las entidades de diversos gobiernos y no gubernamentales interesados en los problemas del desarrollo, y los medios de difusión de los cinco continentes.

Acompañado por los representantes del pueblo chileno, que concurren a este acto: los señores Presidentes del Senado, del poder judicial, de la Cámara de Diputados, los compañeros ministros de Estado, parlamentarios y autoridades civiles, militares y eclesiásticas, acompañado -representando al pueblo- por los trabajadores y estudiantes.

Es por ello que a nombre de este pueblo y sus representantes que concurren a este acto, extiendo a nuestros huéspedes una muy calurosa bienvenida. Les deseo grata permanencia en esta tierra que les acoge con fraternal amistad y explicable expectación. Saludo, con deferencia, al cuerpo diplomático residente.

Saludo en la III UNCTAD a la asamblea de la comunidad mundial de naciones, de hecho casi toda la humanidad. Lamentamos que su universalidad todavía no sea total. Para nosotros, los pueblos del Tercer Mundo, la UNCTAD debe constituir el principal y el más efectivo de los instrumentos para negociar con las naciones desarrolladas.

La Conferencia que hoy se inicia tiene como misión fundamental sustituir un orden económico-comercial caduco y profundamente injusto por uno equitativo que se funde en un nuevo concepto del hombre y de su dignidad, y reformular una división internacional del trabajo intolerable para los países retrasados, porque detiene su progreso, mientras favorece únicamente a las naciones opulentas.

Para nuestros países esta es una prueba suprema. No podemos seguir aceptando con el nombre de cooperación internacional para el desarrollo un pobre remedo de lo que concibió la Carta de las Naciones Unidas. Los resultados de la Conferencia nos dirán si los compromisos asumidos en la estrategia internacional para el segundo decenio respondieron a una auténtica voluntad política o fueron sólo un expediente dilatorio.

Para que los análisis y decisiones de la III UNCTAD sean realistas y relevantes hay que afrontar el mundo tal cual es, defendiéndonos de ilusiones y mistificaciones, pero abriendo la imaginación y la creatividad a soluciones nuevas de nuestros viejos problemas.

La primera constatación es que nuestra comunidad no es homogénea, sino fragmentada en pueblos que se han hecho ricos y pueblos que se han quedado pobres. Más importante aún es reconocer que, incluso entre los pueblos pobres, hay por desgracia países todavía más pobres, y hay también muchos en condiciones insoportables: potencias foráneas dominan su economía, el extranjero ocupa todo o parte de su territorio, padecen todavía del yugo colonial, o tiene la mayoría de su población sometida a la violencia, al racismo, al apartheid. Peor aún: en muchos de nuestros países hay profundas diferencias sociales que aplastan a las grandes mayorías, beneficiando a reducidos grupos de privilegiados.

La segunda comprobación es que nosotros, los pueblos pobres, subsidiamos con nuestros recursos y nuestro trabajo la prosperidad de los pueblos ricos.

Es evidente la validez de lo declarado por los ministros del Tercer Mundo en Lima: la participación de nuestros países en el comercio mundial ha descendido entre 1960 y 1969 del 21,3 al 17,6%. Nuestro ingreso per cápita en el mismo período aumentó sólo en 40 dólares, mientras en las naciones opulentas subía en 650.

El flujo y reflujo del capital extranjero al Tercer Mundo nos significó en los últimos veinte años una pérdida neta de mucho más de 100.000 millones de dólares, además de dejarnos una deuda pública cercana a los 70.000 millones de dólares.

Las inversiones directas de capital extranjero, presentadas frecuentemente como un mecanismo de progreso, se revelaron casi siempre negativas. Así América Latina, según datos de la Organización de Estados Americanos, entre 1950 y 1967, recibió 3.900 millones de dólares y entregó 12.800 millones de dólares. Pagamos cuatro dólares por cada dólar recibido.

Una tercera constatación: este orden económico-financiero-comercial tan perjudicial para el Tercer Mundo, precisamente por ser tan ventajoso para los países opulentos, es defendido por la mayor parte de éstos con infatigable tenacidad, con su poderío económico, con su influencia cultural y, en algunas ocasiones, por potencias, a través de casi irresistibles presiones, a través de intervenciones armadas que violan todos los compromisos asumidos en la Carta de las Naciones Unidas.

Otro hecho de trascendencia innegable que atraviesa y engloba las relaciones económicas internacionales y que burla en la práctica los acuerdos entre gobiernos, es la expansión de las grandes compañías transnacionales.

En medios económicos y aun en conferencias como ésta, suelen barajarse hechos y cifras de comercio y crecimiento, sin medir realmente cómo ellas afectan al hombre, cómo afectan sus derechos fundamentales, cómo atentan contra el mismo derecho a la vida, que implica el derecho a la plena expansión de su personalidad. El ser humano debe ser sujeto y fin de toda política de desarrollo y de toda colaboración internacional. Concepto que debe estar presente en cada discusión, en cada decisión, en cada acto de política que pretenda fomentar el progreso, tanto en el plano nacional como en el multilateral.

Si se perpetúa el actual estado de cosas, 15% de los habitantes del Tercer Mundo está condenado a morir de hambre. Como además la atención médico-sanitaria es deficiente, la expectativa de vida es casi la mitad que en los países industrializados y una gran parte de los habitantes nunca contribuirá al progreso del pensamiento y de la creación. Puedo repetir aquí lo que nuestro pueblo dolorosamente sabe. En Chile, país de 10 millones de habitantes y donde ha existido un nivel alimenticio, sanitario y educacional superior al término medio de los países en desarrollo, hay 600.000 niños -hijos de chilenos, niños del pueblo- que por falta de proteínas en los primeros ocho meses de su vida, jamás alcanzarán el pleno vigor mental que genéticamente les habría correspondido.

Hay más de 700 millones de analfabetos en Asia, África y América Latina y otros tantos millones no han pasado de la educación básica. El déficit de viviendas es tan colosal que sólo en Asia hay 250 millones de habitantes sin techo apropiado. Cifras proporcionales se comprueban en África y América Latina. El desempleo y el subempleo alcanzan cifras pavorosas y siguen aumentando. En América Latina, por ejemplo, el 50% de la población activa está cesante o tiene una desocupación disfrazada, cuya remuneración, particularmente en el campo, está muy por debajo de las necesidades vitales. Esto es lógica consecuencia de un hecho conocido: las naciones en desarrollo que concentran el 60% de la población mundial, disponen de sólo el 12% del producto bruto. Hay algunas decenas de países cuyo ingreso per cápita no pasa de 100 dólares al año, mientras en varios otros es cerca de 3.000 y en Estados Unidos llega a 4.240 dólares per cápita.

Unos tienen como expectativa medios de vida que todo les permite. Otros nacen para morir, inevitablemente, de hambre. E incluso, en medio de la abundancia, hay millones que sufren una vida discriminada y miserable.

Corresponde a nosotros, los pueblos postergados, luchar sin desmayo por transformar esta vieja estructura económica anti-igualitaria, deshumanizada, por una nueva, no sólo más justa para todos sino capaz de compensar la explotación secular de que hemos sido objeto.

Cabe preguntarse si nosotros, los pueblos pobres, podemos hacer frente a este desafío a partir de la situación de dominación o de dependencia en que nos encontramos. Debemos reconocer viejas debilidades nuestras, de distinto orden, que contribuyeron considerablemente a perpetuar las formas de intercambio desigual que condujeron a una trayectoria de los pueblos también desigual.

Por ejemplo, la convivencia de ciertos grupos dominantes nacionales con los factores causantes del atraso. Su propia prosperidad se basaba, precisamente, en su papel de agentes de la explotación foránea.

No menos importante ha sido la alienación de la conciencia nacional. Ésta ha absorbido una visión del mundo elaborada en los grandes centros de dominación y presentada con pretensión científica como explicación de nuestro atraso. Atribuye a supuestos factores naturales, como el clima, la raza, o la mezcla de razas, o el arraigo a tradiciones culturales autóctonas, la razón de un inevitable estancamiento de los continentes en desarrollo. Pero no se ocuparon de los verdaderos causantes del retardo, como la explotación colonial y neocolonial foránea.

Otra culpa nuestra que debemos mencionar es que el Tercer Mundo no ha logrado todavía la unidad total, respaldada sin reservas por cada uno de nuestros países.

La superación de estos errores debe tener prioridad. En el mismo sentido se expresan la Carta de Argel y la Declaración de Lima de los 77.

Los gobiernos de los países del Tercer Mundo han formulado ahora una filosofía mucho más consciente y acorde con la realidad de hoy. Así la Declaración de Lima, junto con reiterar la enfática afirmación de la Carta de Argel de que la responsabilidad primordial de nuestro desarrollo nos incumbe a nosotros mismos, certificó el compromiso de sus firmantes de efectuar las reformas necesarias en sus estructuras económicas y sociales, para movilizar plenamente sus recursos básicos y asegurar la participación de sus pueblos en el proceso y en los beneficios del crecimiento. Condenó, asimismo, toda forma de dependencia que pudiera agravar el subdesarrollo.

En Chile, no sólo apoyamos sino que practicamos plenamente esta filosofía. Lo hacemos con profunda convicción, de acuerdo con nuestra realidad socioeconómica y política.

El pueblo y el Gobierno están comprometidos en un proceso histórico para cambiar de manera fundamental y revolucionaria la estructura de la sociedad chilena. Queremos echar las bases de una nueva, que ofrezca a todos sus hijos igualdad social, bienestar, libertad y dignidad.

La experiencia, muchas veces dura, nos ha demostrado que para satisfacer las necesidades de nuestro pueblo y para proporcionar a cada uno los medios que le garanticen una vida plena, era indispensable superar el régimen capitalista dependiente y avanzar por un nuevo camino.

Ese nuevo camino es el socialismo que empezamos a construir.

Consecuentes con lo que han sido nuestra historia y tradición, estamos realizando esta transformación revolucionaria profundizando el régimen democrático, respetando el pluralismo de nuestra organización política, dentro del orden legal y con los instrumentos jurídicos que el país se ha dado; no sólo manteniendo sino ampliando las libertades cívicas y sociales, individuales y colectivas.

En esta nación no hay un solo preso político, ni la menor limitación a la expresión oral o escrita.

Todos los cultos y creencias son practicadas en la más irrestricta libertad y ante el mayor respeto.

En esta nación pueden -porque el derecho y la Constitución se lo otorgan- manifestar su protesta o desfilar las fuerzas opositoras, basada, precisamente, esta actitud en el fundamento jurídico.

Y el Gobierno garantiza ese derecho a través de la fuerza pública que de él depende.

Nuestro proceso de cambios ha sido iniciado en un régimen multipartidista; en un avanzado Estado de derecho y con un sistema judicial absolutamente independiente de los otros poderes del Estado; en el Parlamento, la oposición es mayoría.

Al desatar en el sistema económico fuerzas dinámicas antes frustradas, nos proponemos superar el modelo tradicional de crecimiento que se basaba, casi exclusivamente, en el aumento de las exportaciones y en la sustitución de importaciones. Nuestra estrategia implica dar prioridad al consumo popular y confiar en las posibilidades del mercado interno. No propiciamos la autarquía económica, sino el aprovechamiento del vasto potencial que representan como agentes activos nuestro pueblo y nuestros recursos.

La recuperación por el país de sus riquezas básicas ha constituido un objetivo principal del Gobierno que presido.

Hemos nacionalizado el hierro, el acero, el carbón y el salitre, que pertenecen hoy al pueblo chileno.

Nacionalizamos el cobre a través de una reforma constitucional, aprobada por la unanimidad de un Parlamento en que el Gobierno no tiene mayoría.

Nos hicimos cargo de la industria del cobre y hemos logrado una alta producción, venciendo enormes dificultades técnicas y administrativas y superando deficiencias graves en que incurrieron quienes usufructuaron de estos minerales.

La recuperación de nuestras riquezas básicas nos permitirá ahora utilizar en nuestro propio beneficio los excedentes que antes enviaban al extranjero las compañías foráneas.

Mejoraremos así nuestra balanza de pagos.

La nacionalización del cobre era ineludible e impostergable. Para apreciar el daño que se provocaba a nuestra economía, basta decir algunas cifras: según valor de sus libros, hace 42 años las compañías que explotaban el cobre hicieron en Chile una inversión inicial de 30 millones de dólares. Sin internar después nuevos capitales, retiraron desde entonces más de 4.000 millones de dólares, enorme suma casi equivalente a nuestra deuda externa actual.

Además, nos dejaron compromisos crediticios por más de 700 millones de dólares que el Estado tendrá que cancelar. Según su balance de 1968 una de las compañías cupríferas, no obstante tener en nuestro país sólo 17% de sus inversiones totales mundiales, obtuvo en Chile el 79% de sus beneficios.

Contaré solamente otros dos aspectos de la gestión económico-social de mi Gobierno: uno es la profunda y amplia redistribución del ingreso, y el otro, la aceleración de la Reforma Agraria, cuya meta es que a fines de este año no quede un solo latifundio en nuestra tierra. Esta reforma incluye una línea dinámica y realista del desarrollo agropecuario. Así esperamos resolver, en cortos años, el déficit de alimentos que hoy nos obliga a importarlos por más de 300 millones de dólares, suma desproporcionada a nuestros recursos.

Hemos complementado todo el quehacer nacional con una decidida política de integración económica con los países de América Latina. El Pacto Andino (integrado por Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú) es un vivo ejemplo de las enormes posibilidades de colaboración que existen entre países subdesarrollados cuando hay una sólida voluntad política para actuar.

En menos de tres años hemos triplicado el comercio mutuo y estamos aplicando mecanismos para coordinar la estrategia económica de cada país. Hemos acordado un tratamiento común a la inversión extranjera, que elimina la competencia suicida para captar recursos externos y corrige prácticas injustas que se vienen repitiendo desde hace mucho tiempo. Tenemos plena certeza de que una integración entre países como los nuestros no puede resultar únicamente del juego mecánico de las fuerzas del mercado; deben planificarse conjuntamente los sectores más fundamentales de la economía definiéndose así las producciones a cada país.

El Pacto Andino, auténticamente latinoamericano, tiene trascendencia no sólo por el pragmatismo técnico con que estamos enfrentando los problemas como surgen, sino también porque estamos realizando una experiencia autóctona de integración, basada en el más absoluto respeto al pluralismo ideológico, al legítimo derecho que cada país tiene de adoptar las estructuras internas que estime más convenientes.

La tarea asignada a la III UNCTAD es diseñar nuevas estructuras económicas y comerciales precisamente porque aquellas establecidas en la postguerra, que perjudican duramente a los países en desarrollo, se están derrumbando y desaparecerán.

Las concepciones de Bretton Woods y de La Habana, que dieron vida al Banco Mundial, al Fondo Monetario y al GATT, se caracterizaron por sistemas monetarios, de intercambio comercial y de financiamiento para el desarrollo, fundados en la dominación y en el interés de unos pocos países.

Evolucionaron en la expectativa de una guerra -considerada inevitable entre los países industriales de occidente y el mundo socialista. Como siempre, el interés económico y el interés político se combinaron para someter a los países del Tercer Mundo.

Dichos sistemas fijaron las reglas del juego del intercambio comercial. Cerraron mercados a los productos del Tercer Mundo, a través de barreras tarifarías y no arancelarias, de sus propias estructuras de producción y distribución, antieconómicas e injustas.

Crearon nocivos sistemas de financiamiento. Además, en el transporte marítimo fijaron prácticas y normas, decidieron el valor de los fletes y así obtuvieron un virtual monopolio de la carga. Dejaron también al Tercer Mundo al margen del avance científico y nos exportaron una tecnología que muchas veces constituyó un medio de alienación cultural y de incremento de la dependencia. Las naciones pobres no podemos tolerar que continúe esta situación.

Por otra parte, las concepciones de Bretton Woods y de La Habana fueron incapaces de elevar el nivel de vida de más de la mitad de la humanidad, y ni siquiera capaces de mantener la estabilidad económica y monetaria de sus propios acreedores, como lo evidenció la crisis del dólar que precipitó el derrumbe.

Desde la II UNCTAD en Nueva Delhi, que tanto decepcionó a los países en desarrollo, los acontecimientos han cambiado todo el cuadro político y económico del mundo y hay ahora mejores perspectivas.

Es evidente para todos que las concepciones financieras de la postguerra se desmoronan; que los centros nuevos o robustecidos de poder político y económico provocan contradicciones notorias entre los propios países industrializados. Se impuso finalmente la coexistencia entre las naciones capitalistas y socialistas. Y después de veinte años de injusticia y atropello del derecho internacional, ha terminado la exclusión de la República Popular China de la comunidad mundial.

Por otra parte, en nuestros países se va creando una resistencia cada vez más fuerte a la dominación imperialista y también a la dominación clasista interna, un sano nacionalismo adquiere renovado vigor. Se abren algunas posibilidades, todavía larvadas, aunque promisorias, de que los esfuerzos de auto superación de las naciones atrasadas se realicen bajo menor presión externa y a un costo social menos penoso. Entre éstas se cuenta la toma de conciencia de los pueblos pobres sobre los factores causales de su atraso. En ocasiones, este convencimiento es tan profundo que ninguna potencia extranjera y ningún grupo privilegiado nativo pueden ya doblegarlo, como lo demuestra el heroísmo invencible de Vietnam. Pocos osan aun pretender que todas las naciones del mundo sigan los mismos modelos de formación económico-social. Se hace compulsivo, en cambio, el respeto recíproco que posibilita la convivencia y el intercambio entre naciones de sistemas sociopolíticos distintos. Hoy surgen posibilidades concretas de construir formas nuevas de intercambio económico internacional, que por fin abran posibilidades de equitativa cooperación entre pueblos ricos y pueblos pobres.

Estas perspectivas alentadoras reposan en dos hechos: por un lado, las decisiones que afectan sustancialmente al destino de la humanidad son cada día más influidas por la opinión mundial, incluyendo la de los países partidarios del status quo. Por otro lado, surgen condiciones que tornan ventajoso para las propias naciones centrales (aunque no para todas sus empresas) establecer, en el plano específicamente económico, nuevas formas de relación con las naciones periféricas.

Evidentemente, todavía no hay una retirada general de las fuerzas restrictivas. Las nuevas esperanzas que prometen libertarnos pueden conducir a nuevas formas de colonialismo. Se concretarán en un sentido u otro según sea nuestra lucidez y capacidad de acción. De ahí la extraordinaria importancia y oportunidad de esta III UNCTAD.

En efecto, tal como en el siglo pasado las fuerzas desencadenadas por la revolución industrial transformaron los modos de ser, de vivir y de pensar de todos los pueblos, hoy día recorre el mundo una ola de renovaciones técnico-científicas con el poder de operar cambios todavía más radicales, entrando en contradicción con los sistemas sociales preexistentes.

Debemos evitar que el avance de la ciencia y de sus aplicaciones, al operar bajo el condicionamiento de estructuras sociales y políticas rígidas -tanto internacionales como nacionales-, conspire contra la liberación humana. Sabemos que la revolución industrial, y la ola de transformaciones que trajo consigo, representaron para muchos pueblos el mero tránsito de la condición colonial a la neocolonial, y, para otros, la colonización directa. Por ejemplo, el sistema internacional de telecomunicaciones implica un peligro formidable. Está en su 75% en manos de los países desarrollados de Occidente; más del 60% de ese 75% es controlado por los grandes consorcios norteamericanos.

Quiero decirle a usted, señor secretario general, y a ustedes, señores delegados, que en menos de diez años penetrarán a nuestras instituciones comunitarias y a nuestros hogares, dirigidas desde el extranjero por satélites de gran poder transmisor, una información y una publicidad que, si no se contrarrestan con medidas oportunas, sólo aumentarán nuestra dependencia y destruirán nuestros valores culturales. Este peligro debe ser conjurado por la comunidad internacional que debe exigir control por las Naciones Unidas.

Igualmente, cabe considerar como una perspectiva más favorable las contradicciones, cada vez más evidentes, entre los intereses públicos de las naciones ricas (aquellos que verdaderamente benefician a sus pueblos) y los intereses privados de sus grandes corporaciones internacionales. En efecto, el costo global militar, económico, social y político de operar a través de empresas transnacionales excede a lo que ellas aportan a las economías centrales y tiende a ser cada vez más oneroso para los contribuyentes.

Consideremos además la acción expoliadora de estos consorcios y su poderosa influencia corruptora sobre las instituciones públicas tanto de las naciones ricas como de las naciones pobres. Los pueblos se resisten a esta explotación, y exigen que los gobiernos interesados cesen de entregar parte de su política económica exterior a las empresas privadas, que se atribuyen el papel de agentes impulsores del progreso de las naciones pobres, y se han convertido en una fuerza supranacional que amenaza tornarse incontrolable.

Esta realidad, que nadie puede negar, tiene profundas consecuencias para el quehacer de esta Conferencia. Corremos el grave riesgo de que aun cuando lleguemos a entendimientos satisfactorios entre los representantes de estados soberanos, las medidas que acordemos no tengan efectos reales, por cuanto estas compañías manejan de hecho, en silencio y conforme a sus intereses, la aplicación práctica de los acuerdos.

Ellas tienen sus objetivos, sus políticas comerciales, sus políticas navieras, sus políticas de inversiones, sus políticas de integración económicas, su propia visión de las cosas, su propia acción, su propio mundo.

En los foros internacionales estamos discutiendo los elementos visibles de la estructura de dependencia del Tercer Mundo, mientras pasan a nuestro lado, invisibles como los tres cuartos sumergidos de un “iceberg”, las raíces condicionantes de esta situación.

La UNCTAD debe estudiar muy seriamente esta amenaza. Esta flagrante intervención de los asuntos internos de los estados es más grave, más sutil y peligrosa que la de los gobiernos mismos condenada por la Carta de las Naciones Unidas. Han llegado a pretender alterar la normalidad institucional de otras naciones, desatar campañas de dimensiones globales para desprestigiar a un gobierno, provocar contra él un boicot internacional y sabotear sus relaciones económicas con el exterior. Casos recientes y bien conocidos, que han escandalizado al mundo y que nos afectan tan directamente, constituyen una voz de alarma para la comunidad internacional que está imperiosamente obligada a reaccionar con vigor.

Deseo ocuparme ahora de otros problemas. Son ustedes, señores representantes, quienes plantearán las soluciones que consideren adecuadas. Existe una abundante documentación preparada por las Naciones Unidas, y muy particularmente la Declaración, Principios y Programa de Acción de Lima. Esta carta constituye la posición unificada por los ministros de los 96 países en desarrollo, que representa la abrumadora mayoría de la humanidad, de sus esperanzas y aspiraciones conjuntas, que debería suscitar las respuestas positivas que desde largo tiempo se esperan de la comunidad internacional y especialmente de los pueblos y gobiernos de los países desarrollados.

Corresponderá a ustedes, señores delegados, atender todas las justas demandas que el programa de acción contiene.

Todas ellas son de importancia vital. Singularizo los problemas de los productos básicos porque interesan fundamentalmente a la gran mayoría de los participantes.

Por mi parte, sólo quiero exponer a esta asamblea algunas de mis preocupaciones como jefe de Estado de una nación del Tercer Mundo respecto a ciertos problemas del temario.

Las respuestas de todos los países industrializados no pueden ser iguales. Sus recursos y medios de acción son diferentes. Tampoco han tenido la misma responsabilidad de crear y mantener el orden internacional actual. Por ejemplo, ni los países socialistas ni todos los países pequeños y medianos han contribuido a generar esta irracional división del trabajo.

 

Las reformas de los sistemas monetario y comercial

La primera de mis preocupaciones es el peligro de que la reestructuración de los sistemas monetario y comercial internacionales se lleve a cabo, nuevamente, sin la plena y efectiva participación de los países del Tercer Mundo.

En relación al sistema monetario, particularmente desde la crisis de agosto pasado, los países en desarrollo han hecho valer su protesta en todos los foros, mundiales y regionales. No les cabía responsabilidad alguna en la crisis de mecanismos monetarios y comerciales manejados sin su injerencia. Han sostenido, insistentemente, que la reforma monetaria debe ser elaborada con la concurrencia de todos los países del mundo; que debe fundarse en un concepto más dinámico del comercio mundial; que debe reconocer las nuevas necesidades de los países en desarrollo, y que nunca más debe ser manejada exclusivamente por unos pocos países privilegiados.

Es vital que la Conferencia afirme, sin vacilaciones y sin reservas, estos objetivos.

Es cierto que los detalles de un nuevo sistema pueden complementarse en otros foros más especializados. Pero es tal la conexión de los problemas monetarios con las relaciones comerciales y de desarrollo, como se evidenció en la crisis de agosto pasado, que la UNCTAD tiene la obligación de discutir a fondo esta materia y velar porque el nuevo sistema monetario, estudiado, preparado y manejado por toda la comunidad internacional, sirva también para financiar el desarrollo de los países del Tercer Mundo, a la par que a la expansión del comercio mundial.

En lo que toca a la indispensable reforma comercial, hay hechos que nos alarman. Hace pocas semanas Estados Unidos y Japón, por una parte, y Estados Unidos y la Comunidad Económica Europea, por la otra, enviaron sendos memorandos al GATT, es decir, al Acuerdo General de Tarifas y Comercio. Estos dos documentos, casi idénticos, declaran que los patrocinantes se comprometen a iniciar y apoyar activamente la realización de acuerdos integrales en el seno del GATT a partir de 1973, con miras a liberar y expandir el comercio internacional. Agregan que persiguen, además, mejorar el nivel de vida de todos los pueblos -lo que puede ser logrado-, entre otros métodos, “a través del desmantelamiento progresivo de los obstáculos al comercio”, y procurando mejorar el marco inter nacional dentro del cual se realiza el intercambio. Naturalmente, es satisfactorio que tres grandes centros de poder decidan revisar a fondo las relaciones económicas internacionales, teniendo en cuenta el mejoramiento en los niveles de vida de todos los pueblos. También es plausible que mencionen la necesidad de reorientar la política comercial a través de acuerdos internacionales o regionales que tiendan a la organización de los mercados. Pero no se nos escapa que liberar el comercio entre los países industrializados de Occidente borra de una plumada las ventajas del sistema general de preferencias para los países en desarrollo.

Y lo que más nos inquieta es que las tres grandes potencias económicas pretendan realizar esta política, no a través de UNCTAD, sino del GATT. Éste se preocupa fundamentalmente de los intereses de los países poderosos; no tiene ligazón seria con las Naciones Unidas ni está obligado a orientarse por sus principios, y su composición choca con el concepto de participación universal.

Pienso que los países desarrollados deben poner fin a estos continuos embates contra UNCTAD. Ésta constituye el foro más representativo de la comunidad mundial y ofrece oportunidades excepcionales para negociar las grandes cuestiones económicas y comerciales en un pie de igualdad jurídica. Por el contrario, los países en desarrollo hemos propuesto perfeccionar la actual institución y ampliar su mandato. Es urgente que UNCTAD complete su autonomía y se convierta en un organismo especializado del sistema de Naciones Unidas para que actúe con mayor libertad de acción, con mayor influencia, con mayor capacidad en la solución de los problemas cruciales que son de su competencia. Nosotros, pueblos del Tercer Mundo, que no supimos hablar en Bretton Woods ni en las reuniones posteriores que diseñaron el sistema financiero vigente, nosotros, que hoy no participamos en las decisiones del Grupo de los Diez sobre la estrategia financiera de los intereses de las grandes potencias occidentales; nosotros, que no tenemos voz en los debates sobre la reestructuración del sistema monetario mundial; nosotros necesitamos un instrumento eficaz, que defienda nuestros intereses amenazados. Por ahora este instrumento sólo puede ser la propia UNCTAD, convertida en una organización permanente.

 

Las excesivas cargas que impone el endeudamiento de los países en desarrollo

Mi segunda preocupación se refiere a la deuda externa. Los países en desarrollo ya debemos más de 70.000 millones de dólares, aunque hayamos contribuido a la prosperidad de los pueblos ricos desde siempre, y más todavía en las últimas décadas.

Las deudas externas contraídas, en gran parte, para compensar los perjuicios de un injusto intercambio comercial, fiara costear el establecimiento de empresas extranjeras en nuestro territorio, para hacer frente a las especulaciones con nuestras reservas, constituyen uno de los principales obstáculos al progreso del Tercer Mundo. Ya el documento de Lima y la resolución número 2.807 de la última Asamblea General de las Naciones Unidas, se preocuparon del endeudamiento. Esta última resolución consideró, entre otras cosas, las cargas cada día más pesadas que imponen al Tercer Mundo los servicios de las deudas, el debilitamiento de la transferencia bruta de recursos a los países en desarrollo y el deterioro de los términos del intercambio. Pidió enfáticamente a las instituciones financieras competentes, así como a las naciones acreedoras, que dieran trato favorable a las solicitudes de renegociación o consolidación con plazos de gracia, amortizaciones adecuadas y tasas de intereses razonables.

Además, invitó a los mismos países e instituciones a estudiar formas más racionales para financiar el desarrollo económico del Tercer Mundo. Esto es, para nosotros, muy satisfactorio.

Yo creo que es indispensable realizar un estudio crítico sobre cómo el Tercer Mundo ha contraído su deuda externa y las condiciones requeridas para que sea rescatado de ella sin perjudicar sus esfuerzos por superar el atraso. Ese estudio podría ser realizado por el secretario general de la UNCTAD y presentado a la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Chile ilustra en este momento la gravedad de la situación. El valor de nuestras exportaciones es de 1.200 millones de dólares al año. Este año nos correspondería pagar 408 millones. No es posible que un país deba dedicar a servir su deuda externa 34 dólares de cada 100 que ingresan en sus arcas.

 

Las presiones para impedir el ejercicio del derecho a disponer libremente de los recursos naturales

Mi tercera preocupación está directamente relacionada con la anterior. Concierne a la presión real y potencial para coartar el derecho soberano de los pueblos de disponer de sus recursos naturales para su beneficio. Éste ha sido proclamado en los Pactos de los Derechos Humanos, en varias resoluciones de la Asamblea de las Naciones Unidas y en el Primer Principio General aprobado por la UNCTAD, La Declaración de Lima de los 77 formula con toda claridad un principio adicional para la defensa de nuestros países contra ese orden de amenazas.

Necesitamos elevarlo de la condición de principio a la de práctica económica imperativa. Dice así: El reconocimiento de que todo país tiene derecho soberano de disponer libremente de sus recursos naturales en pro del desarrollo económico y del bienestar de su pueblo, toda medida o presión externa, política o económica que se aplique contra el ejercicio de este derecho, es una flagrante violación de los principios de libre determinación y de no intervención, según los define la Carta de las Naciones Unidas, y, de aplicarse, podría constituir una amenaza a la paz y a la seguridad internacionales.

¿Por qué los países en desarrollo quisieron ser tan explícitos? La historia dé los últimos 50 años está llena de ejemplos de coerción directa o indirecta, militar o económica -crueles para quienes la sufren, denigrantes para quienes la ejercen-, destinada a impedir a los pueblos subdesarrollados disponer libremente de las riquezas básicas que representan el pan de sus habitantes. México, Centroamérica y el Caribe la conocieron. El caso del Perú en 1968 dio origen a una tajante respuesta de los países latinoamericanos reunidos en CECLA, recuérdese la Declaración del Consenso de Viña del Mar.

Chile ha nacionalizado el cobre, su riqueza básica que significa más del 70 por 100 de sus exportaciones. De poco ha valido que el proceso de nacionalización, con todas sus implicaciones y consecuencias, haya sido la más clara y categórica expresión de la voluntad de su pueblo, y fuera realizado siguiendo los dictados precisos de disposiciones constitucionales de la nación. De poco ha valido que las compañías extranjeras que explotaban el mineral hayan extraído beneficios muchas y muchas veces superiores al valor de sus inversiones. Estas empresas, que se enriquecieron prodigiosamente a costa nuestra, y que se creían con el derecho de imponernos indebidamente su presencia y su abuso, han movido toda clase de fuerzas, incluso las de sus propias instituciones estatales dentro de su país y dentro de otros, para atacar y perjudicara Chile y a su economía.

No deseo abandonar esta cuestión tan poco grata sin destacar, entre las presiones de que hemos sido objeto, dos cuyo efecto trasciende el atropello del principio de no intervención.

Una tiende a impedir que Chile obtenga nuevas condiciones y nuevos plazos para pagar su deuda externa.

Estimo que nuestros acreedores no han de aceptarlo. Los países amigos no han de prestarse a reducir aún más el bajo nivel de vida de nuestro pueblo. Sería injusto, dramáticamente injusto.

La otra presión pretende, a través de una ley de ayuda exterior adoptada por uno de los mayores contribuyentes del Banco Mundial y del Banco Interamericano, condicionar la asistencia financiera a Chile de dichos bancos a que apliquemos políticas que violarían las normas constitucionales que rigen la nacionalización del cobre. Estos dos bancos están ligados uno a las Naciones Unidas y el otro al sistema interamericano, cuyos principales objetivos oficiales les impiden y prohíben aceptar condiciones como éstas.

Si estas políticas se ponen en práctica, se daría un golpe mortal a la colaboración internacional para el desarrollo; se destruiría la base misma de los sistemas del financiamiento multilateral, donde muchos países, en un esfuerzo cooperativo, contribuyen en la medida de sus posibilidades. Estas políticas significan demoler concepciones que tenían un sentido de solidaridad universal y dejan a plena luz la realidad descarnada de un interés subalterno del más puro tipo mercantilista. Sería retroceder más de 100 años en la historia.

 

Algunas consideraciones sobre el acceso a la tecnología

También pido la atención de esta asamblea sobre la urgencia de que el Tercer Mundo tenga acceso a la ciencia y la tecnología modernas. Los obstáculos que hemos encontrado hasta ahora constituyen factores determinantes del atraso.

La industrialización, como parte fundamental del proceso global de desarrollo, está en íntima relación con la capacidad nacional de creación científica y tecnológica para una industrialización adecuada a las características reales de cada región, cualquiera que sea su grado de evolución actual.

Hoy nuestra capacidad de creación tecnológica es muy insuficiente, como resultado de un histórico procesa de dependencia. Así, nuestras investigaciones siguen modelos teóricos del mundo industrializado. Se inspiran más en las realidades y necesidades de este último que en las nuestras. Y cada vez, con mayor frecuencia, miles de científicos y profesionales abandonan sus Patrias para servir en los países opulentos; exportamos ideas y personas capacitadas; importamos tecnología y dependencia.

Atender este problema, que nos permitiría terminar con la subordinación tecnológica, es difícil, costoso y lento. Nos quedan dos posibilidades.

Por una parte, podemos seguir industrializándonos con inversiones y tecnología extranjera, agudizando cada vez más la dependencia que amenaza con recolonizarnos. América Latina experimentó un largo período de euforia con la política de la industrialización por sustitución de importaciones. Es decir, la instalación de fábricas para producir localmente lo que antes se importaba, subsidiando la operación con costosas regalías: facilidades cambiarías, defensas aduaneras, préstamos en moneda local y avales del Gobierno para financiamiento proveniente del exterior. La experiencia demostró que esta industrialización -promovida principalmente por corporaciones internacionales resultó ser un nuevo mecanismo de recolonización. Entre sus efectos dañinos se encuentra la creación de una capa técnico-gerencial cada vez más influyente, que pasó a defender los intereses extranjeros que confundió con los suyos. Todavía más graves han sido los efectos sociales. Las grandes plantas, que utilizan técnicas sofisticadas, generan graves problemas de desempleo y subempleo, y llevan a la quiebra a la pequeña y mediana industria nacional. Debemos mencionar también la tendencia a centrarse en industrias de consumo, que sirven a una estrecha capa de privilegiados, e indirectamente crean valores y formas de consumo ostensivo en perjuicio de los valores característicos de nuestra cultura.

La otra posibilidad consiste en crear o reforzar nuestra capacidad científico-tecnológica, recurriendo entre tanto a una transferencia de conocimientos y medios apoyada decididamente por la comunidad internacional e inspirada en una filosofía humanística que tenga al hombre como su principal objetivo.

En la actualidad esta transferencia se traduce en el comercio de una mercancía que aparece bajo distintas formas: asistencia técnica, equipos, procesos de producción y otras. Este comercio ocurre bajo ciertas condiciones explícitas e implícitas extremadamente desfavorables para el país comprador, sobre todo si éste es subdesarrollado. Recordemos que en 1968 América Latina desembolsé más de 500 millones de dólares sólo por concepto de adquisición de tecnología.

Estas condiciones deben desaparecer. Debemos poder seleccionar la tecnología en función de nuestras necesidades y nuestros planes de desarrollo. Cualesquiera que sean los esfuerzos de los países en desarrollo, nada será posible sin un cambio radical de actitud de quienes detentan casi el monopolio de los conocimientos científicos.

¿Qué hacer en estas circunstancias? Nos es imposible cambiar de la noche a la mañana el mundo tal cual es, con toda su injusticia contra los países subdesarrollados. No nos queda más remedio que seguir bregando por reducir los efectos negativos de este estado de cosas y sentar las bases para construir lo que llamaría una economía solidaria.

La presente coyuntura internacional es favorable para intentar transformar el orden económico.

Quizás este juicio es demasiado optimista, pero la verdad es que los acontecimientos internacionales de las últimas décadas han venido acumulando factores que terminaron por cristalizar como una nueva oportunidad. La característica más notable es la posibilidad que se le ofrece al mundo de una relación más digna, sin sumisión y sin despotismos. Hay entendimiento entre las potencias mundiales capitalistas; hay coexistencia y diálogo entre éstas y las socialistas.

¿Puede darse algo semejante entre los antiguos países colonialistas e imperialistas, por un lado, y los pueblos dependientes, por el otro? El futuro dirá si nosotros, pueblos del Tercer Mundo, conquistaremos el reconocimiento de nuestros derechos en la reestructuración del intercambio internacional y la instauración de relaciones justas para todos. Esta cuestión, es preciso subrayarlo, puede ser la más precaria y la más dolorosa.

Cabe a ustedes preguntarse, señores delegados a la Asamblea de la III UNCTAD, sobre qué bases se podría organizar una nueva convivencia humana, al fin solidaria, después de una larguísima historia de opresión que hemos vivido y vivimos. Permítanme, sin embargo, señalar que, a mi juicio, una de las bases podría ser orientar el desarme en forma tal que cimiente una economía solidaria en escala mundial, aunque algunos crean que ésta es irrealizable.

Para las economías socialistas, la perspectiva de desarrollo pacificó es su aspiración histórica fundamental. Una vez afianzada paz podrán integrar más activamente la cooperación multilateral y aportar al mercado mundial recursos técnicos y productivos decisivos para su propia prosperidad y que contribuirían eficazmente a que los países del Tercer Mundo lograran superar los efectos deformantes de siglos de explotación.

No me parece que, ante la experiencia de los últimos años, las naciones capitalistas deban prolongar concepciones como el colonialismo y el neocolonialismo, y conservar una economía de guerra para mantener el pleno empleo. Sólo el Tercer Mundo, con sus inmensas necesidades, puede constituir una nueva frontera económica para las naciones desarrolladas.

Sólo esa nueva frontera es capaz -mejor que la economía de guerra- de ocupar la capacidad productiva de las grandes empresas y dar oportunidades de empleo a toda la fuerza de trabajo. Quiero creer que dirigentes esclarecidos, conscientes de los profundos cambios que enfrentan, están comenzando a pensar seriamente en nuevas soluciones, en las cuales el Tercer Mundo y los países socialistas participen plenamente.

Es necesario buscar con empeño una ecuación económicamente viable entre las enormes necesidades de los pueblos pobres y la prodigiosa capacidad productiva de las naciones ricas.

La solución podría encontrarse en una estrategia de la pacificación, mediante un plan de desarme que destinara un alto porcentaje de los gastos hasta ahora entregados al armamentismo y a la guerra, a un “Fondo de Desarrollo Humano Homogéneo”. Este fondo podría estar abierto prioritariamente como préstamos a largo plazo a las empresas de las propias naciones que los constituyen.

Como el monto de los gastos anuales en armamentos y en guerra es ya superior a los 220.000 millones de dólares, existe un potencial de recursos más que suficiente para comenzar a plasmar una economía solidaria.

Sus objetivos serían reconvertir una economía de guerra en una economía de paz, y, paralelamente, contribuir al desarrollo del Tercer Mundo. El fondo financiaría grandes obras y programas destinados a estos países, de tal manera que mantuvieran la mano de obra cesante por la reducción de gastos en armamentos que permitiesen con su producción resarcir su costo, y, sobre todo, que se constituyeran como empresas nacionales autónomas capaces de un crecimiento sostenido. Al mismo tiempo iniciaría una nueva era de progreso económico continuado, de ocupación plena de los factores productivos, incluso de la totalidad de la fuerza de trabajo. Y, sobre todo, de superación progresiva del abismo que separa los pueblos prósperos de los pueblos expoliados.

Esto no es una utopía. En este mundo, obligado hoy a colaborar o a destruirse, nuevas ideas, inspiradas no sólo en la justicia sino siempre en la razón, pueden redundar en soluciones válidas para la humanidad.

Les deseo, señores delegados, que sus trabajos tengan un resultado positivo. Chile hará lo posible por contribuir a ello utilizando todas las oportunidades que le ofrece el ser anfitrión para facilitar contactos y crear un clima favorable. Sus delegados no buscarán confrontaciones innecesarias, sino acuerdos fecundos.

La pasión y el fervor con que todo un pueblo construyó este edificio son un símbolo de la pasión y el fervor con que Chile quiere contribuir a que se construya una nueva humanidad que haga desaparecer la necesidad, la pobreza y el temor, en este y en los otros continentes.

Me atrevo a pensar que la conferencia dará respuestas positivas a la angustia de millones de seres humanos. No en vano se han movilizado a este lejano país los más altos dirigentes de la economía de casi todas las naciones de la Tierra, incluyendo aquellas que más poder tienen para reorientar la marcha de los acontecimientos. Señores delegados, de algo sí pueden estar seguros: los pueblos no permitirán, como dijeron en Lima, “que coexistan indefinidamente la pobreza y la opulencia”. No aceptarán un orden internacional que perpetúe su atraso.

Buscarán su independencia económica y vencerán el subdesarrollo. Nada lo podrá impedir, ni la amenaza ni la corrupción ni la fuerza.

De la transformación urgente de la estructura económica mundial, de la conciencia de los países, depende que el progreso y la liberación del vasto mundo subdesarrollado elijan el camino de la colaboración basado en la solidaridad, la justicia y el respeto a los derechos humanos, o que, por el contrario, sean empujados a la ruta del conflicto, la violencia y el dolor, precisamente para imponer los principios de la Carta de las Naciones Unidas.